La crónica de Justo Hebencio
Cuando dejó de llover, el obispo Ero nos llevó a ver León. Salimos por la mañana y emprendimos la marcha a pie, siguiendo uno de los adarves, hasta el castillo. Subidos en la torre más alta pudimos ver que, en torno a los imponentes paredones que encerraban la ciudad, el campo fulguraba verde y el cielo se mostraba más azul; los labrantíos de trigo y algún que otro viñedo resplandecían por el rocío, bajo un sol que había tomado un carácter más brioso que el día de nuestra llegada. A lo lejos se veían correr pequeños caballos de alegres colas y rebaños de cabras y corderos moviéndose despacio hacia los prados, donde las hierbas salvajes estaban esmaltadas de flores azuladas y amarillas. La llanura que se contemplaba, suavemente ondulada, se extendía hasta el pie de unos montes lejanos y cenicientos, cuyas cumbres aún nevadas brillaban sonrientes y puras.
El obispo Ero nos explicó que aquellas murallas, tal vez las más altas y poderosas de cuantas quedaban en pie de las que edificara el pueblo romano, soportaban la pesadumbre de mil años. Se desconoce lo que sucedió en los tiempos que siguieron a la ruina del viejo Imperio, pero se tienen noticias de que las fortalezas estuvieron ocupadas por los ismaelitas después de que invadieran Hispania. Fue reconquistada para la cristiandad por el rey Alfonso I; quedando luego desierta durante cerca de un siglo, en lo que por entonces fueron las sombras de la Tierra de Nadie. Hasta que el llamado Rey Magno se decidiera a poblarla. Se apreciaban claramente los remiendos hechos en ese tiempo; los antiguos muros romanos estaban reconstruidos a trozos y se alternaba lo nuevo y lo viejo, en el amontonamiento confuso de baluartes de sillares, piedras, adobes y ladrillos. La primavera asomaba en los rincones verdeando en frondosas parras y árboles frutales. Todo ello enmarcado por el casi perfecto rectángulo del que fuera el trazado original de la primera ciudad. Dentro de tan recias defensas soportó el rey Alfonso III el asedio del príncipe Al Mundzir y desde allí extendió su reino hasta el Duero y el Pisuerga.
A partir de aquel soberano, se convirtió León en la principal urbe cristiana, estableciéndose en ella el solio real, el Consejo y el Tribunal de Justicia. Coincidiendo con las discordias internas del emirato cordobés y los odios y revueltas que en él se desencadenaron, muchas gentes mozárabes del sur acudieron a establecerse en la ciudad y su alfoz. Con todo, aun siendo la capital de toda la Gallaecia y la cristiandad del norte, en nada puede compararse su tamaño y su población con la importancia y la grandeza de Córdoba, sin que por ello desmerezca la rica vida que allí hay; y se reconozca que, incluso echando una simple mirada a su contextura física y moral, se apreciaba que en León latía una nueva y floreciente sociedad alentada por el deseo de reconquistar territorios.
Eso lo pudimos estimar con mayor claridad un poco después, cuando atravesamos la ciudad de parte a parte por su vía mayor, que discurre de norte a sur desde el castillo hasta el mercado; numerosas vías secundarias, calles, carreras y carrales se cruzan, enlazando algunas con otro eje importante, aunque menor, que une la llamada puerta del Obispo con la que nos sirvió de entrada, la puerta Cauriense. Hacia el este, se abre la puerta del Conde; y entre el mercado y el palacio real, la que llaman «arco del Rey» completa las cuatros puertas, dando entrada a un extenso suburbio donde habitan los judíos, moriscos y agarenos. En todas partes, dentro y fuera de las antiguas murallas, se hallan al paso iglesias y monasterios viejos o recién construidos, de las reglas de siempre, de san Fructuoso y san Leandro, los primeros, y de las reglas venidas de fuera los nuevos. Prueba era ello de que, como he dicho, León se estaba obrando; crecía y florecía con los ojos puestos en otras miras, alumbradas con nueva luz tras la victoria de Simancas. Sus plazas, sus calles, sus rincones eran observados atentamente por nosotros y nos íbamos haciendo una idea de la vida de su pueblo, gracias también a las explicaciones del ilustrado obispo Ero de Lugo, que manifestaba, aun sin esforzarse, el orgullo de saberse vencedores.
