Gallaecia, monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil,
septiembre del año 939
El abad de Santo Estevo no estuvo dispuesto a renunciar a su proverbial terquedad y no permitió que ninguna de las monjas venidas de Castrelo de Miño pusiese un solo pie dentro del sagrado espacio de su monasterio. No obstante, la reiteración y porfía de la reina Goto acerca de la necesidad de que ella y Aldara, la madre del mártir san Paio, se vieran con el monje Hermogio, finalmente lograron convencer a Franquila de que el encuentro tuviera lugar al menos fuera, delante de la puerta principal de la iglesia.
El domingo, después de la misa mayor, cuatro monjes sacaron a Hermogio de su celda en una camilla y lo trasladaron al atrio del monasterio, donde aguardaban el abad y las monjas. Aldara se entristeció y lloró al ver lo anciano y disminuido que estaba su hermano: se dibujaba la muerte en su rostro apagado, menguado; los brazos, delgados como sarmientos, caían sin vida a los costados; nada en él abultaba, excepto la nariz y el cráneo completamente calvo; ni siquiera conservaba las barbazas que lucía cuando era obispo de Iria.
—¡Oh, Dios bendito! —exclamó Goto—. ¡Verdaderamente, no somos nada!
Aldara se arrodilló junto a la camilla, cogió las blancas y mortecinas manos del enfermo y estuvo sollozando:
—¡Ay, hermano mío! ¡Qué lástima! ¡Dime algo, Hermogio! ¡Por Dios, háblame!
El anciano monje se removió y abrió los ojos. Miró a un lado y otro y sus labios temblaron.
—Quiere hablar —señaló Goto—. ¡Mirad, desea decirnos algo!
Tras un instante en el que todos permanecieron en silencio y mirándole con atención, Hermogio se quedó dormido. Entonces Franquila se volvió con el rostro sombrío hacia las monjas y observó con pesadumbre:
—Ya os lo dije. No resulta nada fácil hablar con él. Generalmente está sumido en el sueño y, cuando logramos que salgan de él algunas palabras, únicamente expresan delirios. Creo que no deberíamos fatigarle más.
Ignorando este consejo, Aldara besó la frente de su hermano e insistió:
—¡Hermogio, por Dios, dinos algo! ¡Habla, hermano mío!
Los ojos del moribundo volvieron a abrirse, esta vez con mayor luz y vida, se movieron a un lado y otro, parpadearon y luego se quedaron fijos en el cielo.
—¡Hermano mío! —exclamó Aldara—. ¿Recuerdas a tu sobrino Paio? Paio, nuestro hermoso muchacho… ¡Tu querido Paio!
Sorprendentemente, Hermogio se agitó en la camilla e hizo ademán de incorporarse. Al verlo, Goto murmuró:
—¡Santo Dios! ¡Alabado seas, Señor!
De pronto intervino el abad Franquila, elevando la entonación de su voz, cosa que anunciaba que también él tenía interés en que el enfermo dijese algo:
—Hermogio, hermano nuestro, siervo del Dios bendito, ¿recuerdas a tu santo sobrino Paio?
Hermogio volvió la cabeza hacia él y lo miró muy fijamente. Con un hilo de voz, respondió:
—Cada día hablo con él… ¡Ay, Paio, ruega a Dios por mí!
—¡Alabado sea el Señor! —exclamó la reina Goto, agitando las manos—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que nos diría algo!
Aldara sonrió entre lágrimas y abrazó a su hermano con ternura, suplicándole:
—Dinos qué sucedió en Córdoba… Nunca nos lo quisiste contar. Ahora Dios te llevará y nos quedaremos sin saberlo… ¡Dinos qué pasó, hermano!
Hermogio tosió débilmente un par de veces y suspiró:
—¡Ay, estoy tan cansado!
El abad, compadecido, murmuró:
—¡Que Nuestro Señor te devuelva las fuerzas, hermano!
