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El viaje de la reina Goto

Venerable Gemondo, ciertamente, tú has andado por el mundo y sabes más de las gentes que pueblan Hispania. Pero yo, que no he salido nunca de nuestra Gallaecia, ¿cómo iba a imaginar siquiera que en la tierra de los mauros tendríamos más dificultades para entendernos con los cristianos que con los ismaelitas? Aunque resulte increíble lo que digo y me duela escribirlo, he de dejar constancia de ello; pues no fueron pocos los problemas que se nos presentaron en Coria durante el tiempo que estuvimos retenidos a la espera de las noticias de Córdoba.

Ya referí que el gobernador Aben Ilyas era un hombre harto hosco y antipático, que parecía estar molesto por nuestra sola presencia en sus dominios, y que apenas nos prestó atención. También que el obispo de Palencia fue muy imprudente al no reparar en que, con su ardiente prédica, podía ofender a aquel pueblo sometido y humillado; mas era de suponer que, al menos entre hermanos de fe, hubiera mutua compresión y dialogo. No fue así, ni mucho menos. Por el contrario, entre los que veníamos del norte y los de allí se interpusieron los demonios y ya no hubo ni el mínimo entendimiento. Y, para colmo de males, esta circunstancia acabó por entorpecer las relaciones entre el ministro Musa y el obispo don Julián, hasta el punto de producirse un grave enfrentamiento en el que yo, sin quererlo, me vi atrapada en medio de ambos. Todo sucedió como sigue.

Desde el primer día de nuestra estancia en Coria, Didaca y yo fuimos a hospedarnos al barrio de los cristianos, en el palacio del que era el jefe y juez de los mozárabes, el conde Odoino. La casa era grande, y estaba dispuesta a la manera de las viviendas de los mauros: sin apenas ventanas hacia fuera, con dos patios, un huerto y las estancias de las mujeres en la parte trasera. Amablemente, enviaron a las hijas con unos parientes y nos alojaron en sus alcobas. A decir verdad, aun siendo aquella una familia cristiana, hacían una vida casi en todo semejante a la de sus vecinos agarenos. Tenían unos baños en los sótanos donde acudían cada día a asearse y eran muy aficionados a las esencias y perfumes; esos aromas tan fuertes, esparcidos por todos los rincones, a veces resultaban mareantes. También quemaban romero, incienso y otras hierbas olorosas en los patios a media tarde, lo cual, unido a tantas especias como usan en sus platos, saturaba el aire exterior. Los vestidos también eran a guisa de mauros, muy coloridos, largos y anchos tanto en hombres como en mujeres, bordados y aderezados con gemas y mostacillas.

El conde me trató con mucha deferencia y ceremonia en el recibimiento; se postró a mis pies y me ofreció cortésmente sus posesiones y criados mientras estuviera en su casa. Le llamaba más la atención mi condición de reina que la de abadesa; por más que yo insistía en que me considerase mejor una humilde monja. Pero él era un hombre solemne, consumido y terroso, de ojos oscuros y barba gris, con rasgos singularmente vagos. Puesto de hinojos delante de mí, dijo con voz grave:

—Nunca ha habido una cristiana reina en esta casa… Tal vez la hubiera en aquellos tiempos de nuestros antepasados, antes de la ruina del reino godo… ¡Bienvenida, serenísima dómina!

Comprendí que le hiciera cierta ilusión soñar con otras épocas y decidí no desengañarlo; así que acepté sus cumplimientos a modo de reina, sin sospechar que durante toda la semana siguiente tendría que recibir las visitas de su parentela y servidumbre, con las correspondientes presentaciones, banquetes y parabienes.

La esposa del conde, la condesa Dulcidia, era una mujer muy locuaz y dicharachera, pequeña, gordita y poseída por una permanente y ansiosa curiosidad. Siendo costumbre entre aquellas gentes que las mujeres permanezcan encerradas en las casas, como en conventos, sin salir si no es a misa, recibió encantado la novedad de tenernos allí y se lo tomó como un entretenimiento.

Los primeros días transcurrieron entre atenciones y amistades del conde Odoino. Pero, cuando ya no quedaba ningún magnate que no hubiera pasado por el palacio para ver en persona a una reina del norte, la cosa cambió. El conde se olvidó de nosotras y apenas le veíamos ya. Entonces quedamos recluidas en la parte más íntima de la vivienda para compartir la monótona vida femenina. Nos levantábamos temprano e íbamos a misa a una iglesia que estaba enfrente; luego comíamos pan con aceite y miel en la cocina, entre el alboroto de las criadas que empezaban temprano con los preparativos del almuerzo; encender el fuego, calentar agua, pelar y escaldar verduras, machar almendras y amasar. De allí pasábamos a una sala, siempre en las estancias de las mujeres, donde se hilaba, cosía y bordaba; pero, sobre todo, se hablaba. Porque era mucho lo que se hablaba. Para empezar, la condesa Dulcidia se puso a contarnos de golpe toda su vida, sin ningún recato, como si nos conociera desde siempre. Aunque, por otra parte, nada de extraordinario había en aquella vida; salvo si cabe que a los quince años su padre la quiso casar con un agareno importante y luego se arrepintió:

—¡Gracias a Dios! —contó—. No he rezado tanto en mi vida como entonces. La Virgen debió de compadecerse de mí y puso cordura y lástima en el corazón de mi padre. Ay, mi vida hubiera sido otra si no…

Yo aproveche para preguntarle si era frecuente el matrimonio mixto de ismaelitas y cristianos, a lo que ella, con mucha naturalidad, respondió:

—Cuando la nobleza viene a menos en la mozarabía, da a sus hijas en casamiento a los muslimes ricos. Eso se ha hecho siempre aquí.

