Córdoba, palacio del gran cadí, octubre del año 939
Najda ben Husayn, el gran cadí de Córdoba, estaba sentado ante su escritorio en la cancillería cuando entró de improviso el secretario principal, Abdul al Bari, con sus característicos pasos cortos y rápidos y esa mirada apremiante habitual en sus menudos ojos negros.
—Allah esté siempre contigo —saludó jadeante—. He venido todo lo deprisa que he podido, porque lo que tengo que comunicarte es de suma importancia.
Najda se puso de pie y exhibió su presencia grande y poderosa. La herida de su rostro había cicatrizado ya y acentuaba la serenidad de su expresión. Observó al secretario durante un instante y luego esbozó un gesto para autorizarle a seguir hablando.
Abdul se acarició nerviosamente la barba ensortijada y dijo con circunspección:
—Como bien sabrás, he estado en Medina Azahara… Y lamento tener que comunicarte que Al Nasir no quiere recibir a nadie… Así me lo ha hecho saber su chambelán mayor.
Al oírle decir aquello, el semblante de Najda perdió toda su dureza y demudó. El secretario entonces añadió, como si quisiera disculparse de algo:
—Créeme, lo he intentado todo… He hablado con su chambelán privado, con los secretarios, con los eunucos… ¡Nada! Todos cuentan lo mismo: la ira de Al Nasir, lejos de aplacarse durante las últimas semanas, ha ido en aumento. Vive encerrado en sus aposentos y todo el mundo allí teme acercarse a él lo más mínimo…
El gran cadí escuchó estas explicaciones, cabizbajo y pensativo, con evidente angustia. Pero, como si temiera que al prolongar su silencio el secretario fuera presentando un panorama aún más funesto, levantó la cabeza diciendo:
—Sí, sí, es de comprender que el Comendador de los Creyentes esté desolado… Nunca antes en su vida había conocido un fracaso tan grande… Allah sabrá el porqué de aquella derrota. ¡Grande es Allah!, y su sabiduría escapa a nuestro pobre entendimiento. Pero hemos de lograr que Al Nasir se sobreponga y nos dé la oportunidad de vengarnos del enemigo y restablecer la gloria de Córdoba. ¿Qué otra cosa si no podemos hacer?
El secretario movió la cabeza en sentido afirmativo, mientras sus labios murmuraban:
—Sí, hay que hacer algo cuanto antes.
En los ojos fieros del gran cadí se reflejaron sus cavilaciones. Luego dijo, como si hablara consigo mismo:
—Si el califa consintiera en recibirme…
Abdul, sin poder contenerse, le dijo con un todo en el que se unían la angustia y la súplica:
—¡Por la misericordia de Allah…! Si vuelvo allí a insistir estallará la cólera del califa y sólo Dios sabe lo que puede sucederme. Ve tú si quieres. Yo no pienso volver.
Najda frunció el ceño manifestando su contrariedad y después le regañó:
—¡Cállate! Haremos lo que deba hacerse, tanto tú como yo. ¡No permaneceremos de brazos cruzados! Si hay que volver a insistir a Zahara se irá.
El secretario le lanzó una mirada llena de perplejidad y temor. Luego replicó:
—Veo que no has querido escuchar lo que he venido a decirte… Y te obstinas en intentar algo que de momento resulta completamente imposible… He estado allí, te he dicho, y he hablado con unos y otros… ¡No sabes el aire de tristeza que se respira en Zahara! ¡Oh, Allah el Misericordioso! Nuestro califa está deshecho, hundido, desolado…
Se calló durante un rato, hasta que sus ojos se inundaron de lágrimas y prosiguió después con voz lastimera:
—Al Nasir apenas come, no quiere ni oír hablar de los músicos, no visita el harén… ¡Con lo que él ha sido! Dicen los chambelanes que sólo se dedica a orar, porque cree que Allah está enojado con él… Piensa que Allah le da la espalda… Y su mayor sufrimiento tiene su causa en saber que su apreciado libro del Corán está en las sucias manos de los puercos politeístas cristianos… ¿No te das cuenta? El califa ve un signo funesto, un presagio fatal, en el hecho de haber perdido en el combate sus preciados enseres: la cota de malla tejida con hilos de oro, el estandarte con las invocaciones del Profeta, la espada, la tienda de campaña y… ¡Oh, Allah el Clemente! Y su maravilloso libro del Corán; único en el mundo: siete tomos escritos y encuadernados en la tierra de Mahoma, siete joyas sagradas que no tienen igual entre los libros del mundo… Sin duda, se trata de una gran desgracia.
A pesar de que el gran cadí no estaba menos angustiado que el secretario de la cancillería, que los visires y que los chambelanes de Zahara, ni era menos consciente de la gravedad de la situación, quiso encontrar alguna propuesta, algo que decir frente al pesimismo que parecía embargar a todos; por una parte, para tratar de animar a Abdul en ese momento y, por otra, porque sentía que el deber le obligaba, como depositario del mayor poder en la ciudad y jefe de todos los ejércitos. Puso una mano comprensiva en el hombro del abatido secretario, como para infundirle ánimos, y luego empezó a caminar pensativo por la estancia. Tragó su reseca saliva y gritó:
—¡Traedme agua fresca!