Los pálidos labios de Hermogio volvieron a temblar, al decir:
—El diablo sarraceno quiso devorar la tierna carne de Paio… Mas su alma, el alma de nuestro buen muchacho es de Dios…
El corazón de todos los presentes se encogió. Y la reina Goto, llena de ansiedad, acercó su rostro al del enfermo y le rogó:
—Dinos lo que sabes. Necesitamos pruebas e indicios para tener la certeza de que el cuerpo de Paio es el que se venera en Córdoba… Y queremos traerlo aquí, a nuestra santa Gallaecia, que es donde deben reposar aquellas reliquias. Dinos lo que sabes.
Haciendo un gran esfuerzo, Hermogio dijo:
—Nada sé, excepto que nuestro santo muchacho quiere seguir reposando allí. No hagáis esfuerzo alguno por traerlo, porque no es voluntad suya venir…
—¡No digas eso! —replicó Aldara, muy afectada—. ¡Mi niño debe estar aquí, en su tierra, conmigo, con nosotros!
—Paio está en los cielos… —murmuró Hermogio.
—Eso ya lo sabemos —dijo Aldara—. Pero necesitamos tener sus reliquias aquí, junto a nosotros… ¡Paio debe reposar en nuestra tierra!
Hermogio volvió a cerrar los ojos y murmuró entre dientes algo incomprensible.
—¿Qué dices? —le preguntó con ansiedad su hermana—. ¿Qué más tienes que contarnos?
El enfermo tosió y luego empezó a entonar un salmo: «Misericordias Domini in æternum cantabo…».
Transcurrió un momento de silencio, cargado de desazón. Nadie comprendía lo que quería expresar. Y Franquila, con un tono triste, dijo:
—Ya os lo advertí: delira. Y su delirio no hará sino confundirnos.
Entonces, Goto ordenó:
—Dadle un poco de agua, a ver si así…
Un monje se aproximó con una escudilla y le dio de beber al enfermo. Y éste, algo más confortado, volvió a clavar sus ojos en el cielo y habló de nuevo:
—¡Ay, llévame, Señor, contigo! Condúceme a la verde Gallaecia del cielo… Porque… Gallæcia est lætitia nostra! Patria nostra est! Multi fluvii in Gallæcia sunt… [¡Gallaecia es nuestra alegría! ¡Es nuestra patria! Hay muchos ríos en Gallaecia…].
—Es cierto, delira —suspiró Goto apenada—. Mezcla las cosas del cielo con las de la tierra; su espíritu está en tránsito. Si queremos traer las reliquias de Paio, tendremos que buscar por otro camino, pues Hermogio nada útil podrá decirnos.
Entonces, el enfermo se puso a gritar con voz quebrada:
—¡Dejadme en paz! ¡No os empeñéis en traer a Paio! ¡Él no quiere venir!
—Pero… ¡¿Por qué?! —le preguntó Aldara—. ¡Hermano mío, dínoslo de una vez! ¿Por qué mi hijo no quiere venir?
Para sorpresa de todos, Hermogio estalló en una delirante carcajada y se rio tanto que acabó tosiendo de nuevo. Después miró a su hermana fijamente y dijo:
—Porque Paio está aquí… Yo lo veo… Ahora mismo lo estoy viendo… ¡Cómo lo vais a traer si ya está aquí! ¡Acabaréis ofendiendo a Dios con vuestro empeño! Paio fue a la tierra de los ismaelitas para cumplir un mandato de Dios…
Aldara volvió a preguntar:
—¿Y por qué no quiere venir? ¿Ya cumplió su misión?
