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Córdoba, diciembre del año 939

Comenzó el invierno con viento y frío punzante, pero luego se moderó relativamente y, aunque las noches siguieron siendo heladas, durante el día lucía el sol y hacía suaves las horas, especialmente a mitad de la jornada. Najda ben Husayn, el gran cadí de Córdoba, salió de su palacio con la capa de abrigo doblada sobre el brazo izquierdo y contempló con placer la intensa luz del mediodía. La frescura del ambiente exterior se mezclaba con los humos de la leña quemada y de los guisos que escapaban de las casas por las chimeneas. Había gorjeos de pájaros en los tejados y revoloteos de palomas en los árboles de los jardines. Hinchó el pecho e hizo suyos los familiares aromas de la hora del almuerzo. Tenía apetito y se sentía eufórico, feliz, esperanzado…; porque iba a Medina Azahara para compartir la mesa del gran visir Badr, el hombre más importante del reino después del califa. Su guardia personal le esperaba a caballo en la puerta y un palafrenero sostenía las riendas de su yegua alazana, enjaezada con lujo para la ocasión. Por delante, abriendo paso en las calles, iban el estandarte y cuatro músicos, dos de ellos con chirimías y los otros dos con atabales, tal y como requería el ceremonial para el traslado de un personaje de su rango por la ciudad. Era un breve recorrido, por los barrios más nobles, hasta la puerta de Al Yauz, desde donde se iniciaba la calzada empedrada entre almendros que conducía hasta los muros de Zahara.

Al entrar en la prohibida ciudad de Abderramán y transitar por la vía principal, Najda echó una furtiva mirada hacia el majestuoso palacio, que estaba aún en obras por la parte que daba a Córdoba. El sol iluminaba las celosías y permitía ver varias siluetas inquietantes, inmóviles, que espiaban su paso por los jardines. Se preguntó si podría ser uno de aquellos perfiles el del mismísimo califa. Pues decían que nadie allí entraba ni salía sin su conocimiento. Pero raramente se dejaba ver, especialmente desde lo de Simancas. Se había vuelto Al Nasir reservado e inaccesible, y tanto misterio había pasado de ser desconcertante a resultar incluso funesto, porque nada trascendía de su estado de ánimo ni de sus intenciones. Najda no trataba personalmente con él desde la malograda batalla y no esperaba verle ni siquiera allí.

El gran visir estaba sentado a solas en un lateral del jardín, en un cenador sin sombra bajo los retorcidos sarmientos de una parra desprovista de hojas. Se puso de pie sonriente y extendió los brazos. Era un hombretón rubicundo, de anchas espaldas, miembros largos, grandes manos; desgarbado y lento, pero juicioso y agudo. En su cara, siempre enrojecida, aparecían los rasgos eslavos muy marcados: nariz recta, ojos grises y fríos, mandíbula cuadrada y vello claro hirsuto. Pertenecía a la casta de los esclavos que formaban la guardia de los omeyas desde el principio, hombres originarios de los países del este, cuya raza decíase que había sido ideada por el Creador para sostener las guerras en el mundo, aunque Badr no se había criado entre guerreros, sino entre los eunucos del alcázar cordobés, donde fue ascendiendo peldaños desde niño en la jerarquía de los servidores privados del emir Abdala, predecesor de Abderramán, hasta encaramarse en la cúpula y llegar a ser liberto, visir y finalmente hayib, es decir, primer ministro y hombre de mayor confianza del califa.

Ambos magnates se saludaron con un fuerte abrazo, mientras sus corazones brillaban con la alegría de la amistad; porque ambos se tenían desde hacía muchos años por confidentes y dignos compañeros; estaban unidos indisolublemente por el agradecimiento suscitado por incontables favores mutuos y por una complicidad que ni siquiera necesitaba palabras, sino simples miradas. No en vano compartían colaboradores, ideas, adversarios y recelos. El gran cadí le debía su cargo al gran visir, y éste no podría pagar la fidelidad y los denuedos del primero a la hora de ejecutar cualquier plan. Pero había algo que los unía más que ninguna otra cosa: su veneración y lealtad a Abderramán, quien, a fin de cuentas, les había dado todo lo que poseían y gozaban, que era mucho: poder, prestigio, gloria e inmensa fortuna.

En el abrazo pareció que se unían almas y mentes. Al acogerlo, Najda le oyó decir a Badr en un susurro pegado a su oído:

—¡Bienvenido, hermano mío!

