LLEVABAN CASADOS CUARENTA AÑOS y Judith seguía teniendo la sensación de que había cosas de su marido que ignoraba. Cuarenta años preparándole la cena a Henry, cuarenta años planchando sus camisas, cuarenta años durmiendo en la misma cama, y seguía siendo un misterio. Quizá ésa fuera la razón por la que continuaba haciendo todas esas cosas por él sin quejarse. Había mucho que decir de un hombre que, después de cuarenta años, aún era capaz de llamar la atención de su mujer.
Judith bajó la ventanilla y una fresca brisa de primavera invadió el interior del coche. El centro de Atlanta estaba tan sólo a media hora, pero allí en Conyers había campo y algunas granjas. Era un lugar tranquilo, y la ciudad estaba a la distancia justa para que ella pudiera disfrutar de aquella paz. Sin embargo, al divisar los rascacielos allá en el horizonte, Judith suspiró pensando: «Mi casa».
Le sorprendió descubrir que a esas alturas ya sentía que Atlanta era su hogar. Hasta el momento había vivido siempre en las afueras, más bien en el campo. Prefería los espacios abiertos a las aceras de cemento de la ciudad, aunque tenía que reconocer que era agradable vivir en el centro y poder ir andando a la tienda de la esquina o a sentarse en un café si le apetecía.
A veces pasaba días sin tener que coger el coche; un estilo de vida que diez años antes le habría resultado inimaginable. Y sabía que a Henry le pasaba lo mismo. Sus hombros se tensaban con firme resolución cuando conducía su Buick por alguna carretera secundaria. Tras varias décadas circulando por toda la red de autopistas e interestatales del país conocía instintivamente todos los atajos, las rutas menos frecuentadas, las curvas peligrosas.
Judith confiaba plenamente en la habilidad de Henry como conductor, de modo que se recostaba en su asiento, mirando por la ventanilla distraídamente, y los árboles situados al borde de la carretera se difuminaban y parecían más bien un espeso bosque. Iba a Conyers al menos una vez por semana, y siempre le parecía descubrir algo nuevo: una casita en la que no había reparado antes, un puente que había cruzado muchas veces sin fijarse en él. En eso consistía la vida: nunca te das cuenta de lo que pasa hasta que te detienes un momento para observarlo con calma.
Volvían de una fiesta que había improvisado su hijo para celebrar su aniversario. Bueno, en realidad había sido la mujer de Tom la que había organizado la fiesta. Ella se ocupaba de todo: era su secretaria, su ama de llaves, su niñera, su cocinera y es de suponer su concubina; todo en uno. Tom había sido una grata sorpresa, pues los médicos les habían asegurado que no podrían tener hijos. Judith lo adoró desde el mismo momento en que lo tuvo en sus brazos, y lo aceptó como si fuera un regalo, su tesoro más preciado. Lo crio con tal mimo y dedicación absoluta que, al parecer, a sus treinta y tantos años aún necesitaba que se ocuparan de él. Quizá Judith había sido una esposa demasiado convencional y una madre demasiado complaciente, y por eso su hijo se había convertido en la clase de hombre que necesita —espera— que su esposa se ocupe de todo.
Pero Judith no había vivido sometida a Henry, ni mucho menos. Se habían casado en 1969, una época en la que ya no estaba mal visto que las mujeres tuvieran inquietudes más allá de preparar el perfecto asado o encontrar el método más eficaz para limpiar las manchas de las alfombras. Desde el primer momento ella había tenido claro que quería que su vida fuera lo más interesante posible. Había participado en la asociación de padres del colegio de Tom, trabajado como voluntaria en el albergue para indigentes de su localidad y ayudado a organizar un grupo de reciclaje en su barrio. Cuando Tom se hizo mayor, Judith se puso a trabajar como contable para una empresa local y se apuntó a un grupo de la parroquia que se reunía para preparar la maratón. Llevaba una vida muy activa, que contrastaba profundamente con la que había llevado su madre. Ésta había acabado exhausta después de criar a nueve hijos y del duro trabajo físico que le exigía ser la esposa de un granjero, y al final de su vida había días que estaba tan deprimida que no podía ni hablar.
