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Córdoba, Gran Mercado, septiembre del año 939

Los vecinos de su barrio tenían sus buenas razones para llamarle «Lindopelo». La cabeza de aquel hombre no era nada sin su abultada y preciosa cabellera. Tal vez por ese motivo jamás se le veía tocado con gorro alguno, ni con turbante, ni siquiera con la sencilla faja de lienzo con la que muchos se ceñían de la frente a la nuca. Se llamaba Estebanus al Sabbag. El apellido lo heredó de su abuelo y de su padre, que fueron tintoreros en el Gran Mercado. Pero nadie le conocía por tales nombres. Porque todo el mundo, al pensar en él, sólo lograba imaginárselo luciendo su bello pelo, y ese pelo era extraordinario: abundante, fino como la seda y de un negro más brillante que el mismísimo azabache. En cambio, su rostro era corriente; menudo y redondo; los ojos insignificantes, la nariz pequeña y la barbilla envuelta en una blanda papada. Sería por eso por lo que, en cuanto alcanzó la edad oportuna, se dejó crecer una larga barba que en absoluto desmereció, en lo que a la calidad se refiere, del resto de los cabellos. Así que, incluso en la madurez, siguieron llamándole Lindopelo. Y aquel apodo, conferido en sus años jóvenes, resultó ser con el tiempo extrañamente profético.

Estebanus al Sabbag, como su abuelo y su padre, se dedicaba a los tintes. Pero su oficio era muy diferente al de sus ascendientes: él no teñía tejidos, sino cabellos. Y esta sorprendente habilidad suya surgió, posiblemente, cuando le dio por experimentar en su propia cabeza con las sustancias colorantes con que durante décadas su familia trabajó para conseguir las diversas tonalidades en lanas y sedas. No obstante, es preciso manifestar que Lindopelo no se lanzó de manera imprudente a colorear cabelleras sin antes invertir una buena parte de su tiempo de aprendiz en perfeccionar su técnica en todo tipo de pieles: conejo, jineta, comadreja, gato… Y una vez que estuvo bien seguro de que el pelo se podía cambiar de color sin riesgo alguno para su naturaleza, empezó a teñirse el suyo propio. A partir de entonces, su persona fue la mejor propaganda para que la gente supiera que nadie como él en Córdoba era capaz de convertir a los rubios en morenos, tornar castaños a los pelirrojos y devolverles a los canos el esplendor y el color del cabello juvenil. Todo un prodigio que causó sensación tanto entre los hombres como entre las mujeres. Y su fama se extendió de tal manera que llegó a oídos nada menos que del califa Abderramán al Nasir, el cual quiso comprobar por sí mismo la perfección del trabajo de Lindopelo.

Llamado al palacio de Medina Azahara, el singular tintorero acudió con sus tintes y desplegó ante los ojos del monarca el lujo de sus habilidades en la sucesión de criados que fueron poniéndose en sus manos: eslavos rubios, caucásicos de cabellos dorados, castaños claros y oscuros, negros intensos y algunos pelirrojos; unos de texturas lisas y lacios y otros ondulados. A todos supo cambiarles el color con asombrosa pericia. El califa se quedó como si estuviera viendo visiones. Pues aquellas cabelleras no quedaban apelmazadas y carentes de vida y movimiento, como sucedía con los clásicos tintes que usaban los peluqueros; sino que resultaban suaves, sedosas y con aspecto plenamente natural.

Porque Lindopelo se había convertido en un verdadero maestro en esta ciencia, a fuerza de entregarse a ella en alma y vida. Como les sucede a los auténticos artistas. Y sus fórmulas magistrales, fruto de su celo y perspicacia, no se las comunicaba a nadie. Podría intuirse que se servía de variadas composiciones a base de henna para rejuvenecer los cabellos blancos, pues ello se hacía desde antiguo; pero el tono por él conseguido era inigualable. Decían que, para lograr las tonalidades anaranjadas o rojizas, mezclaba la alheña con sangre de buey o con renacuajos machacados para los más oscuros. Pero eran incapaces de descubrir en qué manera hacía uso del índigo en perfectas proporciones, hirviendo cada tinte en aceite, antes de alcanzar aquellas perfectas mixturas que conferían al pelo un tono negro puro, brillante y casi mágico. Para el logro de los rubios, se encerraba en su taller y componía ensayadas fórmulas con azafrán, manzanilla, agua oxigenada y lejía. Aunque su verdadero secreto era el agua de potasio, la cual le proporcionaba un alquimista capaz de mezclar perfectamente el ácido carbónico y el bicarbonato de potasio. El pelo rojo era lo más fácil, añadiendo a la anterior fórmula una oportuna combinación de los mismos tintes que se usaban para colorear tejidos. Una vez conseguidos los tonos, hervía mirra y la mezclaba con pomadas, cera y grasa de nutria, para suavizar el cabello y darle el brillo tan admirado por todos.

