Gallaecia, Celanova, septiembre del año 939
La luz de la lámpara iluminaba el rostro saludable y sereno del obispo Rudesindo. Vestido éste con el hábito benedictino, pensativo y sin mirar a nadie, se disponía a recoger del suelo las hojas del manuscrito que se le habían caído de las manos mientras lo leía en voz alta, desperdigándose aquí y allá. Sentado junto a él, su hermano el conde Fruela Gutiérrez guardaba silencio con los ojos cerrados, como si todavía siguiera escuchando. Frente a ellos, los cincuenta monjes del monasterio de San Salvador de Celanova permanecían expectantes, con las caras llenas de asombro. La sala capitular estaba en penumbra y aquellas figuras hieráticas, calladas, parecían madurar en sus almas lo que acababan de oír.
Rudesindo recogió las páginas y las fue colocando en orden cuidadosamente. Su frente excepcionalmente grande y de piel clara resaltaba bajo el píleo rojo y su mirada limpia tenía un aire ausente, meditativo; una leve mueca de satisfacción, casi una sonrisa, se dibujaba en sus labios rosados. Su estampa resultaba venerable y hermosa. Como la de su hermano el conde, tan parecido a él; aunque más robusto y de presencia más dura, vestido con peto de cuero, jubón purpúreo, brazaletes con remaches y espadón al cinto. Diríase que ambos, el uno al lado del otro, representaban de manera admirable los dos poderes tan diferentes: el espiritual y el terrenal.
La insignificante interrupción que se había producido al esparcirse las hojas por el suelo sirvió para que todos se hiciesen conscientes de la verdadera importancia de los hechos que se narraban en aquel manuscrito. Deseaban que prosiguiera la lectura cuanto antes, aunque nadie se atrevía a manifestar la más mínima impaciencia. Reinaban la contención y la parsimonia monacal.
Las ventanas de la estancia daban a un patio. No se veía la luna… Pero su luz plateada hacía resplandecer los arcos, los capiteles y las delgadas columnas del claustro. En el silencio, el canto de un ave nocturna, como un quejido, llegaba desde el tejado. También se oyó el delicado y largo suspiro de uno de los monjes.
Rudesindo alzó la frente, paseó la mirada por todos ellos y dijo en tono calmado:
—El poder de nuestro amado Dios es muy grande… Este escrito del obispo Ero de Lugo es el testimonio vivo de que no nos abandona y de que ha querido estar grande con nosotros…
Todos asintieron con elocuentes movimientos de cabeza. Pero continuaron en silencio, atentos a las palabras del obispo. Éste sonrió, elevó los ojos al cielo y exclamó con mayor brío:
—Parece un milagro… ¡Es un milagro!
Un murmullo de regocijo estalló al fin entre los monjes. Pero al punto regresó la gravedad a sus semblantes.
Entonces tomó la palabra el conde Fruela y, con voz respetuosa, dijo:
—En efecto, es un milagro… Yo estuve allí y puedo dar fe de todo lo que sucedió. Si Dios no hubiera estado de nuestra parte… ¡Oh, si no lo hubiera estado! Pero, aunque me esforzara, no sería capaz de contároslo mejor que lo hace el obispo Ero de Lugo en ese escrito. No soy hombre de letras y no poseo la oratoria necesaria para expresaros con detalle cada uno de los prodigios que allí sucedieron. De manera que, hermano, por caridad, empieza a leerlo de nuevo.
Rudesindo no quiso perder más tiempo. Aguzó sus ojos en el pergamino y, con voz pausada y clara, leyó lo siguiente:
Nos, Ero, por la gracia de Dios obispo de la sede de Lucus, queremos que sea conocido por todos que, con la ayuda del Señor y, por Él, de su santo apóstol Yago y de sus siervos san Millán y san Paio, nuestro cristianísimo, glorioso y fulgente en dignidad Radamiro, rey de Gallaecia, venció en singular batalla a Abderramán, rey de Córdoba y señor de todos los mauros de la secta mahomética. Y para que quede constancia del hecho en toda la cristiandad y feliz memoria del prodigio obrado en favor nuestro por la divina gracia y la clemencia del único y verdadero Dios, Padre de Jesucristo, disponemos que sea puesto por escrito este testimonio y copiado cuantas veces sea preciso y leído en todas las iglesias, monasterios, conventos y cenobios de nuestra bendita Gallaecia.
