La crónica de Justo Hebencio
En la luna llena de yumada zani, contándose veinte días del mes de marzo, los secretarios del gran visir otorgaron licencia al judío Hasday ben Saprut para emprender el viaje hacia la Gallaecia, condescendiendo ante el ruego de los emisarios enviados por el rey Radamiro. Y la licencia se trocó en mandato apremiante cuando se supo que los susodichos embajadores del cristiano monarca estaban a las puertas de Córdoba. No bien concluía la última semana de la Cuaresma cuando las dos legaciones nos encontrábamos en el viejo camino del norte, a poco más de una legua del barrio de las Alfarerías, en los campos sembrados de almendros que se extienden hasta el pie de la sierra. Venían de parte de Radamiro dos ministros de León, varios prelados, tres condes y numerosos caballeros con abundante mesnada; y entre todos ellos, cabalgando como uno más, una mujer: la abadesa Gotona, la cual peregrinaba a venerar las reliquias de nuestros santos mártires.
Nos detuvimos obedeciendo a la debida cortesía para compartir el almuerzo en el campo, y luego cada comitiva prosiguió su camino; ellos a sus menesteres de contentar al califa y nosotros a lo nuestro de hacer lo propio con el tirano Radamiro, confiando todos en que se pudiera concertar una paz duradera y beneficiosa de igual forma para ambos adversarios.
Esa esperanza nos hacía cabalgar ilusionados, no obstante el largo y fatigoso viaje que teníamos por delante. Pero yo iba particularmente emocionado, poseído por una rara y desbordante sensación, ¡como si volara! Porque, para un humilde monje, salir de aquella manera a la anchura del mundo, tan repentina e inesperada, suponía una aventura enorme, excesiva, que me ponía el alma en vilo y el corazón presa de la mayor agitación. Ha de comprenderse que, para aquéllos que se han sentido llamados por el Señor al dulce abrigo del cerrado claustro, todo lo que se halla alejado de éste aparece gobernado por la curiosa inseguridad de la vida mundanal; merced por tanto a las veleidades y los peligros en que transcurre la vida secular de los hombres. Así lo sentía yo, por haberlo oído repetir tantas veces desde niño, desde que atravesé el umbral de la puerta Armilatense y me aseguraron que el yugo de la regla monacal de san Leandro no pesaría sobre mí, sino que me sostendría. Desde entonces, si había salido, fue tasadamente, sólo por las obligaciones propias de mi oficio: acudir al callejón de los libreros en busca de materiales, pergaminos, cálamos y tintas. Mas sintiendo siempre el deseo de retornar a la seguridad del santuario, al sosiego de las huertas y a la grave tranquilidad de la pacífica biblioteca; pues difícilmente se adaptaban mis oídos ya al griterío estridente que reina en los mercados de la ciudad.
Sin embargo, el sorpresivo mandato que me hacía emprender aquel viaje despertó dentro de mí un intrépido y novedoso sentimiento: el de desear ansiosamente descubrir lo que se ocultaba más allá del monasterio. Sería por la edad. Ya lo sentenció Evagrio Póntico: «Todo monje, al menos una vez a lo largo de su vida, siente la tentación de asomarse al mundo». Por eso, aun llevando una importante misión que cumplir fuera y el consiguiente permiso de mis superiores, sentíame como aquella paloma enviada por Noé fuera del arca hacia el diluvio mundanal.
Con todo, ¡qué belleza hay en lo creado! La antigua ruta del norte, a la cual llamamos también la vía de Albalat y que las gentes de la Gallaecia conocen como «el camino mozárabe», discurre primeramente por parajes de montaña, donde cada año debe ser limpiada la calzada, retirándose ramas, arbustos y piedras de en medio. Se ven dondequiera roquedales umbríos, musgosos, y abruptas laderas cubiertas de encinas, quejigos y madroños. La primera jornada transcurre toda en pendiente, ascendiendo por las sierras. Alguien comentó que por aquellas tierras abundan los osos y que incluso se acercan hasta donde los viajeros pasan la noche para robarles alimentos. Por ese motivo se encienden grandes hogueras en los llanos donde se suele hacer la dormida. Nada se oyó, excepto todavía de madrugada el lejano aullido de algún lobo. Pero, con el primer sol de la mañana, los cantos de mil perdices nos saludaban a nuestro paso.