Trabajaba en un establecimiento pequeño pero limpio, en el corazón del Gran Mercado, en el barrio de los perfumistas. Porque siempre tuvo muy claro que su oficio nada tenía que ver con el de los clásicos tintoreros, cuyo sector estaba impregnado por el fuerte olor de los pigmentos. Tampoco quiso instalarse junto a los barberos y peluqueros, a pesar de que compartía con ellos la materia propia de su trabajo. Pensó, con fundadas razones, que la elegancia fragante de las esencias y los afeites conferían un rango superior a sus inventos y destrezas. No se equivocó en esto y tampoco al prever que la novedad del servicio que ofrecía le iba a proporcionar con el tiempo beneficios considerables: dinero, respeto y la estima del mismísimo califa.

Acababa de inaugurar su negocio cuando se presentó una mañana un criado de Medina Azahara en nombre del chambelán mayor. Lindopelo se asustó. Pero estaba tan seguro de su oficio que pronto adivinó que lo visitaba la fortuna. Recogió sus cosas, se presentó en el palacio y maravilló a todos. Ese día supo el verdadero motivo de su citación: el poderosísimo Abderramán, el Comendador de los Creyentes, quería teñirse el pelo.

Cuando Lindopelo estuvo postrado a los pies del califa y pudo contemplarle por primera vez, comprendió que aquel deseo no era un mero capricho. Los rasgos físicos de Abderramán eran extrañamente llamativos: aunque no fuera un hombre alto, gozaba de un cuerpo bien proporcionado, y la elegancia y fastuosidad de sus vestidos resultaban admirables; sin embargo, lejos de lo que podía esperarse de un legítimo descendiente de la sangre árabe omeya, su tez no era morena, sino muy blanca; sus ojos de un azul oscuro y profundo; las pestañas largas, suaves y rojizas y, ¡sorprendentemente!, la barba rubicunda. Pero el mayor estupor de nuestro tintor llegó cuando el monarca se quitó el turbante y apareció una abundante, estropajosa y anaranjada cabellera.

El gran chambelán informó convenientemente a Lindopelo del porqué de aquella curiosa fisonomía. El poderosísimo Al Nasir descendía, en efecto, de la más pura estirpe árabe de la tierra del Profeta; pero también reunía en su noble persona la sangre de la gente del norte, ya que Muzna, su madre, era esclava y concubina oriunda de Navarra. Además, por vía materna resultaba ser de origen vascón, pues su abuela, la princesa cristiana Onneca, era hija del rey Fortún Garcés de Pamplona. Con esta ascendencia en su naturaleza, como en la de sus hijos, se había perdido la morenez y el negro de ojos y cabellos. Esta circunstancia entristecía sobremanera a Abderramán, que veía en su propia fisonomía los rasgos de los obstinados enemigos de Allah. Así que, de manera reflexiva y juiciosa, había acordado ponerle remedio a su mal, siempre que se pudiera hacer, sin que el resultado fuera cómico o extravagante.

Lindopelo se puso enseguida manos a la obra. Teñir lo claro de negro era muy fácil para él. Mezcló convenientemente la henna, el índigo y las tinturas oscuras con las que estaba tan familiarizado, añadió el zumo de limón, el aceite y el azúcar. Hirvió pacientemente el conjunto y, cuando estimó que era adecuado, lo aplicó con sumo cuidado y veneración en la abultada melena del califa. Éste permanecía silencioso y expectante, atendido en todo momento por su solícita servidumbre, que se iba admirando al contemplar el proceso. Transcurrido el tiempo necesario para obtener el efecto deseado, Lindopelo secó, ungió y masajeó los regios cabellos, hasta lograr una negrura delicada y un brillo envidiable. Lo mismo hizo con la barba, el bigote y las cejas. Con las pestañas no se atrevió, por miedo a lastimar la mirada más poderosa y a la vez más cruel de Córdoba. Pero aplicó un fino ribete de kohl en torno a los ojos.

Cuando Abderramán se miró en el espejo, permaneció tieso y frío, como petrificado, sin decir palabra alguna. Lindopelo se quedó sin aliento y temió por su vida durante unos instantes. Pero su pánico se disolvió cuando fue envuelto en abrazos y felicitaciones por un sonriente califa en cuyos ojos emocionados habían brotado las lágrimas por haber sentido, como un milagro, que Allah le otorgaba al fin la gracia de verse con la apariencia de sus ancestros árabes.

Los chambelanes aplaudieron, enloquecieron de contento al ver feliz a su amo y colmaron al eficiente tintor de regalos: vestidos, joyas y monedas. Además, le fue otorgado el rimbombante título de «tintor de Zahara», que le proporcionó una estimable consideración en el Gran Mercado. A partir de entonces, se estableció definitivamente, amplió y adecentó el local y compartió el oficio con dos empleados y algunos aprendices que le trataban con un respeto no exento de jovialidad. Y así empezó a ganar dinero y fama, sin descuidar su obligación de acudir cada diez días a teñir las raíces de la cabellera califal y a refrescar el color para que siempre pareciera vivo y joven.

