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La crónica de Justo Hebencio

Resultaba inevitable pensar que, al menos de momento, el rey Radamiro no tenía intención alguna de recibirnos. Pasaron tres largas semanas de espera en las que llegamos a tener la sensación de que en el palacio incluso se habían olvidado de nosotros. El obispo Ero de Lugo dejó de venir a castigarnos con las largas caminatas y las grandilocuentes lecciones de historia; y el conde Gundesindo aparecía por el caserón sólo el tiempo justo para saludarnos y preguntarnos si necesitábamos algo, y esto siempre a primera hora de la mañana, luego se marchaba y no volvía hasta el día siguiente. La única novedad en aquel estado de frustración e incertidumbre eran las visitas de don Bermudo, las comidas con él y las largas conversaciones. Aunque no acudía todos los días, cuando lo hacía nos alegraba el alma; especialmente a Hasday ben Saprut, con quien empezó pronto a tener mayor trato y hasta cierta intimidad. Ambos se pasaban dilatados ratos jugando al ajedrez, concentrados, sin decir una sola palabra. Pero a veces les daba por hablar y podían alargar la conversación durante horas.

Aunque, como ya señalé más atrás, en un principio esto no fue así. El judío se manifestó inicialmente desconfiado. En sus primeras visitas tuvo cierta reserva y, aunque todo se desenvolvía con una cordialidad extraordinaria, cuando se marchaba Bermudo no se quedaba del todo convencido; pues sospechaba que aquel hombre tan cortés, tan generoso y amable en el fondo ocultaba algo.

Uno de aquellos días primeros, se sinceró conmigo Hasday y me dijo:

—Noto algo raro. No sabría decir por qué, pero no me fío del todo de don Bermudo.

—Solo busca complacernos. —Traté de tranquilizarle yo—. Hasta ahora no ha pedido nada a cambio.

—Pregunta demasiado —observó el judío—. Su curiosidad me resulta sospechosa, no deja de mosquearme… ¿No te extraña tanto interés por Córdoba?

—¿Crees que nos espía? ¿Te refieres a eso?

—Posiblemente. Se me ha metido en la cabeza que nos lo han enviado aquí para sonsacarnos.

—Eso tiene fácil remedio. Con poner cuidado y no decirle nada más que lo que consideremos oportuno… Aunque, en todo caso, ¿qué tenemos nosotros que ocultar? Hemos venido aquí con la verdad por delante, sin dobleces ni engaños. Si así lo desea, que indague todo lo que quiera, ¿no te parece?

—En efecto. Que indague lo que quiera, nada extraño podrá descubrir, ni averiguar secretos.

—Pues, entonces, no nos preocupemos. Dejémosle preguntar. Tal vez incluso nos beneficie.

Pero Hasday no se quedaba del todo tranquilo. Seguía rondándole que Bermudo ocultaba motivos muy diferentes a los que manifestaba, que venía al caserón para espiarnos.

Hasta que un día de aquéllos no pudo aguantar más, en medio de la agradable comida, el judío se le quedó mirando muy fijamente y, con toda tranquilidad, le preguntó directamente y sin preámbulos:

—Caballero Bermudo, ¿no es verdad que te envía tu rey? Vienes aquí para comer y beber con nosotros porque Radamiro te ha ordenado que nos investigues. ¿No es así?

A esta interpelación siguió un silencio en el que todos nos quedamos atónitos, pues no nos lo esperábamos. Bermudo en cambio no se inmutó y se limitó a bajar la vista huyendo de los ojos de Hasday. A pesar de lo cual, éste insistió con terquedad:

—Te ruego que seas fiel a la verdad. ¿Te envía tu rey?

Pero la lengua del caballero parecía trabada y no soltaba palabra ni se movía, aunque su rostro aparentemente estaba impasible.

Hasday preguntó de nuevo, con una voz reposada, segura y firme:

—¿Vienes a comer y beber con nosotros por orden de Radamiro? Te ruego que contestes; bastará con que digas «sí» o «no» y me quedaré conforme.

Bermudo bebió un trago de vino, le sostuvo la mirada fijamente durante un instante y después respondió muy serio:

—Sí, me envía el rey.