Mientras cubríamos las primeras leguas que nos alejaban de Córdoba, se agitaban en mi interior todos los temores; aunque, también, algunas luminosas ilusiones. Sólo pensar en la Gallaecia, ¡tan remota!, atraía la misteriosa resonancia de los ecos del fin de la tierra. En Córdoba, aquel lejano país se presentía oscuro y hostil; era la tierra del enemigo, el refugio de los indómitos hombres que habían resistido oponiéndose al domino de los ismaelitas. Allí, más allá de los montes, tenía asiento el trono y la corte del puerco y tirano rey. De esta manera era nombrado y evocaba el odio acumulado durante los doscientos años del poder agareno. Todas las guerras, los desastres, las carestías y los males tenían en la Gallaecia su génesis; los perniciosos bandidos que hollaban las cosechas ante los ojos del labriego venían de allí, después de atravesar la Tierra de Nadie; como también los salteadores de caminos y los orgullosos guerreros que campeaban libres, sin encomendarse a ningún señor. En el norte no se gestaban sino inquinas y desórdenes, porque, para los dueños de al-Ándalus, era la sombría región de los pérfidos y salvajes infieles.
No obstante, a Córdoba llegaban viajeros desde la Gallaecia; como también desde aquí muchos viajaban hasta allá. No únicamente hacían la vieja ruta los ejércitos; asimismo los hombres de paz comunicaban ambos mundos e intercambiaban informaciones veraces, limpias de todo prejuicio, que descubrían la realidad tanto en un lugar como en el otro.
En la biblioteca del monasterio se conservaban los escritos de numerosos clérigos que habían viajado al norte, durante décadas, regresando a Córdoba para cantarlo. Yo los había leído y sabía que en la Gallaecia no moraban sólo hoscos hombres de armas, montaraces pastores y bebedores de vino, como imaginaba aquí casi todo el mundo. En aquel lejano reino, así como en toda la cristiandad, se asienta desde hace siglos la verdadera fe. Por el relato del monje Gaudosio de Zamora tuve conocimiento de que se conserva y transmite allí el cristianismo más genuino, tan antiguo como el nuestro, desde su tradición secular hispana, tal y como lo vislumbró el sabio Isidoro. El testimonio más evidente lo constituían las fundaciones de sedes episcopales, monasterios, iglesias, capillas, ermitas, villas y aldeas santificadas. Porque no había sido en vano el arduo esfuerzo del preclaro Martín de Dumio, continuado por Fructuoso y Valerio del Bierzo. Decíase con fundamento que, entre las montañas de la magna Gallaecia, discurría un río caudaloso en cuyas márgenes florecían incontables eremitorios, cenobios y monasterios, merced a las «grandes oleadas» de gentes cristianas que emigraron del sur huyendo de los mauros, para depositar allí el tesoro de su cultura; de modo que a ese perdido valle se le conocía ya como la Ribera Sacra.
¿Cómo no iba a sentir yo curiosidad y deseo de descubrir todo eso? Daba gracias a Dios por otorgarme la gracia de aquel viaje y, a medida que avanzaba en el camino, dejaba atrás mis miedos. Entonces empezaba a comprender el profundo significado que encierra la palabra «peregrinar», al hallarme de repente atravesando el mundo, lo temporal, lo que espiritualmente se llama «el siglo»; cuanto se encierra en el tiempo y el espacio; que es la misma vida… Y me venían a la memoria muchos escritos cuyo sentido antes sólo alcanzaba a medias. Como aquél de Beda el Venerable, en el que nos hablaba del tiempo como un pájaro que, huyendo del espanto de la noche, en plena tormenta, penetra en un salón alegremente iluminado y se olvida de la oscuridad y el invierno después de estar durante un rato allí; pero que luego siente el deseo de volver a salir, donde le aguarda la inclemencia del temporal… Así veía yo la vida terrena; a modo de noche oscura y tormentosa, la cual hay que atravesar a la fuerza; porque más allá está la eternidad con el cálido fulgor de su luz…
Aunque, además de todo eso, llevaba muy dentro de mí un motivo mayor que ninguno para hacer el viaje: llegar a aquel remoto lugar, en el fin del mundo conocido, donde tantos aseguraban que se hallaba el sepulcro del santo apóstol Yacub el Mayor. Muchos habían peregrinado y, al regresar, manifestaban haber participado de ese maravilloso sentimiento; el de que sólo domeñando lo terrenal puede darse con el camino que nos lleve a la meta a través de las tinieblas…