—Y en todas partes —lamenté—. El matrimonio por conveniencia se da tristemente en cualquier sociedad.

Ella levantó la cabeza del bordado, con el rostro alumbrado por una sonrisa extraña, y añadió:

—Sí. Pero aquí, si te casan con un ismaelita, tienes que aguantarte compartiendo el esposo y la casa con las otras esposas y concubinas.

Con estas largas conversaciones empezaba a darme cuenta de que la vida de los cristianos mozárabes del al-Ándalus no era fácil. Cierto es que se rigen por sus leyes, que viven en barrios propios, con sus jefes, sacerdotes y jueces; que tienen permiso para realizar sus ritos, celebrar sus fiestas y mantener sus tradiciones; y que las autoridades agarenas no les impiden ser cristianos ni practicar nuestro credo. Pero, por el hecho de no ser muslimes, tienen inconvenientes: deben pagar un tributo especial, no pueden ocupar cargos de honor ni puestos importantes en el ejército o la cancillería; las campanas de las iglesias son de madera, pues no se les permite el tintineo metálico, ni hacer procesiones ni manifestaciones públicas de fe; y, en fin, con frecuencia sufren humillaciones y desprecios. Con todo, son felices como pueden y dan gracias a Dios por sus vidas.

Al ser yo testigo de todo esto, hermano Gemondo, medité largamente y llegué a una triste conclusión: en los reinos del norte que se precian de ser cristianos, ¿acaso no somos de la misma manera crueles y abusivos con nuestros súbditos ismaelitas y judíos?

La condesa Dulcidia, como decía, nos contó muchas cosas; no tenía reparos para descubrir las tribulaciones pasadas y presentes de aquel pueblo sometido. Tampoco la tenía a la hora de echarnos en cara nuestros pecados a nosotros, los cristianos del norte. Porque ellos se consideran hasta tal punto siervos fieles del califa que tienen por enemigos a nuestros reyes y dicen de ellos cosas terribles. Siempre que nombran a nuestro serenísimo Radamiro lo hacen con el sobrenombre del Tirano, el Puerco, el Borracho… ¡Asómbrate! Hablan bien de su perverso califa sarraceno e insultan al legítimo rey cristiano. Esto al principio me causaba una terrible desazón, enfado y hasta rencor hacia ellos. Mas luego reparé en que no era sino el fruto de la ignorancia, de la circunstancia oscura y opresiva en que viven por no haber conocido otra cosa que el dominio agareno. Al fin y al cabo, son leales a quienes les gobiernan, como cualquier otro pueblo que no haya sido liberado de las esclavitudes de este mundo.

Y este acatamiento suyo al poder que los sustenta y rige en la ofuscación fue, precisamente, la causa del grave conflicto que, como más arriba referí, se nos presentó allí.

Resultó que el obispo de Coria, todos sus sacerdotes, abades y demás eclesiásticos se sintieron muy agraviados por las palabras imprudentes del obispo don Julián y así lo manifestaron cuando pudieron; pero éste, en vez de buscar la manera de enmendar la cosa, se enardeció, dejándose llevar por su espíritu altanero, belicoso, y acabo ofendiendo aún más a toda aquella jerarquía llamándoles pusilánimes, tibios, serviles y hasta cobardes; los acusó de ser siervos torpes que tributaban al demonio, que entorpecían la libertad de Hispania y el reino de Cristo, que vivían en el error y el pecado… ¡Todo eso les echó a la cara!

Se formó un gran revuelo entre los cristianos de la ciudad, y a punto estuvo de armarse una contienda, que hubiera terminado muy mal de no ser porque intervino el conde Odoino. Reunió éste a todos sus magnates, al obispo, a los sacerdotes, jueces y monjes, y decidieron entre todos, ¡gracias a Dios!, no resolver la querella con armas, sino mediante componendas y reparaciones. Para este menester, obraron como era costumbre en ellos: acudiendo a instancias más altas.

