22

Córdoba, plazuela de San Cipriano,

octubre del año 939

Isacio, el anciano clérigo que regía la parroquia de San Cipriano, concluía después del alba la primera misa del día en la pequeña capilla donde estaba el altar dedicado a los mártires. Un grupo de fieles, poco más de veinte, apenas cabía en el reducido espacio y difícilmente podían estar arrodillados sin apretujarse mientras se entonaba el devoto himno final; máxime porque la opresión era empeorada por los sacos y cestas que llevaban consigo algunos de ellos, para acudir después a comprar y vender en una feria que se celebraba ese día junto a la puerta de Al Sudda. Finalizado el canto, el sacerdote impartió la bendición, pronunció el ite missa est y, antes de que se marcharan los parroquianos, les reprendió con suavidad diciendo:

—Mirad que os tengo dicho que dejéis fuera las mercancías. Hasta con gallinas y cabras entráis ya en la casa de Dios… ¿No os dais cuenta de que celebramos el santo sacrificio entre olores de cebollas, peces y animales?

—¿Quieres que nos roben? —contestó uno de los fieles—. Están las cosas como para dejar por ahí nada…

—Pues poned a un muchacho para que vigile —sugirió el clérigo—. Podéis dejar todo a la entrada, entre la primera puerta y el arco, y recogerlo al salir. ¡Hacedme caso, por el amor de Dios!

La gente se echó al hombro las mercancías y se marcharon apresuradamente. Afuera había asnos y pequeños carros donde algunos depositaron los fardos más pesados. Era la hora en que oleadas de hombres y mujeres salían en tromba de los barrios interiores por los estrechos callejones, y, perseguidos por la chiquillería agotada de hambre y hastío, se desperdigaron en todas direcciones buscando el más insignificante negocio que les permitiera seguir subsistiendo.

Isacio salió para contemplar aquella marea humana y lo mismo hicieron sus siete alumnos, que habían ejercido de coro como cada día en el oficio religioso, antes de cruzar la pequeña plaza y subir al segundo piso de la casa donde estaba la escuela.

—Parece que hay más gente que otras mañanas —observó el anciano maestro.

Asbag aben Nabil, el mayor de los alumnos, dijo:

—Claro que hay más gente. Es porque hoy todos los mercados de la ciudad estarán cerrados a causa de la fiesta del Mauled al Nabi. La gente se concentrará en la feria que se instala frente a la puerta de Al Sudda; hoy todo el comercio se desenvolverá allí.

—¡Ah, el Mauled! —exclamó Isacio—. El nacimiento de su Profeta… ¿Ya es el mes de Rabi al Awwal de los ismaelitas?

—Sí, hoy es el día doce del mes —explicó el joven—. Este año cae a finales de octubre.

El maestro se quedó en silencio, pensativo. Desfilaba ante sus ojos la ola ininterrumpida de los transeúntes: el uno vestido con parda aljuba, el otro tocado con turbante, un tercero con sombrero de paja, algunos con solideos bordados…; llevaban grandes alforjas, cestas de mimbre, sacos de basta estopa, carrillos con orzas y lebrillos; jaulones llenos de palomas, pollos, patos…; cabezas de carnero asadas, encurtidos, roscas de pan, frutas de sartén… Un ensordecedor estruendo hecho de clamores diversos, de gritos tonantes y de canturreos llenaba el aire mañanero.

—Mucha gente, demasiada gente… —comentó el viejo sacerdote con la mirada perdida en la muchedumbre—. Y toda esa gente está como desasosegada y perdida…

Al lado, junto a la puerta de la iglesia, un hombre terminaba de colocar toda la impedimenta en las alforjas de su asno. Era un comerciante cuyo cráneo estaba despoblado y canoso en las sienes, bajo el gorro mozárabe de lana apretada; el rostro chato y alargado, la frente estrecha y la nariz pequeña; las barbazas deshilachadas. Por haber oído lo que acaba de decir Isacio, intervino a modo de explicación:

—Hoy habrá más gente que nunca en la feria de Mauled; porque ayer anunciaron en las mezquitas que acudirá el califa con todos sus visires y parientes. Los magnates, generales y oficiales del ejército estarán también allí… ¡Habrá miles de soldados a los que se les pagará el sueldo! ¡Un gran negocio! Hay que aprovechar una circunstancia así. ¿Por qué crees que fluye hacia allí este río de mercaderes?

