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León, dependencias interiores del castillo,

diciembre del año 939

El ministro Musa aben Rakayis meditaba contemplando el horizonte desde el ventanal de su habitación. A media mañana, los huecos entre las nubes se habían cerrado y el cielo se extendía como un manto gris y compacto sobre la tierra parda y sin aliento. El aire se había detenido y el frío parecía desprenderse de las alturas como un fantasma invisible. Aquella luz plomiza sobre las montañas presagiaba la nieve. Y la ciudad la esperaba muy quieta y silenciosa, encerrada en sus murallas y en su invierno. Sólo los cuervos sobrevolaban los tejados y graznaban como riéndose de su encierro.

Musa se estremeció y se arrebujó en el manto de lana. Cerró los postigos y, al volverse hacia la estancia, sus ojos se detuvieron en las llamas que titilaban solitarias bajo la chimenea. El ministro estaba conmovido y triste, y no pudo evitar pensar en el inminente invierno; en la desazón que le causaba, porque todo se quedaba detenido y el tiempo transcurría con una lentitud exasperante. Decían que era la estación de la paz; pero esa afirmación resultaba absurda, en tanto y cuanto en invierno se planeaban todas las guerras, se organizaban los ejércitos y se fabricaban las armas. Qué lástima le daba tener que aceptar que la hermosa primavera fuera el tiempo de los guerreros… Porque el ministro aborrecía la guerra aún más que el invierno. Y este sentimiento suyo, íntimo e irrenunciable, no nacía sólo de una reflexión profunda, del ejercicio del razonamiento; sino que era fruto de un impulso más instintivo y primario: el miedo. Ya que, a diferencia de tantos hombres importantes de su época, Musa aben Rakayis no fue instruido en las artes militares en su juventud. No era un caballero que le debiera su posición en la corte del rey a la destreza con la espada. Era ministro y vivía en palacio merced a su sabiduría, al ejercicio de la diplomacia y a su capacidad para expresar con la pluma los dictados del monarca. No había hecho nunca la guerra; y sólo la conocía de lejos. La única vez que la tuvo próxima fue en cierta ocasión, siendo muy niño, cuando los mauros pusieron cerco a Zamora. Duró poco tiempo el asedio, apenas un mes, pero el estruendo de los aparatos de guerra, el temor de las gentes y la incertidumbre dejaron huella en su alma tierna.

Aunque ninguno de los hombres de su familia hubiera sido guerrero, Musa aprendió como cualquier niño de su tiempo que el valor es una virtud suprema. Y siendo adolescente percibió, aunque moderadamente, el intrépido impulso de los muchachos ante lo desconocido. Porque, en efecto, ¿quién no ha deseado ser valiente? No obstante, sintiendo su propia nostalgia del coraje, siempre fue especialmente consciente de los peligros que hay en cualquier parte, y desde la primera infancia fue incapaz de vencer la natural inclinación humana al temor, a pesar de que se crio, como todo el mundo, escuchando narrar las viejas leyendas que cantan la gloria de los pueblos, alabando la valentía de los guerreros más que aquellas cuatro virtudes que son principio de otras en ellas contenidas: prudencia, justicia, fortaleza y templanza; más incluso que la añorada libertad; en tanto, como hombre instruido, sabía el ministro que se sentiría un hombre libre si no estuviera constantemente tan asustado. Porque eran precisamente sus conocimientos de la antigua sabiduría pagana los que cimentaban las contradicciones interiores que tenía que soportar a causa de su cobardía. En efecto, los filósofos habían elevado el pedestal de los valientes. Séneca dejó escrito: «El oro se prueba en el fuego; como el valor de los hombres en el peligro». Y qué contundente es aquel célebre verso de Siro: Patiens et fortis se ipsum felicem facit [«Los hombres pacientes y valientes se hacen felices»]. Pero no a fuerza de reconocer la grandeza de tales pensamientos puede uno verse libre de la angustia, la ansiedad y el pánico que revelan nuestra vulnerabilidad. Máxime cuando la aguda inteligencia del ministro, siempre previsora, le permitía anticipar antes que nadie lo que podía suceder y, para colmo, su despierta imaginación le hacía agrandar los peligros, inventar amenazas y envolver en las tinieblas del imprevisible futuro toda esa incertidumbre que tan indefensos y torpes hace sentirse a los humanos cobardes. No, no era el ministro Musa un hombre valiente, y aquellos eternos y visibles enemigos de los sensatos —el sufrimiento y la muerte— los veía frente a sí constantemente. Era prudente y, como tal, a poco que observaba el mundo era capaz de vislumbrar las amenazas que siembran la vida de males: pandemias, hambres, catástrofes, incendios, miserias y desolaciones. Y para colmo la guerra… Si aquéllas eran inherentes al mundo, ésta lo era a la humanidad. Ya el sabio Heródoto se dio cuenta de ello y escribió en la lejana Antigüedad: «Es la historia humana una sucesión de venganzas sin cuento». Sabía bien el ministro, como todo sabio, que sólo en las manos de los hombres está pues evitar la guerra. Pero ¿cómo hacerles ver esto? ¿Cómo convencer a los reyes y magnates de una verdad tan clara? Imposible. Y esta terrible circunstancia le hacía sufrir aún más. En sus denuedos por la paz chocaba como contra un muro y ya casi llegaba a convencerse de que la guerra, como el invierno, era inevitable. Por eso los odiaba de manera semejante, porque ambos eran males sin remedio.

