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El viaje de la reina Goto

Venerable Gemondo, hermano mío en el Señor, nunca pensé que Hispania fuera tan extensa ni tan diversa. Tú, que fuiste caballero en tu juventud, serviste al rey y tuviste la ocasión de viajar con la hueste allende las fronteras de la Gallaecia, aunque fuera a los páramos de León, y pudiste conocer otras ciudades y otras gentes. Mas yo en mi vida he ido más allá de Astorga. Descendiendo hacia el sur, atravesando esas montañas que hay después de la Tierra de Nadie y que parecen tocar el cielo, los caminos transitan a lo largo de muchas leguas entre espesos bosques, por rocosas gargantas que parecen haber sido creadas sólo para las alimañas y las aves rapaces. Son aquellos territorios tan hostiles y desiertos que se recorren aprisa, sin apenas darse descanso, con el deseo de alcanzar cuanto antes las regiones habitadas que hay donde se inicia el reino de los mauros. Y después de algunas jornadas cabalgando a merced de la maleza por desdibujados senderos que sólo conocen los experimentados adalides que guían los ejércitos, repentinamente aparecimos en las placenteras y tibias llanuras, cubiertas de sembrados, vides y árboles frutales, que se extienden en torno a las aldeas agarenas. La primera ciudad que se encuentra es Zamora, encerrada en sus murallas, sobre la altura de un promontorio que domina la vega de un río. Es el alivio de los viajeros, por sus fuentes, baños y fondas; y por los huertos que dan verdura, legumbres, higos, habas, nueces, almendras y pasas. Se para allí el tiempo necesario para el reposo y para que se repongan las bestias, que suele ser no más de tres días, y se prosigue por una buena calzada, atravesando altiplanicies áridas, cortadas por los duros vientos de las sierras, hasta divisar Talamanca. Continúa el camino desviándose suavemente hacia el poniente, mas siempre descendiendo por las pendientes buscando el sur.

Era la última hora de la tarde y el sol acababa de hundirse en el horizonte, dejándolo hecho rojas llamas, cuando se vio Coria a lo lejos, recortándose en su loma con sus torres y cúpulas. Me estremecí, porque jamás pude imaginar que alguna vez mis ojos verían la ciudad donde aún están en pie los templos y los palacios que edificaron nuestros antepasados, los godos, que reinaron antes de que Dios les arrebatase sus dominios por sus pecados… Hay que subir una cuesta e ir circundando los murallones, hasta la única puerta que se abre al norte, en una robusta fortaleza; porque el resto del monte donde se asienta la ciudad está rodeado, a modo de foso, por un río. Anochecía y una languidez pesada caía sobre las laderas, cubiertas de arbustos, y sobre las piedras oscuras, antiquísimas, de los muros y bastiones. Nada podía hacernos presentir que una vez dentro del burgo, y pasado un primer laberinto de callejones y adarves, nos aguardaba el bullicio de una multitud curiosa y vociferante, reunida en las plazas para recibirnos. Allí estaban los cadíes sarracenos y los condes, obispos y abades mozárabes, vestidos con suntuosos ropajes, damascos, brocados, pieles y tafetanes; tocados con extraños y altos gorros. ¡Cuánto fasto! Al verlos así se diría que los cristianos mozárabes rivalizan con los magnates agarenos a la hora de exhibir las orgullosas galas de su pasado. Los saludos, parabienes e intercambio de obsequios duraron un largo rato, hasta que se echó encima la oscuridad de la noche y, aunque encendieron lámparas y antorchas, no parecía oportuno seguir con los discursos sin vernos bien las caras.

Al día siguiente por la mañana nos recibió en su palacio el gobernador de la región, el cadí Ahmad aben Ilyas; un hombretón áspero, antipático, de barbazas cobrizas enmarañadas; cubierto de oros y de soberbia, que nos trató con desprecio y nos recordó altanero que, en tanto el califa no dispusiera otra cosa, no había paz ni entendimiento entre Córdoba y León. Por más que el ministro Musa se manifestó con humildad y respeto en su presencia, explicándole todos los motivos e intenciones de la embajada, aquel cadí estuvo frío e incluso amenazante. Para sorpresa de todos los que allí estábamos, nos comunicó que quedábamos retenidos bajo su autoridad, a la espera de que llegase a Coria la legación que enviaba Córdoba a León, puesto que nuestro ir allá no era sino al debido intercambio de embajadas exigido por el califa. Esta inesperada actitud nos causó harto pesar y desaliento, ya que no sabíamos cuándo llegaría esa legación y ni siquiera si había salido ya de Córdoba, con lo que era muy incierta la fecha de prosecución de nuestro viaje.

