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La crónica de Justo Hebencio

Como bien sabe mi señor, el sabio obispo de Córdoba Asbag aben Nabil, la biblioteca del monasterio Armilatense es muy antigua. ¿Quién la inició? No hay constancia del monje que reunió los primeros libros ni sabemos la fecha en que se empezaron a hacer copias en el scriptorium de San Zoilo. Los trabajos principiaron, posiblemente, en los gloriosos tiempos de Eulogio y Álvaro Paulo, hace más de un siglo, cuando la crueldad de los feroces emires quiso segar el más jugoso brote de fe en Cristo que ha visto este reino; y de la siega florecieron los santos que el mundo conoce como los «mártires de Córdoba». Ya mis antecesores, que vivieron en aquella época sublime, tuvieron el cuidado de coleccionar tantos y tan preciados escritos de los antiguos como pudieron, dedicándose a copiarlos con esmero y a vender las copias, obteniendo ganancias que les permitieron adquirir nuevos libros. Algunos traídos de muy lejos, del Oriente, destacándose entre éstos los que habían sido escritos en los perdidos desiertos por los ascetas; sorprendentes testimonios del monacato más puro; así: La vida de Melania la Joven de Geroncio, la Historia Lausiaca escrita por Paladio o la Vida de Hilarión de Gaza que tan dulcemente narra Jerónimo. Pues en realidad nuestro credo tiene su origen en el Oriente, como la misma luz del sol que amanece cada día, y estas ejemplares vidas de los primeros monjes que hubo iluminan pedagógicamente a cualquier comunidad del presente, allá o en esta parte de la Tierra. Aunque es preciso decir que, siendo ésta la biblioteca de un monasterio, no todo en ella tiene que ver con las cosas del monacato. Mis hermanos, que durante un siglo la formaron con tanto amor, la enriquecieron generosamente y la mantuvieron con ardor y cuidado, no desdeñaron ninguno de aquellos libros considerados profanos. Entre éstos, como es obligado, guardamos las obras de Virgilio, Lucrecio y Marcial, alguna copia de los Disticha Catonis y el ineludible Salustio; también Estacio, Claudiano, Plinio el Viejo, Marciano, Fulgencio y Solino. No falta todo lo conocido en Séneca; lo cual, por ser tanto, me entretuve yo en resumir con esmero. Y también reuní y copié con mis discípulos las obras de Servio, Donato, Solino y Festo.

En cuanto a los escritores cristianos, como es natural, están singularmente ordenados y cuidados en los principales estantes. Entre otros muchos, tenemos a Cipriano, Ambrosio, Hilario, Agustín, Jerónimo, León Magno, Sulpicio Severo y Gregorio el Grande. Las obras de Orígenes ocupan un lugar destacado y junto a ellas pueden encontrarse las de Eusebio de Cesarea, Evagrio Póntico y Juan Crisóstomo.

Amante de la sabiduría y, consecuentemente, de los libros, todo este tesoro observó y admiró Hasday ben Saprut, mas, por ser tan ingente, hubo de conformarse ateniéndose exclusivamente a lo que le conducía la selecta guía de su curiosidad; como si fuera fiel a lo que el preclaro Isidoro dijera de su propia biblioteca con aquellos versos:

¿Ves estos prados llenos de espinas y abundante flores?

Si no quieres recoger las espinas, escoge las rosas.

El hebreo era médico y se interesó primeramente por lo referente a su ciencia. Conocía, cómo no, el Hipócrates; pero no así los tratados de Oribasio y Rufo, de los que encargó sendas copias. Y después puso sus ojos en los libros de historia, enamorándose de la obra completa de Orosio, de la cual también solicitó copia. Aunque, curiosamente, no suscitó en él demasiada emoción la Historia de la Iglesia de Hegesipo.

Con todo, como he referido, Hasday acudió a la biblioteca Armilatense con un fin primordial: indagar en las antiguas profecías; buscar todo aquello que pudiera haber sido escrito en tiempos pasados y que, aunque fuera someramente, aportara indicios de lo que estaba sucediendo en el presente y de lo que habría de suceder en el futuro.