Enseguida se entreabrió la puerta y asomó la cabeza solícita de un criado que regresó al punto con una jarra y dos vasos. Sirvió el agua y bebieron Najda y Abdul, intercambiando miradas interpelantes. Suspiró el gran cadí y retornó a sus paseos por la habitación. Volvían a su mente los recuerdos de la malograda campaña del Supremo Poder, la retirada, el desastre de la jornada del barranco, la derrota, la huida vergonzosa, la cobardía de algunos, la traición. Sus labios invocaron a Allah con una voz imperceptible. Luego puso sus ojos llenos de ansia en los del secretario y susurró como avergonzado:
—Aquellos traidores…
Abdul asintió con la cabeza, compartiendo su rabia y su rencor, y dijo:
—Maldito Al Tawil. La única satisfacción que ha tenido el califa desde la desgracia fue ver cumplida su venganza y a ese presuntuoso, crucificado y retorciéndose de dolor. Allah nos recompensará a ti y a mí por haberle dado su merecido a esos miserables traidores…
De repente, estas palabras sacaron a Najda del torbellino de sus pensamientos y su rostro pareció brillar de optimismo. Dio una fuerte palmada y exclamó:
—¡Ya está! Ya sé cómo vamos a sacar a Al Nasir de su melancolía.
Abdul lo miró dubitativo y dijo con irrenunciable desconfianza:
—¡Ay, óigate Allah el Todopoderoso! Pero me temo que…
Najda, animándose cada vez más a sí mismo, se aproximó a él y manifestó con aplomo:
—Eso es lo que el califa necesita: ¡venganza!
El secretario suspiró con resignación:
—Naturalmente. Si pudiera ver crucificado al puerco rey Radamiro…
—¡Claro! —contestó el gran cadí con una voz que se excitaba a medida que maduraba su idea—. Ese momento llegará cuando sea la voluntad de Allah, pero antes… Antes debemos hacer justicia, porque todavía no hemos hecho justicia como se debiera. Aquí en Córdoba quedan vivos muchos hombres que son tan culpables de la desdicha del califa como Al Tawil y su gente…
Abdul captó lo que quería decir, pero, a pesar de apreciar el entusiasmo de Najda, repuso con desconfianza:
—Ha muerto ya mucha gente…
—No la suficiente.
—¡Cuidado! Más sangre puede resultar un peligro…
El gran cadí se sirvió otro vaso de agua y bebió con avidez. Después se pasó el dorso de la mano por los labios, lanzó un fuerte suspiro y dijo:
—La sangre es a veces un buen remedio. Tú mismo lo has dicho: la única satisfacción que ha tenido Al Nasir desde la derrota ha sido ver morir a esos cobardes que lo abandonaron en medio del desastre. Creo, sinceramente, que no ha sido bastante escarmiento… Hay que iniciar cuanto antes una nueva investigación para hallar más culpables…
—¿Más? —preguntó con preocupación el secretario.
—Sí, más. Tú no estuviste allí y por tanto no sabes nada acerca de aquella desastrosa batalla. Pero yo lo vi todo y debes creerme cuando te digo que fueron muchos los que actuaron mal. No es que huyeran descaradamente, como lo hizo el cobarde Al Tawil y los suyos, pero no pusieron demasiado celo y entusiasmo a la hora de defender al califa. Si se perdió la batalla y se dejaron atrás los preciados enseres y el Corán no fue por culpa de Al Nasir. Los que tenían obligación de custodiarle son los mayores responsables y, hasta el momento, nadie les ha dicho nada a esos ineptos.
—¡Cuidado! —le advirtió Abdul—. Ve con tiento si piensas hacer lo que imagino, pues muchos de ellos son gente muy querida de Abderramán…
—¡Precisamente por eso! —dijo Najda ufano—. Hay que hacerle ver que le fallaron quienes más le deben.
—¿Y quién se lo hará ver? —preguntó con inquietud el secretario—. ¿Acaso tú?
—Sí. Cuando Al Nasir tenga pruebas de que su guardia obró imprudentemente, reparará en la causa de que su apreciado Corán esté en las manos puercas de Radamiro. Yo le daré la satisfacción una vez más de ver saciada su sed de venganza…
Los ojos del secretario, insignificantes, se abrieron desmesuradamente por la sorpresa y brillaron de inquietud mezclada con aprobación y, por fin, de entusiasmo.
—¡Qué buena idea has tenido! ¡Qué listo eres, Najda ben Husayn! Al califa le aliviará mucho saber que toda la culpa fue de esos inútiles. Deberá limpiar su guardia y recomponer la escolta. Será una buena oportunidad para tratar de animarle y hacerle ver que las cosas no están tan mal en su reino como piensa.
—¡En efecto! —añadió con mirada maliciosa el gran cadí—. Y después de ejecutar a los culpables, reuniremos a los chambelanes y los visires para plantear una nueva y definitiva campaña contra los enemigos politeístas. Volveremos a tomar las armas contra la sucia Gallaecia la próxima primavera. Pero esta vez prescindiremos de la leva y los voluntarios; ¡toda esa masa de inútiles! Irá sólo el verdadero ejército, los hombres de armas que saben de guerra.
—¡Hazlo ya! —exclamó apremiante Abdul—. ¡Realiza tu plan! ¡Nuestro califa recobrará su dicha y nos premiará a ti y a mí!