León, primeros de octubre del año 939
Una larga fila, compuesta de carromatos, caballerías y hombres a pie, avanzaba por la vieja calzada que unía el extremo de la Gallaecia con la ciudad de León. La mañana era fresca y en el páramo aún amarilleaban los signos del estío: rastrojos, secas praderas y campos de lino. Hacia el norte, como un paredón oscuro, se alzaba la silueta lejana de los montes, y la densidad gris de un cielo cargado de nubes lo envolvía todo. No había polvo, merced a la lluvia tibia de la otoñada temprana, pero tampoco barro; de manera que las gruesas ruedas de madera se desenvolvían bien entre los guijarros, baches y descarnaduras del camino. Fatigados pies humanos, cascos, pezuñas y herraduras sostenían un paso uniforme, discurriendo por las suaves ondulaciones del terreno, ora cuesta arriba, ora cuesta abajo. Más descansados iban quienes gozaban del privilegio de viajar en las monturas de los caballos, en la ancas de las mulas o en los mullidos regazos de las carretas tiradas regular y cómodamente por mansos bueyes. Porque en aquella larga fila, además de mercaderes con sus recuas de bestias cargadas y peones caminando en busca de fortuna, iban, acompañados de sus gentes, importantes magnates: condes, obispos, abadesas, abades y caballeros gallegos que acudían a León, para asistir a la asamblea plena convocada por el rey Radamiro con motivo de su celebérrima victoria sobre el enemigo agareno. Al frente de todos, viajaba con su comitiva el obispo de Santiago. Tras él, con los suyos, el obispo Rudesindo y su hermano, el conde Fruela Gutiérrez. Agregada al séquito de estos últimos, cabalgaba la abadesa y reina Goto, recibiendo en la cara el agradable aire que apagaba el fuego de sus pensamientos, dirigiéndose a ver al rey, con ardiente decisión, dispuesta a convencerle de que la ayudara en su intrépida empresa de devolver a Gallaecia los huesos del mártir san Paio.
La caravana atravesaba una llanura, a derecha e izquierda del camino se extendían grandes barbechos. Más adelante, pasó junto a unas míseras aldeas cuyas casuchas de adobe se confundían con el color de la tierra. Todo estaba desierto y en calma. Hacía tiempo que los aldeanos habían acudido en masa desde todas partes a la capital para beneficiarse de la magnanimidad del rey. La noticia de la victoria tenía al reino entero colmado de esperanzas. Sólo se vieron algunos campesinos vendimiando en unas tupidas viñas cuajadas de dorados racimos. También para ellos éste fue un día venturoso, a pesar de haberse tenido que quedar sacrificados a sus tareas, porque los viajeros se detuvieron y les compraron las uvas a muy buen precio.
La reina Goto se paró a contemplar la alegría en las caras de los viñadores. Se sintió asimismo dichosa cuando vio a unos niños cantando a la vera del camino. Cualquier punto hacia donde dirigiese su mirada le devolvía una imagen bella: las frondosas vides, las grandes choperas en cuyas enmarañadas ramas el aire provocaba un movimiento perezoso del que se desprendía un murmullo, los rebaños desplazándose lentamente por las laderas de los cerros, los verdosos riachuelos fluyendo entre matorrales y arboledas, la serenidad de la llanura… Todo le resultaba muy familiar, como si se tratara del rostro de un antiguo y entrañable amigo. Porque ella había pasado la mayor parte de su juventud en aquellas tierras leonesas, antes de que su esposo don Sancho Ordóñez fuera coronado monarca de Gallaecia reinando en León don Alfonso el Monje. Todos los rasgos característicos del paisaje, los campos, las aldeas y la silueta oscura de las murallas de la ciudad a lo lejos, estaban asociados en su mente a unos recuerdos que, en su conjunto, formaban la idea de su juventud, la esencia de sus fantasías y sentimientos pasados. Y dondequiera que mirasen sus ojos, hallaba algo que invitaba a su alma a vibrar con nostalgia.
Así estuvo, cavilosa, hasta que la honda voz del obispo Rudesindo la sacó de su ensimismamiento:
—Abadesa Goto, hermana mía —le preguntó—, ¿por qué estás tan meditabunda? ¿Acaso temes aún no poder realizar tu sueño de traer a nuestra Gallaecia los santos huesos de Paio?
La voz venía de detrás de ella y le estremeció el corazón. Rápidamente se volvió y vio al obispo montado en su mula parda, cubierto con la capa blanca, el rostro saludable y tranquilo. Detrás de él, como su sombra, su hermano el conde Fruela Gutiérrez sonreía.
—¿Por qué me preguntas ahora eso? —contestó ella—. Ya te dije antes de emprender el viaje que estoy plenamente decidida. No he venido a León sólo para participar en la asamblea plena que convoca el rey.
—¿De verdad crees que Radamiro te autorizará? —preguntó el conde—. Cierto es que la victoria sobre los mauros ha sido muy grande. Pero aún no hay paz firme. Tu viaje a Córdoba puede resultar muy peligroso…
—No temo a los mauros. Lo que me angustia es sólo pensar en tener que abandonar esta ilusión. Hay que traer de una vez esas reliquias…
—¡Naturalmente! —afirmó Rudesindo con exaltación—. Nuestra bendita Gallaecia será más sagrada si podemos venerar en ella al santo mártir. No hemos de abandonar esa ilusión, que no es sólo tuya, sino de todos.