—¡Deseaba verte! —contestó el gran cadí con tono alegre y franco.

Cuando se separaron después del apretón, Najda se quitó la capa de abrigo y la echó sobre la mesa del cenador. Entonces Badr soltó una carcajada y dijo con guasa:

—¡Con capa de gruesa lana! ¿Dónde está ese guerrero curtido en las batallas de la puerca y fría Gallaecia? La próxima vez vendrás con bufanda y bastón…

—Gracias a la misericordia de Allah, en Córdoba casi siempre es primavera —contestó el gran cadí.

—Pues aquí, en Zahara, lo es siempre —apostilló el hayib.

Najda echó una mirada en torno y, poniéndose muy serio, preguntó:

—¿Cómo está el Comendador de los Creyentes? ¿Se recupera del mal trago?

La respuesta de Badr fue echarle el pesado brazo por encima de los hombros, diciendo:

—Vamos adentro. En Zahara, en efecto, siempre es primavera, pero en diciembre resulta más placentero comer al abrigo de los salones…

Entraron en palacio y, después de un par de corredores, encontraron la mesa dispuesta en una estancia espaciosa y de techo alto. Como en cualquier lugar de Zahara, la decoración era bellamente caprichosa, al estilo del califa. Había una gran celosía que se alzaba sobre los jardines y dos ventanas amplias que daban a Córdoba. El sol entraba y hacía brillar los estucos y los muebles. El suelo estaba cubierto con alfombras de vivos colores, y en las paredes se alineaban divanes tapizados con damascos verdes, cuya tersura suavizaban pieles de lince y nutria dispuestas con estudiado desorden.

—Vamos, siéntate donde te plazca —le dijo Badr a su invitado.

Como en otras ocasiones que estuvieron allí, Najda escogió el primer cojín delante de la mesa, que miraba a los ventanales. Se sentó mientras sus ojos pasaban cuidadosamente revista a la sala, hasta que se detuvieron en la luminosa visión de los campos y la ciudad a lo lejos. Sonrió encantado, suspiró y observó:

—Verdaderamente, parece primavera, aun siendo pleno invierno…

—Bienvenido… Bienvenido… —repitió Badr, sentándose a su lado para no robarle las vistas.

El hecho de hallarse a solas, sin la presencia de otros ministros, prometía una tertulia tranquila, libre de discordias, durante la comida. Justo lo que ambos necesitaban en aquellos momentos delicados; una sesión en la que podrían entregarse generosamente a las especulaciones y los proyectos comunes, sin la agotadora controversia y las opiniones divergentes de algunos visires y eunucos que en otras ocasiones compartían la mesa.

Los criados sirvieron la comida de una vez, disponiéndola toda en múltiples platos y bandejas de plata, y luego desaparecieron obedeciendo a la estricta orden de no molestar. Cuando se quedaron completamente solos, el gran visir agitó la cabeza en señal de satisfacción y dijo:

—Ahora podremos hablar a nuestras anchas… No hay prisa y es abundante y muy sustancioso lo que tengo que decirte…

Al gran cadí le gustó mucho esta señal de confianza, pues conocía de antemano algunos, aunque pocos, detalles de lo que se iba a tratar allí.

—Soy todo oídos —afirmó circunspecto—. Es tan necesario que tú y yo hablemos…

Badr sonrió ampliamente. Pero después se puso serio y, como si respondiese a la pregunta que antes se quedó en el aire, dijo misteriosamente:

—Hoy no lo verás… Al Nasir sigue entregado a sus soledades… Intentamos animarle lo mejor que podemos, pero resulta difícil, muy difícil… Por eso precisamente necesitaba hablar contigo cuanto antes, porque es posible que Allah haya decidido poner fin a su pena…

Najda lanzó una ojeada mezclada con tristeza sobre la hermosa visión de Córdoba que se extendía ante sus ojos. Ambos amigos parecían estar de acuerdo en que era primavera, pero las melenas de las palmeras amarilleaban en los jardines, los rosales se habían desnudado de hojas y el verdor palidecía hundido en la verdad del invierno.

—¿Poner fin a su pena? ¿Cómo? —le preguntó, volviéndose hacia el hayib con sumo interés—. ¿Qué podemos hacer?

—Como te digo, Allah parece haber decidido obrar con misericordia… ¡Allah sea bendito! El puerco y borracho rey de Gallaecia ha enviado mensajeros…

—¡¿Mensajeros?! —exclamó Najda sin poder contener su entusiasmo.

