45

El viaje de la reina Goto

Venerable hermano mío, Gemondo, ¿por qué Dios permitirá que yo sea tan débil? Como te contaba, al estar delante del sepulcro de Paio me invadió una sensación de pérdida y amargura no deseada por mí y, como si las tristezas del pasado, con todas sus derrotas y pesares, me envolvieran como una nube, me eché a llorar provocando el asombro de la abadesa Columba. Allí estuve, derrotada y sin fuerzas, caída sobre la piedra durante un rato. Hasta que logré alzarme y, a través de las lágrimas, como si fueran torrentes de agua, advertí la expresión de perplejidad en ella, que me miraba muy quieta.

—¡Perdón, perdón…! —supliqué avergonzada—. Me he dejado vencer por la pena.

No sé si ella lo comprendió, pero obró regalándome lo único que yo necesitaba en aquel momento: un abrazo, fuerte, largo, intenso… Tras el cual me dijo con mucha serenidad, mirándome fijamente a los ojos:

—Hermana mía, has hecho un largo viaje… Peregrinar es así; fatigoso, contingente, inseguro… Pero, cuando se llega al destino, brotan muchos sentimientos, no te avergüences por llorar; las lágrimas lavan muchos pecados y desahogan el alma.

Aquel primer día transcurrió de manera muy extraña. No quería yo apartarme de la proximidad del cuerpo del santo muchacho. Fui varias veces durante la jornada a la basílica de los Tres Santos; me arrodillaba, oraba, lloraba y… ¡Recordaba! Recordé muchas cosas de mi vida pasada: acontecimientos, felices unos y desdichados otros, que creía haber dejado atrás hacía mucho tiempo. ¿Por qué retornaban a mí precisamente en aquel lugar? ¿Por qué me desconcertaban los recuerdos?

Hice un esfuerzo, hermano Gemondo, para traer a mi memoria tus sabias enseñanzas. Como tú me has dicho tantas veces, la causa más corriente por la que perdemos la paz del corazón es el temor que nos suscitan ciertos estados que nos afectan personalmente; porque nos sentimos amenazados por ellos, así sucede con las dificultades y las humillaciones pasadas en la vida, con el temor a sufrirlas de nuevo; el miedo de no poder llevar a cabo nuestras ilusiones… Resulta doloroso sentirse tan frágil, tan dependiente de esos bienes variables: fuerzas, juventud, salud…; la estima, el afecto hacia determinadas personas; o incluso los bienes espirituales, lo que deseamos por considerarlo necesario o lo que tenemos miedo de perder o de no conseguir… ¡Y yo había perdido tanto!

Todos esos miedos regresaron a mí repentinamente ante aquel sepulcro, como si allí reposase, frío y muerto, mi pasado. Y poco a poco, aun sin quererlo, yo misma resucité aquel mundo perdido; y los recuerdos empezaron a deslizarse hacia delante, desde su refugio de los años idos.

Durante los tres primeros días que estuve en Córdoba, sin llegar a dilucidar bien lo que debía hacer, anduve vagando por el ruinoso y desabrido monasterio, de una a otra capilla, de la de santa Leocricia a la de los Tres Santos, y todo contribuyó a que concibiera una imagen, tal vez falsa, de la felicidad que creía merecer y que consideraba irremediablemente perdida. Me llegaban desde los jardines el olor dulzón de las flores, los cantos de los pájaros y el rumorear de las fuentes. Pero esos jardines estaban ocultos tras los muros; eran invisibles y acentuaban mis nostalgias, por sentirlos próximos y sin embargo no poder estar en ellos. También me conmovían mucho las diarias ceremonias del rito antiguo, con aquellos aromas de aceite perfumado, cera, incienso, mirto…; el moreno rostro de la gente en la plazuela, delante de la basílica y el soleado encanto de las paredes viejas y desconchadas. En la calle, en mi ir y venir, tropezaba con los mendigos y me saturaba el olor de sus ropas, a suciedad, a carbón y a comida pobre.

