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La crónica de Justo Hebencio

Parecerá un cuento, pero lo que voy a narrar empezó con una noche insomne para mí, larga y acuciosa, en la que mi alma estuvo oprimida por extraños y sombríos presentimientos. Inevitablemente, llegué a pensar que los ángeles querían comunicarme algo. Lo recuerdo muy bien, porque fue durante el comienzo de la Cuaresma; se avecinaba la primavera. El primer ayuno en el monasterio era rígido y, ocasionalmente, coincidía con una temprana floración del azahar que me provocaba el sofoco de la melancolía, como una tentación. Ya me había sucedido algo semejante en la juventud, antes de profesar los votos, y el monje maestro de novicios me dijo que seguramente sería por influjo del demonio y que no debía caer en el engaño, sino hacerle frente con mayores ayunos; puesto que, cuando ataca el demonio, es porque quieren hablar los ángeles. Cumplí al pie de la letra aquella recomendación y me sometí, además, a duras penitencias; esperando anheloso a que los mensajeros me comunicasen la voluntad del Altísimo. Y tal era la excitación del aguardo, deseando quedar dormido para alumbrar algún sueño profético, que me desvelaba no logrando sino cosechar terrores y destemplanzas.

Cumpliéndose la séptima noche de aquel estado febril, madrugué hasta el punto de hallarme en el oratorio postrado sobre el frío suelo poco después de la última hora, mucho antes de que la clepsidra señalase la llamada a la peculiaris vigilia.

Cuando los hermanos entraron para hacer la oración, me encontraron profundamente dormido al pie del altar y les costó no poco esfuerzo despertarme. Pasé una gran vergüenza al verme sorprendido, vencido por la pereza del cuerpo. Pero resultó que, en la hondura y enajenación de aquel breve sueño, había recibido por fin una visión.

No vi ningún ángel y, si alguno intervino, no desveló su presencia. El complejo mundo que penetró mi alma en el impreciso instante de la revelación pertenecía a los espacios de la alegoría, en virtud de la cual unas cosas visibles representan o significan otras diferentes. Como sucede con esas sugestivas imágenes pintadas en los Comentarios de Beato o en las edificantes parábolas que ornan las Escrituras. Sé bien lo que vi en mis sueños y el alcance del entendimiento que se me confirió para interpretarlos.

Yo caminaba por una especie de laberinto, encerrado en las murallas de lo que comprendí ser una ciudad; pero no iba perdido, pues sabía bien hacia dónde dirigirme, aunque no puedo expresar esa dirección por ser harto imprecisa; era destino y bastaba para seguir adelante. De repente encontré al judío Hasday —el único ser conocido de cuantos intervinieron en el sueño— y me indicó que debía ir a un lugar donde alguien me estaba reclamando y que él me acompañaría. Le hice caso, porque su serena persona siempre me inspiró confianza, y anduve tras él por el laberinto, cada vez más sombrío y enrevesado, hasta llegar a una suerte de torre o palacio alto y delgado. Allí me detuve. Todo en derredor empezó a desvanecerse, hasta ser invisible, excepto el esbelto edificio, en cuya cima, elevadísima, puse mis ojos; sabiendo a ciencia cierta que alguien a su vez me observaba. Hasday ya no estaba al lado y el terror se apoderó de mí. Fue entonces cuando apareció súbitamente un extraño y poderosísimo ser en la vertiginosa altura de la torre; tenía la figura de un macho cabrío grande y orgulloso, pero supe que no era el diablo ni ninguno de sus ángeles, aun siendo mucha su iniquidad y soberbia. Vestía ricamente y la barbaza larga, ondulada, le caía sobre el pecho cubierto de cadenas de oro; sus cuernos retorcidos eran tan negros como el cielo de aquella noche y sus ojos brillaban interpelantes, mirándome fijamente, solicitando con impaciente exigencia una respuesta que, según intuí, debía darle. No habló; sólo inquiría penetrando mi ser con aquellos ojos de fuego. Y yo, que sabía bien lo que el cabrón quería oír, no era capaz de articular palabra alguna, porque estaba paralizado de pánico temiendo decir algo que pudiera ofenderle y encender más su cólera.

Recibí una fuerte bofetada en la mejilla y temí que fuera el comienzo de una cruel paliza. Entonces clamé a los cielos implorando el auxilio divino:

—¡Ángeles de Dios, venid en mi ayuda!

Una segunda bofetada me despertó. En la penumbra del oratorio, me rodeaban todos los monjes, asustados. El abad Martino estaba doblado sobre mí; me tenía cogido por los hombros, me agitaba y me abofeteaba gritando:

—¡Despierta, despierta, despierta…!

Estaba yo tan confuso que tardé un largo rato en hacerme consciente del lugar donde me hallaba y de lo que me estaba sucediendo. Pero, cuando me di cuenta de que me había quedado dormido, me avergoncé grandemente y pedí perdón a la comunidad entre sollozos.

Pero el abad, lejos de reprenderme, me justificó diciendo con dulzura:

—Demasiado ayuno y demasiada penitencia. Cuando la verdadera virtud se encuentra justo en el medio; entre lo demasiado mucho y lo demasiado poco…

Tras esta sentencia, me ordenó comer y descansar invocando mi voto de obediencia. En verdad mi cuerpo estaba desfallecido. Y, ciertamente, la antigua sabiduría monacal ha aprendido durante su peregrinación de siglos que los monjes mal alimentados, extenuados por la mala aplicación de la vida ascética, llegan a perder la razón. Y el mismísimo demonio se aprovecha con ello de manera tramposa de lo que debería ser medicina contra él.