Todos nos quedamos aturdidos por esta contestación. Cruzamos miradas nerviosas y permanecimos en silencio sin saber qué decir ni qué hacer. Entonces Hasday se puso de pie y, encarándose con el caballero leonés, dijo esforzándose para no alterarse:

—No había ninguna necesidad… Tu rey no tenía por qué hacer uso de una artimaña tan simple, tan infantil. ¿Pensaba acaso que no nos daríamos cuenta? No, no somos como él piensa que somos. No hemos venido a ocultar nada, no tenemos intenciones secretas, no pensábamos engañarle… ¡Se equivoca tu rey!

Bermudo alzó las cejas con cierto apuro y se sonrojó:

—No he pretendido ofenderos —murmuró con humildad—. He hecho simplemente lo que me mandaron.

Hasday se apresuró a responder:

—¡Qué pena me da! Han pasado algunas semanas desde que llegamos a León y, como habrás comprobado tú mismo, hemos perdido el tiempo. Radamiro en persona debería habernos recibido, tratar con nosotros directamente y ver cuáles son nuestras intenciones. Hemos venido sencillamente a negociar, somos embajadores y nada más. Estos clérigos de al-Ándalus que me acompañan son prelados cordobeses, hombres de vuestra religión; tres obispos y un monje que cumplen fielmente con los mandatos de la Iglesia. ¿Pensáis acaso que hemos venido con subterfugios? ¿Creéis que pretendíamos engañaros?

La boca de Bermudo se entreabrió en una débil sonrisa y contestó:

—Me alegra mucho oírte hablar así; me alegra oírlo de ti más que de nadie, puesto que eres hebreo. En efecto, suponíamos que vuestra fidelidad y vuestro temor al califa os impedirían ser del todo veraces; creíamos que vendríais con prepotencia, con exigencias e intransigencia, como otros legados que os precedieron. Pero ahora veo que, como bien has dicho, nos equivocamos esta vez.

La mirada de Hasday vagó errante por el salón y se detuvo luego en el obispo de Isvilia:

—Decídselo vos —le pidió—. Decidle que sólo traemos buenas intenciones. Tal vez la desconfianza sea hacia mí por ser yo hebreo. Pero a vos deben escucharos, si en verdad creéis en el mismo Dios.

El obispo se puso de pie, se inclinó hacia Bermudo y le habló en tono quejoso:

—Hemos venido con la única intención de intentar conseguir una paz beneficiosa para todos. El califa nos envía para parlamentar y hallar soluciones. ¡No pretendemos engañaros! ¿Se puede saber por qué vuestro rey recela tanto de nosotros? ¿Por qué no nos recibe? Esta actitud es injusta y ofensiva. ¡Deberíamos irnos a Córdoba mañana mismo!

—¡Eso, mañana mismo! —saltó el de Pechina—. ¡No hay derecho!

Y el de Elvira, alzando las manos, exclamó:

—¡Nuestro Señor está aquí presente! ¡Como lo está en todas partes! Él es testigo de que no somos embusteros ni engañadores. Hemos venido buscando la paz.

Se hizo un silencio triste y doloroso, en el que todas las miradas estaban puestas en Bermudo, esperando sus explicaciones. Él también se levantó de su asiento, suspiró con cierto apuro y dijo:

—Señores, debéis comprender que hemos tenido una cruel guerra muy recientemente. No es fácil dejar a un lado las armas y poner a fiarse así, de un día para otro, en un enemigo tan temible. No es que nuestro rey desconfíe de vosotros; lo que sucede es que necesitaba asegurarse del tipo de hombres con los que ha de tratar. En otras ocasiones, los embajadores de Abderramán han venido exigiendo tributos y amenazando con severas represalias. Ahora las cosas han cambiado. Después de lo acaecido en Simancas, la negociación debe ser entre iguales. ¿Estáis de acuerdo con esto?

Hasday extendió las manos, levantó las cejas con reprobación y contestó:

—¡Y ahora vienes con eso! ¿No hubiera sido mejor hablar de esta manera desde el principio? ¿Qué necesidad había de enredos y ocultaciones?

—Sí —respondió Bermudo, dando un sonoro suspiro—, tienes razón. Ha sido un error iniciar la negociación de esta manera. Pero todavía estamos a tiempo de solucionarlo.

—¿Nos recibirá entonces Radamiro? —inquirió el judío.

