FAITH ESTABA EN EL EXTERIOR de la casa de Tom Coldfield con el auricular pegado a la oreja mientras oía sonar el móvil de Will. Le había dicho que estaba a dos minutos, pero hacía ya más de diez. Saltó el buzón de voz. Seguramente se había perdido y estaba conduciendo en círculos, buscando su Mini porque era demasiado cabezón para pedir ayuda. Si estuviera de mejor humor saldría a buscarle, pero le daba miedo lo que pudiera llegar a decirle a su compañero si se quedaba a solas con él.
Cada vez que pensaba que Will le había mentido y había ido a hablar con Jake Berman a sus espaldas tenía que agarrarse con fuerza al volante para no estrellar el puño contra el salpicadero. No podían seguir así, como si ella fuera un lastre. Si pensaba que podía arreglárselas solo ahí fuera no había razón para que continuaran trabajando juntos. Podía aguantar muchas cosas de Will, pero si no confiaba en ella la cosa no podía funcionar. Y él también tenía sus propios lastres; por ejemplo no poder distinguir entre algo tan simple como la derecha y la izquierda.
Faith miró la hora otra vez. Le daría otros cinco minutos antes de entrar en la casa.
La médico no le había dado buenas noticias, que era lo que esperaba absurdamente Faith. Desde el momento en que pidió la cita para ir a ver a Delia Wallace su salud había mejorado de forma apreciable. Esa mañana no se había levantado bañada en sudor frío. Tenía el azúcar alto, pero no por las nubes. Tenía la mente despejada, centrada. Y entonces Delia Wallace se lo había echado todo por tierra.
Sara le había hecho una prueba en el hospital que mostraba la pauta de sus niveles de azúcar a lo largo de las últimas semanas. Tendría que ir a ver a un dietista. La doctora Wallace le había dicho que iba a tener que planificar cuidadosamente sus comidas, lo que comía entre horas y en cada momento de su vida hasta que se muriera; algo que podía suceder de forma prematura porque sus niveles de azúcar fluctuaban de tal modo que lo mejor que podía hacer era tomarse un par de semanas libres y concentrarse en aprender a tratar su diabetes.
Le encantaba que los médicos dijeran cosas así, como si cogerse dos semanas libres fuera algo que uno pudiera conseguir simplemente chasqueando los dedos. A lo mejor podía irse a Hawái o a Fiji. O podía llamar a Oprah Winfrey para preguntarle el nombre de su cocinero personal.
Afortunadamente también le había dado buenas noticias. Faith había visto a su bebé. Bueno, en realidad no lo había visto exactamente —el niño era poco más que una manchita todavía—, pero había podido escuchar los latidos de su corazón y ver la imagen por ultrasonidos y el delicado sube y baja de la diminuta mancha que crecía en su interior, y aunque Delia Wallace le había insistido mucho en que era pronto para eso, Faith habría jurado que había visto una manita diminuta.
Marcó de nuevo el número de Will. El buzón de voz saltó casi de inmediato. Se preguntó si su móvil habría entregado el alma por fin. No podía entender por qué no se compraba uno nuevo. A lo mejor es que tenía algún extraño vínculo emocional con ese aparato.
En cualquier caso le estaba haciendo perder mucho tiempo. Abrió la puerta y se bajó del coche. Tom Coldfield vivía a diez minutos del lugar donde sus padres habían tenido el desafortunado accidente. Su casa estaba en mitad de la nada: para visitar al vecino más próximo se necesitaba el coche. Tenía ese aspecto de caja típico de la moderna arquitectura de los suburbios. Faith prefería su casa, con su tarima desigual y sus espantosas paredes de falsa madera en el cuarto de estar.
Todos los años, cuando le llegaba la devolución de Hacienda, se prometía que iba a hacer algo con esas paredes, pero cada vez, como por arte de magia, Jeremy necesitaba algo importante por las mismas fechas en las que le llegaba el cheque. Una vez estuvo a punto de librarse, pero el muy canalla se rompió un brazo intentando demostrarles a sus amigos que podía saltar con el patinete desde el tejado hasta un colchón que habían encontrado en el bosque.
Se llevó la mano a la barriga. No se iba a librar en su vida de esos paneles de falsa madera.
Faith buscó su identificación en el bolso mientras se dirigía hacia la puerta principal. Llevaba tacones y uno de sus mejores vestidos, porque por alguna razón esa mañana le había parecido importante estar presentable para su cita con Delia Wallace; un esfuerzo inútil, pues se había pasado la mayor parte del tiempo con un camisón de papel.
