La crónica de Justo Hebencio
Recordaréis, sapientísimo y venerable obispo Asbag aben Nabil, lo que más atrás referí sobre la inexorable inquietud que embargaba al califa Abderramán; el desasosiego que le causaba la incertidumbre del futuro y su desordenada afición a las predicciones, los augurios y las artes adivinatorias. Precisamente, ése fue el motivo de que yo fuera enviado a la Gallaecia acompañando a Hasday ben Saprut: para indagar acerca de las antiguas profecías y a la vez enterarme de la interpretación que los sabios habían hecho cuando aconteció el eclipse de sol que precedió a la batalla de Simancas. Pues bien, considerando que no debía dejar pasar más tiempo sin ocuparme de dicho menester, inicié mis averiguaciones.
Primeramente acudí, como no podía ser de otra manera, al obispo Ero de Lugo, que todavía se hallaba en León prestando algunos servicios al rey. Me pareció que, por ser él un cronista destacado que se dedicaba a guardar rigurosa memoria del pasado en sus escritos, forzosamente tendría conocimientos que pudieran resultarme valiosos. Y no anduve nada descaminado al dar este primer paso, pues el obispo no sólo no se extrañó nada por mi interés en estas cuestiones, sino que incluso pareció alegrarse. Naturalmente, no cometí la imprudencia de desvelar el nombre de quien de verdad se hallaba detrás de ese interés; y en todo momento hice ver que se trataba de una curiosidad únicamente mía.
Cuando le pregunté sobre el eclipse, Ero se manifestó encantado de tener una oportunidad para desgranar toda su sapiencia y facundia. Y no se conformó ateniéndose a lo solicitado, sino que estimó oportuno remontarse mucho más atrás, a lo que aconteció casi un siglo antes, cuando las huestes asturianas y gasconas vencieron unidas a las tropas de los Banu Qasi en Albaida, entre los montes de Viguera y Clavijo; batalla en la que, según me contó muy emocionado, se apareció nada menos que el apóstol Santiago, milagrosamente, para intervenir en favor de los combatientes cristianos.
—Aquello fue sublime —relataba el obispo de Lugo medio en trance—, portentoso, providencial… Eran los tiempos del rey Radamiro I, cuando todavía nuestro reino tenía que cumplir con el infamante e ignominioso tributo de las cien doncellas; aquella aberrante obligación que contrajo el bastardo rey Mauregato, que usurpó el trono de Oviedo con la ayuda de los sarracenos, comprometiéndose a cambio con ellos al pago anual de unas parias consistente en cien doncellas… ¡Qué barbaridad! ¡Cuánto sufrimiento acarreó el dichoso tributo a nuestra gente! Hasta que Radamiro I se negó a pagarlo, y estuvo dispuesto a presentar batalla si fuera preciso… Fue en aquella circunstancia tan terrible, estando gravemente amenazado el reino, cuando hizo el voto al apóstol Santiago, ofreciendo peregrinar a su santo sepulcro con toda la corte y entregar a la iglesia de Compostela cada año la primera cosecha y vendimias, y también una parte del botín que se tomara a los sarracenos.
—Todo eso que me cuentas resulta admirable, en efecto —dije—; pero yo quisiera saber si fue predicho con anterioridad. ¿Alguien escribió algo de lo que pudieran inferirse consecuencias y hechos posteriores? ¿Hubo alguna profecía?
—Sí, sí —contestó el obispo Ero—. ¡Claro que la hubo!
—¿Cuándo? ¿Y en qué consistió?
Él reflexionó un poco y luego afirmó con suficiencia:
—Siempre hubo profecías en estas tierras… Las hubo desde muy antiguo… Ya antes de la llegada de los sarracenos a las tierras de Hispania hubo conciencia de que se aproximaba un mal inminente. Dicen que surgió un sabio antiguo, un historiador armenio llamado Sebeos, que vaticinó la invasión y la dominación musulmana interpretando las antiguas profecías. Sus escritos pasaron de monasterio en monasterio y llegaron hasta el extremo de Occidente. ¿Te das cuenta? ¡Estamos hablando de hace más de tres siglos!
—He oído hablar de Sebeos —dije—. El preclaro Álvaro Paulo se refiere a él en uno de sus escritos; pero no indica con precisión lo que predijo.
