Córdoba, puerta de Azuda,
septiembre del año 939
Con las primeras luces del alba, los muecines de Córdoba enloquecieron proclamando a gritos la grandeza y la ira de Allah. Regresaba al fin Abderramán al Nasir. Su vanguardia acababa de aparecer frente a la puerta de Azuda y marchaba en orden levantando polvo junto a los altos muros del alcázar, bajo el estruendo de los tambores. Miles de soldados habían salido temprano de sus tiendas en el campamento del arrabal de Al Rusafa y se concentraban al sur de la ciudad, en los arenales del Guadalquivir, para presenciar la llegada del califa. También se hallaba congregada desde antes del amanecer una inmensa multitud en las inmediaciones. Parte del gentío incluso había pasado allí la noche a la intemperie, guardando su sitio, para asistir en primera fila al acontecimiento. Una especie de violenta pasión, como un delirio de rabia y crueldad, embargaba a la mayoría de la población. Sobre todo desde que la tarde anterior se había asistido a un terrible espectáculo: el tormento y la ejecución pública de los adivinos, astrólogos y sabios que erraron en sus vaticinios después del eclipse de sol. La gente, entre horrorizada y jubilosa, vio cómo los guardias paseaban de manera humillante a los condenados por toda la ciudad, formando una larga cuerda de presos, semidesnudos y cubiertos de negro cieno y excrementos. Un pregonero iba delante, proclamando a voces la sentencia, y los cordobeses salían de sus casas para contemplar a los desdichados que, antes de fracasar en sus adivinaciones, gozaron de la estima y la consideración del califa, tan aficionado como era a conocer el futuro. Ahora la gente se burlaba de ellos, les escupía y les cubría de improperios. Aunque algunos, espantados, volvían la cabeza para no mirar y se daban golpes de pecho, temiendo que todavía los brujos conservaran cierto poder de hacer conjuros o lanzar el maleficio.
A primera hora de la mañana, los verdugos sacaron los ojos de los astrólogos, cortaron las orejas de los adivinos y las lenguas de los sabios. Después se les roció con alquitrán hirviendo y quedaron expuestos a la curiosidad del público, atados a postes frente a la mezquita Aljama. La gente, olvidada de la mínima compasión, hacía cola para pasar delante de ellos y ver de cerca retorcerse de dolor sus cuerpos abrasados y agonizantes.
A media mañana, a pesar de la expectación, Córdoba parecía sumida en el letargo. En la explanada, delante de la puerta de Azuda, los oficiales del ejército habían perdido todo aire marcial y languidecían sentados en el suelo, junto a las patas de sus caballos. El sol aplastaba los turbantes polvorientos y las capas sucias. Sin embargo, la multitud hervía en torno, excitada por las ejecuciones. La gente reía, bromeaba, lanzaba invocaciones y aclamaba al esperado califa.
De repente se oyeron los cuernos que anunciaban la llegada del cortejo del gran cadí y los magnates. El ejército se reanimó pronto. Los soldados se precipitaban por todas partes hacia las murallas, llamando a voces a sus compañeros, que continuaban sentados a la sombra o mataban el tiempo junto al río. De manera particularmente desaforada, corrieron los oficiales a ocupar sus puestos y a montar en sus caballos. Precedido por los comandantes, apareció Najda ben Husayn, cabalgando con aire desdeñoso. La figura corpulenta se bamboleaba suavemente sobre la montura y su gran cabeza cubierta con el yelmo empenachado parecía refulgir al pie del alcázar. Cuando atravesó la muchedumbre de soldados, todos le aclamaron, pero él mantenía los ojos entrecerrados, sin detenerse ni responder siquiera a los saludos. Los oficiales y los poderosos de la ciudad seguían con sus miradas trémulas al juez que evocaba para ellos la venganza, más que la justicia. Porque era el gran cadí el hombre más poderoso después de Al Nasir y a algunos, con sólo verlo, les temblaban las rodillas y les invadía el omnipresente temor de ser contados entre los cobardes y traidores. Considerando que, desde que las tropas regresaron de la campaña, se habían sucedido sin interrupción las detenciones de los sospechosos. Los juicios eran rápidos, implacables, y los patíbulos se alzaban a lo largo de la muralla. El estruendo de los tambores arreció. Todas las miradas se volvieron hacia el alcázar. Se oyeron fuertes voces: «¡Ya está aquí!». La multitud se agitó y se removió por todas partes, tornándose cada vez más densa. Pero centenares de guardias se arrojaron sobre ella provistos de bastones y látigos, golpeando y gritando: «¡Abrid paso!».
