31

El viaje de la reina Goto

Mi nombre es Gotona Núñez; uno de mis antepasados, Gutiar Aloitez, fue el primer y último conde de la Gallaecia del que haya memoria, antes de que el rey Alfonso III de Asturias constituyera el reino y se lo entregase a su hijo Ordoño. Mi bisabuela materna, la princesa Arguilona, era de la sangre del cristianísimo rey Pelayo; y el conde Osorio Gutiérrez, mi abuelo, se distinguió en la batalla de Clavijo y vio con sus propios ojos al apóstol Santiago cuando se apareció milagrosamente. Su hijo, mi tío paterno que lleva su nombre, vivió con él hasta su muerte y, por escuchar tantas veces de sus labios aquel relato, se convirtió en un hombre tan piadoso que aun en vida gozó de fama de santo. El conde Nuño Gutiérrez, mi padre, nunca fue a la guerra; permaneció hasta su muerte en nuestros dominios de Vilanova de Mondoñedo, porque, a diferencia del resto de nuestra parentela, siempre fue débil, no ya de espíritu sino de cuerpo, enfermizo, rengo y torpe para el caballo. En cuanto a mí, nací y me crie en el valle del río Masma, entre las masas de los bosques impenetrables; donde es maravilla el húmedo olor de las hojas muertas que cubren la tierra, bajo los cielos encapotados guardianes de la preciada lluvia que hace fértiles los claros, los prados, los huertos, los viñedos… Allí, en los sotos poblados de castaños, que brillan cuando asoma el sol y sus hojas adquieren el tono de las uvas transparentes, las casas y las cercas de piedra gris están separados por el follaje ya maduro e inmóvil de los abedules, que, en otoño, se visten con los tintes rojizos que recuerdan las manchas de óxido sobre la ropa blanca recién planchada. Y los negros troncos de los robles se cubren con un terciopelo de moho verde de extraño y cálido tacto. Es tierra adentro, pero ¡qué cerca se presiente el mar frío, aun al abrigo de los montes!

Dos pasiones, casi olvidadas ya, me permitieron afrontar con valor y felicidad los primeros años de la vida simple de mujer: el canto y la lectura. Fue mi tío Osorio Gutiérrez, al que llaman «el Conde Santo», quien se empeñó en enseñarme a leer y escribir junto a los muchachos, porque se le metió en la cabeza que yo debía fundar un monasterio y hacerme abadesa. En eso, como en muchas otras cosas, mi tío fue profeta. Pues, aunque quiso Dios que yo tuviese marido, pasado el tiempo se cumplió lo uno y lo otro: fundé este monasterio de Castrelo de Miño y soy abadesa en él por la gracia divina.

Pero, antes de afrontar esta segunda vida, cuando todavía era una torpe muchacha de quince años, mis mayores me dieron en matrimonio al entonces príncipe Sancho. Esto sucedió en el cuarto año del reinado de su padre, el rey Ordoño II, en los meses que siguieron a la toma por éste de la ciudad de Évora. La victoria fue grande y muy celebrada, con festejos en León, donde fue a reunirse la corte y la nobleza de toda la Gallaecia. Estando allí con mi familia, sucedió que el príncipe puso los ojos en mi persona. Se concertaron las nupcias y en el mes de julio de aquel mismo año me fui a vivir con mi esposo y los reyes al palacio de León, donde permanecí hasta que, diez años después, murió el rey. Reinando el hermano de éste, Fruela II, que le sucedió en el trono, acaecieron sucesos terribles en la corte que todavía hoy, pasado tanto tiempo, me resulta doloroso en extremo recordar.

Apenas un año reinó Fruela, a quién sucedió su hijo Alfonso Froilaz, cuyo reinado también fue fugaz. El caso es que mi esposo y sus hermanos, legítimos herederos de Ordoño, consiguieron recuperar el trono de León, que acabó siendo ocupado finalmente por Alfonso, que era el mediano de los tres hijos de Ordoño; mientras que al menor de ellos, Radamiro, le correspondió Portocale, con la corte en Viseu; y al mayor, mi esposo, el reino de Gallaecia, hasta el río Miño. Sancho Ordóñez fue ungido rey por el obispo de Compostela y, después de la ceremonia, nos fuimos a vivir a Tuy a comienzos del mes de septiembre de aquel año.