Estando sumido en estas meditaciones, sonaron unos débiles golpes a la puerta. Un momento después, entró su ayudante Aglab con apreciable nerviosismo en el rostro y en todos sus movimientos, anunciando:

—Señor, el rey está aquí.

La estupefacción se apoderó de Musa hasta tal punto que se quedó un rato sin decir palabra; luego se sobrepuso y preguntó con azoramiento:

—¿El rey…?

Entonces irrumpió Radamiro con ímpetu en la estancia, diciendo con su voz potente:

—He preferido no mandarte llamar ni darte aviso. Tenía que venir al castillo para otros asuntos y aprovecharé para hablar contigo.

El ministro escuchaba estas explicaciones arrodillado e inclinado en una profunda reverencia, a la vez que emocionado y confuso.

El rey soltó una risotada breve, como un gruñido, y dijo burlón:

—¡Diantre, no te asustes! Anda, álzate que dispongo de poco tiempo.

Musa se incorporó y, al ver el rostro del rey, impetuoso y retador, creció su perplejidad y se mezcló con la sensación de estar a punto de entrar en una conversación dolorosa y compleja.

—Mi señor, ¿qué necesitáis de mí?

Radamiro esbozó una ligera sonrisa que apenas duró en sus labios. Luego dijo en tono de reproche:

—Tanto interés como tenías en convencerme para que enviase esa embajada al sarraceno y después te has despreocupado del asunto. ¿No quedamos en que debíamos tratar tú y yo sobre ello cuanto antes?

El ministro se apresuró a responder en tono de disculpa:

—Perdonadme, mi señor… Espero que no me tachéis de despreocupado. Supuse que deberíais tratar la cuestión con el resto de vuestros consejeros. Después, el invierno se echó encima tan de repente… Sabéis que estoy completamente a vuestro servicio; nada me complace más que servir a Dios y a vos. ¿Qué pormenores necesitáis tratar conmigo?

Disminuyó la tensión. Quizá el rey se alegró al recibir estas delicadas expresiones de obsequio de una persona a la que desde hacía tiempo consideraba uno de sus más brillantes y sus fieles consejeros, no obstante las diferencias de opinión y carácter que se interponían entre ambos, especialmente en lo relativo a los asuntos de la guerra.

—He pensado mucho en lo que me dijiste —manifestó Radamiro con tranquilidad, suavizando la voz todo lo que podía—. Créeme que, si no hubiera estado reflexionando tanto acerca de ello, no se me habría ocurrido venir a tus habitaciones. A pesar de que fuiste demasiado insistente, incluso molesto…

—Perdonadme, mi señor —suplicó Musa inclinándose con humildad—. Consideré mi obligación advertiros sobre algunos peligros e inconvenientes que podían derivarse de aquella hoguera. El santo y sabio Isidoro de Sevilla dijo que…

—¡Déjate ahora de sermones! —replicó con sequedad Radamiro—. Hablemos sobre esa embajada. ¿Qué es lo que tienes pensado al respecto? ¿Qué me propones?