La presente crónica da comienzo el 20 de enero del año del Señor en curso, cuando al fin fue conquistada la ciudad de Santarén en el extremo occidental de al-Ándalus por nuestro poderoso rey Radamiro, después de que su señor natural, el mauro Umayy ben Ishaq, viniera a pedir el socorro de Gallaecia frente a su pariente el tirano emperador de Córdoba Abderramán. Y como quiera que éste, llevado por el demonio, montó en cólera y decidió vengarse por lo que estimaba afrenta y no justicia, envió mensajeros a nuestro cristiano rey, amenazando con destruir todo su reino si no se le enviaban las cien doncellas en tributo, como hicieron nuestros antepasados por largo tiempo y las parias debidas desde antiguo.
Pidió tiempo por medio de sus embajadores el prudente rey Radamiro, con el fin de aconsejarse con los hombres del reino y, de común acuerdo, estimaron que más valía morir que sujetarse al tirano agareno y pecar gravemente pagándole parias y tributos de doncellas. Y así lo mandó comunicar nuestro gran rey a Córdoba, diciéndoles a los mensajeros sarracenos: «Id con Dios y decid a vuestro señor Abderramán y a sus magnates que toda nuestra bendita tierra acuerda como un solo hombre que está resuelta a morir o vencer antes que someterse. Y si decidieren venir a pedir cuentas, hemos de salir a recibirlos con la ayuda de Dios para que se vea si les debemos parias o no». Y con esta embajada se fueron los mauros a contarle a su rey lo que habían visto y oído.
Abderramán llegó al colmo de su ira al recibir la respuesta y decidió castigar a nuestro reino cumpliendo la amenaza hecha. Para tal efecto, recaudó y reclutó el mayor ejército que han visto los siglos, mandando escritos a su gente, tanto a los ciudadanos como a los campesinos de provincias. Exigió a sus gobernadores que enviasen cuantas tropas tuvieran y a los de la capital, nobles y plebeyos, que contribuyesen con sus hijos y dineros. Cuando hubo reunido tal cantidad de hombres y pertrechos que, por engaño del diablo, creyó ganada la guerra, llegó al colmo de la arrogancia, llamando a la campaña «de la Omnipotencia». Ofendiendo así gravemente al único Todopoderoso, que es el verdadero Dios.
En su ciega saña se apresuró el agareno hasta Simancas con toda su hueste, la cual era tan inmensa que con su sola vista causaba pánico y terror. Su destino era Zamora, corazón del reino cristiano, para destruirla y desde allí venir a la Gallaecia con el propósito de arrasar nuestras ciudades, iglesias y monasterios. ¡Tal era su odio a nuestra fe!
Nuestro católico rey, después de ponerse humildemente en las manos del único Omnipotente, mandó aviso a los confines de la cristiandad. No tardaron en acudir a la llamada las gentes de Castilla, de Pamplona y Álava, además de los infieles de Coimbra, que tanto odio tenían al tirano de Córdoba, aun siendo el jefe de su pérfida secta. Mas no eran bastantes estas fuerzas frente a tamaño ejército diabólico que nos amenazaba.
Entonces clamaron los nuestros a Dios con las palabras del salmo: «Quia tu es fortitudo mea [Tú eres mi fortaleza]». Y tuvieron muy presente la sabiduría de san Juan en el Evangelio: «Sin mí no podéis hacer nada». Se decretó el ayuno, la penitencia y la oración en nuestra bendita Gallaecia. Hubo rogativas en todas las iglesias, conventos, monasterios y ermitas, elevándose plegarias a los arcángeles, a los mártires y a los santos protectores del reino.
Y se manifestaron grandes señales en el cielo. Como bien sabéis, el día 14 de junio, viernes, a la hora de tercia se oscureció el sol totalmente, como de noche, y la tierra se tornó roja, del color de la sangre, durante más de tres horas. Lo cual causó gran espanto en los hombres, pues se pensó que llegaba el fin del mundo y en todas partes las gentes lloraban amargamente sus pecados. Mas apenas era este signo pasado, cuando sobrevino otro más fuerte y airado: se levantó un viento ábrego, ardiente como fuego rabioso, y vino por la parte de las Extremaduras causando pavor y espantosos daños hasta Burgos.
Cuando Abderramán vio estas señales terribles, consultó a sus sabios, astrólogos y adivinos para que le declarasen su significado. Y ellos, envanecidos y locos, le dijeron: «Éste es nuestro Dios Allah, que nos anuncia que está en lucha a nuestro lado, ¡grande es su bondad y grande nuestra ventura!; el cual, por los méritos de nuestro gran profeta Mahoma, nos quiere dar por herencia la Gallaecia para siempre».