No obstante, con toda la dicha que le proporcionaban los triunfos y las rentas de su oficio, Lindopelo no podía ser del todo feliz. Había algo en su vida que le impedía establecer un lazo definitivo y perfecto con el resto de la servidumbre del Comendador de los Creyentes: el tintor de Zahara era mozárabe. Esto provocaba frecuentes desencuentros en su vida con unos y con otros. Los chambelanes del palacio se empeñaban en hacerle musulmán, pues veían con cierto recelo que un infiel tuviera un contacto tan directo con las intimidades del califa. Y, por otra parte, los miembros de su comunidad, especialmente los clérigos más inflexibles, consideraban un grave pecado su oficio, juzgando como una imperdonable y superficial sensualidad el deseo de modificar el natural estado de las cosas, cambiando artificialmente lo que el Creador había dispuesto, contribuyendo al engaño y la mentira y menospreciando la providente multiplicidad de las razas humanas, cuando todas habían sido bendecidas por Cristo.

Lindopelo hacía tan bien su trabajo que terminó frecuentando los serrallos y, consiguientemente, la compañía de los eunucos y las mujeres que tan mala fama tenían para los cristianos. No podía negarse a prestar sus servicios y cierto desdoro de impureza y obscenidad le impedía sentirse plenamente aceptado en la mozarabía cordobesa.

Una azulada y luminosa mañana de aquel verano, aprovechando que apenas había clientes por ser el mes de Ramadán entre los musulmanes, el tintor de Zahara fue a deambular por los intrincados callejones del mercado. Muerto de calor y deseo insatisfecho, se acercó hasta las fuentes que prodigaban agua fresca en las inmediaciones de la mezquita mayor. Después de beber y refrescarse el cuello y los brazos, se dispuso a observar a los fieles que acudían a rezar. Reinaba una quietud grande y apenas había medio centenar de hombres a la sombra de las galerías o descansando bajo las palmeras y los almendros.

De repente, el almuédano lanzó un largo, fuerte y desgarrado grito desde el alminar. Daba gracias a Allah porque Abderramán al Nasir retornaba victorioso a Córdoba, culminada con extraordinario éxito su campaña contra el rey cristiano de Gallaecia, al que calificaba como «puerco» y «tirano».

La ciudad se sobresaltó y pronto se empezaron a oír gritos, vítores y alabanzas. El patio de la mezquita comenzó a llenarse. La gente cruzaba deprisa las enormes puertas, perseguida por las sombras azulencas de sus cuerpos, las cuales se deslizaban intrépidas bajo los relucientes arcos. Exclamaban:

—¡Al Nasir regresa!

—¡Allah es Poderoso! ¡La victoria es suya!

—¡Gloria y bendición al Profeta!

Lindopelo, como todo el mundo en Córdoba, participó de aquel inesperado sobresalto. Porque nadie en Córdoba ignoraba que Abderramán había partido el pasado mes de junio hacia el norte al frente del mayor ejército jamás visto, con el fin de algarear contra la gente de Gallaecia, harto de la arrogancia y los alardes del rey Radamiro II. La expedición, con más de cien mil hombres reclutados al clamor de la guerra santa, había sido nombrada como gazat al-Kudra; es decir, «campaña de la Omnipotencia» o «del Supremo Poder». Componían la inmensa hueste, además del gigantesco ejército formado por árabes, beréberes y gentes de todas las provincias de al-Ándalus y el norte de África, toda clase de aparatos de guerra, enseres bélicos, armas y pertrechos cargados sobre una infinidad de monturas, bueyes, camellos, acémilas y carromatos, que acrecentaban de tal manera la fila que parecía verdaderamente interminable. Todo había sido reunido mediante pregones y mandatos, a lo largo y ancho del califato, durante meses. Uno de los escritos leídos cada viernes en las mezquitas convocaba a «la congregación de la humanidad para el juicio final». Y, un día tras otro, se elevaban plegarias desde los alminares; no ya implorando las ayuda de Allah, sino aun dándole gracias de antemano por la victoria segura e inminente. Todo ello causó tal expectación entre los cordobeses que no faltó casi nadie el día que, al amanecer, las tropas formaron en la campiña, al norte de la ciudad, componiendo la imponente mesnada y la sobrecogedora cabalgata que partió el sábado 29 de junio camino de Toledo.

Ahora, por lo visto, la apocalíptica campaña del Supremo Poder habría concluido y Al Nasir regresaba victorioso. Era una gran noticia y se avecinaban grandiosos fastos, coincidiendo precisamente con las fiestas y celebraciones del final del Ramadán.

Sobrecogido, Lindopelo supuso que el califa, antes de aparecer en público delante de su pueblo para exhibir su triunfo, querría teñirse el cabello para tener la mejor de las apariencias. Así que corrió en dirección a su establecimiento del Gran Mercado con el fin de prepararlo todo convenientemente y esperar a que los emisarios de Zahara se presentaran para reclamar sus servicios.