Capítulo veinticinco

RESULTABA DIFÍCIL MIRAR a Pauline McGhee, incluso con su hijo sentado en el regazo. Tenía la boca destrozada después de romper a mordiscos la malla de alambre, así que no se le entendía muy bien cuando hablaba, pues le habían cosido los labios. Los diminutos puntos que sujetaban la piel le daban un aspecto como de Frankenstein. Y sin embargo resultaba difícil sentir simpatía por ella, quizá porque seguía refiriéndose a Faith como «esa zorra».

—Pues no sé qué puedo decirle, zorra —le dijo—. Llevo veinte años sin ver a mi familia.

Will se revolvía en su asiento, al lado de Faith. Tenía el brazo en cabestrillo y en la expresión de su cara se podía leer el dolor, pero había insistido en estar presente durante la entrevista. Faith no podía culparle por querer respuestas. Por desgracia, empezaba a quedar claro que no las iban a obtener de Pauline.

—Tom ha vivido en dieciséis ciudades diferentes en los últimos treinta años —le explicó Will—. Hemos encontrado casos similares en doce de ellas: mujeres que fueron secuestradas y de las que nadie volvió a saber. Siempre desaparecían por parejas. Dos mujeres al mismo tiempo.

—Sé lo que es una puta pareja.

Will abrió la boca para hablar, pero Faith alargó el brazo por debajo de la mesa y le apretó la rodilla. Sus tácticas habituales no estaban funcionando. Pauline McGhee era una superviviente, dispuesta a pasar por encima de quien hiciera falta con tal de salvar el pellejo. Había dejado inconsciente a patadas a Olivia Tanner para asegurarse de que sería la primera en abandonar el sótano. Habría estrangulado a su hermano con sus propias manos si Faith no la hubiera detenido. No era alguien a quien se pudiera llegar a través de la empatía.

Faith se arriesgó.

—Pauline, déjese de gilipolleces. Sabe que puede marcharse cuando quiera. Si aún está aquí será por algo.

La mujer miró a Felix y le acarició el pelo. Por un instante, Pauline McGhee casi pareció un ser humano. El niño tenía algo capaz de transformarla, y Faith entendió de repente que esa aparente dureza era un escudo protector que tan sólo Felix podía traspasar. El niño se había quedado dormido en sus brazos en cuanto su madre se sentó a la mesa de juntas. Se metía el dedo en la boca, y Pauline se lo sacó varias veces antes de rendirse. Faith entendía perfectamente que no quisiera perder de vista a su hijo, pero aquella conversación no era la más apropiada para los oídos de un niño.

—¿De verdad pensaba dispararme? —preguntó Pauline.

—¿Qué? —dijo Faith, aunque sabía perfectamente a qué se refería Pauline.

—En el pasillo. Le habría matado. Quería matarle.

—Soy oficial de policía —respondió Faith—. Mi trabajo es salvar y proteger vidas humanas.

—¿Proteger esa vida? —le preguntó Pauline con incredulidad—. Sabe perfectamente lo que ha hecho ese hijo de puta.

Señaló a Will con la barbilla.

—Escuche a su compañero. Mi hermano ha matado como mínimo a dos docenas de mujeres. ¿De verdad cree que merece un juicio? —Besó la cabeza de Felix—. Debería haberme dejado matarlo. Estrangularlo como a un chucho de mierda.

Faith no respondió, más que nada porque no había nada que decir. Tom Coldfield no había hablado. No se jactaba de sus crímenes ni se había ofrecido a decirles dónde tenía enterrados los cadáveres a cambio de que le perdonaran la vida. Estaba firmemente decidido a ir a la cárcel, probablemente al corredor de la muerte. No había pedido nada más que pan y agua y su Biblia, que tenía tantas anotaciones en los márgenes que apenas se podía leer.