No obstante, Judith tenía que asumir que en el fondo también había sido muy convencional. Por más vergüenza que le diera admitirlo, había sido una de aquellas chicas que se matriculaban en la universidad para encontrar marido. Se había criado cerca de Scranton, en Pennsylvania, en una localidad tan pequeña que ni siquiera merecía un punto en el mapa. En ella no había más que granjeros, y ninguno de ellos se había fijado nunca en Judith. Tampoco podía reprochárselo: el espejo no engaña. Estaba excesivamente rellenita, tenía los dientes demasiado prominentes y, en general, tenía demasiado de todo para ser la clase de mujer que los hombres de Scranton elegían como esposa. Y luego estaba su padre, un hombre muy estricto a quien ningún joven en su sano juicio querría por suegro, al menos no a cambio de una chica dentuda y fondona sin talento alguno para las labores del campo.
La verdad era que Judith había sido siempre la rara de la familia, la que no encajaba. Leía demasiado y odiaba las labores propias de una granja; incluso de joven no le gustaban los animales y no quería ocuparse de cuidarlos y darles de comer. Ninguno de sus hermanos tenía estudios superiores: dos de los varones habían abandonado sus estudios en noveno grado, y una de sus hermanas mayores se había casado muy joven y había dado a luz a su primer hijo siete meses después de la boda. Naturalmente todos echaron sus cuentas, pero su madre, empeñada en negar la evidencia, insistió hasta el día de su muerte en que su primer nieto siempre había sido de constitución fuerte, incluso cuando era un bebé. Por suerte, el padre de Judith supo anticipar lo que el futuro podía depararle a su hija mediana: no habría matrimonio de conveniencia con ningún chico de la localidad, principalmente porque ninguno de ellos la encontraba en absoluto conveniente. Una universidad religiosa, decidió, era no sólo la última, sino la única opción posible para ella.
Cuando Judith tenía seis años una brizna de paja la hirió en un ojo cuando corría detrás del tractor, y desde ese momento llevó gafas. La gente daba por supuesto que era muy cerebral porque las usaba, pero en realidad se equivocaban. Sí, le encantaba leer, pero le gustaban más las novelas baratas que la buena literatura. Pese a todo, siempre la consideraron una empollona. ¿Cómo era lo que le decían? «Los hombres no miran a una mujer con gafas». Así, se llevó una gran sorpresa cuando en su primer día de clase en la universidad el ayudante del profesor le hizo un guiño. Al principio pensó que se le habría metido algo en el ojo, pero sus intenciones quedaron claras cuando, al terminar la clase, Henry Coldfield la llevó aparte y le preguntó si le gustaría tomar un refresco con él. Al parecer aquel guiño fue el comienzo y el fin de su sociabilidad. Henry era en realidad un hombre muy tímido, lo que no dejaba de ser curioso, teniendo en cuenta que más tarde se convertiría en el mejor viajante de una distribuidora de licores; un trabajo que él despreció siempre con toda su alma, incluso tres años después de jubilarse.
Judith suponía que la facilidad de Henry para relacionarse con la gente tenía que ver con que era hijo de un coronel del ejército y había cambiado de ciudad innumerables veces, pues nunca permanecían más de dos o tres años en la misma base. No hubo pasión a primera vista, eso vino después. Al principio, Judith se sintió atraída por el simple hecho de haberle atraído a él. Aquello era toda una novedad para la gordinflona de Scranton, que estaba en el extremo opuesto de la filosofía de Marx —de Groucho, no de Karl—: Encantada de unirse a cualquier club que la aceptara como socia.
