Córdoba, barrio de Furn Birril,
agosto del año 939
—¡Porque grande es Allah e infinita su sabiduría! —gritaba a voz en cuello el muecín—. ¡Nadie ha de osar envalentonarse frente a Él! ¡Venid y escuchad el relato de sus maravillas! ¡Sabed que el Omnipotente oscureció el sol para que los infieles sintieran el terror que causa su fuerza y su poder! ¿Os dais cuenta? ¡Oscureció el sol!
Las inmediaciones de la muralla se iban llenando de gente que se congregaba frente a la puerta de Hierro. Encaramado en el alminar de la pequeña mezquita de Sidi al Muin, el pregonero se desgañitaba y su potente y desgarrada voz parecía derramarse sobre los tejados, los tenderetes y las cabezas de los oyentes, los cuales elevaban los ojos al cielo y se dejaban embargar por el asombro y el fervor que les causaban aquellas alabanzas.
—¡Quien no se alegre por estas noticias, que se le seque dentro del pecho el corazón! ¡Y aquél cuya alma no goce por la grandeza de Allah, que caiga muerto en el polvo! ¡Porque grande es el poder de Allah y Mahoma su Profeta! ¡El supremo Poder ha vencido a los perros infieles! ¡El puerco y tirano rey de los blasfemos se arrastra a los pies de nuestro gran Al Nasir, el invencible, el servidor de Allah, el Comendador de los Creyentes…! ¡Muera el borracho rey Radamiro y toda la Gallaecia blasfema con él!
Entre el gentío, Lindopelo escuchaba atento aquellas terribles palabras. Levantó su mirada hacia el poniente y se dio cuenta de que el sol declinaba por detrás de la mezquita Aljama, que se mostraba radiante, con la majestad esbelta del alminar recortándose en el cielo encarnado, bajo la túnica de sombras que desplegaba el ocaso. Aquella visión le conmovió.
Permaneció allí durante un largo rato, con el corazón palpitante, soportando el intenso calor de la tarde y el ardor que provocaban en los oyentes aquellas soflamas triunfales. Después se abrió paso entre los cuerpos sudorosos y apresuró la marcha hacia su casa. Por el camino, su imaginación urdió fabulosos sueños. El califa regresaba victorioso y su felicidad reventaría inundando toda Córdoba de generosas recompensas. Y a él, como era de esperar, le correspondería su parte. Abderramán, después de estar durante más de dos meses lejos de la ciudad, tendría el color de su cabello muy estropeado. Por mucho que su criados hubieran intentado mantener el tono, no habrían conseguido sino un efecto pobre y meramente provisional. No dudaba pues el tintor de Zahara de que muy pronto sería llamado por los chambelanes de palacio para arreglar el estrago. Realizaría magníficamente su trabajo y obtendría sustanciosas ganancias. Puesto que, a medida que el califa envejecía, se le ajaba la melena y le necesitaba más, volviéndose cada vez más dadivoso. Esta gran victoria contra su odiado enemigo el rey Radamiro le devolvería a Córdoba pletórico de dicha y, por ende, de generosidad.
Sin embargo, al adentrarse en el familiar barrio mozárabe donde vivía, un extraño sentimiento se mezcló con la alegría y la ambición y no pudo por menos que preguntarse: ¿No provocarían tal vez estas circunstancias mayor empeño en los chambelanes para tratar de convencerlo de que se hiciera musulmán? Porque ya últimamente le habían venido insistiendo en ello con tal tesón, constancia y hasta violencia que la cosa empezaba a ser preocupante.
Turbado por estos pensamientos, caminó aprisa hasta la iglesia de San Cipriano, entró y encendió varias velas en el lampadario delante del ara de los mártires. Tres mujeres estaban allí arrodilladas rezando y le miraron de reojo. A él le pareció advertir en ellas suspicacia y hasta cierto desprecio. Eso le molestó. Se encaró con ellas y les preguntó:
—Y vosotras, ¿qué miráis?
No contestaron. Una de las mujeres se santiguó y lanzó un largo suspiro. Luego, elevando los ojos a la bóveda oscura, murmuró:
—¡Señor, perdónale!
Lindopelo fue hacia ella e inquirió con irritación:
—A ver, ¿qué es lo que ha de perdonarme el Señor?
—Yo no he hablado contigo —respondió la mujer alzando la voz—. Tú te lo dices todo…
—¡Estoy harto de que cotilleéis sobre mí! —exclamó él—. ¡Os pasáis la vida juzgándome! Todo lo que hago os parece mal y ni siquiera puedo venir aquí, a encomendarme a los santos mártires, sin que saquéis vuestras conclusiones. ¿No soy yo acaso un cristiano más que trabaja para ganarse el pan?