Sin embargo, Faith se había pasado las últimas noches dando vueltas en la cama, reviviendo aquellos segundos en el pasillo. A veces dejaba que Pauline matara a su hermano, y otras veces tenía que acabar disparándole a la mujer. Ninguna de las dos opciones le convencía, así que había terminado por resignarse y asumir que esa clase de emociones sólo se curan con el tiempo. El proceso de pasar página resultaba más fácil ahora que el caso ya no era asunto suyo ni de Will. Como Matthias Thomas Coldfield había cometido sus crímenes en diversos estados, ahora era problema del FBI. Sólo le habían permitido entrevistarse con Pauline porque suponían que existía un vínculo entre ambas. Nada más lejos de la realidad.

O a lo mejor no.

—¿De cuánto está? —le preguntó Pauline.

—De diez semanas —respondió Faith.

Cuando los de la ambulancia llegaron a casa de Tom Coldfield estaba al borde de la locura. No podía dejar de pensar en su bebé, en si estaría a salvo o no. Incluso después de ver latir su corazón en el monitor fetal Faith siguió llorando, suplicándole a los TES que la llevaran al hospital. En aquel momento estaba segura de que se equivocaban, de que algo terrible había sucedido. Curiosamente, la única persona que fue capaz de convencerla de lo contrario fue Sara Linton.

Mirándolo por el lado bueno, toda su familia sabía ya que estaba embarazada gracias a las enfermeras del Grady, que se habían referido a ella como «esa policía embarazada tan histérica» todo el tiempo que había permanecido en urgencias.

Pauline acarició de nuevo el pelo de Felix.

—Me puse muy gorda cuando estaba embarazada de él. Fue muy desagradable.

—Es difícil —admitió Faith—. Pero merece la pena.

—Supongo. —Rozó la cabeza de su hijo con sus maltrechos labios—. Es lo único bueno que tengo.

Faith solía decir lo mismo de Jeremy, pero ahora, viendo a Pauline McGhee, se daba cuenta de la suerte que tenía. Faith tenía a su madre, que la quería pese a todos sus defectos. Tenía a Zeke, aunque se hubiera trasladado a Alemania para huir de ella. Tenía a Will, y para bien o para mal, tenía a Amanda. Pauline no tenía a nadie; sólo a un niño pequeño que la necesitaba desesperadamente.

—Cuando tuve a Felix me dio por pensar en ella, en Judith —dijo Pauline—. ¿Por qué me odiaba tanto?

Miró a Faith como si esperara una respuesta.

—No lo sé —respondió—. No entiendo cómo alguien puede odiar a su propia hija. A cualquier niño, en realidad.

—Bueno, hay niños que dan asco, pero tu propia hija…

Pauline se quedó callada durante un buen rato, y Faith se preguntó si habrían vuelto a la casilla de salida.

—Necesitamos saber por qué ha sucedido todo esto, Pauline —dijo Will—. Yo necesito saberlo.

Pauline miraba por la ventana con aire distraído, con su hijo cerca del corazón. Cuando empezó a hablar lo hizo en voz tan baja que Faith tuvo que aguzar el oído para entenderla.

—Mi tío me violaba.

Faith y Will se quedaron callados, dejándole espacio para que se sintiera cómoda.

—Yo tenía tres años —les confesó Pauline—, luego cumplí cuatro, y después cinco. Un día, por fin, me decidí a contárselo a mi abuela. Pensé que la muy bruja me salvaría, pero le dio la vuelta y empezó a decir que yo era una niña diabólica. —Torció el gesto con rencor—. Mi madre les creyó a ellos, en lugar de a mí. Se puso de su lado, como siempre.

—¿Y qué sucedió entonces?

—Nos mudamos. Siempre nos mudábamos cuando las cosas se ponían feas. Papá pedía el traslado en el trabajo, vendíamos la casa y volvíamos a empezar. Otra ciudad, otro colegio, pero la misma situación de mierda.

—¿Cuándo empezaron a ir las cosas mal con Tom? —le preguntó Will.

