SARA SE APARTÓ PARA QUE PUDIERAN sacar al paciente de la sala de urgencias. El hombre había chocado frontalmente contra un motorista que debía de pensar que las luces rojas eran sólo para los coches. El motorista había muerto, pero el conductor había salvado la vida gracias al cinturón de seguridad. A Sara no dejaba de asombrarle la cantidad de gente que veía a diario en las urgencias del Grady que pensaba que no es necesario ponerse el cinturón de seguridad. Y había visto también a otros tantos en la morgue cuando trabajaba como forense del condado de Grant.
Mary entró para limpiarlo todo y dejarlo listo para el siguiente paciente.
—Buen salvamento —le dijo.
Sara sonrió. Al Grady llegaba sólo lo peor de lo peor. No era una frase que escuchara muy a menudo.
—¿Qué tal está esa policía preñada tan histérica, Mitchell?
—Faith —le dijo Sara—. Bien, supongo.
La habían trasladado en helicóptero hasta el hospital dos semanas antes, y desde entonces no había hablado con ella. Cada vez que pensaba en coger el teléfono para enterarse de cómo estaba sucedía algo que se lo impedía. Por otro lado, Faith tampoco la había llamado. Probablemente le daba cierta vergüenza que Sara la hubiera visto en un estado tan lamentable. Teniendo en cuenta que hasta hacía poco ni siquiera estaba segura de querer continuar con su embarazo, Faith Mitchell lloró como un bebé cuando creyó que lo había perdido.
—¿No se ha terminado ya tu turno? —le preguntó Mary.
Sara miró el reloj. Hacía veinte minutos que había acabado.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó, señalando los desechos que había tirado al suelo unos minutos antes mientras intentaba salvarle la vida al paciente.
—Vete —le dijo Mary—. Llevas aquí toda la noche.
—Tú también. —Le recordó Sara, pero no iba a esperar a que le dijeran dos veces que se marchara.
Fue por el pasillo hasta la sala de médicos, y se echó a un lado para dejar pasar a los celadores que trasladaban camillas de un lado a otro a toda velocidad. Los pacientes volvían a estar como sardinas en lata, y se agachó para pasar por debajo del mostrador de las enfermeras y evitar tropezarse con ellas. La televisión que había encima del mostrador tenía puesta la CNN, y vio que el caso de Tom Coldfield seguía siendo noticia.
El despliegue había sido espectacular, pero a Sara le sorprendía que no hubiera acudido más gente a contar su versión de los hechos. No esperaba que Anna Lindsey quisiera ganar dinero contando su historia, pero el hecho de que las otras dos víctimas tampoco hubieran querido decir una palabra resultaba más que sorprendente en una época en la que los acuerdos para sacar una película o una exclusiva en televisión se cerraban inmediatamente. Sara dedujo de lo que había oído en los informativos que el DIG no había revelado todos los detalles de la historia, pero le iba a resultar difícil encontrar a alguien que quisiera contarle la verdad.
Naturalmente, nadie podía culparla por intentarlo. Faith había sido incapaz de hablar con coherencia cuando la trasladaron a urgencias, pero Will Trent había pasado la noche en observación. El cuchillo de cocina no había afectado las principales arterias, pero sus tendones eran otra cosa. Tendría que hacer rehabilitación durante varios meses para recuperar por completo la movilidad. Pese a todo, Sara pasó por su habitación a la mañana siguiente para sonsacarle descaradamente. Su actitud hacia ella había cambiado, y estuvo todo el tiempo tirando de la sábana hasta que por fin se la sujetó pudorosamente debajo de la barbilla, como si Sara no hubiera visto nunca el pecho desnudo de un hombre.
La mujer de Will apareció unos minutos después, y Sara se dio cuenta inmediatamente de que aquel momento incómodo entre ella y Will en el sofá había sido cosa de su imaginación. Angie Trent era muy atractiva y tenía además ese aire sexy y peligroso que vuelve locos a los hombres. A su lado, Sara se sintió incluso menos interesante que el papel de la pared del hospital. Se disculpó y salió de la habitación tan deprisa como pudo sin resultar maleducada. Los hombres que se sentían atraídos por una mujer como Angie Trent no sentían el menor interés por mujeres como Sara.
Se sintió aliviada al descubrirlo, aunque un poco decepcionada también. Resultaba halagador pensar que un hombre la encontraba atractiva. Aunque tampoco pensaba hacer nada al respecto. Sara jamás podría volver a entregarle su corazón a otro ser humano como había hecho con Jeffrey. No es que fuera incapaz de amar; simplemente no podía volver a abandonarse de esa manera a un sentimiento.