Con todo, la ciudad era muy hermosa y en sus calles se recorría un colorido despliegue de mercados, mercaderías y productos de todas las artes: cuero curtido, madera tallada, tejidos, lanas, forja, alhajas y objetos para el culto. Se veían mauros ricos por todas partes, ataviados con sus túnicas largas y sus anchas mangas, mantos y capotes, conversando en su enrevesada lengua árabe junto a las puertas de mármol labrado, delante de los caserones de rojo ladrillo; y cristianos de viejas razas, discretos, adustos, camino de sus negocios o volviendo de los mercados. En fin, digamos que aquello es una rara mezcla de gentes diversas desenvolviéndose en el enmarañado entretejerse de barrios, iglesias, mezquitas, sinagogas y alhóndigas.

El cuarto día de nuestra estancia, que era domingo, el obispo de Coria mandó aviso con sus sacerdotes para convocarnos a una misa solemne en la iglesia donde tenía su sede. Acudimos y nos llenamos de asombro y admiración ante la riqueza de la liturgia y la ordenada disposición de los celebrantes, acólitos y cantores. Se agradecía el poso grave del rito, pese a la vejez decadente de los ornamentos y el deterioro del templo. Y todo hubiera resultado bien si no fuera porque se produjo un desagradable incidente.

Por deferencia a los visitantes y como signo de fraternidad cristiana, el obispo de Coria le pidió al obispo de Palencia que predicara. Era fiesta de la Santísima Trinidad. Julián subió al púlpito e inició su sermón sin brillantez, pues Dios no le concedió el don de la buena oratoria; habló de cosas elementales, acordes con el día y sin que hubiera nada destacable. Y después empezó a irse por unos derroteros que no venían a cuento. Dijo que Cristo nos había salvado para que fuéramos libres. Algo sabido y natural. Si se hubiera quedado en eso nada habría pasado. Pero a continuación se fue enardeciendo él solo, como si se esforzara para lucir con un fulgor que bien sabía que no le pertenecía, y acabó convirtiendo la prédica en una arenga, que era lo que en el fondo le pedía su cuerpo de guerrero más que de clérigo. Habló del esfuerzo y el sacrificio de los buenos cristianos que luchan contra la herejía y el dominio de los herejes, encomió la abnegación de los ejércitos que sirven a la causa de Cristo, recriminó a los pusilánimes, amonestó a los hombres de vida cómoda y regalada, pidió fidelidad y sumisión a los legítimos reyes cristianos y acabó condenando al fuego del infierno a cuantos colaboraban con los enemigos de la Iglesia. En fin, un discurso que nada hubiera tenido de particular en una misa de campaña de la hueste de León; pero que, en Coria, entre cristianos mozárabes súbditos del rey agareno, resultó… ¡un dislate!

Se fue formando un murmullo que duró toda la misa, no obstante los preciosos cantos y las plegarias. Al final, durante el reparto del pan bendito que siguió a la bendición y la despedida, el obispo de Coria, que era un aciano delgado y de apariencia enfermiza, alzó la voz y exclamó:

—¡Hay otras armas! ¡Están las armas de la fe, la esperanza y el amor!

Se hizo un silencio impresionante, tenso, en el que se cruzaron las miradas. Entonces uno de los condes mozárabes gritó:

—¡Muy bien dicho! ¡Que nadie venga aquí a juzgarnos! ¡Nuestro rey es Cristo, pero honramos a quien nos gobierna! ¡Somos súbditos del gran Al Nasir de Córdoba, nuestro califa!

Al oír esto, al obispo Julián se le despertó el alma fanfarrona y se encaró con ellos replicando:

—Anda, eso es lo que le decían los judíos a Pilatos: «¡Nuestro único dueño es el césar!». Y crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo… ¿Quién es vuestro césar sino el califa?

El ministro Musa también estaba en la misa y había prestado oídos, perplejo, al sermón. Entonces, al ver lo que sucedía, se puso muy nervioso y recriminó a Julián:

—¡Silencio, en nombre de nuestro rey Radamiro! Hemos venido como embajadores suyos, no a organizar pendencias.

—¿Me llamas pendenciero? —contestó airado el obispo de Palencia—. ¿Te atreves a insultarme delante de todo el mundo?

—¡No, no, por Dios! —repuso Musa—. ¡Retirémonos y no prosigamos con esto!

La cosa acabo así; yéndose cada uno por su lado. Gracias a Dios no pasó a mayores. Pero se generó a partir de aquel domingo un ambiente muy tenso entre los cristianos de Coria y los miembros de la embajada.