—Yo tenía quince años. —Pauline se encogió de hombros—. Por aquel entonces tenía una amiga, Alexandra McGhee. Por eso elegí ese apellido cuando me cambié de nombre. Vivimos en Oregón un par de años antes de trasladarnos a Ann Arbor. Ahí fue donde empezó todo con Tom, cuando todo empezó a ir mal. —Su tono era monótono ahora, como si en lugar de sus secretos más terribles les estuviera explicando algo que le habían contado sobre algún asunto sin importancia—. Estaba obsesionado conmigo, como enamorado de mí. Me seguía como un perrito faldero, olía mi ropa, trataba de acariciarme el pelo y…

Faith intentó disimular su repulsión, pero se le revolvió el estómago al imaginar lo que aquella mujer le estaba contando.

—De pronto, Alex dejó de venir a casa —continuó Pauline—. Éramos muy amigas. Yo quería saber si había dicho o hecho algo que… Tom le estaba haciendo daño. No sabía cómo. Al menos no lo supe al principio. Pero lo descubrí enseguida.

—¿Qué pasó?

—Alex escribía esa frase por todas partes, una y otra vez. En sus libros, en las suelas de sus zapatos, en la palma de la mano.

—«No voy a sacrificarme» —aventuró Will.

Pauline asintió.

—Uno de los médicos del hospital me sugirió aquel ejercicio. Se suponía que debía escribir la frase para convencerme de que no debía atracarme de comida y luego vomitar, como si escribir una puta frase un trillón de veces pudiera arreglarlo todo.

—¿Sabía que Tom obligaba a Alex a escribir aquella frase?

—Se parecía a mí —admitió Pauline—. Por eso le gustaba tanto. Era como mi sustituta: tenía el mismo color de pelo, la misma altura, y más o menos el mismo peso, aunque parecía más gorda que yo.

Las mismas características que todas las demás víctimas de Tom: todas se parecían a su hermana.

—Yo le pregunté por qué lo hacía, por qué la obligaba a escribir aquella frase —continuó Pauline—. Estaba muy cabreada. Le grité y él me pegó. No con la mano abierta, sino con el puño. Y cuando me caí al suelo, me dio una paliza.

—¿Qué pasó después? —le preguntó Faith.

Pauline se quedó mirando por la ventana, como abstraída, como si estuviera sola en la habitación.

—Alex y yo fuimos al bosque. Íbamos allí a fumar al salir del colegio. El día que Tom me pegó nos encontramos allí. Al principio, no quiso decirme nada, pero al final se vino abajo. Me contó que Tom la había estado llevando al sótano de nuestra casa para hacerle cosas. Cosas malas. —Cerró los ojos—. Alex se dejó porque Tom le dijo que si no lo hacía, empezaría a hacérmelo a mí. Me estaba protegiendo. —Abrió los ojos y miró a Faith con sorprendente intensidad—. Mi amiga y yo estuvimos hablando a ver qué podíamos hacer. Le dije que no serviría de nada contárselo a mis padres, que no iban a actuar. Así que decidimos ir a la policía; había un policía con el que tenía cierta confianza. Pero supongo que Tom nos siguió ese día. Siempre estaba vigilándonos. Tenía en mi habitación un intercomunicador de ésos que se usan con los bebés. Oía lo que hablábamos y… —Se encogió de hombros, pero Faith no tuvo dificultad en imaginar lo que hacía su hermano mientras las escuchaba—. El caso es que nos encontró en el bosque. Me golpeó en la nuca con una piedra, y no sé lo que le hizo a Alex. Estuve sin verla un tiempo. Creo que mi hermano intentaba que se viniera abajo. Eso fue lo más duro. ¿Estaría muerta? ¿La estaría pegando? ¿Torturándola? ¿O simplemente la había dejado escapar y ella no hablaba porque le tenía miedo? —Tragó saliva—. Pero no era nada de eso.

—¿Y qué era?

—La tenía en el sótano, preparándola para lo que estaba por llegar, que era mucho peor.

—¿Nadie la oía?

Pauline meneó la cabeza.

—Papá no estaba, y mamá… —Movió la cabeza de nuevo.

Faith estaba convencida de que nunca llegarían a saber hasta qué punto Judith conocía las inclinaciones sádicas de su hijo.

—No sé cuánto tiempo duró, pero al final Alex acabó en el mismo sitio que yo.

