León, palacio real, noviembre del año 939
—¡Ese inmundo sarraceno! —resonó como un trueno la voz del rey Radamiro en el salón del trono—. ¡Ese hijo de la reina de todas las putas!
Los consejeros, confundidos y asustados, soportaban pacientemente la tormenta de insultos a los pies del estrado. Mientras durase el ataque de cólera del monarca, nadie se atrevería a decir nada, ni tan siquiera a levantar hacia él la cabeza.
—¡Hijo del mismísimo Satanás! —proseguía el violento torrente de calificativos e imprecaciones soeces—. ¡Lascivo príncipe de todos los invertidos! ¡Sodomita irredento! ¡Puto! ¡Nieto e hijo de putas!…
Al oírle gritar esta última frase, el obispo Ero de Lugo empezó a agitar su mano enguantada y, con un tono no exento de reproche, le dijo:
—Señor, debo recordaros que la madre del califa sarraceno, Dios le castigue por sus pecados, era la cristiana Muzna, y su abuela la princesa Onneca Fortúnez, que casó con el abuelo de Abderramán… Esas damas son parientes de vuestra serenísima suegra la reina Toda de Pamplona… Os digo esto para que vuestra ofuscación, lógica por otra parte, no os lleve al desatino de ofender alguna ilustre memoria…
El rey meneó la cabeza como queriendo decirle: «Sí que lo sé». Luego gritó furioso:
—¡Va a saber ese puto hereje y renegado quién soy yo! ¡Volveré a vencerle y esta vez lo agarraré y lo mataré yo mismo! ¡Inmundo sarraceno hijo de todos los demonios!
Durante un largo rato dio rienda suelta a su ira, desatando las bridas de la lengua, insultando, maldiciendo y volviendo a maldecir, sin dejar a nadie la posibilidad de interrumpirle o hacer un comentario. Su rostro estaba rojo; el cuello inflamado y las azuladas venas hinchadas; el sudor recorría su frente altiva y la diadema áurea temblaba con cada atronadora voz.
Cuando al fin, agotado y casi ronco, se dejó caer en el trono y quedó callado, un gran silencio y una calma rara invadieron la sala. Entonces se aproximó al estrado un prelado entrado en años, que caminaba lentamente apoyándose en un bastón. Levantando hacia él un rostro lleno de arrugas y una barba resplandeciente de blancura, dijo con tranquilidad:
—Rey Radamiro, templa el espíritu atormentado… Ese ataque del sarraceno a Coca no es sino el coletazo de la serpiente herida… ¿Por qué te dejas llevar de esta manera por la ira? Debes tranquilizarte y ver los hechos a la luz de la cordura.
El rey le lanzó una mirada de enfado y le gritó:
—¿Cordura? ¿De qué cordura me hablas? Si me hubiese dejado llevar sólo por la cordura ahora estaríamos todos a merced de esa bestia. ¡Nada de cordura! ¡Venganza es lo que hace falta!
—Si no te templas acabarás errando —replicó el anciano consejero con delicadeza.
—¿Por qué he de errar? ¿Erré acaso en Simancas?
Dijo esto más calmadamente, pero el tono enfurecido de su voz y su mirada alterada anunciaban que no tenía la menor intención de sujetar su rabia.
El obispo Ero tomó entonces la palabra y habló con elocuencia, como era su costumbre:
—¿Por qué vamos a desalentarnos ahora? ¿Acaso Dios nos ha abandonado? Al lado de la gran victoria que el Todopoderoso nos otorgó en Simancas, este suceso de Coca es algo nimio, una insignificante mota de polvo que no debe ensuciar el gozo enorme de tu triunfo, serenísimo rey Radamiro… ¿Acaso no oscureció Dios el sol y envió un viento ardiente para anunciar que estaba de vuestra parte? ¿Por qué vamos pues a perder nuestra confianza en Dios precisamente ahora? ¡Vivir para ver!… Tú, el victorioso, que humillaste al impío mauro en el barranco y le arrebataste toda su gloria fatua, su inmodestia, su soberbia, su mismísimo pabellón, el estandarte, sus libros llenos de herejías…
El monarca lo estuvo escuchando largo rato, siempre escuchaba con atención a Ero de Lugo, y cuando el obispo, cansado de hablar, le permitió intervenir, él volvió a levantarse del trono y exclamó con aire triunfal:
—¡Ya sé cuál será mi venganza!
