WILL ESTABA TENDIDO DE LADO en el suelo de la cocina de Judith Coldfield, viéndola llorar con la cara enterrada entre sus manos. Le picaba la nariz, y era curioso que eso le molestara, pues tenía un cuchillo de cocina clavado en la espalda; al menos creía que era un cuchillo de cocina. Cada vez que intentaba girar la cabeza, el dolor se volvía tan intenso que le daba la sensación de que se iba a desmayar.
No sangraba demasiado. Lo realmente peligroso era que el cuchillo se moviera, que se saliera de la vena o arteria afectada y empezara a desangrarse. Si lo pensaba en términos puramente mecánicos, la hoja de acero estaba clavada entre el músculo y el tendón, y eso hacía que la cabeza le diera vueltas. Tenía el cuerpo empapado en sudor y empezaba a sentir escalofríos. Curiosamente, mantener el cuello erguido era lo más difícil. Tenía los músculos tan tensos que su cabeza palpitaba con cada latido. Si los relajaba un segundo, el dolor que sentía en los hombros le traía a la boca el sabor del vómito.
—Es un buen chico —le dijo Judith sin levantar la cara de las manos—. Usted no sabe lo bueno que es.
—Cuéntemelo. Dígame por qué cree que es bueno.
La petición la cogió por sorpresa. Por fin se quitó las manos de la cara y le miró, y al parecer se percató de que la vida de Will estaba en peligro.
—¿Le duele?
—Pues sí, me duele mucho —admitió—. Tengo que llamar a mi compañera. Tengo que saber si está bien.
—Tom nunca le haría daño.
El hecho de que se sintiera obligada a decirlo hizo que la sangre de Will se le helara en las venas. Faith era una buena policía. Sabía cuidar de sí misma, excepto si no podía. Hacía unos días se había desmayado, se había derrumbado en el suelo del aparcamiento de los tribunales. ¿Y si volvía a desmayarse? ¿Y si se desmayaba y, al despertar, se encontraba en otra cueva, en otra cámara de tortura excavada por Tom Coldfield?
Judith se limpió los ojos con el dorso de la mano.
—No sé qué hacer…
Will no creía que fuera a aceptar sugerencias.
—Pauline Seward se fue de Ann Arbor, Michigan, hace veinte años. Tenía entonces diecisiete.
Judith apartó la vista.
—Según el expediente de su desaparición, se fue de casa porque su hermano abusaba de ella —aventuró Will.
—Eso no es cierto. Pauline era… ella se lo inventó.
—He leído el informe —mintió Will—. Vi lo que su hermano le hizo.
—Él no le hizo nada —insistió Judith—. Pauline se lo hizo ella sola.
—¿Se hacía daño a sí misma?
—Se hacía daño, sí. Se inventaba cosas. Siempre andaba causando problemas, desde el mismo momento en que nació.
Will debería haberlo imaginado.
—Pauline es su hija. —Judith asintió, evidentemente disgustada por el hecho—. ¿Qué clase de problemas causaba?
—No quería comer —explicó la anciana—. Se negaba a comer. Nos pasábamos la vida de médico en médico. Nos gastamos hasta el último centavo en ayudarla, y ella nos lo pagó yendo a la policía y contándoles cosas horribles sobre Tom. Cosas verdaderamente horribles.
—¿Que le hacía daño?
Judith vaciló y asintió de forma casi imperceptible.
—Tom siempre ha tenido una naturaleza tierna. Pero Pauline era demasiado… —Meneó la cabeza, incapaz de encontrar las palabras—. Inventaba historias sobre él. Historias espantosas. Yo sabía que no podían ser ciertas. Incluso cuando era una niña decía mentiras. Siempre estaba buscando nuevas formas de hacer daño a la gente. De hacerle daño a Tom.
—Ése no es su verdadero nombre, ¿verdad?
Judith miraba algo por encima de su hombro, probablemente el mango del cuchillo.
—Tom es su segundo nombre. El primero es…
—¿Matías? —aventuró Will.
Judith asintió de nuevo y por un momento se permitió pensar en Sara Linton. Lo había dicho de broma, pero había acertado de pleno. «Encuentra a uno que se llame Matías y habrás encontrado a tu asesino».
—Después de la traición de Judas, los apóstoles tuvieron que decidir quién les iba a ayudar a contar la historia de la resurrección de Jesús. —Por fin lo miró a los ojos—. Eligieron a Matías. Era un hombre santo, un fiel discípulo de nuestro Señor.
Will parpadeó para evitar que el sudor se le metiera en los ojos.
—Todas las mujeres que han desaparecido o muerto están relacionadas con su refugio. Jackie donó las cosas de su madre, el banco donde trabaja Olivia Tanner es uno de los patrocinadores, el bufete de Anna Lindsey se ocupa gratuitamente de sus asuntos legales. Ahí es donde Tom debió de conocerlas.
—¿Y cómo lo sabe?
—Dígame qué otra cosa pueden tener en común.
Judith le miró fijamente a los ojos y Will pudo leer la desesperación en su rostro.
—Pauline —dijo—, ella podría…
—Pauline ha desaparecido, señora Coldfield. La secuestraron en un aparcamiento hace dos días. Delante de su hijo de seis años.
—¿Tiene un hijo? —preguntó Judith boquiabierta—. ¿Pauline tiene un niño?
—Felix, su nieto.