—¿Dónde?

—Bajo tierra. Estaba oscuro. Teníamos los ojos vendados. Nos metió algodón en los oídos, pero podíamos oírnos. Estábamos atadas, pero… sabíamos que estábamos bajo tierra. Por el sabor, ¿entiende? La boca te sabe a humedad y a polvo. Había excavado una cueva. Debió de tardar semanas. Le gustaba planearlo todo minuciosamente, controlar hasta el último detalle.

—¿Tom estuvo con ustedes todo el tiempo?

—Al principio no. Supongo que tenía que planear su coartada. Nos dejó allí unos días, atadas, para que no pudiéramos movernos, ni ver, y apenas oíamos nada. Al principio gritamos, pero… —Movió la cabeza, como para sacudirse de encima el recuerdo—. Nos traía agua, pero no comida. Debió de pasar una semana. Yo estaba bien; había aguantado mucho más que eso sin comer. Pero Alex… Se desmoronó. Lloraba todo el tiempo, me suplicaba que hiciera algo para ayudarla. Entonces volvió Tom y yo le supliqué que la hiciera callar, que hiciera algo para que no tuviera que escucharla más.

Pauline se quedó callada de nuevo, perdida en sus recuerdos.

—De repente, un día, algo cambió. Empezó a meterse con nosotras.

—¿Qué hizo?

—Al principio se limitó a hablar. Le dio por los sermones bíblicos; eran las estupideces que le metía mi madre en la cabeza contándole que era el sustituto de Judas, que había traicionado a Jesús. Se pasaba la vida diciendo que yo la había traicionado, que me había criado para ser una niña buena pero me había vuelto malvada, que había hecho que su familia la odiara por culpa de mis mentiras.

Faith citó la última frase que le había oído pronunciar a Tom Coldfield:

—«Oh, Absalón, me he alzado».

Pauline se estremeció, como si las palabras le cortaran.

—Es de la Biblia. Amnón violó a su propia hermana, y cuando hubo acabado con ella la repudió por ser una puta. —Sus maltrechos labios esbozaron algo parecido a una sonrisa—. Absalón era el hermano de Amnón. Lo mató por haber violado a su hermana. —Pauline rio con amargura—. Qué pena que yo no tuviera otro hermano.

—¿Tom siempre estuvo obsesionado con la religión?

—No con lo que normalmente entendemos por religión. Retorcía la Biblia para que se adaptara a lo que él quería hacer. Por eso nos tenía a Alex y a mí bajo tierra, para que pudiéramos resucitar como Jesús. —Alzó la vista y miró a Faith—. Delirante, ¿no? Hablaba y hablaba durante horas, nos decía lo malas que éramos y nos contaba cómo iba a redimirnos. Me tocó, pero yo no podía ver…

Pauline se estremeció, pero esta vez todo su cuerpo tembló. Felix se revolvió y su madre lo calmó para que volviera a dormirse.

Faith sentía que el corazón le latía con fuerza. Recordaba perfectamente cómo había tenido que pelear con Tom, el calor de su aliento en la oreja cuando le dijo: «Lucha».

—¿Qué hizo Tom cuando dejó de hablar? —le preguntó Will.

—¿Usted qué cree? —preguntó, en tono sarcástico—. No sabía lo que estaba haciendo, pero sabía que disfrutaba haciéndonos daño.

Tragó saliva, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Fue la primera vez… para las dos. Sólo teníamos quince años. En aquella época las chicas no se acostaban con cualquiera. No es que fuéramos ángeles ni nada parecido, pero tampoco éramos un par de zorras.

—¿Les hizo algo más?

—Nos hacía pasar hambre. No como a las otras mujeres, pero nos lo hizo pasar bastante mal.

—¿Y las bolsas de basura?

Asintió una sola vez.

—Para él éramos basura. Nada más que basura.

Eso era lo que había dicho Tom en el pasillo.

—¿Nadie les echó de menos a usted o a Alex mientras Tom les tuvo en la cueva?