—Ya hubo un alarde del ejército a la vuelta del califa —contestó Isacio—; aquel día terrible en que ejecutaron cruelmente al general Al Tawil y a muchos otros acusados de traición. ¿Cómo es que apenas unas semanas después de aquello vuelve a juntarse el ejército?

El hombre sacudió la cabeza y, con aire grave, respondió:

—Ah, pero ¿no te has enterado…? El gran cadí ha convocado en nombre del califa una nueva campaña militar contra el puerco Radamiro para la próxima primavera. Por eso Abderramán presidirá el Mauled desde la nueva terraza que han construido en el palacio, junto a la puerta de Al Sudda. Como es de suponer, aprovechará la fiesta para arengar a la hueste y volver a proclamar la guerra santa.

El clérigo puso en él sus grandes ojos tristes y dijo con voz ronca:

—Dios Eterno, otra guerra…

El mercader sonrió, montó en el asno y exclamó:

—¡Hay que vengarse! ¡No vamos a dejar que el puerco rey y toda su puerca Gallaecia se rían de nosotros! Reza tú para que esta vez venza Córdoba y haya botín y ganancias para todos; que la vida se está poniendo que da asco… Y yo me voy, que llevo aquí unos vestidos para ver si los vendo y me gano unos dinares. ¡Quedad con Dios!

El rostro bondadoso del clérigo adquirió repentinamente una expresión huraña y enfurruñada. Se volvió hacia sus alumnos y les dijo:

—¿Y vosotros qué hacéis ahí pasmados? ¡Andando a la escuela, que para nosotros no es Mauled ni feria ni fiesta de ninguna clase!

Remoloneando, los muchachos cruzaron la plazuela, pasando entre los últimos comerciantes que abandonaban el barrio en dirección al sur de Córdoba, donde iba a tener lugar el desfile y los actos de la celebración. Detrás de ellos, como pastoreando al rebaño, el maestro caminaba trabajosamente, apoyándose en su bastón y murmurando entre dientes:

—A la gente lo único que le interesa es ganar dinero y estar de fiesta… ¡Qué poca devoción y qué poca caridad! ¡Ahora otra guerra! Y todo el mundo tan contento… Otra vez se derramará sangre inocente, habrá desmanes y crueldades sin cuento… ¡Qué vida ésta! El demonio es nuestro padre y, si no lo remedia Cristo, nuestra maldad nos llevará a todos al infierno… Tenga Dios misericordia de nosotros y perdone toda esta falta de fe…

En la puerta de la casa del clérigo aguardaba como siempre su hermana, la anciana Teódula, aguzando el oído para enterarse de lo que sucedía en la calle.

—¿Qué pasa? —preguntó con inquietud, alargando el cuello—. ¿Adónde va toda esa gente tan de mañana?

—Es el Mauled —respondió Isacio desdeñoso—. Van a comprar y vender; que parece ser lo único que les importa en este mundo…

—¡Madre de Dios, qué escándalo! —exclamó la vieja.

Entraron los alumnos y el maestro, y subieron por la escalera que conducía al piso alto, donde estaba la escuela. Se sentaron cada uno en su sitio, en torno a la mesa, e Isacio empezó a hablarles con tristeza:

—Habéis visto igual que yo a toda esa gente nuestra, ansiosa y apresurada, que corría hacia la puerta de Al Sudda para participar en la fiesta de los ismaelitas… ¡Qué lástima! —Emitió un hondo suspiro y prosiguió—: Tal es la seducción del dinero, de las cosas materiales y del placer que olvidan quiénes son y andan como locos mezclados con los caldeos, imitando sus costumbres y sensualidades… El Mauled, el aniversario del Profeta agareno; ¿qué significado tiene para nosotros los cristianos esa fiesta? Es penoso verles ir allí, ciegos de entusiasmo…

Dicho esto, echó una ojeada a sus discípulos, meneando la cabeza con aire sombrío y luego les preguntó:

—¿Y vosotros qué opináis? ¿Qué decís de todo esto?

Los muchachos bajaron la cabeza pesarosos.

—¿No decís nada? —añadió el maestro malhumorado—. Yo responderé por vosotros, puesto que leo lo que hay en vuestras almas y puedo adivinar lo que en el fondo pensáis: de buena gana echaríais a correr a mezclaros con esa turba insensata, deseosos de ver al califa agareno con toda su pompa y soberbia… Estáis ardiendo de rabia y envidia por no poder estar allí, en el Mauled, entre olores a fritangas, disfrutando de la dichosa feria. Vamos, no seáis hipócritas y confesadlo, decid de una vez lo que sentís.

