Gallaecia, monasterio de Santo Estevo de Ribas del Sil,
agosto del año 939
El abad Franquila estaba sentado en una silla delante de la puerta principal del monasterio de Santo Estevo. Había transcurrido la tercera noche desde que las monjas de Castrelo de Miño se presentaron sin previo aviso y no las había dejado entrar ni siquiera al claustro. Pero cada día, por la mañana, salía después del rezo de la hora de prima a saludarlas y a departir con su sobrina, la reina Goto. Él era poco hablador; en cambio, ella permanecía de pie frente a su tío y, con voz cantarina y atropellada, no paraba de contarle cosas mientras duraba el encuentro, que nunca iba más allá de una hora.
—Según aseguran los que saben tanto de esto —decía la abadesa con exaltación—, desde los tiempos bíblicos no ha habido en el mundo señales en el cielo como las que hubo antes de la batalla. Todos pudimos verlo: a la hora de tercia el firmamento se oscureció y la tierra adquirió un color rojo, como de sangre… ¿Cómo no pensar que Dios iba a hacer un gran milagro con tales signos?
Pálido y adusto, Franquila inquirió:
—¿Y por qué sabes tú todo eso?
—No me invento nada, tío —respondió ella con los ojos encendidos—. ¡Líbreme Dios de jugar con estas cosas! Todo el mundo sabe lo que ocurrió. ¿Acaso no visteis vosotros cómo se hizo de noche en pleno día?
—Sí, sí —contestó él con voz mortecina—. Es cierto que se oscureció el sol. Pero no me refiero a eso… Te pregunto por el resto de los detalles, lo de la batalla y todo lo demás. ¿Quién te lo contó?
En los ojos de Goto asomó la sorpresa. Miró a su tío extrañada y dijo:
—¡Ah! Pero… ¿No habéis recibido en el monasterio la carta del obispo Ero de Lugo?
El abad permanecía sentado sin asomo de azoramiento en el semblante, no obstante su curiosidad. Se encogió levemente de hombros y contestó:
—¿Una carta…?
—¡Sí! Será acaso éste el único lugar de nuestra bendita tierra donde no se haya recibido. Déjame que te cuente: el obispo Ero de Lugo, después de la victoria del glorioso rey Radamiro, tuvo la feliz idea de escribir una detallada crónica y la envió a todos los monasterios, conventos e iglesias de Gallaecia… ¡Qué raro! Deberíais haberla recibido…
Franquila la miró confundido con sus ojos fríos y grises. Y ella, frotándose impacientemente las manos, añadió:
—No te preocupes… Gracias a Dios, traje la carta entre mis cosas… ¡Ahora mismo la podrás leer!
Fue a los graneros donde se hospedaban y al momento regresó con un fajo de pergaminos que entregó al abad. Él los estuvo ojeando taciturno durante un rato y, finalmente, escogió uno y leyó lo siguiente:
Cuando Abderramán vio estas señales terribles, consultó a sus sabios, astrólogos y adivinos para que le declarasen su significado. Y ellos, envanecidos y locos, le dijeron: «Éste es nuestro Dios Allah, que nos anuncia que está en lucha a nuestro lado, ¡grande es su bondad y grande nuestra ventura!, pues, por los grandes méritos de nuestro gran profeta Mahoma, nos quiere dar por herencia la Gallaecia para siempre».
Al oír el rey agareno y sus magnates estas nuevas, se llenaron de alegría y entusiasmo, y llevados por su gran saña y soberbia, enviaron sus cartas y mensajería muy aprisa a toda su gente, para que se aprestaran a la batalla, pertrechados con sus armas y todo lo necesario. Y juntaron tanta morisma que de ninguna manera podía ser contada ni venir toda a tierra de cristianos por el mismo camino. De manera que se dividieron los caudillos y avanzaron hacia nuestra Gallaecia por diversas partes, haciendo grandes estragos por donde pasaban. Y los cristianos, viendo tal muchedumbre de mauros y los daños que causaban, quedaron espantados, y algunos, movidos por su miedo, quisieron concertar la paz para evitar mayores males. Pero el conde Fernán González se negó a hacer tal cosa y propuso en cambio a los suyos ponerse bajo la protección de sus patronos Santiago y san Millán.