Por eso, fácilmente se podrá comprender que aquella misión nuestra en la Gallaecia, además de harto dificultosa, era muy expuesta. A los ojos de la gente del norte, todos nosotros, ya fuéramos cristianos mozárabes, ismaelitas o judíos, éramos considerados «mauros». Con ese nombre se referían a la gente del sur y expresaban con él todo lo que para ellos significábamos: temor, desconfianza y resentimiento. Pronto fuimos conscientes de esa realidad tan evidente y nos dimos cuenta de que las expectativas que abrigábamos, de resolver con rapidez y facilidad los asuntos que nos llevaron a León, se desvanecían.
Nos enseñaban su ciudad amablemente y nos trataban con cortesía; pero advertíamos que el rey Radamiro, de momento, no manifestaba ningún interés en recibirnos. ¿Era sólo por recelo o acaso por terquedad y arrogancia? Fuera por una causa u otra, nadie nos ofrecía el mínimo indicio que nos diera esperanzas de ser atendidos pronto. Esto motivó que Hasday ben Saprut resolviera enviar un veloz correo a Córdoba para informar de esta circunstancia a los ministros del califa.
Mientras tanto pasaba el tiempo. El conde Gundesindo acudía cada día, puntualmente, a desayunar con nosotros por la mañana. Se entregaba a su obligación de cumplimentarnos sin ir más allá del cometido elemental de saludar, preguntar si necesitábamos algo en especial y proporcionarnos un breve momento de compañía. Parco en palabras, seco y estirado, disculpaba al rey manifestando que tenía muchas obligaciones, pero que no tardaría en recibirnos. Más tarde llegaba el obispo Ero y nos acompañaba a visitar alguna iglesia o monasterio; nos hablaba de historia, y nos aleccionaba, magnificando ante nuestras miradas la robustez de los bastiones, las defensas, los inexpugnables muros, el orden y disciplina de la guardia en las atalayas y la invencible capacidad de la hueste leonesa, capaz, según decía, de «convocarse y aprestarse a la batalla con la misma premura que transcurre la jornada, desde la salida del sol hasta su ocaso».
Encaramados en las alturas de las almenas, nos invitaba con pasión a contemplar aquellas piedras milenarias que tanta confianza le infundían, asegurando que «ni en la Jerusalén del rey David, ni en Damasco, ni en la pérfida Babilonia, ni en la mismísima Roma que conoció san Pedro hubo murallas como aquéllas». Luego se ponía medio en trance y entonaba melodiosamente el cántico de Isaías:
Tenemos una ciudad fuerte,
Dios ha puesto para salvarla murallas y baluartes…
Pues estaba el obispo plenamente convencido de que León era la Nueva Jerusalén y Radamiro algo así como un nuevo rey David. Nos contaba entusiasmado cómo la monarquía se había desplazado en estos tiempos definitivos desde el norte, desde la antigua capital de Oviedo, estableciendo una nueva sede regia, construyendo iglesias y monasterios y asentando pobladores en los nuevos territorios conquistados. Todo ello para aprestarse a la gran empresa que se avecinaba: restaurar el antiguo orden cristiano desde allí y extenderlo a todas las tierras hispanas que pertenecieron a la pasada y extinta monarquía goda. Por tal motivo, si los anteriores reyes habían sido sepultados en Oviedo, a partir de la muerte de Ordoño, todos los monarcas descendientes tendrían sus sepulcros en León.
Observé con cuánta atención asistía Hasday ben Saprut a estas explicaciones, largas, repetitivas y manifiestamente intencionadas, en las que don Ero, seguramente en connivencia con el propio Radamiro, quería impresionarnos y orientar nuestras conciencias hacia la idea de que la nueva cristiandad del norte estaba resuelta a continuar su avance impetuoso e imparable.