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El viaje de la reina Goto

Durante aquella primera semana de mi estancia en Córdoba permanecí en todo momento en el monasterio y sus inmediaciones, sin ir más allá de la iglesia de los Tres Santos, adonde iba cada día a orar varias veces, por la mañana y por la tarde. No volví a ver a ninguno de los miembros de la embajada desde nuestra llegada. Didaca había ido a hospedarse con las otras damas a una fonda cercana regentada por cristianos, pero no supe dónde se encontraba, ni tuve noticias suyas. Hasta que, por fin, el sábado mandó a una muchacha para avisarme de que el domingo siguiente podríamos vernos en la misa, pues vendrían todos los clérigos y caballeros leoneses a la basílica.

Ese mismo sábado, durante la mañana, Columba me llevó a visitar las iglesias y cenobios de Córdoba. Salimos temprano, montadas las dos en un mismo borrico, y nuestra estampa debió de ser curiosa: tan menuda y enjuta ella, delante, gobernando las riendas; y yo detrás, tan grandona, soportando el traqueteo de las ancas. El primer tramo del paseo fue solitario, por los callejones estrechos e intrincados del barrio antiquísimo; pero después nos vimos repentinamente envueltas en la barahúnda de los mercados y talleres, pasando entre la confusión de tantas gentes variopintas y animales de todo género. Cabalgábamos alegremente, entre aquella muchedumbre alborotada que se había echado a las calles vestida de mil maneras diferentes, entre los humos y los aromas de la comida, los tenderetes, las verduras, las aves de corral, las cabras… Se avanzaba a trompicones y, con frecuencia, no se avanzaba; había que detenerse con paciencia en medio de la tumultuosa aglomeración de los cuerpos humanos, las bestias y los cargamentos. Pero todo parecía desenvolverse con una naturalidad pasmosa, en la pura inocencia de los rostros sencillos, tostados por el sol, y los ojos chispeantes de vida; siempre bajo aquel cielo azulísimo.

Admirada y cavilosa, yo disfrutaba con la contemplación del mayor hervidero de gentes en que jamás me había visto inmersa, respirando el aire del sur, impregnado por los aromas de las frutas, las hortalizas, las carnes ahumadas, las cebollas maceradas en vinagre, las aceitunas, las alcaparras, las especias y las hierbas aromáticas. Y también los sabores penetraban dentro de mí, cuando aquí o allí alguien te ofrecía amablemente un bruño maduro, un higo, un puñado de pasas o unas almendras. Porque enseguida me di cuenta de que Columba era como la madre del barrio, la receptora de constantes sonrisas radiantes y agradecidas; de miles de bendiciones y saludos cariñosos. Todo ello merced a los extraordinarios actos de caridad que había prodigado durante su vida, los cuales, ya, más que bondades, evocaban milagros y mitos. Y pude comprobarlo al llegar ante la iglesia de San Félix, en el barrio del mismo nombre, donde estaba el hospital llamado de Especiosa y Tranquila. Allí, en el reducido espacio de un corralón y cuatro pequeñas estancias, se hacinaban los enfermos: ciegos, tullidos, cojos, dementes…, solos o acompañados por algún familiar, arrastrándose sobre sus males, en camastros, en carritos, con muletas, sin piernas, sin brazos, transportados en hombros o, simplemente, tumbados sobre esteras en el suelo.

Columba descabalgó y me pidió que la ayudara a desmontar las grandes alforjas que traíamos, en las que había pan, ciruelas secas, garbanzos y harina. Las buenas mujeres que se encargaban de cuidar a los enfermos acudieron animosas y se pusieron a repartir los alimentos.

La iglesia era pequeña y estaba rodeada por un cementerio, abarrotado de sepulcros de piedra o de simples tumbas en la tierra, con sencillas lápidas de barro. Entramos en la única nave, bajo cuyo ábside, como en tantos templos de Córdoba, reposaban numerosos mártires. Allí, frente al altar, Columba me contó la historia del santuario. Al parecer, reinando Flavio Recaredo, hermano del mártir san Hermenegildo, el obispo Agapio fundó la iglesia y el cementerio para los peregrinos que venían a venerar las reliquias, después de que se le apareciera el mártir san Félix para indicarle el terreno donde descansaba su cuerpo. Pasados muchos años, una madre y una hija, llamadas Especiosa y Tranquila, erigieron el hospital para acoger y cuidar a los enfermos abandonados. Me indicó también el lugar donde ambas estaban sepultadas y una lápida recordaba las piadosas obras que realizaron en vida.

Muchas más historias misteriosas y ejemplares me contó Columba. Como la de la santa Trahamunda, monja gallega como yo, que fue cautivada en una de las razias que los mauros hicieron en Gallaecia. Llevada a Córdoba como botín valioso, pues era muy hermosa, el propio emir Abderramán II quedó prendado de su belleza. Pero ella no cedió a sus halagos, sino que se negó a complacerle, por lo que fue encarcelada y permaneció durante años en su encierro, entre consuelos divinos y sufrimientos por hallarse tan lejos de su tierra.

Sorprendida al escuchar aquel relato, exclamé:

—¡Es increíble! He oído mil veces esa historia en Gallaecia. Allí se la conoce como Tramunda y se cuenta de ella que fue monja en el monasterio de San Juan de Poyo y que, en efecto, fue hecha cautiva y traída a Córdoba por los sarracenos. La leyenda dice que cuando estaba encarcelada, desolada por el dolor que le causaban los recuerdos de su tierra, oró a Dios con insistencia y que el Señor, conmovido, envió a los ángeles, que la arrebataron con la suavidad de la brisa y la trasladaron por los aires hasta Poyo. Allí, en el monasterio, crece una palmera que dicen haber sido plantada por la santa, después de haber sembrado un dátil que llevó desde Córdoba como prueba del milagro. Yo he visto la sepultura de Tramunda y la palmera vigorosa junto a ella, brotando de la misma tierra.