Judith se llevó la mano al pecho.
—Los médicos nos dijeron que nunca podría… No lo entiendo. ¿Cómo ha podido tener un hijo? Dijeron que nunca podría quedarse…
Meneaba la cabeza con aire incrédulo.
—¿Su hija padecía un trastorno de la alimentación?
—Buscamos ayuda, pero al final… —Movió la cabeza, como si todo fuera inútil—. Tom la chinchaba con su peso, pero todos los hermanos pequeños hacen rabiar a sus hermanas mayores. Él nunca quiso hacerle daño. Nunca fue su intención…
La mujer hizo una pausa para sobreponerse. Se abrió una grieta en su fachada cuando se permitió considerar la posibilidad de que su hijo fuera realmente el monstruo que le estaba describiendo Will. Pero se recuperó de inmediato y meneó la cabeza enérgicamente.
—No, no le creo. Tom jamás le haría daño a nadie.
El cuerpo de Will comenzó a temblar. Seguía sin perder mucha sangre, pero sólo conseguía apartar el dolor de su mente durante un minuto. No podía sujetar la cabeza, o tenía que parpadear para que el sudor no le entrara en los ojos, y entonces el dolor era insoportable. La oscuridad seguía llamándole, seguía teniendo la tentación de dejarse llevar. Cerró los ojos por unos segundos, luego unos segundos más. Se obligó a despertar alzando bruscamente la cabeza y aullando de dolor.
—Necesita ayuda —dijo Judith—. Debería ir a buscar ayuda.
Pero la mujer no se movió. El teléfono volvió a sonar y ella se limitó a mirarlo.
—Hábleme de la cueva.
—Yo no sé nada de eso.
—¿A su hijo le gustaba excavar hoyos?
—A mi hijo le gusta ir a la iglesia. Adora a su familia. Le gusta ayudar a la gente.
—Hábleme del número once.
—¿Y qué quiere que le diga?
—Tom parece sentir preferencia por ese número. ¿Tiene algo que ver con su nombre?
—Le gusta, eso es todo.
—Judas traicionó a Jesús. Había once apóstoles hasta que llegó Matías.
—Conozco perfectamente la Biblia.
—¿Pauline la traicionó? ¿Se sentía usted incompleta hasta que llegó su hijo?
—Eso que dice no tiene sentido para mí.
—Tom está obsesionado con el número once —le explicó Will—. Le arrancó la undécima costilla a Anna Lindsey. Le metió once bolsas de basura en la vagina.
—¡Basta! —gritó—. No quiero oír nada más.
—Las electrocutó. Las torturó y las violó.
—¡Sólo intentaba salvarlas! —chilló Judith.
Sus palabras resonaron por la diminuta habitación como una bola de pinball al chocar contra los topes metálicos.
Judith se cubrió la boca con la mano, horrorizada.
—Usted lo sabía —dijo Will.
—Yo no sabía nada.
—Tiene que haberlo visto en las noticias. Los nombres de algunas de las mujeres se han hecho públicos. Tuvo que reconocerlos por su trabajo en el refugio. Vio a Anna Lindsey en la carretera después de que Henry la atropellara. Llamó a Tom para que se ocupara de ella, pero había demasiada gente alrededor.
—No.
—Judith, usted conoce…
—Conozco a mi hijo —insistió—. Si estuvo con esas mujeres sería porque intentaba ayudarlas, nada más.
—Judith…
La mujer se puso de pie y Will se percató de que estaba furiosa.
—No voy a seguir escuchando sus mentiras sobre mi hijo. Lo he criado desde que era un bebé. Lo he tenido entre… —juntó los brazos como si estuviera acunando a un recién nacido—. Lo apreté contra mi pecho y juré que lo protegería.
—¿Y no hizo eso con Pauline, también?
Su rostro carecía ahora de toda expresión.
—Si Tom no viene tendré que ocuparme de usted yo misma. —Cogió un cuchillo de un taco de madera—. No me importa pasar el resto de mi vida en la cárcel. No voy a permitir que destruya a mi hijo.
—¿Está segura de poder hacerlo? Apuñalar a alguien por la espalda no es lo mismo que hacerlo de frente.
—No voy a permitir que le haga daño. —Sujetaba el cuchillo con ambas manos—. No lo voy a permitir.
—Suelte el cuchillo.
—¿Qué le hace pensar que puede decirme lo que tengo que hacer?
—Mi jefa está detrás de usted, apuntándole a la cabeza con un revólver.
La mujer se sobresaltó, emitiendo un gemido al volver la cabeza y ver a Amanda al otro lado de la ventana. Sin previo aviso, Judith alzó el cuchillo y se dispuso a clavarlo en el pecho de Will. La ventana explotó y la anciana cayó al suelo justo delante de él, con el cuchillo todavía en la mano. La sangre formó un círculo perfecto en la parte de atrás de su blusa.
Will oyó el golpe al abrirse la puerta. Un montón de gente irrumpió en la casa, se oyeron fuertes pisadas, una voz dando órdenes enérgicamente, y ya no pudo percibir nada más. Dejó caer la cabeza y el dolor le perforó hasta el alma. Medio inconsciente, vio los tacones de Amanda. Se arrodilló junto a él. Su boca se movía, pero no podía oír lo que estaba diciendo. Quería preguntarle por Faith, por su bebé, pero resultaba demasiado fácil dejarse arrastrar por la oscuridad.