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Gallaecia, monasterio de San Pedro de Rocas,

septiembre del año 939

Un silencio total se abatía sobre el pequeño monasterio y no se oía sino, sólo de vez en cuando, el entrecortado y tímido gorjeo de algún pájaro en el bosque. El final de verano propagaba en el ambiente una agradable frescura, adornando el cielo del atardecer con nubes de un blanco radiante. Confundido con la espesura de la maleza y las enormes rocas de caprichosas formas, el santuario parecía minúsculo, insignificante y tan viejo como la misma tierra y los montes. Era sin duda un lugar austero, sin adorno alguno en los muros ni en el templo, como así lo desearon siempre sus moradores, ascetas, eremitas, que buscaron en aquel apartado paraje el retiro del mundo. Todo allí parecía llamar a ese peculiar destino: el mismo silencio, los árboles centenarios, castaños, abedules, robles y pinos; los gigantescos peñedos mudos y estáticos y las antiquísimas cuevas escondidas entre la maleza, donde permanecía el misterioso recuerdo, como una presencia expectante, de tantos hombres que, olvidándose de sus pasadas vidas, consumieron allí sus últimos años, dedicando ya su existencia a la meditación, la penitencia y a esperar con serenidad la hora de la muerte para retornar al polvo, entre la pura roca y la bravura del bosque.

Unido a esa interminable saga de sabios solitarios, gobernaba ahora el sagrado cenobio el abad Gemondo, quien antes de haberse hecho monje fue un célebre caballero gallego, al servicio del rey Sancho Ordóñez, el difunto esposo de la reina Goto. Se conocían por tanto nuestra abadesa y Gemondo desde hacía muchos años. Y ambos habían compartido otra vida, más mundana y regalada, en la corte, sin sospechar siquiera que, andando el tiempo, habrían de volver a encontrarse, vistiendo hábitos monacales, por esos misteriosos caprichos del destino.

Porque, en aquella nueva época, a los monasterios acudían toda suerte de náufragos de la vida: hombres y mujeres que se sentían desechados e inconformes con su existencia, con la sociedad, y que veían en el monacato el refugio y la solución. A las puertas de los cenobios y eremitorios llamaban los príncipes depuestos, los mozos díscolos de la nobleza, los caballeros hastiados por la guerra y todos los segundones que eran enviados al claustro para que no gravasen la hacienda familiar.

En el caso de la reina Goto, el motivo de su ingreso en el monasterio de Castrelo de Miño fue la obediencia a una antigua ley: el Liber Iudiciorum, también llamada Lex Visigothorum, que mandaba a las reinas que quedaran viudas tomar hábitos. Ella asumió esta nueva vocación con entereza y decisión, siguiendo el natural impulso de su carácter fuerte y abnegado. Dejó el palacio y la corte, con todas sus pertenencias, joyas, vestidos y comodidades, y empezó una nueva vida sin quejas ni estridencias. Le correspondió por su rango ser abadesa, asumió el cargo y se propuso ser monja con la misma dignidad que antes había sido reina.

El caso de Gemondo fue muy diferente. En su juventud hizo la vida de un caballero más, dedicado a los menesteres propios de los varones: las armas, la guerra, la caza y la obediencia al rey. En todo esto se desenvolvió sin mayores contratiempos, destacando por su noble espíritu, su gran fortaleza física y su humildad. Fue un joven dotado de hermosura y de viva inteligencia. Pero siempre sintió, en el fondo de su alma, un poso de insatisfacción, merced al cual no fue capaz de ser completamente feliz en el mundo, aun teniéndolo todo. Porque entre aquéllos que realmente son llamados, la senda que les conduce al monasterio pasa por una verdadera conversión; una especie de trastorno completo en lo más íntimo, en virtud del cual perece el hombre anterior que se era y nace una nueva voluntad, como otra persona, necesaria para emprender una nueva y diferente vida.

En el alma de Gemondo esta transformación se venía gestando largamente y se manifestaba en todos sus pensamientos y actos. Pero él no sabía por qué y ni siquiera se le pasaba por la cabeza la posibilidad de dejar aquella existencia suya de caballero y vestir los hábitos. Hasta que un día, durante una jornada de caza, se vio perdido repentinamente mientras perseguía un jabalí herido. De esta forma, errando sobre sus propios pasos, se adentró en la espesura del bosque, justo en aquel lugar llamado San Pedro de Rocas, donde se hallaban ocultas en la maleza las ruinas de un pequeño monasterio. La atmósfera sacra y hospitalaria del sitio le embargó y pronto se sintió invadido por una sensación misteriosa, como una secreta llamada, una atracción y un extraño deseo de permanecer allí. Intuyendo que Dios quería comunicarle algo, anduvo entre los derruidos muros del vetusto monasterio y dio con el ábside del santuario, bajo cuya bóveda todavía en pie se veía el antiguo altar de piedra y la tosca imagen de un Cristo, grande y solitario, en su cruz, lleno de pobreza y a la vez de majestad. El caballero Gemondo se arrodilló y se echó a llorar, sin saber por qué motivo.

Allí, delante del altar, lo envolvió la oscuridad y pasó la noche arropado con su capa, con la sola compañía del crucificado y de su caballo, que aguardaba algo retirado. Sintió una paz grande y vino a comprender que en aquella soledad descubría mucho de lo que en el fondo él era y de lo que sucedía en su alma inquieta… Al día siguiente regresó a su casa, con los suyos, a sus menesteres de caballería. Pero ya no se sentía el mismo. Y después de una muy larga y madura reflexión, llegó a la conclusión de que debía hacerse monje, pues había experimentado esa transformación interior que los sabios llaman la verdadera conversio morum, que es lo que las reglas del monacato imponen como condición previa para el ingreso en un monasterio.