—Creyeron que nos habíamos escapado. Las chicas hacen esas cosas, ¿no? Se escapan de casa y si los padres dicen que son malas, que mienten continuamente y que no se puede confiar en ellas, a nadie le importa, ¿no? —No les dejó contestar—. Seguro que a Tom se le ponía dura cuando mentía a la policía diciéndoles que no tenía ni idea de dónde estábamos.

—¿Qué edad tenía Tom cuando sucedió todo esto?

—Es tres años menor que yo.

—Doce —dijo Will.

—No —le corrigió Pauline—, todavía no los había cumplido. Cumplió doce al mes siguiente. Mamá organizó una fiesta. El pequeño monstruo acababa de salir bajo fianza y ella le organizó una fiesta de cumpleaños.

—¿Cómo salieron de la cueva?

—Nos dejó salir. Dijo que si se lo contábamos a alguien nos mataría, pero Alex se lo contó a sus padres y ellos la creyeron. —Soltó una risa mordaz—. Vaya si la creyeron.

—¿Qué le ocurrió a Tom?

—Lo detuvieron. La policía llamó a casa y mamá lo llevó a la comisaría. No vinieron a detenerlo. Sólo llamaron a casa y dijeron que lo lleváramos. —Hizo una pausa, para recomponerse—. Tom tuvo que pasar un examen psiquiátrico. Hablaron de enviarlo a una cárcel como si fuera un adulto, pero no era más que un niño, y los loqueros se opusieron y dijeron que necesitaba ayuda. Podía parecer más pequeño cuando quería, mucho más de lo que era en realidad. Fingía quedarse desconcertado, como si no entendiera por qué la gente decía cosas tan malas de él.

—¿Qué decidieron los tribunales?

—Le diagnosticaron algo, no sé qué. Que era un psicópata, probablemente.

—Tenemos su expediente de las fuerzas aéreas. ¿Sabía que había servido en el ejército?

Pauline dijo que no con la cabeza y Faith se lo contó.

—Durante seis años. Le licenciaron en lugar de hacerle un consejo de guerra.

—¿Y eso qué significa?

—Pues, leyendo entre líneas, diría que las fuerzas aéreas no querían o no sabían cómo tratar su trastorno, así que le ofrecieron licenciarse con honor y él lo aceptó.

Los expedientes militares de Tom Coldfield estaban escritos en ese jerga administrativa que sólo un veterano puede descifrar. Como médico, el hermano de Faith, Zeke, había reconocido todas las pistas. La clave de todo fue el hecho de que no hubieran llamado a Tom para luchar en Irak, ni siquiera cuando la situación llegó a tal punto que los criterios de alistamiento desaparecieron por completo.

—¿Qué le pasó a Tom en Oregón? —preguntó Will.

Pauline respondió con tono bien medido.

—Se suponía que debía ingresar en un hospital público, pero mamá habló con el juez, le dijo que teníamos familia en el este y que podíamos llevarle allí e ingresarle en un hospital de la zona para que tuviera cerca a algún ser querido. El juez dijo que le parecía bien. Supongo que se alegraron de perdernos de vista. Más o menos como las Fuerzas Aéreas, ¿no? Ojos que no ven, corazón que no siente.

—¿Su madre le buscó algún tratamiento?

—Qué coño. —Se echó a reír—. Mi madre hizo lo mismo una y otra vez. Decía que Alex y yo mentíamos, que nos habíamos escapado y un desconocido nos había violado y estábamos intentando echarle la culpa a Tom porque le odiábamos y queríamos que la gente sintiera lástima por nosotras.

Faith sintió una angustia en la boca del estómago, preguntándose como era posible que una madre fuera tan ciega al sufrimiento de su propia hija.

—¿Fue entonces cuando empezaron a llamarse Coldfield? —preguntó Will.