Teniendo noticias nuestro rey Radamiro de lo que venía sucediendo en Castilla, reunió a los nobles y les explicó la vergüenza y deshonra tan grande que sería no ayudar a los cristianos que defendían la marca. Y les ofreció hacer los votos a Santiago, lo cual aprobaron todos. Haciéndose pues las encomiendas y las promesas a los santos patronos, se manifestó pública fe en la victoria sobre los agarenos.
Entonces, aun siendo estas ayudas del cielo bastantes y merecedoras del triunfo, le pareció bien al rey Radamiro y a todos los señores y obispos de la Gallaecia con él, encomendar la empresa a san Paio y hacer firme promesa de traer sus reliquias a esta bendita tierra, pues de todos es sabido que reposan en Córdoba, donde el santo muchacho recibió la corona del martirio. Y nuestro rey, delante de la cruz del Señor, hizo este voto: «Nos encomendamos al bienaventurado mártir san Paio, y le hacemos voto de devolver su glorioso cuerpo a ésta su tierra, por el merecimiento de haber vencido en la batalla a aquél que tan grande martirio le dio».
Entre tanto, desde Toledo, por el valle del Duero, marchaba la hueste de Abderramán con el fin de apoderarse de Zamora, para, desde allí, sujetar León y toda la Gallaecia. Por el camino se le unieron los mauros de Zaragoza y llegaron todos juntos hasta las murallas de Simancas, componiendo una visión aterradora, por la inmensidad de hombres y bestias. Mas allí le esperaba nuestro cristianísimo rey con los condes Fernán González y Assur Fernández, los de Álava y Pamplona con su rey García Sánchez y la reina Toda Aznar a la cabeza.
El estrépito y el vocerío eran tan grandes que parecían estar abiertas las puertas del infierno. Los mauros hacían ruido y gritaban: «¡Mahoma, Mahoma!». A lo que los nuestros contestaban: «¡Santiago, Santiago! ¡San Millán, san Millán! ¡San Paio, san Paio!». Todo esto, mezclado con el relinchar de los caballos y el tronar de sus cascos sobre el pedernal, causaba gran espanto.
El rey de Zaragoza con su gente fue el primero en arrancarse al combate, para hacer méritos delante de su amo y señor Abderramán; cruzando el río de Simancas, llamado Pisuerga, encontró a los cristianos muy firmes y muy resueltos a presentarle batalla. Se trabó duro combate hasta que los mauros fueron vencidos y su rey Aben Yahya cayó de su montura y, abandonado de los suyos y no pudiendo recuperar su caballo, fue hecho prisionero.
Entonces, animados por el triunfo de este lance, los cristianos de la primera línea atravesaron los ejércitos mauros hasta sus últimas filas; y éstos, como eran tan numerosos, los envolvieron cogiéndolos en medio y causándoles mucho daño. Pero el rey Radamiro dio la orden de ataque y avanzó con los castellanos a su derecha y los navarros a la izquierda.
Entonces fue el milagro: se abrió el cielo y se vio descender a una muchedumbre de ángeles armados, entre los cuales venían el apóstol Santiago, san Millán y san Paio, en caballos blancos, con armas en las manos resplandecientes como plata. Lo cual, al verlo los cristianos, echaron pie a tierra e hincaron las rodillas. Y como los mauros no veían la ayuda celestial, sino que era dada a contemplar sólo a los cristianos, creyeron que los nuestros se rendían cobardemente y arreciaron envalentonados dando por ganada la victoria.
Pero ya tenía resuelto Dios a quién dar el triunfo, que no era sino para sus fieles. Así que las líneas cristianas se rehicieron y empezaron a derrotar a los mauros con enormes pérdidas; y éstos, en vergonzosa desbandada, huyeron dejando atrás su campamento, con los estandartes y todas sus riquezas.