Ya hice relación del asombro que le produjeron las maravillosas miniaturas de los Comentarios del Apocalipsis de Beato y la sed de saber más al respecto que se despertó en su alma y que lo llevó a beber en otras fuentes no cristianas, lo cual era natural por ser él judío. En la biblioteca que por entonces tenía el príncipe Alhakén en el Alcázar halló los doce libros sibilinos, tres de los cuales, los números III, IV y V, son exclusivamente hebreos y tratan de la temible profecía del Nerón redivivo; la vuelta del cruel perseguidor de hebreos y cristianos. También allí descubrió la aparatosa doctrina del judío Eldad ha-Daní, contenida en unas viejas cartas enviadas por los judíos de Egipto a los de Hispania, en las que cuenta sus andanzas de profeta y predice el regreso de las diez tribus perdidas de Israel y el fin de los días.

Tal era la curiosidad que se había despertado en él por este asunto que acabé poniendo en sus manos el que sin duda es el libro más extraño e inquietante de cuantos se han traducido y copiado en los últimos años entre los que versan sobre el final del mundo: el Apocalipsis de Metodio de Pátara. Aunque sea menester señalar que no pocos dudan de su veracidad y autenticidad, y poner de manifiesto que los doctores eclesiásticos aconsejan que sea leído e interpretado con cautela, fuera o no su autor el propio obispo Metodio. En todo caso, se trata como digo de un libro raro, cuyas sorprendentes coincidencias de hechos y predicciones causan inquietud, pues se mezclan en ellas los relatos de la vida pasada y el anuncio del futuro.

El texto que se halla en esta biblioteca vino de Bizancio, escrito en siríaco originalmente sobre unos deteriorados pergaminos. Fue el monje Hilariano quien consiguió al fin que fueran traducidos al griego y luego al latín, después de que durmieran, olvidados casi, en un armario. Entonces se desveló el extraordinario misterio que se guardaba en el libro. Su autor, Metodio de Pátara, pretende haber recibido unas revelaciones en las que pasaron ante sus ojos todos los reinos del mundo, desde sus orígenes hasta el final de los tiempos. Poco difiere la sucesión de los hechos y las épocas de lo que pudiera interpretarse en las revelaciones apocalípticas de Daniel o san Juan; pero lo verdaderamente sorprendente es que los árabes ismaelitas son mencionados y se les atribuye la dominación del mundo. Esto, escrito hace más de siete siglos, es lo que confiere todo su interés a la profecía; pues, en aquellos tiempos lejanos, ¿quién podía imaginar siquiera que aparecería el profeta Muhamad para sacar de sus desiertos a los agarenos y esparcirlos hasta someter tantos reinos? Profetiza Metodio no una sino dos dominaciones de los árabes. Afirma que la primera de ellas será breve, ocho semanas y media de años; y que luego su orgullo quedará humillado, retrocediendo hacia sus desiertos de Yatrib. Pero que después saldrán de nuevo, inflamados de ira, para devastar la tierra, y la dominarán, desde el Éufrates hasta el Indo; desde Egipto hasta Nubia y, al norte, hasta Constantinopla, hasta el mar Negro. Todos los pueblos quedarán sometidos como siervos a ellos y nadie se les podrá resistir.

Cuando Hasday leyó la profecía del Apocalipsis de Metodio quedó más maravillado si cabe que con la de Beato; porque aquella obra, aunque no tenía las preciosas pinturas de ésta, era más antigua y más reveladora. El meollo estaba desde luego en lo referente a los ismaelitas, ya que era difícil sustraerse al desasosiego de saber que alguien hiciera predicciones tan certeras con una anticipación de siete siglos.

En lo que atañe al fin del mundo, el relato de Metodio se aproxima a las demás revelaciones. Al preguntarse por cuándo sucederá esto, vuelve sobre las palabras del apóstol Pablo, el cual ha dicho: «Mientras subsista el Imperio de los romanos, el hijo de la perdición no aparecerá». Porque todos los reinos tuvieron su momento de gloria y a todos ha de llegarles su final, cuando sea el momento que les ha sido concedido. Y el reino de los ismaelitas, que desterró a los persas, destruirá a los romanos, tras lo cual sobrevendrá el final. La conclusión es inevitable: si los hijos del islam se ponen en camino para dominar la tierra, se avecina el fin del mundo.