Y así fue como vino a caerme a mí el problema encima. El conde estimó que, siendo yo la reina, tenía autoridad sobre todos los cristianos del norte y, por ende, sobre aquéllos que habían venido a Coria. Por tanto, debía resolver el conflicto y hacer uso de mi autoridad para reprender y contener al pendenciero obispo de Palencia. ¡Fíjate! Por más que insistí diciéndoles que yo era monja y que no tenía jurisdicción ni poder temporal alguno, no me hicieron caso y se empeñaron a toda costa en que hiciera valer la justicia. Entonces reparé en la parte de culpa que me correspondía por tener que intervenir en aquel trance, puesto que había consentido torpemente en ser considerada reina para complacer al conde. Las claudicaciones a la vanidad siempre se pagan. Y viendo que no podría escapar del compromiso, decidí mediar, no para imponer veredicto alguno, sino para intentar aplacar al obispo don Julián y hacerle entrar en razón.

Con este fin, me reuní con él. Le expliqué con mesura lo que estaba pasando, lo enojados que estaban nuestros anfitriones y el peligro que podía derivarse.

—¿Peligro? ¿Qué peligro? —inquirió con aire molesto.

—Pues un altercado. Si nos enfrentamos a ellos podemos ofender también a las autoridades agarenas y hacer fracasar la embajada. Si no somos prudentes y cuidadosos, echaremos a perder la misión y disgustaremos grandemente a nuestro rey Radamiro.

Se quedó pensativo, mirándome fijamente durante un rato. Después hizo un chasquido con la lengua y dijo con orgullo:

—Perdonad, dómina… ¿No quedábamos en que vuestro cometido era únicamente recuperar las reliquias? ¿Acaso pretendéis dirigir ahora toda la embajada? ¿Tratáis de darme órdenes? ¿Os debo yo obediencia?

—¡No, por Dios! —repliqué alterada—. Mi intención no es otra que mediar, tratar de que haya entendimiento, ayudar a que se resuelva el problema…

—Aquí no hay mayor problema que el que tienen estos infelices mozárabes de Coria —repuso.

—Por Santa María —le rogué—, obremos con sensatez…

—¿Sensatez? Dómina, lo único que yo he hecho es decir la verdad. Todavía no alcanzo a comprender el motivo de tanto agravio y alboroto. Ahora va a resultar que el soberbio y el pendenciero soy yo… ¡Nada de eso! Ellos se ofendieron al escuchar las verdades que les dije. Sirven, tributan y casi adoran a ese demonio sarraceno, ¡a ese Nerón redivivo! No, dómina, yo no tengo ningún miedo, no temo por decir verdades. Recordad las palabras de Nuestro Señor: «La verdad os hará libres». Eso es lo que estos infelices necesitan, ¡la verdad y la libertad!

—Sí, tenéis razón —le dije con calma—. Pero también nos mandó el Señor Jesucristo ser «sencillos como palomas y astutos como serpientes». Obremos pues con inteligencia y prudencia, no sea que causemos males mayores. ¿Qué ganaremos enfureciendo a estos pobres cristianos? Ocupémonos del cometido que nos trae a estas tierras y dejemos eso por ahora. Aquí estamos únicamente de paso; nuestro destino final es Córdoba. ¡Seamos cuidadosos y diligentes!

Como si aquello que le dije le hubiera tocado en lo más profundo, él respondió con gravedad:

—¿Decís eso por vos misma o habláis por boca del ministro Musa? Porque tengo la sensación de que venís a transmitir todo lo que él piensa de mí… Y sé que me considera imprudente e inútil para este cometido. No hace falta que vos, dómina, vengáis a soltármelo. ¡Si tiene algo que decir ese cagón, que venga en persona!

Temerosa y dolida, exclamé:

—¡Oh, no, por Dios! He venido por propia decisión. Las autoridades de los mozárabes me lo pidieron.

—¡Peor todavía! He hecho lo que creía conveniente y no tengo por qué desdecirme o templar gaitas.

—Reconsideradlo —le pedí angustiada—. Bastará con que expreséis una somera disculpa.

—¡No! —Negó tajante.

—Os lo ruego en nombre de nuestro rey…

—¿Ah, si…? Pues yo os digo que no debo obediencia alguna a Radamiro; mi señor natural es el conde Fernán González, mi primo.

—Entonces, ¿por qué habéis venido?

—Lo estimé oportuno y basta. Pero, una vez aquí, me rijo por mi sola conciencia y obraré como me parezca bien.

—¡No me asustéis! —exclamé desesperada—. Bastante miedo me causa ya este viaje y estas tierras extrañas.

Se produjo un silencio entre los dos. Don Julián pareció aflojar en su actitud y yo, aprovechando el apaciguamiento que asomaba en su dura expresión, añadí:

—Bastará con que visitéis al obispo de Coria y, fraternalmente, le digáis que no teníais intención alguna de agraviar.

Se puso a mirarme pensativo, muestra de su ánimo más calmado, antes de contestar:

—Lo pensaré.

—¡Oh, gracias a Dios! —recé—. Me dejáis más tranquila…

Me despedí y, de vuelta al palacio del conde, llegué a la conclusión de que el obispo de Palencia era un hombre en extremo difícil, al que se debía tratar con temple, midiendo las palabras y evitando contrariarle. Comprendí que iba a suponer un obstáculo, más que una ayuda, en esta difícil misión.