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La crónica de Justo Hebencio

Al día siguiente de nuestra llegada a León amaneció con lluvia. Aun siendo ya la primavera, hacía un frío grande que nos obligó a estar pegados a la chimenea. Los criados que cuidaban de la casa nos miraban con asombro y les daba risa vernos calentarnos junto al fuego las manos y los pies; como si acaso estuviéramos exagerando.

—Señal de que ellos están hechos al frío —dijo Hasday—. El invierno aquí es más largo que en Córdoba. ¿No os disteis cuenta del atraso que tenían los sembrados?

—¡Inaguantable! ¡Esto es inaguantable! —refunfuñó sombrío el obispo de Isvilia—. Nos han alojado en este caserón húmedo y helado, donde a buen seguro enfermaremos. Esto no es manera de tratar a unos embajadores.

Como siempre, el obispo de Pechina se unió a sus quejas:

—Hace más de dos horas que amaneció y todavía no ha venido el conde antipático ése que debía encargarse de atendernos… ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Gundesindo Eriz —respondió el de Elvira.

Yo, avergonzado, no sabía qué hacer ni qué decir.

Un instante después llegó el susodicho conde, como si hubiera sido atraído por la conversación que manteníamos. Venía acompañado de dos hombres: el uno era, según lo presentó, el obispo de Lugo, de nombre Ero; el otro, un caballero de la corte que tenía, al parecer, gran interés en conocer a los embajadores del califa. El primero de ellos, el obispo, era hombre de grandes barbas blancas, edad provecta, aire inspirado y manos temblorosas. Se aproximó a nosotros e hizo un saludo reverencioso, inclinándose levemente, con los ojos brillantes.

Luego hubo un momento de tenso silencio, en el que se cruzaron miradas interpelantes. Pero entonces, repentinamente, el obispo de Elvira, pequeño y dicharachero, abrió los brazos y exclamó eufórico:

—¡Venga un abrazo, hermano nuestro!

El anciano Ero dio un pequeño respingo, como asustado; pero enseguida esbozó una media sonrisa, contestando:

—¡Naturalmente! ¡Somos sucesores de los apóstoles! ¡Somos siervos del único Señor!

A esta reacción, como era de esperar, siguieron los abrazos y los ósculos de paz. Y a continuación el trágico obispo de Isvilia derramó lágrimas y, torciendo su boca grande, pronunció con voz llorosa:

—¡Esto es lo menos que esperábamos de vosotros, gente cristiana del norte! ¡Por la gloria de Dios, tratadnos como a iguales! ¡Somos hermanos en el Señor!

El obispo de Pechina también se emocionó y comenzó a hablar ensimismado. Dijo que la Iglesia de al-Ándalus era tan verdadera, única y apostólica como la de Roma; que en el sur de Hispania moraban los cristianos desde los originarios tiempos de la conversión de los paganos; que en aquella tierra sagrada reposaban las reliquias de miríadas de mártires y santos: Félix, Eulalia, Victoria, Justa, Rufina, Acisclo, Zoilo, Servando, Germán…; que los huesos del gran Isidoro se veneraban en Isvilia desde antes de la llegada de los invasores ismaelitas… En fin, soltó un largo e inoportuno discurso, que a buen seguro tenía bien meditado con antelación, deseando impresionar a los de León. ¡Qué manera de hablar! Fue aquello un chaparrón de palabras monótonas, como el aguacero que caía afuera. Cuando concluía con una explicación, sin darse respiro, comenzaba con otra, como para no perder el derecho a seguir hablando. Grandón, moreno y de negras barbas, alzaba las manos gesticulando.

—Vosotros, los cristianos del norte —decía—, creéis que nosotros, los mozárabes de al-Ándalus, os guardamos rencor, porque abandonasteis aquellas tierras que fueron vuestras un día y huisteis hacia los montes de la Gallaecia. Pero no, no, no… ¡Nosotros no tenemos odio! ¡Nosotros amamos toda Hispania! Consideramos que tanto el norte como el sur pertenecen al mismo país sagrado que se convirtió a Cristo, todos a una, primero con el viejo Imperio de Roma y luego, cuando los antepasados godos, con Recaredo… No os odiamos, os consideramos hermanos. Sí, sí, creedlo, creedlo. Sí…, sí…, sí…

Y seguía así, con aire inspirado, alzadas las manos y los ojos brillantes. Hasta que Hasday no tuvo más remedio que intervenir, para que el conde Gundesindo Eriz y sus acompañantes pudieran expresar el motivo de su visita. Carraspeó y dijo:

—Bien, bien… Habrá tiempo suficiente para que todo eso se hable con la calma necesaria y se vea que, en efecto, no estamos tan lejos unos de otros. Pero ahora dejemos que estos ministros del rey nos digan qué debemos hacer para que el serenísimo Radamiro nos reciba en su palacio.