Henry era un club en sí mismo. No era ni guapo ni feo; ni atrevido ni retraído. Con su cabello peinado siempre de forma impecable y su acento neutro, «medio» era el adjetivo que mejor lo definía, así fue como Judith se lo describiría después en una carta a su hermana mayor. La respuesta de Rosa fue algo como: «Bueno, supongo que es lo más a lo que puedes aspirar». En defensa de Rosa habría que decir que en aquel momento estaba embarazada de su tercer hijo y el segundo todavía llevaba pañales, pero aun así Judith nunca le perdonó aquel desaire a su hermana, pues entendió que iba dirigido a Henry, no a ella. Si Rosa no había sido capaz de ver lo especial que era Henry era porque Judith no tenía talento para escribir; su novio estaba lleno de matices que no se podían expresar con un puñado de palabras. Pero quizá le había hecho un favor: aquella observación tan poco delicada por parte de su hermana había dado a Judith la excusa perfecta para distanciarse de su familia y entregarse por completo a aquel introvertido y paradójico extraño.
La sociable timidez de Henry fue sólo la primera de las muchas dicotomías que fue descubriendo a lo largo de los años en su marido. Le aterrorizaban las alturas, pero se había sacado la licencia de piloto antes de cumplir los veinte años. Se ganaba la vida vendiendo alcohol, pero no bebía. Era de natural casero, pero se había pasado la mayor parte de su vida adulta viajando por todo el noroeste y el medio oeste por motivos de trabajo, como cuando era pequeño y tenían que mudarse por el oficio de su padre. Por lo visto, su vida consistía principalmente en tener que hacer cosas que no quería hacer. Y sin embargo, Henry siempre le decía que su compañía era lo único con lo que realmente disfrutaba.
Cuarenta años y un montón de sorpresas.
Lamentablemente, Judith dudaba de que su hijo encerrara sorpresa alguna para su mujer. Cuando Tom era niño, Henry se pasaba tres semanas al mes fuera de casa, así que sólo ejercía como padre de vez en cuando, y no siempre sacaba a relucir su faceta más amable. A consecuencia de ello, Tom había desarrollado el mismo carácter que había visto de niño en su padre: era estricto, inflexible y cabezón.
Y había algo más. Judith no sabía si era porque Henry consideraba su trabajo como una obligación para con su familia, o porque le obligaba a pasar mucho tiempo fuera de casa, pero parecía que en su relación con su hijo subyacía siempre una especie de tensión: «No cometas los mismos errores que he cometido yo. No te quedes estancado en un trabajo que detestas. No cambies tus sueños por un plato de lentejas». El único consejo positivo que le había dado a su hijo había sido que se casara con una buena mujer. Lástima que no hubiera concretado más. Lástima que no hubiera sido más comprensivo con él.
¿Por qué serían los hombres tan exigentes con sus hijos varones? Judith imaginaba que esperaban que sus vástagos tuvieran éxito allí donde ellos habían fracasado. En sus primeros años de matrimonio, cuando Judith se quedó embarazada por primera vez y pensó que podía ser una niña, sintió una especie de calidez seguida de un brusco escalofrío. Una niña igual que ella, que desafiaría a su madre y al mundo entero. Aquello la ayudó a entender por qué Henry siempre deseaba que Tom lo hiciese mejor, que fuese mejor y tuviera todo aquello que deseara y más.
Lo cierto era que Tom había tenido éxito en su trabajo, pero lo de su mujer había sido una gran desilusión. Siempre que Judith veía a su nuera tenía que reprimirse para no decirle que se enderezara, que hablara en voz alta, por el amor de Dios, y que tuviera un poco de dignidad. Un día, una de las voluntarias de la iglesia dijo que los hombres se casaban con sus madres. Judith no quiso ponerse a discutir con ella, pero de buena gana la habría desafiado a encontrar la más mínima semejanza entre ella y su nuera. De no ser porque deseaba pasar tiempo con sus nietos, Judith sería feliz si no tuviera que verla nunca.
Al fin y al cabo, sus nietos eran la razón por la que se habían mudado a Atlanta. Ella y Henry habían abandonado su retiro en Arizona y habían recorrido casi dos mil millas hasta aquella calurosa ciudad con alertas por exceso de contaminación y violencia callejera, todo para poder estar cerca de los dos niños más mimados y desagradecidos de toda la Appalachia.