Se dio la vuelta y miró la calle vacía. No se veía a su compañero por ninguna parte. No entendía por qué tardaba tanto. Tom le había dicho a Faith por teléfono que ya le había dado a Will las indicaciones necesarias para llegar hasta la casa. Pese a su problema para distinguir la derecha y la izquierda, Will se las arreglaba muy bien para encontrar el camino. Ya debería haber llegado. En cualquier caso, debería coger el teléfono. A lo mejor le había vuelto a llamar Angie. Teniendo en cuenta lo que sentía en ese momento Faith por Will esperaba que su mujer estuviera mostrándole su lado más dulce y amoroso.
Faith llamó al timbre y tuvo que esperar un buen rato a que le abrieran la puerta. Demasiado tiempo considerando que llevaba un cuarto de hora aparcada justo delante.
—Hola. —La mujer que salió a abrirle la puerta era delgada y angulosa, pero no podía considerarse en absoluto guapa. El cabello rubio le caía lacio sobre la frente y tenía las raíces oscuras. Tenía ese aspecto descuidado que se te queda cuando tienes niños pequeños.
—Soy la agente especial Faith Mitchell —se presentó, enseñándole su placa.
—Darla Coldfield. —Tenía una voz susurrante de ésas que denotan delicadeza. Se pellizcó el cuello de la blusa morada que llevaba puesta. Faith se percató de que el borde estaba desgastado y deshilachado por las costuras.
—He quedado aquí con Tom.
—Está a punto de llegar. —La mujer reparó en que estaba bloqueando la puerta y se echó a un lado—. ¿Quiere pasar?
Faith entró en el recibidor, cuyo suelo estaba embaldosado en blanco y negro. Vio que era igual en el resto de la casa, desde la cocina hasta la sala de estar. Incluso el comedor y el estudio que se veían a ambos lados del recibidor tenían el suelo de baldosas.
De todos modos Faith cumplió con el protocolo de decirle a la mujer que tenía una casa muy bonita, mientras el eco de sus propias pisadas resonaba en sus oídos según se dirigían a la sala de estar. El mobiliario tenía un toque más masculino de lo que Faith hubiera imaginado. Había un sofá de cuero marrón y un sillón reclinable a juego. La alfombra era negra y no tenía una sola mota de polvo. No había juguetes, algo bastante raro teniendo en cuenta que los Coldfield tenían dos niños. A lo mejor no les dejaban jugar en aquella habitación. Se preguntó qué utilizarían como sala de estar. En la parte de la casa que había visto hacía calor, aunque afuera hiciera fresco, y era muy poco acogedora. Faith estaba a punto de romper a sudar. El sol entraba a raudales por las ventanas, pero tenían todas las luces encendidas.
—¿Le apetece un té? —preguntó Darla.
Faith estaba mirando su reloj, extrañada de que Will tardara tanto.
—Claro.
—¿Con o sin azúcar?
La respuesta de Faith no fue todo lo automática que debería haber sido.
—Sin azúcar. ¿Llevan mucho tiempo viviendo aquí?
—Ocho años.
La casa parecía más deshabitada que un almacén vacío.
—Tienen ustedes dos hijos, ¿no?
—Un niño y una niña. —Sonrió con aire inseguro—. ¿No tiene usted un compañero?
La pregunta parecía algo extraña, teniendo en cuenta por dónde estaba llevando Faith la conversación.
—Tengo un hijo.
La mujer sonrió y se tapó la boca, un gesto que probablemente le había pegado su suegra.
—No, me refería a un compañero de trabajo.
—Sí. —Faith miró las fotos familiares que había sobre la repisa de la chimenea. Pertenecían a la misma serie que las que Judith les había enseñado cuando estuvieron en el refugio—. ¿No le importaría llamar a Tom a ver si va a tardar mucho?
Su sonrisa vaciló.
—Oh, no. No quiero molestarle.
—Es un asunto policial, la verdad es que necesito que le moleste.
Darla apretó los labios. Faith no pudo descifrar su expresión. Era prácticamente neutra.
—A mi marido no le gusta que le metan prisa.
—Y a mí no me gusta que me hagan esperar.
Darla sonrió con la misma timidez de antes.
—Iré a buscar ese té.
Hizo ademán de marcharse, pero Faith le preguntó:
—¿Le importa si paso un momento al baño?
Darla se volvió, con las manos entrelazadas delante de su pecho. Su expresión seguía siendo neutra.
—Al final del pasillo, a la derecha.
—Gracias.