Al llegar a la sala de médicos se cruzó con Krakauer.
—Hola. ¿Sales ya?
—Sí —le dijo Sara, pero el médico se marchaba ya por el pasillo, con la vista al frente, tratando de ignorar a los pacientes que le llamaban.
Fue hasta su taquilla y giró la rueda. Sacó su bolso y lo dejó en el banco que tenía detrás. La cremallera se abrió. Vio el borde de la carta entre su monedero y las llaves.
La Carta. La explicación. La excusa. Una súplica de absolución. El intercambio de culpas.
¿Qué podía tener que decirle la mujer que había terminado con una sola mano con la vida de Jeffrey?
Sacó la carta. Acarició el sobre entre sus dedos. No había nadie más en la sala. Estaba a solas con sus pensamientos. A solas con la diatriba. Con las divagaciones. Con las pueriles justificaciones.
¿Qué se podía decir? Lena Adams trabajaba para Jeffrey. Era una de las detectives que tenía bajo su mando en el departamento de policía del condado de Grant. Jeffrey le había cubierto las espaldas, la había sacado de un montón de líos y había enmendado sus errores durante diez años. A cambio, ella había puesto su vida en peligro, y era la responsable de que se hubiera mezclado con la clase de hombres que mataban por deporte. Lena no había colocado aquella bomba, ni sabía de su existencia. Ningún tribunal la habría condenado por sus acciones, pero Sara sabía —desde lo más hondo de su ser— que era responsable de la muerte de Jeffrey. Había sido la que había hecho que se cruzara en el camino de los hombres que le asesinaron. Como de costumbre, Jeffrey había intervenido para protegerla, y eso le había costado la vida.
Por todo ello, Lena era tan culpable de su muerte como el hombre que puso la bomba. En lo que a Sara respectaba, incluso más culpable que él, porque sabía que se había quedado con la conciencia tranquila. Sabía que no podían presentar ningún cargo contra ella, que nadie la iba a castigar. No le iban a tomar las huellas ni a humillarla obligándola a desnudarse para ser cacheada y que le tomaran las fotos. No tendrían que ponerla en aislamiento para protegerla de las reclusas que querrían matar a la policía que acababan de mandar a la cárcel. No tendría que sentir el pinchazo en su brazo. No vería a Sara a través del cristal de la sala de ejecución de la cárcel del estado, esperando a que pagara sus crímenes con la muerte.
Había conseguido salir impune de un asesinato a sangre fría, nunca la castigarían por ello.
Sara rasgó la esquina del sobre y deslizó el dedo por debajo de la solapa. La carta estaba escrita en papel pautado de color amarillo; eran tres folios escritos por una sola cara y numerados. La tinta era azul, probablemente de un rotulador de punta fina.
A Jeffrey le gustaban los cuadernos de papel amarillo pautado, como a la mayoría de los policías. Siempre tienen un montón de ellos almacenados, y uno a mano nuevecito cuando algún sospechoso se decide a confesar. Deslizan el cuaderno por la mesa, destapan un bolígrafo nuevo y ven fluir las palabras del bolígrafo al papel, y al confesor en pleno paso de sospechoso a delincuente.
A los jurados les gustan las confesiones escritas en papel amarillo pautado. Es algo que les resulta familiar, menos formal que un documento impreso, aunque siempre hay una copia impresa que lo respalda. Sara se preguntó si habría en alguna parte una transcripción de aquella carta escrita en mayúsculas que tenía en sus manos. Porque —y estaba tan segura de ello como de que estaba en la sala de médicos del hospital Grady—, aquello era una confesión.
Sin embargo, ¿qué más daba? ¿Cambiarían algo las palabras de Lena? ¿Le iban a devolver a Jeffrey? ¿Le devolvería su antigua vida, la vida que ella quería?
Después de tres años y medio, Sara sabía perfectamente que no. Nadie podía devolverle todo aquello, ni ruegos ni píldoras ni castigos. Ninguna lista podría nunca capturar un momento. Ningún recuerdo podía recrear ese estado de felicidad absoluta. Ya no habría más que un vacío, un hueco en la vida de Sara en el lugar que un día ocupó el único hombre sobre la faz de la tierra al que podría amar.
En resumen, no importaba lo que Lena tuviera que decirle, leerla no le traería ninguna paz. Quizá el hecho de saberlo lo hiciera más fácil.
Pero se sentó en el banco que tenía detrás y leyó la carta de todas formas.