55

El viaje de la reina Goto

Pasé días de incertidumbre y espera en Córdoba. Nadie me enviaba noticias. Didaca no volvió a venir y no pude evitar una sombra de sospecha hacia ella. Luchaba contra ese sentimiento, pero siempre acababa venciéndome.

Cuando por fin una mañana, avanzado el mes de julio, se presentó en el monasterio un criado del obispo de Palencia, ya había llegado a pensar que todos los miembros de la embajada se habían olvidado de mí; e incluso algo peor: que no tenían ninguna intención de hacerme partícipe de lo que se estaba negociando. No era para menos, puesto que habían transcurrido dos largos meses desde nuestra llegada.

El criado del obispo era reservado y cerril, únicamente me dijo:

—Mi amo don Julián os pide que acudáis a la fonda donde se hospeda.

Columba me acompañó y fuimos, como siempre, montadas en el borrico. El criado iba delante, caminando deprisa y sin apenas volver la cabeza. Mi sorpresa fue grande cuando resultó que la fonda no estaba lejos del monasterio, sino a las afueras del mismo barrio, después de dar algunas revueltas. Era un edificio amarillento, de tres pisos, que daba a la parte posterior del mercado. No tenía casas enfrente, sino un pretil hecho de piedras que separaba la muralla del lugar donde se instalaban los tenderetes de las verduras.

El hospedaje era espacioso por dentro, con un patio central en el que había un amplio pozo protegido por un brocal alto, abrevaderos, cobertizos, galerías techadas con alfajías y unas cocinas enormes donde podían encenderse varias hogueras al mismo tiempo.

Una escalera bastante ancha y fuerte subía hasta el segundo piso. Por ella, deprisa y muy alegre, vi descender a Didaca, que venía exclamando:

—¡Dómina! ¡Qué alegría!

Actué con frialdad, sin poder evitar todas las dudas que suscitaba en mí su comportamiento.

—Podías haber ido tú a verme —dije—. Hace un montón de tiempo que no sé nada de ti.

Bajó la mirada, confusa, pero no tardó en recuperar la sonrisa que no dejaba de parecerme un tanto hipócrita.

Un momento después, por la misma escalera descendió el ministro Musa aben Rakayis seguido por su secretario Aglab. Me besó la mano y, con una concisión que me desconcertó, explicó que debíamos partir inmediatamente hacia Medina Azahara, donde el califa iba a recibirnos.

—Nadie me ha avisado con antelación —me quejé—. He esperado durante semanas a que alguien viniera a decirme cómo iban las negociaciones… ¡Me he sentido ignorada!

—Ninguno de nosotros sabía que hoy sería la recepción —contestó el ministro—. Los secretarios y los consejeros del califa han actuado con parquedad y desconfianza. Al parecer esperaban noticias de sus embajadores en León. No querían decidirse a negociar mientras no se supiera con certeza si era verdad que todos los volúmenes del Corán estaban allí y en perfecto estado. Pero, si la espera os ha molestado, os pido disculpas, dómina. Debéis comprender que esta misión es delicada y que requiere su tiempo.

—¡Excusas y necedades! —Se oyó la voz potente del obispo de Palencia—. ¡Todo esto podría haberse resuelto en cuestión de días!

Alcé la cabeza y vi que don Julián descendía del piso alto por la escalera, haciendo crujir las maderas con sus fuertes pisadas. Venía envuelto en un manto purpúreo, ampuloso y tocado con un llamativo gorro carmesí. Decía visiblemente enojado:

—No había ninguna necesidad de soportar esta larga espera. Hemos dejado que estos zorros agarenos tanteen nuestras intenciones; hemos entrado torpemente en su juego y ya veremos cómo nos tratan hoy, una vez que están seguros de que nos tienen comiendo en su mano.

El ministro Musa me miró con aire de agobio y comprendí que habían surgido muchos problemas y discusiones entre ellos. El ambiente tenso y la discrepancia se hacían patentes en los rostros de todos los miembros de la legación; igualmente en los prelados, en los condes y en los simples escribientes y secretarios. Incluso el conde Fruela, de ordinario un hombre tranquilo, estaba nervioso y con apreciable prisa. Cada uno de los que iban saliendo de las alcobas para reunirse en el patio manifestaba a su manera el temor y el nerviosismo por lo que pudiera ocurrir en la recepción del califa.

—Vamos a procurar tener calma —les dijo a todos el ministro Musa—. Si manifestamos disensiones y nervios podemos perder muchos de los frutos que esperamos obtener hoy.

—¡Será posible! —gritó alterado don Julián—. ¿Dices eso por mí?

—Oh, no, no, no… —negó el ministro llevándose las manos a la cabeza—. ¡Por Dios! Lo digo por mí, por todos nosotros… ¡Tengamos calma!

—Yo estoy bien tranquilo —replicó estirándose el obispo de Palencia—. No temo nada a ese diablo sarraceno. ¿Qué puede hacernos? ¿Matarnos? Cuando decidimos venir a esta embajada cada uno de nosotros asumió ese riesgo. Pero no se atreverá a causarnos daño alguno. Así que, hermanos, estemos confiados en el Dios que todo lo puede.