Las mujeres empezaron a gritarle:
—¡Blasfemo! ¡Impío! ¡Pecador!…
—¿Veis? ¡Ya empezamos! —contestó Lindopelo—. Estabais deseando decirme todo eso.
Seguían en plena discusión cuando salió de la sacristía un viejo sacerdote y les recriminó:
—¿Se puede saber qué escándalo es éste? ¿Aquí, en el santo templo de Dios, os ponéis a reñir?
Las mujeres respondieron a gritos:
—¡Este afeminado ha venido a meterse con nosotras mientras rezábamos! ¡Nos ha ofendido sin que le hayamos dicho lo más mínimo! ¡Es una fiera!
Lindopelo agitó la cabeza y su cabello abundante se alboroto un instante, regresando después a su perfecto y bello orden. Con aire de fastidio le dijo al clérigo:
—¿Te das cuenta, muftí? ¿Quiénes son las que insultan en la casa de Dios?
El anciano avanzó y se plantó delante de él con semblante perplejo. Era alto y delgado, y vestía una túnica deshilachada de indefinido color pardusco que, sin embargo, nada restaba a la dignidad de su aspecto. Su cabeza era grande, el rostro alargado, las barbas blancas y los cabellos canosos, crecidos, los ojos tranquilos y llenos de humildad. Se llamaba Isacio.
—Por Dios —dijo en tono suplicante—, callaos de una vez. Éste no es sitio para discutir, sino para orar. Además, es tarde ya y debo desalojar el templo y cerrar las puertas.
Salieron las mujeres obedeciendo a este ruego y tras ellas el clérigo y Lindopelo. En la calle, volvió a encenderse la disputa.
—¡Hala! —les gritó Lindopelo, acalorado y vehemente a las mujeres—. ¡Ahora id con el cuento de lo malo que soy! ¡Ya tenéis de qué hablar!
—¡Afeminado! ¡Impío! ¡Pecador!… —contestaron ellas encolerizadas.
Lindopelo sacó la punta de la lengua varias veces y ellas escupieron al suelo con desprecio y se frotaron los labios con el dorso de las manos en señal de repudio.
—¡Basta! —exclamó el anciano clérigo—. ¡Por el amor de Dios, no ofendáis a los santos en la puerta de su respetable casa!
Las tres mujeres se santiguaron, dieron media vuelta y se perdieron por un callejón estrecho y oscuro. Anochecía y aquel barrio estaba solitario y en silencio.
El anciano suspiró sonoramente y, con aire sumiso, como implorando su buena voluntad, le dijo a Lindopelo:
—Alma de Dios, no puedes ir por ahí enfrentándote con la gente… ¿No comprendes que no ganas nada con esa actitud?
—¡Me odian! ¡Me tienen envidia!
—Y lograrás que te odien aún más si te pasas la vida riñendo en todas partes. ¿No te das cuenta? El hecho de que tiñas el cabello del califa no te da derecho a ofender a la gente.
—¡Anda ya! —replicó Lindopelo burlonamente—. Chismorrean a mi costa… Les come la envidia… ¡Y dicen que les ofendo!
—Bueno, bueno, no exageres…
—¿Que no? Muftí Isacio, sabes de sobra lo que dicen por ahí de mí… Cuando no hago sino trabajar para sacar adelante a los míos, como cualquier padre de familia.
El clérigo se quedó un largo rato reflexionando. Luego miró directamente a los ojos de Lindopelo y, con tono compresivo, le dijo:
—Hazte cargo… No es fácil hacerles entender tu oficio… No es algo… En fin, digamos que no es algo corriente… Les resulta llamativo que vayas a Zahara a teñir cabellos y hablan del asunto. ¡Es natural! Aunque tú no debes quejarte. Has conseguido fama y fortuna. Una cosa por la otra. No todo en la vida va a ser gloria. Todo conlleva sus inconvenientes…
Lindopelo se encogió desdeñosamente de hombros y replicó con candor:
—Pues que no se metan en mi vida.
Estaban en esa conversación cuando pasó por allí un tropel de jóvenes, cantando alegremente, palmoteando y compartiendo el vino que llevaban en un pellejo de cabra. Se detuvieron delante de la iglesia y, dirigiéndose al anciano clérigo, uno de ellos exclamó:
—¡Muftí, bebe un poco de nuestro vino!
—¿Qué celebráis? —les preguntó Isacio.
—¡El califa ha vencido al puerco y tirano rey de Gallaecia! —respondió el joven—. ¡Toda Córdoba está de fiesta!
El clérigo les recriminó sin titubear:
—Sois cristianos y no deberíais alegraros porque haya guerra. La guerra es un mal para todos los hijos de Dios.
