Córdoba, noviembre del año 939
Durante el tiempo que permaneció oculto en casa de sus padres, Lindopelo no tenía otra cosa que hacer sino sentarse al lado de su madre para hablar. Sus largas conversaciones versaban sobre el pasado lejano y querido, sobre los recuerdos de la infancia, los parientes, la vida de antes… Raramente aparecía lo próximo y presente, el drama actual. Pareciera que madre e hijo se habían puesto de acuerdo para eludir el doloroso suceso de Zahara; como si no hubiera sido real. Mientras tanto, el cabello del tintor había crecido más de cuatro dedos. Su madre lo acariciaba con manos trémulas y decía dulcemente:
—Todo en la vida tiene solución menos la muerte…
El padre, en cambio, se mantenía firme en sus refunfuños. Al amanecer, muy temprano, se ponía a barrer el patio con un gran escobón de tamujo que arañaba sonoramente el suelo y, mientras lo hacía, hablaba sólo en voz alta.
—¡Malditos pájaros! ¡Maldita mierda! ¡Malditas hojas! ¡Maldito otoño! ¡Porquería y más porquería! Y yo cada día más viejo… ¡Con lo que me duele el lomo y aquí, dale que dale, todos los días!…
La alcoba de Lindopelo daba al patio y le despertaba cada madrugada aquella desagradable cantinela.
—¡Por Dios, déjame dormir! —protestaba a gritos—. ¿No tienes todo el día para barrer? ¿Tienes que hacerlo precisamente de noche?
—¡No es de noche! El sol está a punto de asomar por encima de los tejados. Después de barrer tengo que amasar el pan y encender el horno. Luego tendré que ir a comprar verduras, garbanzos y algo de carne para que se pueda comer en esta casa… ¡Hay mucho que hacer! Aquí no somos ricos. Si lo fuéramos tendríamos criados que se ocuparían de todas la tareas. Pero el único criado que hay en esta casa es este viejo que no puede con su pellejo… Ya podías madrugar y ayudarme, dado que te hospedas aquí desde hace tres semanas y no has aportado ni un sueldo; cuando sabemos que tienes dinero suficiente para vivir como un visir… Y si no quieres trabajar, al menos podrías comprar una esclava que nos aligerase el peso de la vida a mí y a tu pobre madre… Yo estoy tullido y muerto a dolores y ella ciega… ¡Ten caridad con nosotros!
En el piso de arriba, la madre farfulló algo ininteligible y después suspiró sonoramente, como si respondiese a sus propios balbuceos. El padre, al oírla, exclamó iracundo:
—¿Te das cuenta? Ya hemos despertado a la pobre.
—¡La has despertado tú! —replicó Lindopelo saliendo airado de la alcoba y dirigiéndose al medio del patio—. No nos dejas dormir con la condenada escoba, las maldiciones y las quejas.
Finalmente, la madre se asomó a la ventana y les gritó:
—¡Callaos de una vez! ¿No podemos estar los tres en paz? Dios nos castigará por vivir así, pelea tras pelea. ¡Somos una familia!
El anciano soltó el escobón y se fue a amasar el pan entre ahogadas murmuraciones. Y la anciana permaneció quieta en la ventana, con cierta dureza en sus facciones. Después inspiró profundamente el aire de la mañana y terminó sonriendo levemente:
—¡Hum! —exclamó—. ¡Es el aroma del otoño! ¿Está acaso nublado el cielo? Presiento que va a llover.
Lindopelo alzó la mirada y vio nubes oscuras por encima de los emparrados y la higuera. Después miró a su madre y la vio envuelta en una alegría desbordada, como si hubiera perdido la razón al repetir una y otra vez:
—¿Está nublado? ¿Va a llover? El otoño ya está aquí…
El corazón de Lindopelo se enterneció al contemplarla. Sintió lástima y estuvo a punto de echarse a llorar. Por primera vez lamentó entonces haber tenido tan descuidados a sus ancianos padres, y pensó seriamente en lo de la esclava. Pero de inmediato se apresuró a espantar de su mente esa posibilidad, puesto que empezaba a darse cuenta de que iba a necesitar en lo sucesivo de todos sus ahorros. Resultaba demasiado duro tener que reconocerlo, pero seguramente los regalados y felices días del tintor de Zahara pertenecían ya sólo al pasado. Si no fuera por ese temor, habría descansado en esta nueva vida de retorno a su casa como el justo reposo merecido por sus obligaciones, o como en un viaje imaginario junto a su madre al mundo de los recuerdos. Sin embargo, el fantasma de la cólera del califa seguía ahí. Aunque el paso de los días, sin que nadie viniera a buscarle ni sucediera nada de lo que tanto temía, tranquilizaba su corazón y lo aliviaba.