Todos permanecieron durante un rato en silencio, con aire pesaroso. Hasta que el joven Asbag se puso de pie muy serio y alzó la mano pidiendo la palabra.

—Habla. —Le autorizó Isacio—, habla tú en nombre de todos. Será bueno que sepamos lo que pasa por estas cabecitas aún tiernas.

—¿Por qué nos tratas así, maestro? —dijo Asbag con circunspección—. Con todos mis respetos, te pregunto yo a ti: ¿a santo de qué viene esta regañina? Estamos aquí, como es nuestra obligación, y nada hemos manifestado acerca de Mauled. Tú lo has dicho todo. ¿Por qué nos riñes?

—Porque también yo he sido muchacho como vosotros —contestó con una sonrisa entristecida Isacio—. Y estuve muchas veces en las fiestas de los agarenos y anduve por sus barrios, mezclado entre su gente… Conozco igual que vosotros el poder seductor de sus costumbres, su música, sus cantos…

—Los nuestros van a hacer negocio —replicó Asbag—. Tienen derecho a ganarse la vida comprando y vendiendo. Los musulmanes nos obligan a los dimmíes a pagar la chizia y el jarack; ningún cristiano se libra de pagar los impuestos… ¡Algo tendremos que sacarles los mozárabes a los agarenos! En la feria del Mauled se mueve mucho dinero…

—Dinero, dinero, dinero… —refunfuñó el maestro—. ¡Ése es el mayor problema! Pronto se aprende esa maldita palabra y ya no se olvida… Acordaos de las tentaciones del Señor, acordaos de lo que le dijo a Satanás cuando le ofreció convertir las piedras en panes en medio del desierto: «No sólo de pan vive el hombre…».

—También nos mandó darle al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios —repuso el joven.

—Sí, claro que sí; pero con demasiada frecuencia nos acordamos del césar y casi nada o nada de Dios…

Esto último lo dijo el maestro con tanta amargura en el rostro que Asbag optó por sentarse y no replicar más. Todos permanecieron en silencio durante un rato. Afuera en la calle reinaba una calma extraña, nada frecuente a esa hora de la mañana en que diariamente ascendía el bullicio habitual del barrio: los gritos de los pregoneros, las voces, las riñas de las mujeres, la chiquillería…

Isacio levantó los ojos al techo con una expresión anhelante, como una súplica. Luego bajó la cabeza abatida, y su muda expresión venía a decir: «¡Ojalá pudierais comprender lo que quiero expresaros!». Pero evitó incidir más en aquello y se contentó con decir, como excusándose por haberles hablado con tanto pesimismo:

—Nosotros a lo nuestro; estudiemos y aprendamos cuanto nos sea posible ahora… —les miró con expresión más bondadosa—. Ahora que sois jóvenes, quiero decir. Porque, cuando uno es viejo como yo, puede surgir la tentación de verlo todo oscuro y feo…

Al decir esto, soltó una risita llena de significado. Luego sus ojos se pusieron repentinamente brillantes y se le escaparon un par de lágrimas que se apresuró a recoger con los dedos, tratando de disimular su emoción.

Asbag se compadeció del viejo maestro, se levantó y fue hacia un estante donde había algunos libros; cogió uno de ellos y regresó a la mesa diciendo:

—Maestro, ayer estábamos leyendo el Indiculo luminoso. ¿Sigo por donde íbamos?

—¡Naturalmente…, naturalmente! —respondió el anciano—. Pero me parece más oportuno leer el capítulo XXXV; aquél en que nuestro insigne antepasado Álvaro Paulo se lamenta por el abandono por parte de los cristianos de Córdoba de su tradición lingüística y literaria.

Obedeciendo a esta indicación, el alumno abrió el libro por el final, localizó la página correspondiente y leyó:

Todos nuestros jóvenes cristianos, intoxicados con la elocuencia árabe, manejan con la mayor avidez, leen con la mayor atención y discuten con el mayor interés los libros de los musulmanes, los coleccionan con diligencia y los divulgan con todas las artes de la retórica, prodigando sus alabanzas, mientras ignoran la belleza de la literatura cristiana… ¡Qué tristeza! Los cristianos ignoran su propia lengua y su cultura. Se cuenta uno entre un millar que sea capaz de redactar decentemente una simple carta de cortesía…

—Detente ahí —le interrumpió el maestro—. ¿Os dais cuenta? Esto lo escribió el gran Álvaro Paulo, mártir de nuestra fe, hace ahora cien años, en los tiempos del tirano emir Abderramán II, que se cubrió con la sangre de aquellos benditos mártires, los mártires de Córdoba. Si ya por entonces los mozárabes renegaban de su fe, se relajaban y abandonaban sus costumbres seculares, ¡cuánto más ahora!