El ministro permaneció pensativo un momento y luego extendió la mano indicándole al monarca que tomase asiento en una silla junto a la chimenea. Radamiro se sentó y señaló otra silla invitándole a hacer lo mismo. Musa, tras un instante de vacilación, se sentó en el suelo, y observó de soslayo que los ojos del rey lo examinaban con una minuciosidad expectante. El silencio reinó de nuevo y volvieron a sus oídos los graznidos de los cuervos.

—Mi señor —dijo—. Para esa embajada no podéis escoger a cualquiera. Se trata de una misión sumamente delicada.

Radamiro clavó en él una mirada audaz y contestó:

—Eso no hace falta que tú me lo digas; lo sé de sobra. Lo que yo necesito de ti es que elijas a los embajadores; porque nadie mejor que tú sabe, precisamente, cuál es el alcance y la importancia de esta misión. ¿Has pensado en quiénes deberían ir?

El ministro respondió sin poder evitar cierto aire de apuro:

—Sin duda, señor. Deben ir súbditos mozárabes. En la delegación deben ir inexcusablemente Aben Umar, Asad al Alladi y Said aben Ubayda; son mercaderes ricos que conocen muy bien Córdoba y hablan a la perfección las lenguas árabe y cristiana; ellos podrían hacer acopio de obsequios adecuados para el califa y sus cortesanos. También debería ir algún obispo. Se me ocurre que el más idóneo es don Julián de Palencia, pues se entenderá muy bien con los obispos mozárabes de al-Ándalus. El conde Fortún puede ocuparse de la escolta; conoce muy bien el camino entre Córdoba y León, porque lo ha hecho muchas veces. En fin, debe ser una legación abundante y bien pertrechada, con ricos regalos y buen acompañamiento. La ocasión lo merece y el califa debe asombrarse ante la demostración de vuestros poderes y tesoros. De esta embajada dependerán muchas cosas… Si les causamos la impresión adecuada, podremos obtener un tratado de paz y beneficios duraderos.

El rey lo miró como se mira a un adivino y levantó las cejas diciendo:

—Nadie mejor que tú lo sabe. Nadie sería capaz de cumplir este cometido mejor que tú, Musa aben Rakayis.

El ministro recibió estas palabras como un pinchazo en su corazón, palideció apesadumbrado y bajó la cabeza.

—Señor, yo… —balbuceó—. Me siento tan inútil…

Radamiro observó su inquietud y se rio de forma indolente, mientras le decía en broma, señalándole con el dedo:

—Has sido capaz de renunciar al amor de las mujeres por servirme y, sin embargo, te cuesta complacerme haciendo lo que sabes que deseo.

—¡Señor! —suplicó el ministro, moviendo la cabeza con un gesto de negación—. ¡Os ruego que no me lo ordenéis!

—¡¿No quieres ir a Córdoba?! —replicó asombrado el rey—. Aun siendo consciente de que nadie mejor que tú sería capaz de cumplir la misión… ¿De verdad no quieres ir?

Musa se hincó de rodillas exclamando:

—¡Me da mucho miedo! ¡Es superior a mis fuerzas!

Radamiro, que deseaba oírle esta confesión, soltó una risita, a la que siguió el silencio. Afuera los cuervos volvieron a graznar. El ministro sintió un escalofrío en las entrañas y el cabello se le erizó en la nuca, al saber que el rey no se apiadaría de él; bajó la vista por temor a mirar y permaneció quieto y humillado.

—Lo siento —dijo el rey con aplomo—. Siento darte esta orden, porque sabes cómo te aprecio. Irás a Córdoba al frente de esa embajada. Ése es mi deseo y lo que estimo más conveniente en este asunto. Y acatarás mi voluntad porque juraste con voto sagrado obediencia a mi persona. A cambio, te dispenso del voto de castidad, puesto que de nada me serviría ya esa promesa de fidelidad si no fueras capaz de complacerme en esto. ¡Serás valiente por mí e irás a Córdoba! Es mi última palabra.