Se hizo el silencio. Goto parecía esperar con impaciencia que el obispo añadiese algo, pero Rudesindo y su hermano el conde no abrían la boca, así que ella dijo:
—Puesto que pensáis así, ¿me ayudaréis a convencer al rey?
Los hermanos se miraron y sonrieron. El conde respondió por los dos:
—Claro que sí. Como bien ha dicho mi hermano, tu sueño también es nuestro. Puedes contar con nosotros. Por mi parte, además de expresarle al rey la opinión de toda Gallaecia al respecto, reuniré dineros, gentes y pertrechos; todo lo necesario para facilitarte el viaje.
Después de decir esto, el conde miró a su hermano, como si necesitase su autorización para seguir hablando. El obispo asintió con un expresivo movimiento de cabeza. Entonces Fruela añadió:
—Mi hermano y yo hemos hablado largamente sobre este asunto. Estamos plenamente decididos a hacer todo cuanto esté en nuestras manos para llevar a buen fin esta loable empresa. Tanto es así que yo mismo iré contigo a Córdoba.
El rostro de Goto se iluminó. Alzó los ojos y las manos al cielo y exclamó:
—¡Alabado sea Dios!
Era mucho más de lo que la abadesa podía esperar. El apoyo del obispo Rudesindo significaba un paso importante para mover la voluntad del rey; pero más valioso para ella resultaba contar con una buena escolta, que era lo que le brindaba el conde. Agradeció al cielo este inesperado auxilio y terminó de persuadirse de que la Divina Providencia estaba definitivamente de su parte.
Confortada con estos pensamientos, no obstante la fatiga del viaje, cabalgó dichosa. Hasta ver aparecer ante sus ojos las formidables defensas de la ciudad de León, las torres, los baluartes y las poderosas murallas que soportaban impasibles la pesadumbre de los mil años que, según decían, llevaban en pie. La visión sobrecogió su alma y, sin poder evitarlo, brotaron de sus labios los versículos del cántico de Isaías:
Tenemos una ciudad fuerte,
has puesto para salvarla murallas y baluartes.
Abrid las puertas para que entre un pueblo justo,
que observa la lealtad;
su ánimo está firme y mantiene la paz,
porque confía en ti.
Confiad siempre en el Señor,
porque el Señor es la Roca perpetua.
«Eso, confiar, confiar siempre, —se dijo—. Esta debe ser mi fuerza en esta empresa. Pero ¿cómo alcanzar esa confianza total en Dios?». Entonces recordó los consejos del sabio Gemondo: «Alejar de sí todo temor e inquietud, vivir como si el futuro no existiera; abandonarse en Dios en el momento presente, como si nada tuviese el mínimo valor, serenamente, suavemente, sin precipitación, sin arrebatos…». Ciertamente, el secreto de la paz del alma no estaba en las especulaciones intelectuales ni en las consideraciones teológicas, sino en una mirada confiada y contemplativa.
Así anduvo siguiendo a la comitiva por el camino que discurría al pie de las murallas, bordeándolas, desde la puerta que llamaban del Conde, donde se alzaba el castillo, y continuaron por la parte norte, a lo largo de una calzada pavimentada con pequeños guijarros. Cada vez que levantaba la cabeza, se encontraba las torres albarranas, fuertes y orgullosas, coronadas por vistosos estandartes de todos los colores y formas. Y el cántico volvía a sus labios:
Tenemos una ciudad fuerte,
has puesto para salvarla murallas y baluartes…
Delante de la llamada puerta del Obispo, se extendía una amplia explanada rodeada por un curioso arrabal de casas de madera y barro, cuadras, corrales, fondas y herraderos para las bestias. En esa zona se detenían las caravanas y se encontraban los negocios donde se concertaban los viajes hacia tierras lejanas, con destino al sur o a las regiones del norte y el levante. Cualquiera que pretendiera entrar o salir de León debía pasar forzosamente por ahí, pues el resto de las puertas permanecían cerradas, máxime cuando el rey se encontraba en el palacio interior. Por entonces, el lugar era un hervidero de gentes diversas que acudían para aprovecharse de la gran concentración de magnates del reino en la ciudad. Había que pasar pues por una sucesión de establecimientos y sucias casas, cuyos dueños eran carniceros, triperos, desolladores…; los desechos de los animales sacrificados se amontonaban en todos los rincones y apestaban a causa de la podredumbre. Abundaba toda clase de gente miserable: mendigos, inválidos, enfermos y borrachos, pululando entre perros y cerdos. Delante de la puerta, esperando a que les franquearan el paso, se apiñaba una muchedumbre bulliciosa de mercaderes, apretándose en una masa uniforme compuesta por hombres, mercancías y bestias de carga.
Se abrió paso la caravana de magnates entre el gentío a golpes y entró por la puerta del Obispo. Desde la altura de su mula, Goto pudo ver sin esfuerzo la calle principal que se extendía ante sus ojos con una anchura inhabitual en el conjunto de los barrios de intramuros. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que estuvo allí y su corazón enseguida se puso alerta, y sus sentidos se aguzaron buscando los rincones donde anidaban los recuerdos de su juventud. Todos los perfiles de la ciudad, sus adarves y edificios, así como el aspecto y los semblantes de sus habitantes, estaban unidos en su memoria a tiempos lejanos y felices. Y a donde quiera que volviera el rostro, hallaban algo que la hacía vibrar de emoción: el contorno de los tejados, las iglesias, los campanarios, las plazas, los grandes caserones de los nobles, el mercado…