—Eso es precisamente lo que yo quería decir —observó Musa, echando una ojeada a los presentes—. Nada debemos temer ninguno de nosotros. Pero os ruego que seamos una sola voz. Hablaré yo en nombre del rey Radamiro, pues así me lo encomendó él mismo.

—¡Otra vez lo dices por mí! —protestó don Julián—. Soy mucho más sutil e inteligente de lo que imaginas. ¿Crees acaso que metería la pata?

—No, no lo creo —respondió Musa—. Simplemente estoy tratando de que actuemos organizados; de que tengamos algunas normas para obrar con acierto. He dicho que hablaré yo porque, además de habérmelo encomendado el rey, conozco la lengua árabe.

Toda la ansiedad y la tensión que había en aquel patio penetraron dentro de mí. Hubiera intervenido con violencia, cansada de tanta discusión; les habría rogado a gritos que se callaran, de no salir al paso el conde Fruela para exhortarles:

—¡Señores, deberíamos evitar perder más tiempo! Salgamos de una vez, no sea que lleguemos tarde y desairemos al califa.

La mayoría de los presentes asintió con elocuentes movimientos de cabeza; se veía que también ellos estaban bastante hartos de la rivalidad entre el ministro y el obispo. Y éstos parecieron calmarse al menos de momento.

Antes de salir, se inspeccionó convenientemente la comitiva; se revisaron los regalos, los atavíos, los jaeces de las bestias, los estandartes y aderezos y la disposición y el orden que debía guardar cada una de las comitivas. Después recargaron las alforjas de las mulas y la larga fila se puso en movimiento, lenta y parsimoniosamente. Atravesamos los mercados repletos de gentes que nos observaban llenas de asombro. Auténticas oleadas humanas nos seguían después, cuando abandonamos los angostos callejones y logramos alcanzar el ancho adarve que nos condujo hasta la puerta de Amir. El claro sol del verano proyectaba sus ardientes rayos cuando cruzamos los amplios baldíos donde se veían los infinitos cementerios sembrados de sepulturas cavadas en el suelo polvoriento. Luego el camino se adentró por unos campos de ciruelos, para seguir por los terrenos agrestes y montuosos, entre peñascos y retorcidas encinas.

Se vio al fin Medina Azahara. Las puertas estaban cerradas, pero delante de las murallas estaba alineado, en perfecta formación, un gran ejército: hombres a caballo con largas lanzas, hileras de arqueros y peones armados con hachas. Las corazas y los yelmos brillaban; tanto acero y bronce pulido junto componía una visión apocalíptica, terrible.

—Todo, todo esto es para sobrecogernos —me indicó el obispo de Palencia.

—Es verdaderamente impresionante —dije.

—Lo que hace falta ahora es que el ministro Musa no se achante, abrumado por el alarde…

—Confiemos en él.

De repente, una atronadora explosión de tambores hizo temblar el suelo. Resultaba difícil sustraerse al espanto que causaba aquel recibimiento y el corazón me latía con fuerza. Algunas cabalgaduras se encabritaron y a punto estuvimos varios de nosotros de caer a tierra. Menos mal que el ruido sólo duró un breve instante.

Luego se hizo un gran silencio. Las puertas, revestidas de metal obrado, se abrieron y apareció todo lo que ocultaban detrás: infinidad de jardines cuajados de verde espesura, maravillosamente ordenados en terrazas y senderos, ascendiendo por la ladera del monte. Nunca en mi vida he visto tantas flores como aquel día, tantas rosas de todos los colores y aromas.

Después de hacernos esperar una vez más en una explanada cuadrada rodeada de cipreses, aparecieron por fin los chambelanes del palacio, ceremoniosos y vestidos con lujo y adornados con el relumbre del oro. Sonreían y en todo momento se mostraron amables. Con delicadeza y gestos obsequiosos, nos hicieron pasar a un salón amplio, inundado por una luz tenue; las paredes estucadas y los techos altísimos. El aire era perfumado y cálido. Al fondo, una galería adornada con columnas abrigaba los divanes donde nos fueron acomodando, frente a un cortinaje de seda verde que ocultaba el lugar donde, según nos indicaron, haría su aparición el califa.

Nos sentamos. Estábamos impacientes y silenciosos. De vez en cuando intercambiábamos miradas cargadas de impaciencia, de soslayo; porque apenas nos atrevíamos a movernos ante la abrumadora realidad de aquel salón, su fasto y su grandeza.

Con delicadeza, sin asomo alguno de exigencia, los chambelanes nos indicaron que debíamos quitarnos las capas en señal de respeto. Obedecimos. Después, dirigiéndose a las mujeres que allí estábamos, nos hicieron comprender mediante gestos que era obligado que nos cubriéramos los rostros, dejando visibles únicamente los ojos. Así lo hicimos. Luego se retiraron dejándonos solos a los invitados con nuestra gran impaciencia.