Gundesindo estaba serio. Meditó un momento y, con cara impasible, dijo:

—Nuestro señor el rey os envía sus saludos y desea que seáis felices durante vuestra estancia en León. Nosotros somos los administradores de su generosa hospitalidad y tenemos la obligación de cumplir con sus deseos. El obispo Ero de Lugo, aquí presente, tiene encomendado enseñaros la ciudad regia y contaros su historia. Él se encargará de acompañaros a ver las iglesias, palacios y fortalezas; pues nadie mejor que él conoce sus secretos.

Dicho esto, se volvió hacia el caballero y añadió:

—Aquí tenéis a don Bermudo. Él se ocupará de que no os falte de nada y compartirá el almuerzo con vosotros siempre que sus obligaciones se lo permitan.

El caballero era un hombre joven, de unos seis pies de alto, bien proporcionado, de hermosa presencia y rostro agraciado, risueño, que inspiraba confianza a primera visita.

—Dignísimos señores —dijo con el mayor agrado y cordialidad—. Me encantará atenderos durante las próximas semanas. Como bien ha dicho el conde, mi cometido será haceros compañía y proporcionaros todo aquello que se os antoje.

—¿Os envía el propio rey? —le preguntó Hasday.

—No exactamente —respondió él, con una sonrisa llena de franqueza—. Obro por cuenta propia; aunque, como es natural, aquí en León nadie hace nada sin el consentimiento de nuestro serenísimo Radamiro. Digamos que me ofrecí voluntariamente para sufragar los gastos de vuestra estancia en la corte.

—¡Oh, qué desprendimiento, qué gentileza! —exclamó Abas de Isvilia—. ¡Dios os lo pagará!

—Gracias, gracias… —murmuró el obispo de Elvira.

El caballero se inclinó en una reverencia y contestó:

—Nada tenéis que agradecer. Hago esto por mi rey; pero también por otro motivo. No os ocultaré que siento una gran curiosidad desde hace mucho tiempo por todo lo que hay en vuestra prodigiosa Córdoba y en al-Ándalus. Yo os serviré mientras estéis en León y, a cambio, vosotros me hablaréis de lo que allí hay. He oído maravillas de la boca de muchos que han viajado allí y quisiera corroborar esos relatos. Sé que seréis sinceros de corazón y que sólo puedo esperar verdades de hombres tan letrados y piadosos.

—¡Estaremos encantados! —contestó el obispo de Pechina—. Aquella ciudad maravillosa y aquellas tierras nuestras, son, en efecto, el ornato de Hispania… Sí, sí, será para nosotros deleitoso contarte cómo es allí la vida, las costumbres, el transcurso de las estaciones…

Sus ojos brillaron; se emocionaba de nuevo y temimos que volviera a pronunciar uno de sus largos discursos. Pero fue esta vez el obispo Ero de Lugo quien, con delicadeza y determinación, le cortó diciendo:

—¡Magnífico! Todo eso nos encantará, pero será mucho mejor compartirlo en un ágape fraterno. Tenéis que contarnos muchas cosas y también nosotros estamos deseando mostraros cómo es nuestro reino. Hoy llueve abundantemente y no es menester echarse a la calle para coger un resfriado. Pero, en cuanto escampe, podremos ir a ver la ciudad. ¡Hay, hermanos, mucho que ver en León!

Mientras seguía esta conversación, Hasday permanecía en silencio, meditativo; aunque sonriente, fruncido ligeramente el ceño. Hasta que, en un momento determinado, tomó la palabra y, acariciándose el mentón con la mano, dijo con una expresión profunda y luminosa:

—¡Será una maravilla estar aquí! Ahora veo que ha sido una gran suerte que nuestro amo Al Nasir nos eligiera para esta embajada…

Todos le miramos, suponiendo que diría algo más. Y él, sin dejar de sonreír, añadió:

—Pero quisiéramos ver al rey Radamiro lo antes posible… Es harto importante lo que hemos de tratar con él. ¿Cuándo nos recibirá?

El conde Gundesindo respondió sin titubear, alzando sus rectas cejas:

—No ha de pasar mucho tiempo. Nuestro señor el rey está muy ocupado; pero eso no significa en modo alguno que desee desairaros. Os ruego que seáis comprensivos y que no se os ocurra pensar que obra con descortesía.