Badr agitó su cabeza grande con aprobación y añadió:

—Ayer llegó un correo desde Toledo con una carta escrita por los ministros del puerco Radamiro en la que decían, aunque con sutilezas y rodeos, que su rey está dispuesto a enviar embajadores para parlamentar.

—¡¿Embajadores?!

—Sí, eso mismo. ¿Te das cuenta? El Corán del Comendador de los Creyentes sigue en poder del rey borracho… ¡No lo ha destruido gracias a Allah! Recuperarlo es lo que más le importa hoy por hoy a Abderramán y debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para proporcionarle esa satisfacción. No nos queda más remedio que tratar de contentar al puerco Radamiro, ¡Allah le maldiga! Porque si logramos convencerle de que devuelva el Corán… ¡Oh, si lográramos convencerle!

—¡Sería maravilloso! —exclamó Najda, llevándose las manos al pecho—. Pero… ¿qué podemos hacer? El puerco rey de los infieles es una mula terca y salvaje…

Las cejas del gran visir se alzaron, como si se interrogase a sí mismo; y luego dijo sonriente:

—Gracias a Allah, no está lejos de nuestras manos conseguirlo. En primer lugar, supone un paso de gigante que esa mula terca y salvaje se haya rebajado a enviar mensajeros. De algo ha servido que cosecháramos esas doscientas cabezas de monjes. El borracho rey, en vez de encabritarse más, ha recapacitado y, por lo que se ve, ha decidido que es más provechoso para él parlamentar. Y parlamentar supone negociar… Cierto es que pedirá algo a cambio, pero ¿qué puede pedirnos? Le daremos cualquier cosa con tal de recuperar el sagrado Corán del Comendador de los Creyentes.

Najda se sintió alegre con esta conversación. El deseo y el entusiasmo iluminaron su rostro cuando dijo:

—Recibiremos a esos embajadores, ¡con todos los honores! Les haremos ver que estamos muy lejos de los usos y costumbres suyos, inmundos politeístas. Los infieles deben conocer la compostura y la armonía que reinan en Córdoba. Les dejaremos husmear, rebuscar, indagar… Que vean y, cuando hayan visto lo que hay aquí, que negocien. Todo sea por recuperar el preciado Corán del Comendador de los Creyentes.

De repente, el hayib se rio y luego añadió:

—Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que debamos rebajarnos a ellos, a su insana codicia, a sus mentiras, a sus creencias sucias… Cuando hayamos conseguido el Corán y nuestro señor Al Nasir esté contento, castigaremos con mano dura sus pecados.

Y Najda no pudo evitar reírse a su vez al decir:

—¡Naturalmente! Abderramán será feliz al tener en sus manos los libros sagrados y volverá a levantar la espada contra el infiel.

El gran visir puso en él una mirada seria y anhelante, se quedó pensativo durante un momento y, al cabo, dijo poniéndose serio:

—Amigo mío, Najda ben Husayn, tú te ocuparás de recibir a los embajadores. Hoy mismo redactaré una carta de contestación para los ministros del puerco rey de la Gallaecia y les propondré que envíen la embajada para la próxima primavera… Aunque en Córdoba, a diferencia de lo que sucede en sus sombríos territorios, siempre es primavera… Pero aquí, ya lo sabes, después del invierno, cuando luce la luna de safar, es maravilloso… ¡Se asombrarán!

—Me encargaré de que hagan palidecer de envidia al rey borracho cuando regresen a la sucia y oscura Gallaecia y le cuenten lo que han visto aquí…

—Bien, bien —asintió en tono serio el gran visir—. Y yo procuraré convencer a nuestro sublime Al Nasir de que reciba a los embajadores con la esperanza de recuperar el Corán. ¡Oh, Allah, el Misericordioso!, he de convencerle…

El gran cadí quiso hacer un comentario más, pero, de repente, les llegó desde detrás de ellos una voz que les heló la sangre:

—¡Estoy convencido!

Se volvieron sobrecogidos y a unos pasos de distancia vieron al califa, de pie delante de la puerta. Najda y Badr enmudecieron y se arrojaron de bruces a la alfombra, vibrando de emoción. Abderramán se acercó y les ordenó alzarse. Luego, tranquilamente, sentenció:

—Nada hace más feliz a un gobernante que saber que cuenta con ministros y consejeros inteligentes y leales. Lo he oído todo. Es un plan magnífico. Podéis contar conmigo. Recibiré a esos infieles. Presiento cómo Allah desea que el Corán salga de sus puercas manos…