Fue novicio Gemondo en Santo Estevo de Ribas de Sil y ya estuvo completamente seguro de que su anterior personalidad había muerto en él, y que se despedía del mundo y de su vida primera, aceptando los votos y la regla de san Benito que le ligaba para siempre. Y pasados algunos años, cuando ya era un monje maduro y revestido de proverbial serenidad, solicitó del abad licencia para reconstruir el abandonado y arruinado monasterio de San Pedro de Rocas, entre cuyos despojos encontró la vocación. Se trasladó allí con cuatro hermanos más y refundó el eremitorio. A partir de entonces, la fama de su sabiduría y virtud se propagó por toda la Gallaecia.

Y la reina Goto, que conoció al caballero en su juventud, acudió desde Castrelo de Miño para ser testigo de la prodigiosa transformación que Dios había obrado en el alma y la vida de tan íntegro caballero. Se maravilló al verle convertido en un hombre humilde y santo y más aún al escuchar sus consejos y las sabias palabras que brotaban de sus labios. Desde entonces, no dejaba de ir a San Pedro de Rocas al menos una vez cada dos meses y siempre que algo turbaba su espíritu.

Como sucedía ahora, después de haber sentido dentro esa rara moción que alteraba su ánimo y le impulsaba fuertemente a viajar hasta el reino de los mauros para recuperar el cuerpo del mártir san Paio. Sobre todo porque, aun estando tan segura de que debía hacerlo, hasta el momento todo en torno suyo parecía ponerse en contra. En primer lugar, su tío el abad Franquila no había manifestado entusiasmo alguno durante su estancia en Santo Estevo. Hermogio, en su delirio, no bendecía la empresa y terminó de asustar a su hermana Aldara, ya de por sí temerosa, hasta el punto de que ésta, aun siendo la madre del santo muchacho enterrado en Córdoba, desistió completamente de la idea.

Algo apartados del pequeño monasterio de San Pedro de Rocas, se hallaban los huertos; extensiones abiertas como claros en medio del bosque, donde los monjes pasaban parte de la jornada trabajando la tierra, en obligada alternancia con sus rezos, según mandaba la consabida norma: ora et labora. Con su oscuro hábito de faena cubierto de polvo, estaba el abad Gemondo apaleando espigas de escanda en la era cuando apareció la reina Goto entre los árboles y se quedó a distancia, observándolo en silencio.

Gemondo era de constitución mediana, fuerte y muy ágil, dada su edad de más de cincuenta años. En su juventud fue muy rubio; ahora su cabello estaba encanecido por completo. Su rostro era elegante y noble visto de frente, a pesar de que su mejilla derecha estaba tensa por la contracción de una vieja cicatriz, teñida de rojo oscuro. Los dulces ojos, tan claros, tenían siempre una mirada límpida. Su piel, brillante por el sudor, parecía nacarada. Sostenía en su mano derecha un palo, en cuyo extremo estaba clavada una gruesa correa. Con este instrumento golpeaba una y otra vez las espigas para separar el grano, con brío, incansablemente, abstraído en sus pensamientos. Goto se estremeció al pensar que, con ese mismo brazo y en parecidos movimientos, aquel venerable monje había manejado la espada en su anterior vida, cuando era el más apuesto de los jóvenes de su corte. De momento, este pensamiento la dejó sumida en una nostalgia extraña, pero enseguida se sobrepuso y cruzó la era hacia él.

—¡Gemondo! —saludó con voz cantarina—. Pax Domini!

El abad se enderezó y miró con sorpresa a la mujer que venía. Abrió los brazos y desplegó una acogedora sonrisa.

Pax vobis! —exclamó—. ¡Mi querida dómina, qué felicidad!

Abandonó la tarea y caminó jubiloso al encuentro de Goto. Ella le quiso besar las manos y él no se dejó, a la vez que intentaba besárselas a ella. Después de un gracioso forcejeo, ambos se echaron a reír. Luego Gemondo cruzó los brazos sobre el pecho, mientras la miraba, como si estuviera a punto de decir algo, pero sin acabar de hacerlo. Hasta que finalmente repitió ante ella:

—¡Mi querida dómina, qué felicidad!

Ella gruñó sarcásticamente:

—Nunca vas a verme… Siempre me toca a mí venir a tu casa.

Él contestó riéndose:

—Soy un eremita, ¡no puedo salir de aquí!

Se sostuvieron las miradas durante un rato y, al cabo, Goto le dijo algo más seria:

—Necesito el auxilio de tu sabiduría. ¿Puedo ocupar una de las cuevas durante al menos una semana? ¿Y, mientras tanto, beneficiarme de tus consejos?

Gemondo suspiró y respondió con calma:

—Sabes que sí. Todo esto es del Señor… Y por tanto, de cualquiera de sus hijos e hijas… Anda, vayamos a rezar antes que nada.

Dicho esto, se encaminó por el sendero precediéndola hacia el monasterio. Entraron en la pequeña capilla y se arrodillaron delante del altar, bajo el ábside cuyo centro ocupaba el Cristo. Era un lugar austero, silencioso y de paz envolvente, que siempre había infundido confianza en el alma de Goto.