—Nos lo cambiamos por Seward después de que detuvieran a Tom. No fue fácil. Había cuentas bancarias y toda clase de documentos en los que había que cambiar el nombre para que fuera legal. Mi padre empezó a hacer preguntas. No le gustaba nada aquello, porque tenía que hacer cosas: ir al juzgado, pedir copias de los certificados de nacimiento, rellenar formularios. Estaban en mitad de todo el lío, poniéndolo todo a nombre de Seward, cuando yo me escapé. Supongo que al irse de Michigan volvieron a cambiarlo por Coldfield. Los de Oregón no le hicieron ningún seguimiento a Tom. En lo que a ellos respectaba, el caso estaba cerrado.

—¿Volvió a saber de Alex McGhee?

—Se suicidó. —El tono de Pauline era tan frío que Faith se estremeció—. Imagino que no pudo superarlo. Hay mujeres que no pueden.

—¿Está segura de que su padre no tenía ni idea de lo que estaba pasando? —le preguntó Will.

—No quería saberlo —respondió Pauline.

Pero no había modo de confirmarlo. Henry Coldfield había sufrido un infarto masivo cuando le comunicaron lo que les había sucedido a su mujer y a su hijo. Había muerto de camino al hospital.

Will continuó insistiendo.

—Su padre nunca se dio cuenta…

—Viajaba todo el tiempo. Se pasaba fuera varias semanas, a veces un mes entero. E incluso cuando estaba en casa nunca estaba realmente allí; salía con su avión o a cazar o a jugar al golf o hacer lo que le daba la gana. —El tono de Pauline se iba volviendo más hostil con cada palabra—. Tenían una especie de trato: ella llevaba la casa, no le pedía que la ayudara, y él hacía lo que le venía en gana siempre y cuando aportara su sueldo y no hiciera preguntas. Una vida perfecta, ¿eh?

—¿Su padre abusó de usted alguna vez?

—No. No estaba allí para abusar de mí. Le veíamos por Pascua y por Navidad, eso era todo.

—¿Por qué en Pascua?

—No lo sé. Siempre fue una época muy especial para mi madre. Pintaba huevos y adornaba la casa. Le contaba a Tom la historia de su nacimiento, le decía que era muy especial, que siempre había deseado un hijo varón, que con él su vida estaba completa.

—¿Por eso decidió huir el día de Pascua?

—Huí porque Tom estaba excavando otro hoyo en el jardín.

Faith le dio un momento para ordenar sus pensamientos.

—¿Eso fue en Ann Arbor?

Pauline asintió, con la mirada perdida.

—No le reconocí, ¿sabe?

—¿Cuando le secuestró?

—Fue todo muy rápido. ¡Estaba tan condenadamente contenta de haber encontrado a Felix! Creí que le había perdido. Luego mi cerebro empezó a atar cabos y me di cuenta de que era Tom, pero ya era demasiado tarde.

—¿Lo reconoció?

—Lo presentí. No sé cómo explicarlo. Todas las células de mi cuerpo me gritaron que era él. —Cerró los ojos unos segundos—. Cuando entré en el sótano todavía podía sentirlo. No sé qué me hizo mientras estaba inconsciente. No sé lo que hizo.

Sólo de pensarlo Faith sentía escalofríos.

—¿Cómo le encontró?

—Creo que siempre supo dónde estaba. Se le da bien seguir la pista a la gente, observarles, adivinar cuáles son sus costumbres. Imagino que yo tampoco se lo puse muy difícil al elegir el nombre de Alex. —Rio sin ganas—. Me llamó al trabajo hará un año y medio. ¿Pueden creerlo? ¿Qué posibilidades hay de que yo atienda una llamada como ésa y sea Tom el que esté al otro lado?

—¿Sabía que era él cuando le llamó?

—Joder, no. Habría cogido a Felix y habríamos huido.

—¿Para qué le llamó?

—Ya se lo he dicho. Fue una llamada de contacto. —Movió la cabeza con expresión incrédula—. Me habló del refugio, me dijo que aceptaban donaciones a cambio de recibos en blanco. Tenemos clientes muy ricos, y donan sus muebles viejos por la desgravación fiscal. Les hace sentir menos culpables por deshacerse de un salón de cincuenta mil dólares para sustituirlo por uno de ochenta mil.

Faith no podía siquiera concebir tales cifras.

—Así que decidió recomendarles el refugio a sus clientes.