Reflexionó un poco, y luego añadió con dulzura:

—Nosotros, hijos míos, tenemos una obligación, un sagrado deber; nosotros somos quienes tenemos encomendada la custodia de nuestro sabio pasado: las obras de Agustín, Ireneo, Tertuliano, Ambrosio, Jerónimo, Eusebio, Evancio, Cipriano, Fructuoso, Sisebuto, Isidoro de Isvilia, Esperaindeo, Eulogio, Sansón y… y este luminoso Álvaro Paulo… Por eso perdonadme si os amonesto y reprendo, siempre con paternal afecto; porque debo instruiros y preveniros frente a estos tiempos feroces en que parece que se ha dado sobrada licencia a Satanás y sus demonios andan sueltos.

Prosiguió la clase durante el resto de la mañana y se prolongó después del almuerzo con las clásicas preguntas, respuestas y repeticiones. La última hora se dedicó al canto. Poco antes de la puesta del sol, salieron de la escuela y cruzaron la plaza para el rezo de vísperas en la iglesia.

Oscurecía ya cuando el anciano clérigo cerraba como cada tarde la puerta de San Cipriano. Entonces la muchedumbre regresaba de la fiesta, fatigada y polvorienta, arrastrando sus carrillos, cestos y fardos. Entre la gente, iba montado en su borrico el comerciante calvo que asistió a la misa de alba y que avisó al sacerdote de que era el día de la feria del Mauled. Se detuvo delante de la iglesia, el rostro cetrino y pesaroso, descabalgó y le dijo a Isacio:

—Parece que has cerrado hoy más temprano…

—Es la hora de todos los días —contestó él.

—Bueno, vendré mañana —dijo resignado el comerciante.

—¿Qué tal ha ido la feria? —le preguntó Isacio.

Aquel hombre frunció el ceño con disgusto:

—Mal.

—¿Y eso?

El comerciante se dejó caer y se sentó en el suelo con un suspiro de desesperación. Su rostro reflejaba una mezcla de desgana y dolor. Como si estuviera deseando que le hicieran aquella pregunta, respondió con gravedad:

—Ya te dije esta mañana que el gran cadí había preparado un alarde del ejército con motivo de la fiesta. Pues bien, la concentración de la tropa fue como siempre delante de la puerta de Al Sudda, frente al palacio. El califa se asomó a la gran terraza recién construida para la ocasión y saludó. Se le veía desde muy lejos y resultaba imposible adivinar la expresión de su semblante… —dio un resoplido, tomó aire y al hacerlo descubrió su dientes afilados y amarillentos. Luego añadió con acento asqueado—: Resultó que habían preparado cincuenta cruces debajo de la terraza. Una vez formada la tropa, la guardia del cadí empezó a sacar de entre las filas a muchos oficiales y hombres importantes del ejército, a los que, según decían, habían identificado entre los que dejaron sólo al califa en la batalla del barranco… ¡Fue horrible! El silencio del gentío era enorme y se oían con claridad espantosa las súplicas de perdón y socorro… Los crucificaron allí mismo, en el mismo lugar que a Al Tawil y sus hombres… Los que habíamos ido para participar en el festejo tuvimos que contemplar horrorizados el sangriento espectáculo…

—¡Qué espanto! —exclamó Isacio—. ¿Así celebra Abderramán el nacimiento de su Profeta?

—Ya ves —contestó el comerciante—. El califa dirigió después a los presentes un breve discurso advirtiendo de las consecuencias de la cobardía y convocó la yihad… ¡Otra vez la guerra santa! Acto seguido lancearon ante sus ojos impasibles a los ajusticiados y se retiró de la terraza. La gente parecía no tener ya ganas de feria… Y yo, perdido el sentido ante el horror que había visto, me senté en el suelo, recogí mis vestidos y los puse junto a las alforjas en que llevaba los objetos propios de mi oficio para venderlos. Cuando me recuperé y quise levantarme para irme, advertí que un ladrón carente de sentimientos me había robado todo…