Hermogio no respondió a la pregunta, sino que le dijo con tono alegre:
—¡A la Gallaecia del cielo deberíamos ir todos! ¡Todas mis fuentes están en ti! Benedicite, aquæ omnes, quæ super cælos sunt, Domino… Benedicite, maria et flumina, Domino; benedicite, fontes… [Bendecid al Señor todas las aguas que hay sobre los cielos… Bendecid al Señor, mares y ríos; fuentes, bendecid…]
Comprendieron todos los presentes que era inútil obtener alguna información de Hermogio, dado el estado de demencia y ensueño en que se hallaba. El abad ordenó entonces que lo devolvieran a su celda y las monjas le despidieron, besándole las manos, mientras él seguía con sus extasiadas alabanzas, cantando a viva voz:
—Benedictus es in firmamento cæli et laudabilis et gloriosus in sæcula…! [¡Bendito eres en el firmamento del cielo, y loable y glorioso por siempre…!]
Todos se quedaron en silencio, desconcertados y meditabundos. Pareció que las extasiadas plegarias del moribundo permanecían prendidas en el aire. Era una mañana sombría, y sin embargo vaporosa y cálida en su humedad, con un sol íntimo y velado que pronto quedó oculto entre nubes oscuras. De repente, empezó a llover… Y la entrañable fragancia del bosque cobró fuerza. El misterio de aquel sacro lugar se intensificó con los aromas de la tierra mojada. Los monjes corrieron a refugiarse en el claustro del monasterio y las monjas a los graneros donde se hospedaban.
La reina Goto y Aldara se miraban con desolación. Estuvieron llorando en silencio mientras, frente a la ventana, la lluvia caía fina sobre las enredaderas que ahogaban una musgosa pared.
—Es todo tan raro… —comentó la abadesa.
—Sí… —balbució Aldara, con los ojos claros fijos en la lluvia—. Parece como si… —su voz se ahogó en un suspiro—. ¡Se ha puesto a llover!
—Estaba pensando lo mismo —dijo Goto—. Benedicite, omnis imber et ros, Domino… [Bendecid al Señor, toda la lluvia y el rocío…]
—Y ahora… ¿Qué vamos a hacer ahora?
La abadesa se quedó pensativa. Al cabo, respondió:
—Debemos seguir con nuestro propósito: traer a Gallaecia las reliquias de nuestro santo Paio. Es justo y… ¡necesario! El rey Radamiro hizo voto de devolver su cuerpo aquí si vencía en Simancas. Y venció. Luego nuestro cometido es hacer lo posible para que se cumpla esa sagrada promesa.
—No sé… —observó Aldara, llevándose las manos al pecho—. ¿Y si…? ¿Y si lo que ha dicho mi hermano Hermogio fuera cierto…?
—¿Qué?
—Eso de que Paio no quiere que vayamos a por él. Porque su alma está aquí… ¿Y si ha tenido Hermogio una verdadera visión?
—¡Oh, no! Era sólo su delirio. Tu hermano se siente culpable, en cierto modo, y no quiere que removamos nada de aquello. Nunca quiso recordar aquel terrible suceso y menos ahora que se siente morir. Dejémosle en paz. Somos nosotras, tú y yo, quienes debemos encargarnos de esto.
—¿Y ahora? ¿Qué piensas que tenemos que hacer ahora? —preguntó Aldara con ansiedad.
—Iremos a León a encontrarnos con Radamiro para decirle lo que ha sucedido aquí, que no podemos esperar información alguna de Hermogio y que hay que empezar a indagar por otro camino…
—¿Por otro camino? ¿Qué camino es ése?
Goto puso en ella una mirada enigmática y respondió:
—Tendremos que ir allí.
—¿Adónde?
—A Córdoba, querida; a tierra de agarenos. Iremos por el camino del Sur.
El rostro de Aldara reflejó el enorme terror que le causó esta respuesta. Y Goto, al verla tan espantada, añadió:
—No te preocupes, Radamiro nos ayudará a encontrar el camino. No debemos temer, pues Dios estará a nuestro lado. Éste será nuestro cometido y nuestro santo Paio nos defenderá. Hay que emprender el viaje.