León, octubre del año 939
Durante su estancia en León, la reina Goto se hospedaba en el monasterio de San Marcelo, situado fuera de la muralla, frente a la puerta Cauriense. A pesar de haber sido invitada por su cuñado el rey Radamiro a vivir en la residencia real, prefirió la austeridad monacal a los lujos de palacio, por temor a escandalizar a las monjas que la acompañaban. Pero, transcurridos dos días desde su llegada a la ciudad, debía comparecer en el Aula Regia forzosamente junto a los grandes del reino por pertenecer a la familia del monarca.
Salió muy temprano y, a pesar de ello, encontró en las calles un murmullo extraordinario. A León afluían gentes llegadas de todos los territorios del reino y las anchas calzadas que unían las puertas de la ciudad con el núcleo más noble, donde se hallaba el palacio del rey, estaban abarrotadas de condes, prelados y próceres que avanzaban lentamente, acompañados por sus séquitos de infanzones, clérigos y escuderos. A esto se sumaba la abundancia de burgueses, mercaderes y pueblo llano que colmaban las plazas y mercados desde antes de que amaneciera, para sacar provecho de tal aglomeración o, sencillamente, para disfrutar contemplando la concentración de magnates en la capital del reino. No podía darse un paso. El griterío, los vítores y los aplausos resultaban ensordecedores e impedían a los encargados de guiar a los cortejos entenderse y conducir con orden y agilidad a quienes debían participar en la recepción.
Tardó Goto más de una hora en conseguir que su mula bordease la muralla para avanzar por donde estaba establecido el recorrido de los séquitos de los magnates, por la carrera del mercado, después de atravesar el arco del Rey. Cuando vio repentinamente las calles, las iglesias y palacios, se le fue encogiendo el pecho hasta sentir ahogo. Había estado ausente de León durante trece largos años, que habían transcurrido sin haber echado de menos aquella ciudad de su juventud ni una sola vez. Porque, aunque durante un tiempo fuera dichosa en León, extraordinariamente dichosa, ese tiempo duró poco. Y todo lo que sucedió después fue tan terrible que espantó sus recuerdos; sin dejar que ni uno solo de ellos, por felices que fueran, revoloteasen sobre sí, salvo en el nimbo oscuro, opresivo, de sus peores pesadillas. Porque los últimos años que vivió allí estuvieron teñidos con el color propio del miedo. Fueron los tiempos que siguieron a la muerte del rey Ordoño II, cuando ocupó el trono Fruela «el Leproso», quien reinó brevemente, poco más de un año, antes de morir a causa de la lepra. Le sucedió su hijo Alfonso Froilaz, apodado «el Jorobado». Fueron meses de intrigas, enfrentamientos y pasiones desatadas, hasta que finalmente este último rey fue depuesto, apresado, cegado y expulsado del reino por orden de Radamiro, tras una feroz rebelión que se cobró mucha sangre. Los hijos de Ordoño II se repartieron después el reino. A Radamiro, el menor, se le dio el territorio de Portugal. Sancho Ordóñez, a quien correspondía por su primogenitura el trono leonés, renunció a favor del hermano mediano, Alfonso; y marchó con su esposa la reina Goto a Gallaecia, donde fue coronado rey. En verdad había sido feliz ella durante su adolescencia y su juventud. Pero cuando tuvo una oportunidad huyó velozmente de León; y después le dio la espalda a sus recuerdos, furiosa y desesperada, evitándolo en adelante con todas sus fuerzas sin considerarlo como paso obligado para ir a cualquier otro sitio, ni como meta en sí mismo. Ni siquiera durante los años que su esposo reinó en Gallaecia le acompañó en las ocasiones que éste tuvo que desplazarse para participar en las bodas reales y las reuniones familiares que convocaban sus hermanos.
Ahora, la ciudad que conoció en su adolescencia y su juventud candorosa aparecía ante sus ojos. Nada había cambiado. La iglesia de San Salvador estaba rodeada por calles tan estrechas que un carro pequeño podía obstruirlas si se atravesaba en la calzada. Sin embargo, la vía principal, que discurría completamente recta entre la puerta Cauriense y la del Obispo, era ancha y los caserones que daban a ella grandes y solemnes. Todo estaba como antes. Cuando se halló delante del palacio que mandó edificar su suegro el rey Ordoño, su corazón se puso a latir con tanta fuerza que sus oídos casi ensordecieron. El griterío de la multitud a su alrededor pareció de repente el zumbido de las abejas en una colmena. Recordó entonces el momento más amargo de su pasado, cuando tuvo que abandonar el palacio por aquel mismo lugar, en sentido contrario. A cada paso que daba su mula avanzando hacia la puerta, la mente de Goto retrocedía varios del presente y viajaba atrás en el tiempo, pese a su voluntad. A punto estuvo de sofocar en llanto su nostalgia. Pero hizo un gran esfuerzo para sobreponerse y vinieron en su auxilio los sabios consejos de Gemondo: «Para tener el corazón en perfecto sosiego es necesario despreciar ciertos recuerdos».