—Bien —respondió Ero, encantado de ilustrarme—. Sebeos interpreta las indicaciones del profeta Daniel alejándose por primera vez de las exégesis tradicionales, que percibían en sus visiones apocalípticas la sucesión de los Imperios babilónico, persa, griego y, finalmente, romano. Porque el Imperio romano sería el último de todos; y después de desmembrarse llegaría el final. Para Sebeos, en cambio, el primero de los Imperios es el griego, el segundo el de los persas, el tercero el de aquellos pueblos temibles, Gog y Magog, y el cuarto y último se alzaría desde el sur; éste es el reino de Ismael, que transformará toda la tierra en un desierto… ¿Comprendes? Se refiere claramente a los árabes y a los beréberes muslimes, a los ismaelitas…
—Eso lo he leído y lo he oído decir muchas veces —observé algo desilusionado—. Muchos son los sabios antiguos que interpretaron la invasión de los agarenos como la llegada del Anticristo. En la biblioteca del monasterio Armilatense, donde yo sirvo a Dios, hay numerosos libros que se refieren a eso. Habrás oído hablar del Apocalipsis de Metodio o de las profecías de Atanasio, que identifican al pueblo de los sarracenos con la nación que ejecutará la sentencia final que ha de recaer sobre el mundo de forma terrorífica, transformándolo en un desierto. Pero, ya ves, llevamos ya más de tres siglos de existencia desde que Mahoma hizo germinar su herejía y no ha llegado el fin del mundo…
—En efecto —asintió él—. Ya hace doscientos años Beato de Liébana profetizó el fin del mundo al rey Ordoño I en presencia de todo el pueblo, en Oviedo, durante la vigilia de la noche de Pascua; aquello aterrorizó a las gentes, hasta el punto que estuvieron sin tomar alimentos durante días, ayunando, convencidos de que debían esperar la venida del Señor haciendo penitencia… Y cuentan las crónicas que pasaron algunos días, incluso varias semanas, sin que nada extraordinario apareciese en el cielo. Así que, apremiado por el hambre y viendo que el pueblo se debilitaba, el rey se dirigió a la multitud y les exhortó: «¡Hermanos, comamos y bebamos! Si hemos de morir, mejor será alimentados».
Me eché a reír sin poder evitarlo. Y él me miró muy serio, de momento; pero luego también rio muy a gusto, a carcajadas; tras las cuales, secándose las lágrimas de la risa con la manga, dijo:
—¡Qué demonios! ¿A qué ese empeño de saber el día y la hora exacta del fin del mundo? Cuando nadie puede saberlo a ciencia cierta… Ya nuestro Señor Jesucristo dejó dicho: «Pero de aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre». Así quedó escrito en el Evangelio de Mateo, en el capítulo XXIV, y ésa es la voluntad de quien todo lo sabe…
—Me alegra mucho oírte decir eso —contesté, lleno de sinceridad y satisfacción—. Porque yo también pienso de la misma manera: debemos vivir como si el fin del mundo fuera a llegar hoy o mañana, pero sin desalentarnos ni mucho menos querer conocer aquello que está oculto a nuestras pobres mentes. El credo niceno afirma que este mundo algún día llegará a su fin; pero no dice cuándo ni que pueda saberse el día exacto. Por eso no me interesan las quiméricas profecías que tratan de encontrar esa fecha. Lo que yo quisiera saber es si aquí, en el norte, se ha llegado a tener conciencia del final de la dominación agarena. ¿Hay predicciones que hablen de la caída del pueblo mahomético?
Sonrió levemente, inspiró manifestándose henchido de satisfacción por saber la respuesta y soltó el aire respondiendo:
—¡Las hay!
Le lancé una mirada apremiante, en la que mostré mi deseo de conocer esas profecías inmediatamente. Y él, que no necesitaba que lo animara a hablar, añadió:
—Tú, hermano Justo Hebencio, eres un hombre muy instruido, según puedo apreciar. Has leído muchos libros y no se te ocultan los misterios de los escritos de cualquier género que sean. Pero, por la voluntad de Dios, vives en el sur, donde los cristianos estáis sujetos al poder de los mauros, y tal vez por esa razón quieres saber estas cosas. Porque estoy seguro de que allí a nadie se le ocurriría predecir la caída del poder ismaelita, o ni siquiera hablar de ello. Pero aquí, en el norte, eso es el pan de cada día…
—Tienes razón —dije como asombrado, mientras daba gracias a Dios en secreto viendo que me iba a contar todo lo que sabía. Le devolví una leve sonrisa y le apremié—: ¿Qué profecías son ésas?
Él se apresuró a responder:
—En la iglesia mayor de Oviedo, donde tiene su cátedra el obispo, se guarda con los tesoros antiguos un escrito anónimo, al que, precisamente por estar allí, se le llama La crónica ovetense. En ella se dice que lo que es designado por los profetas bíblicos como «tierra de Gog» es en realidad Hispania, durante el reinado de los godos, en la cual entraron los hijos de Ismael, encontrando su casa y asentándose, por los pecados de aquellos godos, a los cuales masacraron y sometieron a tributo, tal como lo vemos hoy. Pero ese escrito recuerda las palabras que el profeta Ezequiel le dijo a Ismael: «Puesto que tú has abandonado al Señor tu Dios, yo te abandonaré y te entregaré en manos de Gog, y te desplomarás, tú con todo tu ejército, bajo su espada. Porque, después de que hayas atormentado a los godos durante ciento setenta años, Gog te devolverá las tribulaciones que les has infligido».
Después de decir esto, se quedó mirándome muy fijamente, como esperando a ver mi reacción. Y yo, circunspecto, le pregunté:
—¿Cómo interpretáis todo eso?
Meditó y respondió con rotundidad:
—Literalmente. La caída de los ismaelitas ha comenzado. Se cumplen ya los ciento setenta años. La victoria de Simancas ha sido el comienzo del fin de la dominación de los mauros. Por eso fueron aquellas señales en el cielo: el sol oculto y el viento ábrego que llegó desde el sur. Significaba aquello que el sol se esconde y les da la espalda a los ismaelitas; y que el infierno se abre para exhalar su ardiente aliento… Llega pues el final del dominio musulmán. Pronto dará comienzo una nueva era…