Pasado otro largo rato, sonó una dulce flauta, y la cortina verde subió enrollándose sobre sí misma. Aparecieron detrás, sentados en divanes, los parientes del califa, sus hijos y los servidores privados. Luego entraron en orden los visires, alfaquíes y escribientes. Un chambelán grande, en cuya abultada barriga resonaba su voz, fue presentando a unos y otros, sin prisas.

La flauta dejó de sonar y alguien gritó en lengua cristiana:

—¡En pie!

Nos alzamos, comprendiendo que el momento esperado había llegado, y vimos que una segunda cortina se descorría detrás de las anteriores, blanca esta vez.

Apareció el califa vestido de oro, sentado en un trono alto, bajo un dosel de brocado.

—¡Grande es Allah! —exclamó el grueso chambelán—. ¡Grande es su Profeta! ¡Grande es el excelso Príncipe de los Creyentes, comendador de Allah, descendiente del Profeta! ¡Grande es nuestro amo y señor Abderramán aben Hamad, el tercero de su nombre, Al Nasir li din Allah!

Estábamos a unos veinte pasos de él y, merced a la luz que proporcionaban las lámparas del salón, se le veía muy bien. El califa era un hombre de mediana estatura, robusto; al menos eso parecía bajo el fastuoso ropaje. Su tez era clara y sus ojos profundos; la barba y el bigote de pelo muy negro, extraordinariamente brillante, como igualmente sería el cabello que ocultaba el voluminoso turbante. En aquel momento no pude evitar pensar qué sentiría su abuelo, el cristianísimo rey Fortún Garcés de Pamplona, o su tía, la reina Tota.

A continuación, la recepción transcurrió según lo previsto. Se intercambiaron los regalos: cofres de marfil labrado, arquetas de plata y alhajas por parte del califa; y un precioso manto de armiño y una diadema de oro que había enviado Radamiro. Luego hubo discursos, parabienes y largas palabras de cortesía por una y otra parte. Nada dijo de momento Al Nasir, sino que permanecía serio y callado, observándolo todo con su penetrante mirada.

Llegada la hora de negociar, todo se habló en árabe; por lo que yo, desconocedora de esa lengua, no me enteré de nada. Únicamente alcanzaba a entender algunas palabras y, según las expresiones de los rostros y los gestos de quienes conversaban, me parecía adivinar cuándo las cosas iban bien o si, por el contrario, había dificultades.

El ministro Musa estuvo sereno, cauteloso, sonriente y, gracias a Dios, el obispo de Palencia tuvo cerrada la boca, pues tampoco sabía hablar la lengua agarena. Así pasaron algunas horas, que se me hicieron eternas, a la espera de saber lo que se había tratado sobre el asunto de la sepultura de san Paio.

En un determinado momento, se levantó el secretario de Musa y se acercó hasta el estrado con un envoltorio. Los visires y alfaquíes fueron hacia él, con ardiente interés en las miradas. También Abderramán, por primera vez en toda la recepción, se puso de pie, apreciablemente interesado. Deshicieron los lazos, desliaron los cordones y retiraron las diversas envolturas del paquete: era el valioso libro del Corán capturado en la batalla del barranco.

Sonrió Al Nasir, satisfecho, emocionado, y toda su corte se alegró con él; incluso hubo entre sus súbditos quienes elevaron las manos al cielo y lanzaron albórbolas de entusiasmo. Un ambiente de cordialidad y agradecimiento inundó la reunión.

Entonces, no resignándose a perder la ocasión de intervenir, don Julián se levantó y preguntó en alta voz:

—¿Qué hay de las reliquias de Paio?

Se hizo un silencio espeso, expectante, en el que todos estuvimos pendientes de él durante un instante.

Uno de los visires preguntó luego algo en árabe y siguió un rato de interpelaciones, preguntas y respuestas, traducidas unas y otras no. Al cabo, el visir se aproximó al califa y le habló al oído. Al Nasir le contestó a su vez, también al oído.

Don Julián volvió a impacientarse y gritó:

—¿Podremos llevarnos los huesos del muchacho? Igual que ese libro es sagrado para el califa, lo son para nosotros las reliquias de Paio.

La tensión fue entonces grande. Miré al ministro Musa y vi que se agitaba en su asiento y que se llevaba la mano a la frente sudorosa.

—¡Dadnos las reliquias! —insistió el obispo—. ¡Dios os lo premiará!

Otro de los visires, también alto, pero más delgado, se puso entonces de pie y caminó hacia el centro del salón. Dirigiéndose con arrogancia a don Julián, dijo:

—Nada significan para el Comendador de los Creyentes esos huesos, aunque le pertenecen, como todo lo que hay en Córdoba y en sus extensos dominios. Podéis llevároslos a vuestra tierra y darles sepultura donde mejor os parezca.

Con esta maravillosa noticia se puso fin a la reunión. Hubo luego breves palabras de agradecimiento y despedida. Se volvieron a correr los cortinajes y los chambelanes nos condujeron hasta la salida. Por el camino, de vuelta a Córdoba, íbamos contentos, celebrando lo bien que todo había resultado y dándole gracias a Dios.