Columba se quedó pensativa un rato y luego observó:

—Es curioso… Todo está tan cerca y a la vez tan lejos…

—Sí —dije admirada—. Siempre pensé que había una distancia enorme, insalvable, entre este mundo vuestro y el nuestro; sin embargo, ahora veo que, en el fondo, no hemos estado tan lejos…

Desde el barrio de San Félix proseguimos nuestro recorrido por las afueras de la muralla, entre unos huertos muy llanos que parecían no tener fin. A derecha e izquierda del sendero se veían altos muros, por los que trepaban trenzas de jazmín, hiedras y floridas enredaderas. Aquí y allá asomaban las palmeras y los delgados cipreses. Más adelante, en medio de tupidas arboledas, se alzaban algunos palacios solitarios, majestuosos, con sus dos plantas, que se dejaban entrever casi ocultos por las ramas de las altas copas de los árboles.

Una vereda sinuosa nos llevó hasta unos campos sembrados de habas, hortalizas y frutales. La luz del mediodía caía vertical, haciendo refulgir los arbustos, las hojas y la hierba; y los guijarros del camino lanzaban destellos semejantes al metal pulido. A continuación, después de ascender por una pendiente, divisamos la cúpula y las cruces de un santuario. Todo ofrecía un aspecto agradable, apacible y ensimismado, con grandes nogales en los cercados y ciruelos con frutos en sazón.

—Eso que ves ahí —señaló Columba— es el monasterio de Tábanos. Fue fundado hace dos siglos por los virtuosos esposos Jeremías e Isabel. Sabemos que san Eulogio adoraba este sagrado lugar y que era su preferido para retirarse en oración y descanso.

—Es, ciertamente, un plácido sitio —dije, admirando el verde brillante de los árboles y las flores que engalanaban el paisaje.

Unos muros altos cercaban el conjunto del monasterio y tuvimos que rodearlo para encontrar la puerta. Al entrar en el recinto, unas mujeres que estaban barriendo el enlosado con grandes escobones de tamujo nos recibieron cariñosas. Después salieron las mojas y nos saludaron con asombro y veneración. Compartimos el almuerzo con ellas y, durante el asueto de la sobremesa, me contaron la historia de la mártir santa Digna, que había vivido consagrada en el cenobio hasta su gloriosa muerte. Fue aquello, como tantos otros martirios, en el pasado siglo, durante el reinado del segundo Abderramán. Según recordaban los fieles testigos de aquellos hechos, y así lo habían transmitido las generaciones siguientes, Digna era de familia mozárabe muy piadosa y siempre le dolió que los musulmanes insultaran a los cristianos llamándoles «politeístas del infierno». Cuando supo que Félix y Atanasio habían sido martirizados, pidió permiso a la abadesa para ir a la ciudad a defender su fe. Se presentó ante el cadí y le dijo con sencillez y valentía: «Nosotros los cristianos no somos politeístas. Cometéis un gran error al tratarnos como tales. Adoramos al mismo Dios que vosotros, los musulmanes. Si somos hermanos, ¿por qué nos tratáis así?». Ante tanto atrevimiento, el cadí se enfureció y ordenó que la decapitaran aquel mismo día, el 14 de junio.

En el monasterio de Tábanos vivió también santa Benilda, que dedicó toda su vida a los pobres. Iba y venía cada día a la ciudad para practicar la misericordia y era conocida en toda Córdoba, porque no hubo enfermo o necesitado que no hubiera recibido por entonces la ayuda de aquella samaritana. Anciana ya, agotada por los trabajos y la misma vida, se empeñó en ir a socorrer a los cautivos cristianos que el cadí tenía condenados a muerte durante la persecución de aquellos terribles días. Fue apaleada y quemada. Sus cenizas, como las de tantos otros mártires, fueron a mezclarse con las aguas del Guadalquivir el día 15 del mes de junio, un día después que la hermana Tramunda.

Muchas otras historias de mártires me contaron: la de Anastasio, Félix, Argimio, Áurea, Elías, Pablo, Isidoro, Natalia, Liliosa, Rodrigo…

Venerable hermano Gemondo, deberías haber estado allí y sentir lo mismo que yo al caminar por aquel suelo sagrado y hollar con mis pies los senderos de aquel santuario. Porque toda Córdoba guarda en sí misma la gloriosa memoria de sus mártires. Entonces comprenderías, como hombre sabio y sensible que eres, lo mal que hemos juzgado a estos hermanos nuestros del sur. Porque no son hombres y mujeres tibios, acomodados al siglo, como se piensa en nuestros cristianos reinos, sino todo lo contrario; en sus propias carnes han sufrido persecuciones aún más recias que aquéllas de los primeros padres de Roma.

Por la tarde, después de un día tan largo e intenso, cuando Columba y yo regresábamos a lomos del asno, eché desde las alturas una mirada a la ciudad, tras la que aparecía una llanura que se me hacía infinita. El sol declinante arrojaba luz sobre la parte alta de los árboles, las palmeras, los olivos y los macizos de enredaderas y jazmines que cubrían los muros por todas partes. Todo me resultaba misteriosamente extraño y, a la vez, conocido; como si lo recordara y perteneciera a mi ser. En verdad, Córdoba es hermosa y parece languidecer al final de la jornada, incluso en el temor vago que causa escuchar la voz aullante de los almuédanos y contemplar los arrabales infinitos que se derraman desde el pie mismo de las murallas, extendiéndose hasta donde abarca la vista.