Con mayor ánimo, atravesó el arco de la puerta principal, y se dirigió a la siguiente puerta, que daba al patio. Allí descabalgó y una dama se aproximó a cumplimentarla. Le dijo con una reverencia:
—Seguidme, dómina.
Se había dirigido a ella como lo hacía trece años atrás, sin vacilación ni preguntas, como si hubiesen dejado de verse la víspera, cuando resultaba que aquella dama fue durante su juventud su criada, acompañante y amiga más íntima. Pero eso había sido antes de los tiempos de la rabia y el odio; antes de que reventara aquel volcán de dudas que acabó enfrentando a todos contra todos. Aquellas imágenes ardientes lograron atraparla, mientras trataba de huir de ellas. Nuevamente se aceleraron los latidos de su corazón. Y una vez más tuvo que recurrir a la sabiduría de Gemondo: «Si los recuerdos nos causan angustia, si hacen decaer nuestro ánimo y nos vuelven temerosos, hemos de creer que son sugerencias del enemigo».
A pesar de su angustia, se detuvo y estuvo observando el patio central del palacio. Lo encontró un poco más pequeño que en sus recuerdos. Las celosías habían sido embellecidas con adornos y colgaban coloridos estandartes y tapices por todas partes. Casi afloró a sus labios una sonrisa de nostalgia y, repentinamente, brotó en su alma el deseo de perdón. Se volvió hacia aquella dama que la acompañaba, cuya traición la hirió tanto en el pasado, y la estuvo examinando atentamente con una mirada dulce. Luego le dijo sonriente:
—Querida Didaca, te encuentro muy bella; algo más gordita, pero el tiempo no ha pasado por ti… Me alegro de volver a verte.
La mujer se turbó. Era menuda, muy rubia; su pelo trenzado y recogido redondeaba su cabeza. Sus mejillas sonrosadas se pusieron muy rojas y sus ojillos azules pestañearon. Goto entonces la abrazó, y después del abrazo sus miradas volvieron a cruzarse. Didaca retrocedió un paso, llevada por su confusión y su vergüenza, y dijo titubeante:
—Nunca he dejado de sentirme sierva tuya…
Cualquier resquicio de tensión o desasosiego desapareció en el corazón de Goto, aunque estaba muy impresionada. Posiblemente no lograba alejar los tristes recuerdos anclados en sí misma, como una enfermedad crónica que la había acompañado durante los últimos trece años de su vida, pero una rara atmósfera tranquilizadora la envolvía completamente. Dio gracias a Dios por ello y exclamó:
—¡Oh, Dios mío, parece un sueño! ¡Apenas doy crédito a mis ojos! Nunca pensé que volvería aquí…
Didaca salió de su confusión con un sonoro suspiro y dijo, como si no pudiese decir otra cosa:
—Dómina Goto, debes entrar en la sala del trono. La recepción va a comenzar…
Ella reaccionó ante esta sugerencia, miró en derredor y vio que la fila de condes, obispos, caballeros y damas avanzaba por ambos lados del patio. Se encogió de hombros, soltó una risita y respondió:
—Vamos, vamos… Tienes razón. Después hablaremos.
Entraron en la sala del trono y un chambelán de voz cantarina anunció:
—¡Dómina Goto! ¡Reina de Gallaecia! ¡Abadesa de Castrelo de Miño!
Se hizo un gran silencio, seguido de un murmullo sordo. Detenida delante de la puerta, ella inspeccionó la sala con una mirada larga e intensa. A diferencia de lo que había observado en la ciudad, y en lo poco que había recorrido del palacio, allí nada encontró que le resultase familiar. Todo era diferente a como ella lo recordaba, incluso la disposición de las gradas, los escaños y el solio real. Antes los tronos del rey y la reina estaban al fondo, frente a la puerta de entrada; ahora, en cambio, descansaban sobre un estrado muy elevado, en el lateral derecho. Las paredes estaban revestidas con telas purpúreas de damasco, había lámparas de bronce, alfombras cubriendo completamente el suelo, preciosos escritorios para los notarios, y por todas partes mayordomos y maceros con vistosos ropajes. Todo resultaba suntuoso e impresionante, en nada semejante a como era en los tiempos de Ordoño II. Saltaba a la vista que, como muchos decían, Radamiro estaba imponiendo en la corte los usos y los lujos del sur, influido por lo que le contaban los que viajaban a al-Ándalus.