Judith miró a Henry, que tamborileaba con los dedos sobre el volante y canturreaba mientras conducía. No hablaban de sus nietos si no era para decir algo bueno, probablemente porque un arrebato de sinceridad podría poner de manifiesto que en realidad no les caían demasiado bien, ¿y qué clase de abuelos serían entonces? Habían puesto su vida patas arriba por dos niños que no comían alimentos con gluten y tenían estrictamente pautadas sus horas de sueño y su vida social, que incluía únicamente a «niños de su mismo entorno e iguales objetivos vitales».
Pero al parecer de Judith, el único objetivo vital de sus nietos era ser el centro de atención. Es fácil pensar que no hay nada más fácil que encontrar a otros niños de un mismo entorno igualmente egoístas, pero según su nuera resultaba casi imposible. ¿Acaso no era el egoísmo el principal rasgo de la juventud? ¿Y acaso no era deber de los padres el ponerle coto? Desde luego, lo que todos tenían muy claro era que no es deber de los abuelos.
Cuando el pequeño Mark escupió su zumo no pasteurizado en los pantalones de Henry y Lilly se puso a devorar los bombones que encontró en el bolso de su abuela con tal ansiedad que a Judith le recordó a una vagabunda adicta a la metanfetamina que había visto el mes anterior en el albergue, Henry y ella se limitaron a sonreír como si se tratara de una de esas graciosas manías que tienen los niños y se corrigen con la edad.
Pero por lo visto tardaban en corregirse, y ahora que ya tenían siete y nueve años respectivamente, Judith estaba empezando a perder la fe en que algún día sus nietos se convertirían en adultos encantadores y bien educados que no sentirían la necesidad de interrumpir continuamente la conversación de los mayores ni de correr gritando a voz en cuello por toda la casa. El único consuelo que le quedaba era saber que Tom los llevaba a la iglesia todos los domingos. Naturalmente, deseaba que sus nietos vivieran en comunión con Cristo pero, sobre todo, quería que aprendieran las lecciones que se enseñaban en la escuela dominical «Honrarás a tu padre y a tu madre. Trata a los demás como querrías que te trataran a ti. No sueñes con que podrás echar a perder tu vida, abandonando los estudios y refugiándote en casa de tus abuelos».
—¡Eh! —gruñó Henry cuando un coche que venía en el otro sentido pasó por su lado a toda velocidad. Lo hizo tan cerca que el Buick se tambaleó sobre sus neumáticos—. ¡Niñatos! —masculló, agarrando con fuerza el volante.
Cuanto más se acercaba a los setenta, más parecía un viejo gruñón. A veces resultaba entrañable, pero otras Judith se preguntaba cuánto tiempo tardaría en ponerse a vociferar con el puño en alto culpando a los «niñatos» de todos los males de este mundo. Por lo visto, los niñatos en cuestión podían tener de cuatro a cuarenta años, y su irritación era todavía mayor cuando les pillaba haciendo algo que él mismo hacía antes pero que ya no podía disfrutar. Judith temía el día en que le retiraran el carné de conducir, algo que sucedería más temprano que tarde, teniendo en cuenta que en la última revisión del cardiólogo habían descubierto algunos problemillas. Ésa era una de las razones por las que habían decidido mudarse a Arizona, donde no había nieve que retirar ni césped que mantener.
—Parece que va a llover —comentó Judith.
Henry estiró el cuello para mirar el cielo.
—Una noche perfecta para empezar el libro que te he regalado —replicó él, sonriendo.
Henry le había regalado por su aniversario una gruesa novela de las que a ella le gustaban, un romance histórico. Y Judith le había regalado a él una nevera portátil para sus clases de golf.
Judith entornó los ojos, miró la carretera y decidió que tenía que volver a graduarse la vista. Ella tampoco andaba tan lejos de los setenta, y cada año que pasaba veía peor. El anochecer era un momento especialmente delicado, pues con la falta de luz tendía a ver borrosos los objetos que estaban a cierta distancia. Ésa fue la razón de que tuviera que parpadear varias veces para asegurarse de lo que veía, y no pudo avisar a Henry hasta que el animal estuvo justo delante de sus narices.
