La crónica de Justo Hebencio
Yo sabía bien dónde hallar lo que con tanto interés buscaba el judío Hasday. Él sólo había oído hablar, tal vez someramente, de aquel libro. Pero yo, por haberlo leído cien veces, lo conocía tan bien que incluso en sueños se me presentaban sus imágenes; el movimiento prodigioso de las coloridas miniaturas, los ángeles, los cielos y los infiernos, las bestias blasfemas, los terrores del final de cuanto hay en esta tierra, los últimos días, la angostura del mundo caduco y la infinita amplitud de la gloria. Cuando lo abría por cualquiera de su páginas, mi corazón empezaba súbitamente a palpitar agitado, debatiéndose entre el miedo y su opuesto, la esperanza. Porque esas dos pasiones brotaban a raudales en las interioridades de aquel extraño y excitante libro. Y yo, como todos lo que lo habían leído y copiado, no podía sustraerme a los efectos que nacen ante la fuerza y la rotundidad de la palabra «apocalipsis», a pesar de la incertidumbre, del ánimo desasosegado e indeciso por las circunstancias inestables, oscuras y absolutamente desconocidas en torno al futuro.
No sabemos quién lo trajo a la biblioteca Armilatense, ni cuándo. Ni hay anotación alguna en el libro que dijera el nombre del autor, su procedencia o la fecha en que fue escrito. Únicamente consta en una de las copias, por acotación de mi mano, la breve referencia que me hizo el abad Martino ya en su ancianidad, sin que pudiera añadir nada a lo que ya sabíamos: que llevaba en el monasterio más de un siglo y que, según la tradición, era obra de un monje del norte, de los montes cántabros, de nombre Beato, el cual quiso profetizar que en breve seríamos testigos del advenimiento del Anticristo.
El título del libro, Comentarios del Apocalipsis, es suficiente para comprender de qué trata. Y ya sabemos que el último libro de las Sagradas Escrituras, escrito por san Juan Evangelista, se ocupa de lo que habrá de suceder al final de los tiempos, tal como se afirma en sus primeras palabras: «Revelación de Jesucristo, comunicada por Dios para mostrar a sus siervos lo que ha de venir con inminencia, pues el momento es cercano». Si las palabras escritas son sugerentes y ofrecen a quienes saben leer el misterioso relacionarse de sus significados, ¡cuánto más lo son las imágenes! Y las coloridas miniaturas del libro de Beato ofrecen tal complejidad que arrebatan el alma de quien las observa, como si se viera elevado a una visión; pues aquí lo que se anuncia puede verse, y casi pareciera que está vivo, resultando de esta manera doblemente profético.
Así lo percibió la preclara inteligencia del judío Hasday ben Saprut cuando sus sagaces ojos se posaron en los pergaminos. Los estuvo mirando y leyendo extasiado y casi podía advertir yo el temblor en sus dedos cuando tenía que pasar la página, como la respiración contenida en su pecho de sabio, y casi sentía el bullir de la efervescencia en su mente enormísima, asaltada por el ardor visionario. Sólo de vez en cuando, sin levantar la mirada de las preciosas pinturas, exclamaba en un susurro:
—¡Maravilloso! ¡Fascinante! ¡Sorprendente!
Por eso sentí un profundo remordimiento, por haber dudado el día antes sobre si sería o no conveniente ofrecerle el libro, puesto que Hasday era hebreo y temía ofenderle con las verdades de nuestra Biblia cristiana. Pero él era un hombre de alma grande y abierta, incapaz por tanto de envenenarse como los ofuscados hipócritas. No sólo no rechazó el libro, sino que, enardecido por las curiosas sugerencias de las miniaturas y los textos, quiso indagar más, saber más, ver más… como es tan propio de los sedientos amantes del conocimiento.
Alzó hacia mí unos ojos brillantes, rutilantes de curiosidad, y me dijo:
—He leído aquí algo que, no sé por qué motivo, me ha removido extraordinariamente por dentro…
—Léelo en voz alta —le pedí.