El caballero se le quedó mirando fijamente, en silencio, como si no hubiese oído la pregunta.

—¿Nos recibirá? —repitió con obstinación Hasday—. ¿Nos recibirá de una vez?

Bermudo siguió callado, insistiendo en el silencio.

—¡¿Nos recibirá?! ¿O será tal vez cierto que es como una mula terca?

Al oír esto, el caballero se echó a reír con ganas, a carcajadas, rompiendo el ambiente tenso que reinaba. Luego dijo con una sonrisa brillándole en los ojos:

—Mañana mismo hablaré con él y le convenceré para que os reciba cuanto antes. Ya no tengo la menor duda de que sois gente como Dios manda.

—¡Alabado sea el Altísimo! —exclamó el obispo de Isvilia.

Respiramos todos con tranquilidad por primera vez desde que Hasday lanzó aquella pregunta inesperada. Nos sentamos y nos quedamos en silencio, mirándonos sin atrevernos a decir nada tras la tensión pasada. Entonces Bermudo alargó la mano, cogió la jarra del vino y llenó las copas.

—Mejor será que bebamos un trago —dijo—. Ahora que no hay nada oculto entre nosotros, ¿podemos ser amigos de verdad?

—¡Naturalmente! —respondió con alegría contenida Hasday.

Bebimos, volvimos a intercambiar miradas y otra vez nos quedamos callados. Hasta que el judío, entre burla y broma, le dijo al caballero:

—Ya no tienes por qué hacernos beber vino para que se nos suelte la lengua. Ahora puedes preguntar lo que desees con toda tranquilidad y puedes estar seguro de que, si podemos, responderemos a tus preguntas…

Y Bermudo le siguió la broma contestando:

—Aun así, algo de vino tampoco os vendrá mal; ya que en al-Ándalus, según tengo entendido, escasea, y lo poco que hay es más bien malo.

—¡Quién ha dicho tal cosa! —saltó enojado el obispo de Pechina—. Has de saber que el vino del sur de Hispania se cuenta entre los mejores del mundo; es amable, espirituoso y vigoroso a la vez, aromático…, ¡excelente! No como este vuestro que parece aguado y agrio. Ya se hacía vino en la Bética en tiempos de los romanos y nuestros antepasados godos lo degustaban, sabedores de su inestimable calidad. Se cuenta que, reinando el gran Recaredo, que convirtió a la Iglesia católica toda la Hispania Ulterior y Citerior…

Temiendo que la perorata se alargase sin previsible final, Hasday carraspeó fuertemente y dijo:

—Bebamos el vino, pero no hablemos de él; dejemos que nos ayude a ser sinceros en las cosas que nos interesan de verdad…

Y después de hacer esta petición, se volvió hacia Bermudo y le habló de nuevo directamente y sin ambages:

—Ahora que no debemos andarnos con secretos entre nosotros, permíteme que te haga una pregunta. Si quieres y puedes, la contestas; si no, haz como estimes oportuno… ¿Sabes dónde se guardan los libros del califa? ¿Puedes decirnos dónde tiene tu rey el Corán, el estandarte y la cota de malla de Abderramán?

El caballero alzó las cejas con asombro, y respondió con una voz tranquila, seria, como si fuera un juez dictando una sentencia:

—Todo eso está donde debe estar. Después de la victoria de Simancas, el rey trajo los libros, el estandarte y la armadura a León para que lo vieran toda la corte y el pueblo. Luego mandó que fueran llevados a Compostela, para ser expuestos como ofrenda a los pies de san Yago. Están pues en la iglesia donde se halla el sepulcro del apóstol.

—¿Podríamos verlo? —preguntó Hasday—. ¿Podríamos ir para comprobar si son las verdaderas pertenencias del califa?

Con la misma voz que antes, mirándolo muy seriamente, Bermudo respondió:

—¿Por qué lo dudas? El rey jamás urdiría un engaño con algo tan serio. Yo estuve en aquella batalla y te juro que esos libros, el estandarte y la armadura son auténticos. Pero, si seguís dudando y queréis verlo con vuestros propios ojos, nadie os lo impedirá.

—¡Bendito sea Dios! —exclamé sin poder aguantarme—. ¡Vayamos a Compostela! ¡Allí está el sepulcro de san Yago!