—¡Dios! —gritó Henry, sacando un brazo para proteger a Judith al tiempo que daba un volantazo para esquivar al pobre animal. Sin saber muy bien por qué, Judith pensó que era cierto lo que decían en las películas: todo parecía ralentizarse y el tiempo pasaba tan despacio que cada segundo parecía una eternidad. Sintió que el brazo de Henry bloqueaba firmemente su pecho, y un tirón del cinturón de seguridad a la altura de la cadera. El coche dio una sacudida, ella se golpeó la cabeza contra la puerta. El animal salió despedido contra el parabrisas y rompió la luna, luego rebotó en el techo y finalmente en el maletero. Pero Judith no empezó a registrar los sonidos hasta que el coche frenó en seco e hizo un trompo completo: crac, bum, bum, y un chillido salió de su propia boca. Debía de haber entrado en shock, porque Henry tuvo que gritar varias veces «¡Judith, Judith!», para que dejara de dar alaridos.
La mano de Henry le apretaba el brazo con tanta fuerza que el dolor le subía hasta el hombro. Ella le acarició el dorso y lo tranquilizó.
—Estoy bien, estoy bien.
Tenía las gafas torcidas y lo veía todo borroso. Parecía serena pero su respiración acelerada delataba su nerviosismo. Había saltado el airbag, y un polvo blanco muy fino le cubría la cara.
Por fin recobró el aliento y miró hacia el frente. La sangre había salpicado todo el parabrisas, como un repentino y violento chaparrón.
Henry abrió la puerta pero no se bajó del coche. Judith se quitó las gafas para frotarse los ojos; los cristales se habían roto y faltaba la parte inferior del derecho. Vio que las gafas temblaban entre sus dedos, y enseguida se dio cuenta de que era su mano la que temblaba. Henry se bajó del coche y, haciendo un esfuerzo, Judith se puso las gafas y descendió también.
El animal estaba tendido en el asfalto, y aún movía las patas. A Judith le dolía la cabeza a consecuencia del golpe que se había dado. Tenía sangre en los ojos. Eso fue lo único que se le ocurrió al ver que el animal —probablemente un ciervo— tenía las blancas y torneadas piernas de una mujer.
—Oh, por Dios bendito —murmuró Henry—. Es… Judith… Es…
Judith oyó un coche detrás de ellos; los neumáticos chirriaron sobre el asfalto. Oyó que las puertas se abrían y se volvían a cerrar. Dos hombres se acercaron y uno de ellos corrió hacia el animal.
—¡Llamen al 911! —gritó, arrodillándose junto al cuerpo.
Las piernas se agitaron de nuevo, y esta vez distinguió con claridad que eran las de una mujer. Estaba completamente desnuda. Tenía unos moratones muy oscuros en el interior de ambos muslos. Parecía como si un fino plástico de color burdeos cubriera su torso, y presentaba una profunda herida en el costado por la que asomaba el hueso. Judith miró su rostro: tenía la nariz rota, los ojos hinchados y los labios reventados. La sangre empapaba el oscuro cabello de la mujer y formaba un charco alrededor de su cabeza, como si fuera un halo.
Judith se acercó, no pudo evitarlo; llevaba toda la vida volviendo discretamente la cabeza y ahora de repente quería mirar. Los cristales crujían bajo sus pies; de pronto, la mujer abrió los ojos espantada y se quedó mirando con ojos mortecinos algo por detrás de Judith. De manera igualmente repentina, sus párpados empezaron a cerrarse, pero Judith no pudo reprimir que un escalofrío le recorriera todo el cuerpo.
—Dios mío —masculló Henry, casi rezando.
Al volverse, Judith vio que su marido se había llevado la mano al pecho. Tenía los nudillos blancos y la miraba como si se encontrara mal.
—¿Cómo ha pasado esto? —susurró, con el rostro contraído en una mueca de horror—. ¿Cómo demonios ha sucedido?