Siempre creí ser una mujer fuerte, pero aquella misteriosa ciudad me arrebató mi energía. Me dolía todo el cuerpo y sentía las piernas extremadamente débiles. Llegué a pensar que súbitamente me había hecho vieja y que por tal motivo empezaban a atormentarme los recuerdos. También creía que era capaz de soportar los males propios sin hacer partícipe a nadie de ellos. Pero llegué a estar tan sin fuerzas y tan doblegada que acabé lamentándome amargamente en voz alta delante de Columba.

Ella me escuchó, atenta y compadecida primero, y después se echó a reír con una soltura y despreocupación que me pareció cruel en extremo.

—¡Por el amor de Dios, no te rías de mí! —le supliqué—. No pienses que soy una quejica… ¡Me encuentro muy mal! Me duele todo el cuerpo, los riñones, la espalda, los pies, el cuello… Me siento de repente como una anciana. Creo que nunca antes en mi vida estuve tan mala.

—Es natural —observó juntando las cejas—. Lo raro sería que no te sintieras así.

—¿Cómo que es natural? ¡Soy una mujer fuerte! No alcanzo a comprender lo que quieres decir… —repliqué, completamente desconcertada.

—Hija mía, has hecho un larguísimo viaje —contestó ella riendo—. Es natural que tu cuerpo se resienta.

—Antes he hecho viajes y no estuve tan mal. Además, hace ya tres días que llegué a Córdoba…

—El cansancio no sale enseguida; suele aparecer al cabo de dos o tres días, cuando el esfuerzo ha sido muy grande. El cuerpo se reserva siempre fuerzas, pero finalmente la fatiga es el salario de los viajeros. Una vez hice un largo viaje hacia las sierras del sur, peregrinando para visitar un santuario que está en un monte altísimo. Después me pasó lo mismo que a ti ahora: dolores, desgana, desaliento, incluso tristeza… Todos los peregrinos, no obstante la alegría de haber alcanzado su meta, luego sienten cosas como ésas. Lo que pasa es que tú, aunque hayas viajado con frecuencia allá en tu tierra, nunca has estado encima de la mula tantas leguas seguidas: ¡dos largos meses! Es un camino muy largo…

Se rio una vez más y luego calló un momento, antes de decir en tono serio:

—Ahora mismo iremos a los baños.

—¿A los baños? ¿A qué baños?

—A unos que hay ahí cerca, en las traseras de la basílica. El agua y unas buenas friegas con ungüentos te pondrán como nueva.

—Nunca he ido a unos baños públicos —dije con reticencia.

—Pues ha llegado el día en que debes ir por primera vez. Lo necesitas y, además, no hay nada malo en ello.

En un primer momento me arrepentí de haber hecho caso a Columba. Los baños eran un espacio estrecho, vaporoso y en penumbra, completamente abarrotado de mujeres desinhibidas y bulliciosas. Pasé mucha vergüenza. Pero debo reconocer que luego me alegré por entrar allí, pues el agua tan caliente primero, seguida de la fría, obra milagros. Por no hablar de las friegas con el aceite deliciosamente perfumado con rosa, azafrán, romero o ciprés. Sentía dolor en las articulaciones y los miembros mientras me frotaban, creyendo que empeoraría, sin llegar a comprender que, como me aseguraban las muchachas que se ocupaban de mí, en el aguantar estaba el misterio de aquella prodigiosa medicina.

Por la tarde, después del almuerzo, tumbada según me indicaron, la convalecencia fue doloridamente agradable. Adormilada, parecía flotar abandonada a un estado de laxitud, como una entontecida flojera, que me hizo olvidar de momento la tristeza de los días precedentes. Yacía como si debajo tuviera aire, escuchando con deleite el canto de los pájaros en el exterior y, con la misma puntualidad de cada tarde, la voz lánguida, quejumbrosa, de los almuédanos, haciendo llamadas incomprensibles para mí, en la que sólo distinguía la palabra «¡Allaaaaah…!», que me producía un sentimiento extraño, como un lejano temor y a la vez una atracción; que me hacía levantarme pesadamente, acercar la mesilla a la pared y asomarme por el ventanuco. Afuera el sol volvía refulgentes los edificios, bajo un tórrido cielo, y se alzaba en los mercados y las calles el murmullo maravilloso del parloteo de la gente confundido, como un zumbido de abejas, modorro y tranquilizador.