Él leyó:
Y vi un ángel que bajaba del cielo, llevando en su mano la llave del abismo infernal y una gran cadena. Dominó al Dragón, la antigua Serpiente, que es el Diablo y Satanás, y lo encarceló por mil años. Lo arrojó al abismo de los infiernos, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca ni engañe más a las naciones hasta que se cumplan los mil años. Después de eso, tiene que ser soltado por un poco de tiempo…
La pintura que ilustraba el pasaje era magnífica: el ángel, majestuoso y esbelto, sostenía con seguridad la llave en una mano y, con la otra, tenía agarrada una especie de cuerda tensada con la que sujetaba fuertemente el cuello de una enorme serpiente, cuya piel sinuosa, bellamente moteada, parecía envolver la escena. A los pies del ángel, en un abismo oscuro, se retorcía un ser infernal de negra figura, encerrado en un cofre sellado.
—¡Impresionante! —exclamó él—. ¡Se me pone el pelo de punta!
Permanecimos contemplando absortos la miniatura durante un largo rato. Después Hasday me preguntó:
—¿Es una profecía? ¿Qué significa?
—Es sin duda el capítulo del Apocalipsis de san Juan que mayor interés ha suscitado entre las almas inquietas —respondí—. No me extraña pues que te haya llamado tanto la atención. Hace referencia al tiempo, a los mil años de reinado del Mesías y los santos, mientras el demonio y el mal son encadenados.
Se quedó pensativo durante un rato. Luego dijo con cierta seriedad:
—Ya he oído hablar con anterioridad de esa profecía de los cristianos… Vuestro cómputo del tiempo presente se aproxima al año 1000 y creéis que llega el fin del mundo… ¿Cómo se puede creer en algo tan absurdo?
—En efecto —asentí—, es ilógico e ingenuo.
Mi afirmación le sorprendió mucho, porque no la esperaba. Me miró con extrañeza y después, señalando el libro, observó:
—Pero… aquí se habla de mil años… ¿Por qué me has enseñado entonces este libro si no crees en lo que dice?
—Veamos —respondí—. En principio, debemos olvidarnos de cualquier sentido literal e interpretar esos escritos en sentido espiritual. Pues ésa es su finalidad y no otra; hablarle al espíritu humano, comunicarse con él y conducirle a intuir las cosas últimas.
—Eso que dices me resulta más razonable —dijo esbozando una sonrisa—. Pero mil años son mil años, y ahí se habla expresamente de mil años.
—Sí. Pero es menester recordar que nadie, excepto Dios, conoce el día ni la hora final, para no vivir angustiados como los hombres sin fe. No hay pues profecía alguna que sea capaz de determinar ese momento. Porque no todo lo podemos saber y comprender. ¡Afortunadamente, no es la sabiduría de los hombres la que dirige todas las cosas!, sino la sabiduría de Dios, que es infinitamente más poderosa, más misericordiosa y, sobre todo, más amante.
—En eso estamos de acuerdo y me alegro —dijo con satisfacción—. Pero sigamos con la profecía. ¿Por qué mil años?
—Bien, déjame explicarte. En esto, como en tantas otras cosas, me guío por las enseñanzas del sabio Julián de Toledo, que rechazaba la absurda veleidad de pretender determinar la fecha del final del mundo. Ya Agustín de Hipona fue reacio a efectuar cualquier intento de precisar la inminencia de ese final, aun teniendo que asistir en los últimos días de su vida a la caída del Imperio de los romanos en poder de los bárbaros; la gran tribulación que muchos interpretaban ya como el final de los tiempos. Porque la marcha del mundo hacia ese final tiene para ambos sabios un sentido espiritual: todas las eras, todas las épocas, todos los hombres caminamos hacia ese final…
—¡Me encanta oírte hablar así! —exclamó llevándose las manos al pecho—. Ciertamente, la palabra «apocalipsis» no es cristiana, ni judía, ni islamita…; proviene del idioma griego antiguo y significa «ocultamiento». Es decir, se trata de algo que está oculto al entendimiento humano. Puede sobrevenir en cualquier momento…
—Así es. El sabio Julián de Toledo, en su obra De comprobatione ætatis sextæ, afirmaba que nos hallamos en la sexta edad del mundo y que el tiempo restante sólo es conocido por Dios, sin que sea incierto o lejano, ni que no tengamos que prestar atención a las señales que lo anuncian. Sólo Él sabe lo que va a suceder mañana. Cierto es que nuestra época es una época de agitación e inquietud, pero hay que estar persuadido de esta verdad: siempre hubo guerras, desastres, hambres, pandemias, calamidades… y siempre las habrá en este mundo, porque todo ello ha sido previsto, anunciado; hasta que llegue aquella prueba final de la que hablan los escritos sagrados. Muy dura será la prueba; mas será la última.