El mismo Abderramán escapó vivo de puro milagro, abandonando sobre el campo el real, el pabellón y su tienda de campaña, donde se dejó su propio libro del Corán y su cota de malla preferida, tejida toda con oro fino. Sus mujeres y mancebos escaparon a los campos y fueron cogidos triscando cerros arriba, como cabras monteses. Fueron hechos prisioneros numerosos magnates del ejército de los mauros, entre los que destaca el gobernador de Zaragoza, el poderoso príncipe Muhamad aben Hashim al Tuyibí. Con lo que la victoria de los nuestros fue completa, ganándose en ella preciosos despojos: alhajas, vestidos ricos, armas, caballos y muchos cautivos. Loado sea el Dios que nos da la victoria sobre nuestros enemigos, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Cuando hubo terminado de leer el escrito, Franquila elevó los ojos al cielo y exclamó en un susurro:
—¡Bendito sea Dios! ¡Ciertamente, es un milagro!
El rostro de la reina Goto resplandeció de felicidad al ver la emoción de su tío, y dijo solemnemente:
—Dios ha estado grande con nosotros. Ha sido un milagro patente. Por eso hemos venido, venerable tío Franquila…
El abad sonrió por primera vez, serenamente, y la miró con ojos llenos de confianza.
Ella añadió con audacia:
—Y ahora, ¿nos dejarás hablar con Hermogio?
Él la examinaba atentamente, percatándose de que ya no admitiría una negativa. Pero permanecía en silencio, meditando su respuesta. Se puso de pie y se acercó a ella diciéndole:
—Hermogio es muy anciano, está enfermo y la razón le ha abandonado.
Goto alzó las cejas, contrariada. Aguardó un poco y luego replicó:
—Da igual. De todas maneras, he de hablar con él. Algo nos dirá sobre lo que sucedió en Córdoba hace quince años. Por la gloriosa memoria de san Paio, déjame entrar en el monasterio para ver a Hermogio. Su hermana Aldara y yo queremos hablar con él, para saber algunos detalles.
—Será inútil; pues todo lo ha olvidado. Ya te he dicho que la razón le ha abandonado.
Sin titubear, la abadesa se puso de rodillas delante de su tío y le suplicó:
—¡Déjanos entrar!
—La regla de san Benito lo prohíbe terminantemente.
Estas palabras acabaron de colmar la paciencia de Goto, la cual, lanzando una mirada llena de exasperación sobre el abad, dijo:
—Entonces, consiente al menos en que los hermanos lo saquen aquí afuera en una camilla. ¡Te lo ruego! Es muy importante para nosotras…
Él trató de apaciguarla con una sonrisa.
—No todo está en nuestras manos —le dijo—. Os empeñáis en traer las reliquias de Paio desde Córdoba y no reparáis en que tal empresa es harto peligrosa. Muchos lo han intentado ya y no han logrado sino enfurecer más a los mauros… ¿Por qué no dejáis las cosas como están?
A lo que ella, exasperada por su indiferencia, contestó amenazadoramente:
—¿De verdad no te preocupa que esas reliquias sigan allí, en tierra de herejes e infieles? Nuestro rey Radamiro hizo voto de devolverlas a Gallaecia si vencía en la batalla… ¡Él sabrá que te niegas a colaborar!
Franquila, sin perder la calma, repuso:
—No quiero que te enfades. Simplemente te advertía de los inconvenientes de ese propósito. Hace cinco años se envió una embajada desde Celanova con el fin de recuperar las reliquias y todo fue inútil. Costó dinero, esfuerzo y la vida de cuatro monjes… Tal vez Dios tiene decretado en su Divina Providencia que los huesos del mártir sigan allí, reposando en las proximidades del lugar de su martirio.
Goto suspiró con irritación y le preguntó con voz apremiante:
—¿Me dejarás ver a Hermogio?
Él respondió adoptando una actitud seca y a la vez condescendiente:
—Debo consultarlo a los hermanos en el capítulo. Mañana te daré la contestación.