—Estaba cabreada con los de la ONG Goodwill. No vienen cuando les llamas, te dicen que pasarán entre las diez y las doce, por ejemplo. ¿Quién puede pasarse dos horas esperando? Mis clientes son millonarios, no pueden pasar toda la mañana esperando a que aparezca un «perroflauta» para llevarse los muebles. Tom dijo que con el refugio podíamos concertar una hora exacta y que serían puntuales. Y siempre lo eran. Eran amables y limpios, cosa muy rara. Se lo recomendé a todo el mundo. —Se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Se lo conté a todo el mundo.

—¿Incluidas las mujeres del chat?

Pauline se quedó callada.

Faith le contó lo que habían averiguado en los últimos días.

—El bufete de Anna Lindsey empezó a prestar asistencia jurídica al refugio hace seis meses. Olivia Tanner se convirtió en su principal benefactor el año pasado. Jackie Zabel llamó al refugio para que recogieran las cosas de casa de su madre. Alguien tuvo que hablarles del refugio.

—Yo no… No lo sabía.

Todavía no habían conseguido entrar en el chat. El sitio era demasiado sofisticado, y craquear las contraseñas ya no era una prioridad para el FBI, pues ya tenían a su hombre en la cárcel. Sin embargo, Faith necesitaba que se lo confirmara. Tenía que oírlo de labios de Pauline.

—Publicó algún post hablando del refugio, ¿verdad?

Pauline no contestó.

—Cuéntemelo —dijo Faith, y por algún motivo, la petición funcionó.

—Sí, lo publiqué.

Faith no se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Exhaló el aire lentamente.

—¿Cómo supo Tom que todas padecían desórdenes de la alimentación?

Pauline alzó la vista. Sus mejillas empezaban a recobrar el color.

—¿Cómo se enteraron ustedes?

Faith se quedó reflexionando unos segundos. Lo sabían porque habían investigado las vidas de las mujeres de forma tan metódica como lo había hecho Tom Coldfield. Éste las seguía, las espiaba en sus momentos más íntimos. Y ninguna de ellas se había dado cuenta.

—¿La otra mujer está bien? —preguntó Pauline—. La que estaba conmigo en el sótano.

—Sí. —Olivia Tanner estaba lo suficientemente recuperada como para negarse a hablar con la policía.

—Es una zorra muy dura.

—Usted también —le dijo Faith—. Hablar con ella podría ayudarle.

—No necesito ayuda.

Faith no se molestó en discutir.

—Sabía que Tom acabaría encontrándome —dijo Pauline—. Yo no dejaba de entrenar. Quería asegurarme de que podría aguantar sin comer. Quería asegurarme de que podría sobrevivir. Cuando nos cogió a Alex y a mí siempre iba a por la que gritaba más, a por la que se desmoronaba primero. Quería asegurarme de que ésa no sería yo. Así fue como me ayudé yo solita.

—¿Su padre nunca preguntó por qué su madre quería mudarse y cambiarse de nombre? —le preguntó Will.

—Ella le dijo que era para que Tom pudiera empezar de nuevo, para que todos pudiéramos empezar de nuevo. —Se echó a reír amargamente y se dirigió a Faith—. Siempre gira todo alrededor de los chicos, ¿verdad? Las madres y sus hijos varones. A las hijas que les den por saco. A quien verdaderamente quieren es a los chicos.

Faith se llevó la mano a la barriga. Aquel gesto se había convertido en algo natural en los últimos días. Desde el principio había creído que la criatura que llevaba dentro era un chico; otro Jeremy que le haría dibujos y le cantaría canciones. Otro meoncete que presumiría delante de sus amigos de que su mamá fuera policía. Otro chaval que sería respetuoso con las mujeres. Otro adulto que sabría por su madre soltera lo duro que era pertenecer al bello sexo.