Las largas columnas de la guardia del califa aparecieron en el extremo de las murallas, blancas de polvo, y fueron penetrando lentamente como un torrente en el mar de soldados. La muchedumbre aulló alrededor. Pero, ante la inminente presencia del califa, poco a poco se fueron acallando las voces y sólo permaneció un murmullo denso por encima de las cabezas. Entonces los muecines que estaban apostados en las torres echaron mano de sus bocinas de cobre y lanzaron al aire resonantes aclamaciones:
—Al Láju Ákbar! Subjána Laj! Al Jamdú lil Láj! [¡Dios es el más Grande! ¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea Dios!]
Se vio venir a Al Nasir, montado sobre su caballo grande y abarrotado de dorados jaeces. Cabalgaba con un trote ligero y las cintas brillaban al agitarse. En torno a él corrían a pie varias decenas de muchachos vestidos con la librea de campaña, color verde oliva. Las banderolas y flámulas ondeaban en el extremo de largos mástiles. Pero faltaba en la comitiva el vistoso pabellón de la dinastía omeya.
El califa se detuvo delante de la puerta de Azuda. Su rostro estaba enrojecido y miraba confuso en torno. A pesar del calor, venía envuelto en una especie de zamarra de cuero con remaches broncíneos y el sudor hacía brillar su frente ancha.
Najda ben Husayn cabalgó hacia él, echó pie a tierra y se postró de hinojos, doblado sobre sí y con los puños apretados contra el pecho. Estuvo así un rato, mientras reinaba un espeso silencio. Luego se alzó y, volviéndose hacia sus ayudantes, les hizo una señal con la mano. Su boca no dejó escapar el menor sonido, pero su semblante expresaba una extraordinaria severidad.
La guardia del gran cadí desapareció en dirección a la puerta de Hierro, nadie más se movía. El gentío permanecía expectante, de pie, como clavado en el suelo. Todas las miradas estaban puestas en Al Nasir, pendientes del menor de sus gestos y movimientos. Pero también él estaba muy quieto, hierático, impasible y distante. Hasta que, desde algún lugar hacia la derecha, a veces con claridad y otras de forma sofocada, empezó a oírse una especie de aullido gimiente. Todos los ojos se volvieron hacia la puerta de Bronce y se vio venir una larga fila de hombres encadenados unos a otros, ensangrentados, que avanzaban arrastrando las pocas fuerzas que les quedaban en los cuerpos malogrados. La gente, a su paso, lanzaba los más agraviantes insultos. Especialmente dirigidos hacia el principal de los reos, el general Aben Muhamad al Tawil, a quien se consideraba el mayor responsable de la derrota.
Najda se inclinó de nuevo ante el califa un instante y, al enderezarse, sus ojos se cruzaron e intercambiaron miradas llenas de complicidad. Después ambos estuvieron hablando durante un rato y de vez en cuando se volvían con gesto despectivo hacia los presos.
Delante de la puerta de Azuda los verdugos tenían preparados medio centenar de postes, esperando a los condenados. Todo fue muy rápido. Aquellas manos, expertas en las mayores sutilezas de la crueldad, hicieron su trabajo con pasmosa facilidad. Mientras los guardias sujetaban a los reos, con unas tenazas les sacaban la lengua y se la cortaban, arrojándosela después a una jauría de perros hambrientos, para que la devorasen delante de sus ojos. Seguidamente eran atados a los postes, izados violentamente y clavados en el suelo. Quedaban así a la vista de las masas, expuestos a la interminable fila de magnates, comandantes y simples soldados que debían pasar delante de ellos para increparlos y consumar el escarnio.
El califa permanecía callado, observándolo todo con una mirada sombría. Y cuando hubieron completado el suplicio de Aben Muhamad al Tawil, avanzó hasta su poste con paso quedo y se detuvo al pie a contemplarlo. Le miró primero con desprecio y luego con satisfacción. Y finalmente se puso a insultarlo:
—¡Traidor! ¡Cagón! ¡Perro, hijo de perra! ¡Allah maldiga tu puerca vida! ¡Bendito sea el Todopoderoso por haberme dejado ver tu ruina!…
Estas voces, cargadas de odio, resonaban como un trueno en el impresionante silencio que reinaba en torno.
El desgraciado Al Tawil resultaba irreconocible con el rostro ensangrentado. Su cuerpo grande se agitaba, emitía ruidosas espiraciones e inspiraciones y movía las mandíbulas, a falta de lengua, articulando ininteligibles palabras. Hasta que, cerrando la boca, juntó sangre y saliva y escupió a Al Nasir, acertándole casi.
El califa se apartó, aún más irritado, e hizo una señal a los verdugos para que lo remataran. Éstos se apresuraron a alancear al reo, que murió entre grandes estertores.
Al Nasir montó luego en el caballo, saludó a la multitud extendiendo ambas manos brevemente y picó espuelas en dirección a su palacio.