Faith siguió sus indicaciones; sus tacones resonaban como un tambor según pasaba por delante de la despensa y de lo que debía de ser la puerta del sótano. Darla Coldfield le daba mala espina, pero no sabía muy bien por qué. Quizá era simplemente que Faith odiaba de manera instintiva a las mujeres que se sometían de esa manera a sus maridos.
Una vez dentro del baño fue derecha al lavabo, donde se refrescó la cara con agua fría. Las luces del tocador también estaban encendidas y Faith pulsó los interruptores, pero siguieron así. Volvió a intentarlo un par de veces más y las luces no se apagaron. Miró hacia arriba. Las bombillas debían de ser de cien vatios.
Parpadeó varias veces, pensando que mirar directamente una bombilla encendida no debía de ser la cosa más inteligente que había hecho en su vida. Se agarró al pomo del armario de las toallas para no perder el equilibrio, mientras esperaba a que se le pasara el mareo. A lo mejor podía esperar ahí dentro a que llegara Will, en lugar de sentarse en el sofá con Darla Coldfield a tomar el té estrujándose el cerebro para darle conversación. El baño era bonito, aunque algo austero. Tenía forma de «L», con un armario para las toallas entre ambos lados. Faith imaginó que al otro lado estaría el cuarto de la colada. Se oía el rumor de la secadora a través del tabique.
Como Faith era una persona bastante indiscreta abrió el armario de las toallas. Las bisagras chirriaron, y Faith se quedó esperando a que entrara Darla Coldfield y le echase en cara su mala educación. Pero al ver que no pasaba nada miró dentro del armario. Era más profundo de lo que había imaginado, pero las baldas eran estrechas; había varios juegos de toallas dobladas con mimo y un juego de sábanas con dibujos de coches que debían de ser de los niños.
¿Dónde estaban los niños? A lo mejor estaban jugando afuera. Faith cerró el armario y miró por el ventanuco. El jardín de atrás estaba vacío; ni siquiera había columpios ni una casita en el árbol. Quizá estaban durmiendo la siesta para estar frescos cuando vinieran los abuelos. Faith nunca había dejado que Jeremy se echara la siesta antes de que sus padres vinieran a visitarles. Quería que terminaran de agotarlo para que luego durmiera de un tirón hasta la mañana siguiente.
Exhaló un hondo suspiro según se sentaba en la taza, que estaba al lado del lavabo. Estaba un poco mareada, probablemente a consecuencia del calor. O a lo mejor era el azúcar. En la consulta del médico lo tenía bastante alto.
Se colocó el bolso sobre las rodillas y se puso a buscar el glucómetro. Delia Wallace tenía una variada colección de glucómetros en la pared de su consulta. La mayoría eran muy baratos o gratuitos, porque con lo que de verdad hacían dinero era con las tiritas reactivas. Cada fabricante tenía la suya, así que una vez que elegías un determinado glucómetro tenías que seguir usándolo de por vida. A menos que se te cayera al suelo y se rompiera.
—Mierda —murmuró Faith, agachándose para coger el aparato, que se le había deslizado y había ido a parar al lado de la pared. Oyó un leve pero sonoro ruido proveniente del objeto.
Faith lo cogió del suelo, preguntándose si se habría roto. La pantalla seguía marcando cero, a la espera de la tirita. Agitó el glucómetro y se lo acercó a la oreja para volver a escuchar el ruido. Se agachó y trató de volver a ponerlo en la misma posición que estaba cuando oyó el ruido. Volvió a oírlo, pero esta vez el sonido era alto y frenético.
Y no venía del glucómetro.
¿Sería un gato? ¿Algún animal atrapado en las tuberías de la calefacción? Unas Navidades, el jerbo de Jeremy se murió en la secadora, y Faith prefirió vendérsela a un vecino para no tener que ver la carnicería. Pero fuera lo que fuese estaba vivo, y obviamente pretendía seguir con vida. Se agachó por tercera vez, acercándose a la rejilla de la calefacción que había junto a la base de la taza.
El ruido se oía ahora con más claridad, pero amortiguado. Faith se puso de rodillas, y pegó la oreja a la rejilla. Parecía que decía algo.
Socorro.
No era un animal. Era una mujer que pedía socorro.
Faith metió la mano en el bolso y sacó la funda de terciopelo en la que guardaba su Glock cuando no la llevaba a la cintura. Tenía las manos sudorosas.
De repente llamaron a la puerta con los nudillos: era Darla.
—¿Está usted bien, agente Mitchell?
—Estoy bien —mintió Faith, intentando que su voz no la delatara. Cogió el móvil, tratando de ignorar el temblor de sus manos—. ¿Ha llegado ya Tom?