Ahora Faith rezaba para que fuera una niña. Todas las mujeres que habían conocido durante la investigación de aquel caso habían encontrado la manera de odiarse a sí mismas mucho antes de tropezarse con Tom Coldfield. Todas ellas estaban acostumbradas a privar a sus cuerpos de todo: desde el alimento hasta el calor de algo tan esencial como el amor. Faith quería mostrarle otro camino a su hija. Quería a una niña para poder criarla de modo que tuviera la oportunidad de quererse a sí misma. Quería ver a esa niña crecer para convertirse en una mujer fuerte que supiera cuál era su valor en el mundo. Y no quería que ninguno de sus hijos conociera nunca a una mujer tan amargada y lisiada como Pauline McGhee.

—Judith está en el hospital —le dijo Will—. La bala no le alcanzó el corazón.

Las aletas de la nariz de Pauline se dilataron. Los ojos se le llenaron de lágrimas y Faith se preguntó si alguna parte de ella, por pequeña que fuese, todavía quería conservar algún tipo de vínculo con su madre.

—Puedo llevarle a verla, si quiere —le ofreció Faith.

Pauline se secó las lágrimas y soltó una carcajada seca.

—Ni se le ocurra, zorra. Ella nunca ha estado ahí para cuidarme, y le juro por lo más sagrado que yo no voy a estar ahí para cuidarla a ella. —Se cambió a su hijo de brazo—. Tengo que llevarle a casa.

—Si pudiera al menos… —dijo Will.

—Si pudiera, ¿qué?

Will no sabía qué responder. Pauline se levantó y se fue hacia la puerta, intentando sujetar a Felix mientras tiraba del pomo.

—Seguramente el FBI querrá ponerse en contacto con usted —le dijo Faith.

—Pues me pueden besar el culo. —Consiguió abrir la puerta—. Y ustedes también.

Faith se quedó mirándola mientras se alejaba por el pasillo, cambiándose a Felix de brazo al doblar la esquina de camino a los ascensores.

—Dios —exclamó Faith en voz baja—. Resulta difícil sentir lástima por ella.

—Hiciste lo correcto —le dijo Will.

Faith volvió a verse en aquel pasillo con Tom, apuntando a la cabeza de Pauline, con Tom forcejeando en el suelo. No les entrenaban para herir a los sospechosos, les entrenaban para disparar una andanada de balas directas al pecho.

A menos que una fuera Amanda Wagner, en cuyo caso hacía un solo disparo que causaba el daño suficiente para reducir al sospechoso pero no para matarlo.

—Si tuvieras que volver a hacerlo, ¿dejarías que Pauline matara a Tom? —le preguntó Will.

—No lo sé —confesó Faith—. Iba con el piloto automático. Hice aquello para lo que me entrenaron.

—Teniendo en cuenta lo que ha tenido que pasar Pauline… —Will no quiso terminar la frase—. No es una mujer muy agradable.

—Es una auténtica zorra con la sangre muy fría.

—Qué raro que no me haya enamorado de ella.

Faith se echó a reír. Había visto a Angie en el hospital cuando subieron a Will del quirófano.

—¿Qué tal está la señora Trent?

—Asegurándose de que pago las primas de mi seguro de vida. —Sacó su móvil—. Le dije que volvería a las tres.

Faith no hizo ningún comentario sobre su nuevo móvil, ni sobre su expresión de recelo. Imaginó que Angie Polaski había vuelto a su vida. No le quedaba más remedio que acostumbrarse, del mismo modo que te acostumbras a una cuñada trabajosa o a la insufrible y malcriada hija del jefe.

Will echó la silla hacia atrás.

—Supongo que debería irme.

—¿Quieres que te acerque en el coche?

—Prefiero caminar.

No vivía muy lejos de allí, pero hacía apenas setenta y dos horas que había pasado por el quirófano. Faith hizo ademán de protestar, pero Will la detuvo.

—Eres una buena policía, Faith, y me alegro de que seas mi compañera.

Pocas cosas podría haber dicho que le sorprendieran más.

—¿En serio?

Will se agachó y le besó la coronilla. Antes de que ella pudiera responder, le dijo:

—Si alguna vez te encuentras con Angie subida encima de mí de esa manera, no le avises, ¿vale? Tú sólo aprieta el gatillo.