Los escaños estaban ocupados al completo por los condes y prelados que dialogaban entre ellos; los báculos, regatones y cetros sobresalían por encima de las cabezas tocadas con capuchas puntiagudas, bonetes y gorros de piel. Hacía calor en la amplia estancia, merced a la aglomeración de personas que la abarrotaban hasta el último rincón. Goto se sintió confundida y la invadió una especie de sofoco al no saber dónde debía situarse. Pero Didaca, que para eso debía acompañarla, le susurró:
—Por aquí, dómina.
La condujo hasta el lateral derecho de los tronos, donde estaba dispuesta una cátedra de alto respaldo y a su lado un taburete a juego, ambos de madera oscura labrada. Se sentaron, la reina abadesa en la cátedra y la dama en el taburete. Pasó un largo rato y después se oyó el anuncio de los cuernos y las bocinas, seguidos de los atabales. Luego siguió un silencio expectante y el gobernador de la ciudad gritó:
—¡En pie!
Pasaron unos minutos silenciosos y se removió una larga cortina azulada, que estaba colgada sobre una gran puerta, bajo el estandarte real. Goto giró la cabeza hacia ese lado, con el corazón palpitante de interés. Entraron algunos pajes y descorrieron la cortina. No tardaron en aparecer el rey y la reina con sus hijos. El rey era hombre fuerte, de poco más de cuarenta años, aspecto saludable, barba espesa color castaño y ojos grisáceos de mirada centelleante; siempre parecía estar en guardia y jamás separaba la mano derecha de la enorme espada que le colgaba del cuello. Avanzaba, no obstante, tranquilo y digno, con pasos cortos a la vez que lentos, transmitiendo respeto, tal vez por indicación de sus altos consejeros. La reina Urraca vestía un elegante traje negro; tenía la tez muy clara, cuerpo delgado, más bien alto, finos rasgos y ojos pequeños y apagados. Los hijos eran cuatro: Teresa, de unos dieciséis años; Ordoño, de catorce, y los pequeños Elvira y Sancho, de cinco y cuatro años de edad respectivamente; los dos mayores eran fruto del primer matrimonio de Radamiro con Adosinda, y los dos menores de este segundo casamiento con Urraca Sánchez. Todos avanzaron en silencio hasta el estrado donde estaban los tronos. Luego fueron acomodados y se dio inicio a la asamblea con los inevitables discursos, aclamaciones, distinciones y obsequios. Toda la sesión, muy larga y solemne, gravitó en torno a la celebrada victoria de Simancas, tal y como era de esperar, dada la relevancia del acontecimiento. Una vez más de tantas, un pregonero cantó en alta voz la crónica compuesta por el obispo Ero de Lugo, siendo interrumpido frecuentemente por las aclamaciones y vítores de la concurrencia. La exaltación llegó al límite cuando se narraron los sucesos finales de la batalla; la huida de los sarracenos con el consiguiente abandono en el campo del pabellón, la tienda de campaña, el libro del Corán y la rica cota de malla de Abderramán tejida en oro. Llegado a este punto, el cantor de la hazaña se calló. Entonces irrumpió en la sala una fila de caballeros portando los enseres personales del califa arrebatados en el combate, ante el asombro de los presentes, que hasta ese momento no habían podido verlos. Un silencio curioso precedió a la clamorosa ovación que infló de orgullo al monarca, que, puesto de pie, respondió a los vítores con expresivos movimientos de sus manos alzadas.
Cuando cesó el revuelo, prosiguió el pregonero cantando la hazaña, hasta que nuevamente calló, después de relatar la captura del poderoso gobernador de Zaragoza Muhamad aben Hashim al Tuyibí, junto a otros importantes prisioneros del ejército muslim. Entraron entonces otros cuatro caballeros custodiando al cautivo. Era Al Tuyibí un hombretón de abultado cuerpo, vestido con rica túnica profusamente bordada y alto gorro lleno de alfileres de oro; sus negros ojos brillaban en la cara tostada por el sol. Aun viniendo el prisionero ricamente ataviado, las muñecas que le asomaban entre los encajes de las mangas estaban aherrojadas con grilletes y cadenas. Era este contraste la manera de exhibir el gran valor de la presa cobrada.
Al entrar el cautivo en la sala, hubo un gran movimiento de curiosidad. Se alzaron en sus sitiales los condes y prelados y se extendió un murmullo de asombro que dio paso a nuevos vítores y aclamaciones.
Se adelantó entonces el obispo de Santiago y, alzando el báculo ante el rey, exclamó:
—¡Éste es el día del Señor! ¡Éste es el tiempo de su misericordia! ¡Alabado sea el Todopoderoso! ¡Viva el apóstol Santiago! ¡Viva nuestro invicto rey Radamiro!
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! —contestó la concurrencia puesta de pie.