Comí y reposé en mi celda durante tres días. Repuse fuerzas y, gracias a Dios, recobré el preciado don del sueño, olvidado de visitas de ángeles y visiones. La sana lectura, la meditación y la oración obraron el milagro de restituir la paz a mi alma. Pero en la mañana del cuarto día se presentó el sobresalto.

Vino Hasday al monasterio después de la hora tercia. En todo lo que llevábamos de Cuaresma no había pasado por la biblioteca para no alterar el ritmo de ese tiempo tan valioso para los monjes. Así de respetuoso era con las cosas de nuestra religión, aun siendo él hebreo. Supuse en principio que había sido avisado de mi desvanecimiento y que venía a interesarse por mi salud. Nada de eso. Estaba allí, aun sin quererlo, para causarme inquietudes mayores y reanimar mi desasosiego. Así, de sopetón, me anunció:

—El califa Abderramán quiere verte inmediatamente. ¡Vamos, coge tu capa y sígueme!

Me brotó incontrolable un grito y luego quedé mudo de pasmo. Y él, al verme en tal estado, se disculpó:

—Siento no haberte avisado con tiempo para que pudieras prepararte; de veras que lo siento… El califa es así: imprevisible, imperativo, muy exigente… y ¡terrible si le contrarían! ¡Vamos, no hay tiempo que perder! No debemos hacerle esperar.

—Oh, no… No puedo… —balbucí.

Hasday se quedó un poco extrañado; después, con una voz que indicaba protesta, exclamó:

—¿Qué no puedes? ¿Sabes lo que dices, insensato? Nadie puede desobedecer a Al Nasir y quedar con vida.

Me derrumbé y caí sentado en un banco del recibidor, sin capacidad de responder. Él añadió:

—Al califa se le ha antojado verte esta misma mañana. Frente a esa realidad no cabe vacilación ni duda alguna. ¡Él manifiesta sus deseos y hay que obedecerle!

—¡Me siento paralizado! —grité—. Estamos en Cuaresma; no esperaba esto ahora…

—Para Al Nasir no existen cuaresmas ni zarandajas. No te reprocho tu miedo, pues es natural; pero sí que no seas capaz de comprender que no tienes más remedio que ir.

—¿Para qué? ¿Con qué motivo? ¿Qué es lo que yo, un pobre monje, puede ofrecerle al hombre más poderoso de la Tierra?

Pese a la gravedad de la situación, Hasday contestó sonriendo y con algo de ironía:

—¿Eso me pregunta precisamente un hombre tan sabio como tú?

Estallé, gritando con terror y rabia a la vez:

—¡No tengo respuestas a lo que querrá saber! ¡No soy uno de esos nigromantes y adivinos! ¡Ni siquiera me considero un profeta menor! ¡Nada sé del futuro! ¡El futuro es incierto!

Él suspiró profundamente y me miró con ternura, con sus serenos ojos negros de hebreo, diciendo:

—No sé lo que te querrá preguntar el califa; pero, si es por el futuro, bastará con que le respondas eso mismo que acabas de decirme. Es un hombre inteligente y cultivado; lo comprenderá.

—¡No lo comprenderá! —repliqué—. Está poseído por el vicio de la incertidumbre morbosa y ama los augurios; tú mismo me lo dijiste. Querrá saber más y más. Cuando esté ante él, me tratará como a uno de esos brujos a los que es tan aficionado y me obligará a que pronuncie un oráculo. ¡No soy un embustero ni un falsario! Le defraudaré y acabará condenándome como a aquellos infelices que crucificó en las murallas después de su derrota en Simancas.

Con relativa calma, Hasday repuso:

—No tienes por qué representar lo que no eres. Aquéllos murieron precisamente por haberle mentido. Ve allí y habla con el corazón. Di todo lo que sabes y eso bastará.

—¡No!

Como si dialogase consigo mismo, con pesadumbre, él contestó:

—¡Qué absurda terquedad! ¿Qué necesidad hay de morir por no querer morir? Si se desobedece, la muerte es segura; si se va, al menos habrá esperanza…

Estábamos en esta porfía cuando de improviso irrumpió en el recibidor el abad Martino, que a buen seguro estaba escuchándolo todo desde detrás de la puerta. Agitando las manos, me gritó:

—¿Te has vuelto loco? ¿Acaso los ayunos te han trastornado? ¡Coge inmediatamente tu capa! ¡Cuántos quisieran estar aunque fuera a un tiro de piedra de Al Nasir! Si logras contentarle obtendremos grandes beneficios para el monasterio. ¡Vamos, no se hable más y coge la capa!

Estas palabras del abad produjeron en mí una rara impresión, como si descubriese en él una ansiedad que desconocía; pero encontré en ellas un nuevo motivo de irritación y tensión. Así que repliqué:

—¡No soy un adivino! Y Dios desautoriza a los falsos profetas… ¿Se me pide que haga lo que reprueba el Todopoderoso?

El abad vino hacia mí con las facciones crispadas, la garganta hinchada, y me zarandeó pronunciando palabras de las que a buen seguro se avergonzaba:

—¡Ve a Zahara y contenta al califa! ¿Quieres morir? ¿Quieres que nos maten a todos? Coge tu capa y ve allí; yo te lo mando… ¡Soy el abad! Me debes obediencia…

Medité y contesté:

—¡Mañana iré! ¡Concededme al menos un día para pensar en la manera en que he de actuar!

—Está bien —asintió Hasday—. Le diré al califa que necesitas prepararte convenientemente para la entrevista. Lo comprenderá… Pero mañana regresaré a por ti.