Mientras desayunaban el pan tierno al amor de la lumbre, llamaron a la puerta con fuertes e insistentes golpes. Los tres se sobresaltaron. Pero la madre, quitando importancia al asunto, observó con una delicada sonrisa:
—Será alguna vecina.
Lindopelo palideció y dio un respingo.
—Voy a esconderme —dijo.
Siempre que alguien llamaba a la puerta corría hasta la parte trasera de la casa y permanecía oculto mientras durase la visita. Pero últimamente la vieja persistía en decirle:
—Déjate ver, hijo mío. ¿Vas a pasarte el resto de tu vida escondido? Algún día tendrás que salir a la calle…
—¿Y si vienen a por mí los de Zahara?
—¡Qué tontería! ¿Crees que el califa no tiene otra cosa que hacer que acordarse de ti?
La pregunta, que se le había escapado a la madre en tono tranquilizador, sin embargo aumentó la turbación e inquietud de Lindopelo. Se llevó las manos a la cabeza y dijo con pesadumbre:
—Cada vez que Al Nasir se mira al espejo se acuerda de mí. Ha pasado más de un mes desde la última vez que teñí sus cabellos; su cabeza estará sembrada de horribles pelos del color de la vieja estopa…
Los golpes en la puerta volvieron a sonar con mayor ímpetu. La madre le dijo al padre con decisión:
—Anda, ve a abrir. Todos los vecinos saben que no nos movemos de aquí.
El viejo se puso de pie y caminó con sus pasos renqueantes hacia la puerta, contestando:
—¡Voy! ¡Ya voy!
Lindopelo corrió en sentido contrario, cruzó el patio y se acurrucó al final del gallinero, detrás de un montón de leña, cubriéndose completamente con ramajes secos de jara de los que se empleaban para encender el horno. Desde allí, muy quieto, oyó voces de hombre muy recias que articulaban frases ininteligibles. Sólo al cabo de un rato, tras aguzar cuanto pudo el oído, le pareció entender las palabras: «Zahara», «oficio» y «apresurarse». Era suficiente para comprender que se trataba de alguien que venía en su busca. El corazón empezó a latirle con tanta fuerza que casi lo sintió querer escapar por la boca, al tiempo que su espalda sudaba copiosamente.
Oyó cerrarse la puerta de la calle y luego se hizo de nuevo el silencio. Un instante después sus padres empezaron a llamarle:
—¡Lindopelo! ¡Ya puedes salir! ¡Ven! ¡Ven enseguida!
Nada más presentarse en la cocina, leyó en los rostros de los ancianos la gran preocupación que se había apoderado de ellos. Se desplomó y empezó a llorar sentado en el suelo.
—¡Ay! —Sollozó—. ¡Lo sabía! ¿Lo veis? ¡No se han olvidado de mí! Ahora empezarán a buscarme y…
La anciana empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda, entonando sus ojos velados y con temblorosa voz dijo:
—Nada tienes que temer, hijo mío. Sabes hacer tu trabajo mejor que nadie. Ve a Zahara y haz lo que te manden… ¡Dios cuidará de ti!
Pero Lindopelo estalló en un llanto convulso, frenético; se mesaba los cabellos ralos y gemía entre temblores.
—¡No seas cobarde! —le decía el padre—. Ya quisieran muchos tener la suerte que tú tienes… ¡Vienen a buscarte desde Zahara! ¿No te das cuenta?, estúpido y torpe niño mimado. El califa te ha perdonado; necesita tus servicios, no puede prescindir de ti… Volverás a ganar dinero. ¿A qué esperas para ir allá?
—¡Ay! Esta vez me matará… El califa se ha convertido en un hombre feroz e implacable a quien le molesta hasta el vuelo de una mosca… ¡Me matará! Tengo tanto miedo que no podré hacer bien el trabajo…
La vieja buscó a tientas a su hijo, le tomó de la mano y le dijo con cariño:
—Siempre lo has hecho bien… ¿Por qué va a salirte mal ahora? Vamos, hijo, sé valiente y empieza de nuevo, como si nada hubiera sucedido… Confía en Dios, confía en los santos… Ve a la iglesia a encender velas… Rezaremos. ¡No dejaremos de rezar…!