Se hizo un impresionante silencio en el que todos estaban atentos a él con expectación y temor. Y el rey, con los ojos encendidos, añadió enérgicamente:
—Quemaremos los libros del pérfido agareno, quemaremos su estandarte, quemaremos su asquerosa armadura de oro…
Algunos consejeros empezaron a aplaudir frenéticamente mientras se alzaban voces que gritaban:
—¡Bien dicho!
—¡A la hoguera con todo!
—¡Quememos sus cosas!
Al rey se le escapó una risotada, fruto de su euforia y del placer que le producía haber encontrado con qué satisfacer su deseo de venganza. Enardecido y loco de crueldad, añadió:
—¡Todo lo quemaremos! Y en esa hoguera arderá también nuestro cautivo, el gobernador de Zaragoza… ¡Quemaremos a ese presuntuoso Al Tuyibí! Le quemaremos con los demás cautivos en la misma hoguera en que arderá el Corán, el estandarte y la armadura… ¡Todo lo quemaremos! Y enviaremos a Córdoba una carreta con las cenizas… ¡Que se entere de una vez ese puto zorro de que no le tememos!
—¡Así se habla! —respondieron los consejeros—. ¡Es una buenísima idea! ¡Adelante con ello!
El rey entonces hizo una señal impetuosa a sus secretarios y les ordenó:
—Preparadlo todo para la próxima semana. Enviad a los pregoneros y anunciad nuestro propósito de encender una gran hoguera para que el fuego devore los preciados objetos del puto Abderramán. ¿Por qué vamos a esperar más? Y mandad aviso a los condes de que junten la hueste para ir a reforzar las fronteras al sur del Duero.
Se elevó un gran murmullo entre la concurrencia. Había allí reunidos más de medio centenar de consejeros, entre condes, obispos y magnates. Unos estaban de acuerdo con la decisión del rey y otros no, lo cual se deducía de las discusiones a media voz que empezaron a encenderse. La cuestión era pues delicada y embarazosa.
Entre los que juzgaban como una insensatez lo de la hoguera estaba el ministro Musa aben Rakayis. La confusión se había apoderado de él hasta hacerle palidecer, y permanecía muy quieto en su escaño, mudo de estupor. Entonces vio venir hacia él al obispo Ero, con expresión preocupada, lanzándole una ojeada como diciéndole: «Hay que hacer algo o esto se irá de las manos».
Musa se puso de pie, vaciló un instante y luego caminó con decisión hacia el trono. Cuando llegó junto al monarca, éste seguía ofuscado, dándoles órdenes a sus secretarios, y no reparó en su presencia. El ministro entonces tuvo que alzar la voz para atraer su atención:
—Serenísimo rey —dijo.
Radamiro le lanzó una mirada interrogante e inquirió:
—¿Qué quieres decirme ahora?
Musa palideció y respondió con voz temblorosa:
—Que el Todopoderoso me castigue si callo, mi señor.
El rey permaneció unos momentos hosco e irritado, mirándole, hasta que se dibujó en su expresión un gesto de duda que borró por un instante su cólera arbitraria. Otorgó:
—Habla… ¿Qué tienes que decir?
El ministro sonrió confuso y avergonzado, para decir después con firmeza:
—Voy a ser breve. No hagas esa hoguera. Si la haces, errarás llevado por el odio que hay en tus entrañas y no por la razón.
El monarca se quedó atónito, como quien es sorprendido por algo inesperado. El fastidio volvió a apoderarse de él al verse contrariado de aquella manera. Pero, aun así, pareció interesarse por el consejo de Musa y le exigió:
—Dime el motivo.
—Prefería explicártelo con calma. Pero…
—¡Déjate de peros! ¿Qué es lo que piensas?
Musa tragó saliva, inclinó la cabeza con sumisión y exclamó:
—¡Oh, Dios…, Dios! Hazme caso, serenísimo señor, y no enciendas esa hoguera, pues en ella pueden arder muchas esperanzas…
Radamiro se le quedó mirando confuso, su expresión se tornó cavilosa y sus facciones se distendieron. Finalmente, se dejó caer en el trono respirando a fondo.
—¡Está bien! —dijo—. Ven mañana a primera hora a mis aposentos… Ahora mi ánimo encendido me impide atender razones…