En la paz que siguió a tantas revueltas y años confusos, la vida en el extremo de nuestra querida tierra resultó cálida y diáfana, como es tan propia de esos días de otoño que, en Gallaecia, son la promesa incumplida del verano… Me parecía que reinaba una quietud extraordinaria, la quietud del agua del Miño, discurriendo fatigado hacia su desembocadura en el mar del extremo del mundo, bajo la luz del sol que caía oblicua en el ocaso, otorgando una irradiación misteriosa al contorno de los montes, como si fueran verdaderamente sagrados, árbol por árbol, roca por roca, acantilado por acantilado… Y luego el aura apacible, suave, que removía las hojas en la ribera arrancando de ellas un murmullo pacífico que sosegaba el espíritu.

Ahora bien, a través de todos estos cambios de circunstancias y en lo que a mí respecta, se me habían adherido al fondo del alma un poso de heridas y miedos. Siempre me inquietó el futuro, bien lo sabéis vos, venerable hermano Gemondo. Y todos aquellos temores que ensombrecían el asomo de mi felicidad y que me mantenían permanentemente como en guardia se hicieron presentes de manera implacable cuando murió de repente mi esposo el rey Sancho, el tercer año de su reinado, cuando apenas había cumplido los treinta y cuatro años de edad. Ya no éramos jóvenes ninguno de los dos, pero todavía conservábamos la esperanza de que el cielo nos diera algún hijo. A partir de entonces, mis ilusiones empedernecieron y durante un tiempo me contenté con vivir a solas en el viejo palacio de Tuy, con mis juicios y mis sentimientos…

Hasta que Dios tuvo a bien enviarme auxilio; y lo hizo, como cuando era niña, mediante mi tío Osorio, «el Conde Santo». ¡Qué hombre tan preclaro y tan maravillosamente tocado por la gracia! Nada más tener noticia de que yo había enviudado, emprendió viaje desde Vilanova y se me presentó una mañana, cargando con dulces de castaña y su proverbial optimismo. Era tan grande, tan desgarbado, tan soso…, pero ¡tan cariñoso! «Dios sabe sacar bienes de todos nuestros males —me dijo entusiasmado—. Has perdido un marido, pero no te pasarás la vida lamentándote, porque ahora debes ganarte el cielo». Y a continuación me explicó que las antiguas leyes de la Gallaecia, ya casi olvidadas en estos tiempos raros, mandaban que la reina que enviudase debiera fundar un cenobio, para vivir en él el resto de sus días dedicada a las cosas de Dios. Así lo manda el Liber Iudiciorum, siguiendo el dictamen de los santos concilios de la Iglesia. Prescrito y hecho. Pedí permiso al rey y a los obispos correspondientes, buscamos el lugar adecuado y se edificó el monasterio de Castrelo de Miño. Y de esta manera dio comienzo mi segunda vida; ésta que Dios me otorga, tan rica, tan diferente y lejana de la otra…

No puedo mencionar en este escrito a todos mis bienhechores y maestros, pues son muchos, pero hay dos nombres que me resisto a omitir: el antedicho Osorio Gutiérrez, mi tío «el Conde Santo», y vos, venerable Gemondo, a quien debo tantos sabios y benéficos consejos, como el de no temer, no sentir tristeza ni miedo al futuro, mirar sólo adelante y, en medio de la incertidumbre del mundo, vislumbrar en paz que, haga lo que haga, todo estará bien, puesto que intento hacer el bien…

Alentada por la energía y la eficacia de tales pensamientos, emprendí mi peregrinación a Córdoba, con el fin de traer a nuestra Gallaecia las reliquias de san Paio. La memoria de aquel viaje escribo ahora y os la confío, siguiendo vuestra sugerencia; suplicando a mi vez que sea guardada entre los libros de San Pedro de Rocas y, si os parece oportuno, leída en vuestra comunidad, copiada para beneficio de las almas cristianas o, simplemente, dada al descanso del olvido entre aquellas paredes santas.