—Ha sido una gran victoria —repuso el joven—. El sol se oscureció antes de la batalla y un viento ábrego y ardiente sopló desde el sur… ¡Dios mismo estaba de parte de Al Nasir!
Un coro de voces se hizo eco exclamando:
—¡Viva Al Nasir! ¡Viva nuestro rey! ¡Muera el puerco y tirano Radamiro!
El anciano meneó la cabeza, consternado, y sentenció:
—Dios no se dedica a hacer la guerra, sino a decretar la paz entre los hombres de buena voluntad. Ese viento ardiente sería cosa del demonio… ¡Idos a vuestras casas, que es tarde ya!
Todos se echaron a reír, incluido Lindopelo, que, entusiasmado, les dijo a los jóvenes:
—Apenas os queda vino en ese pellejo. ¡Vamos todos a celebrarlo a la taberna! ¡Yo invito!
Isacio le miró extrañado y le dijo con ironía:
—¿No quedábamos en que te odiaba todo el mundo? ¿En la taberna no te odian?
Lindopelo no respondió. Besó la mano del clérigo y se unió al tropel de muchachos gritando:
—¡Hale, a beber! ¡Que hoy pago yo! ¡Viva el gran Al Nasir!
—¡Viva Al Nasir! —corearon los jóvenes como un eco—. ¡Y viva Lindopelo! ¡Viva!
Sin salir de su pasmo, el anciano sacerdote vio cómo los jóvenes cargaban sobre los hombros del más fuerte de ellos al tintor de Zahara y se marchaban todos vociferando, entre alegres palmoteos y vítores, camino de la calle de las tabernas. Encantado, Lindopelo agitaba su melena y sonreía de oreja a oreja, sin parar de repetir a gritos:
—¡Hoy pago yo, muchachos! ¡Viva Al Nasir! ¡Viva el victorioso califa! ¡Bebamos todo el vino que nos quepa en el cuerpo!
Cariacontecido, sin acabar de comprender aquella actitud, el clérigo se quedó allí quieto, hasta que desaparecieron de su vista. Después cerró la puerta de la iglesia, dio varias vueltas a la gruesa y pesada llave en la cerradura y cruzó la calle hasta su casa, que estaba justo enfrente.
Al entrar, en el mismo zaguán, encontró a su hermana, tan vieja y alta como él, que le preguntó con rostro preocupado:
—Isacio, ¿quiénes eran ésos y a qué venía todo ese alboroto?
—Los muchachos andan celebrando la victoria del ejército de Abderramán, de taberna en taberna. ¡Cosas de la juventud!
—¿La victoria? ¿Qué victoria?
—¿Qué victoria va a ser? Contra los cristianos de Gallaecia, hermana. ¿No has oído los cánticos de los muecines?
La anciana se llevó la mano al pecho y, como si se le encogiera el corazón, exclamó entre dientes:
—¡Ay… Dios nos castigará!
El clérigo entró en la casa, con el ceño fruncido y bullendo interiormente de negros presagios. Al final de la vivienda, en la cocina, le esperaba un puchero humeante lleno de caldo de verduras. Lo destapó, miró dentro y luego dijo contrariado:
—Hace demasiado calor… Si me tomo esto sudaré durante toda la noche. Mejor será cenar alguna fruta…
Su hermana entró caminado lentamente, apoyándose en un bastón, ignoró lo que él había dicho y le sirvió un tazón de caldo. Y sentándose a la mesa, observó con sequedad:
—Anda, déjate de pamplinas. El caldo te hará bien.
Isacio no rechistó, se puso a migar pan en el tazón y a soplar sobre el hirviente contenido. La anciana no dejaba de mirarlo con cara de honda preocupación y repetía suspirando:
—Dios nos castigará… ¡Ay! Nos castigará…
—¿Por qué dices eso? —le preguntó el clérigo.
Ella, muy afectada, rompió a llorar.
—¿De qué parte está Dios? —Sollozó—. ¡Dímelo tú, hermano, si lo sabes! El muecín cantaba esta mañana que el sol se oscureció antes de la batalla para confundir a los cristianos de Gallaecia. Si Dios hizo una señal así es porque estaba del lado de los musulmanes… ¿O no? Entonces… ¿Es Dios agareno?
—¡Qué tonterías dices, mujer! —replicó él con aspereza—. ¡Cómo va a ser Dios musulmán!
—Entonces… Explícamelo tú, que has estudiado tanto; porque mi torpe cabeza no alcanza a comprender tanta contradicción. Todo el mundo sabe que el sol se oscureció antes de esa terrible batalla… Eso sólo puede hacerlo el Omnipotente… Y si resulta que Abderramán venció, ¿estaba pues Dios de su parte?
Isacio no respondía. Hundido en sus pensamientos, sorbía el caldo caliente.