—Sí —respondió la mujer, y no dijo nada más. Tan sólo esa única palabra flotando en el aire.
—¿Darla? —No hubo respuesta—. Darla, mi compañero viene para acá. Llegará en cualquier momento. —El corazón le latía con tal fuerza que le dolía el pecho—. ¿Darla?
Volvieron a golpear la puerta, pero esta vez más fuerte. Faith soltó el móvil y cogió el revólver con ambas manos, dispuesta a disparar contra quien se atreviera a entrar en el baño. La Glock no tenía un seguro convencional, sólo se disparaba si apretabas el gatillo hasta el fondo. Faith apuntó al centro de la puerta, preparándose para darle con todas sus fuerzas.
Nada. Nadie entró por la puerta. El pomo no se movía. Rápidamente miró hacia abajo, buscando su móvil. Estaba detrás de la taza. Continuó apuntando hacia la puerta mientras se agachaba para recoger el teléfono.
Seguía cerrada.
Las manos le sudaban de tal forma que sus dedos resbalaban sobre las teclas. Se equivocó al marcar el número y maldijo entre dientes. Estaba intentando marcarlo otra vez cuando vio que se abría la puerta del armario que tenía detrás.
Se dio la vuelta y se encontró apuntando con el revólver al pecho de Darla. Faith lo comprendió todo de repente: la puerta falsa en la pared del armario, la lavadora al otro lado, la Taser en las manos de la señora Coldfield.
Faith se inclinó hacia un lado y apretó el gatillo sin molestarse en apuntar. Los electrodos de la Taser le pasaron de largo y los cables brillaron a la potente luz de las bombillas mientras los electrodos se estrellaban contra la pared.
Darla seguía allí de pie, con la Taser en las manos. Por encima de su hombro Faith vio un desconchón en el yeso de la pared.
—No se mueva —le advirtió Faith, apuntando al pecho de Darla mientras con la otra mano buscaba el pomo de la puerta—. Hablo en serio. No se mueva.
—Lo siento —murmuró la mujer.
—¿Dónde está Tom? —Al ver que no respondía, Faith gritó—. ¿Dónde coño está Tom?
Darla se limitó a menear la cabeza. Faith abrió la puerta y salió de espaldas sin dejar de apuntarle.
—Lo siento mucho —repitió la mujer.
Dos fuertes brazos agarraron a Faith por detrás; era un hombre, pues su cuerpo era duro y tenía mucha fuerza. Tenía que ser Tom. La cogió en volandas y, sin pensarlo, Faith apretó el gatillo apuntando hacia el suelo. Darla seguía delante del armario y Faith disparó de nuevo, pero esta vez apuntando a la mujer para que encontraran el casquillo y pudieran identificar su arma. Falló el tiro, y Darla se agachó y se apartó, cerrando tras de sí la puerta del armario.
Faith disparó otra vez, y otra, mientras Tom la arrastraba por el pasillo. Apretó la muñeca de Faith con fuerza, y sintió un dolor tan fuerte que pensó que le había roto los huesos. Agarró el revólver todo lo que pudo, pero Tom tenía demasiada fuerza. Soltó el arma y empezó a darle patadas mientras intentaba agarrarse a lo que fuera: el marco de la puerta, la pared, el pomo de la puerta del sótano. Todos los músculos de su cuerpo aullaban de dolor.
—Pelea —gruñó Tom, y sus labios estaban tan cerca de la oreja de Faith que casi le parecía que estaba dentro de su cabeza. Se percató de que el cuerpo del hombre respondía a la pelea, el placer que sentía con su miedo.
Faith sintió que la rabia se apoderaba de ella y le infundía valor. Anna Lindsey, Jacquelyn Zabel, Pauline McGhee, Olivia Tanner. Ella no iba a ser otra de sus víctimas. No iba a acabar en el anatómico. No iba a abandonar a su hijo. No iba a perder a su hijo.
Se volvió y arañó la cara de Tom, clavándole las uñas en los ojos. Utilizó todo su cuerpo —las manos, los pies, los dientes— para defenderse. No iba a tirar la toalla. Le mataría con sus propias manos si era necesario.
—¡Sácame de aquí! —gritó una voz que venía del sótano. El grito le sorprendió. Por una décima de segundo dejó de luchar, y Tom también. La puerta tembló—. ¡Sácame de aquí de una puta vez!
Faith volvió en sí. Empezó a darle patadas, a pegarle con las manos y a hacer todo lo que se le ocurría para librarse de él. Tom seguía atenazándola con sus fuertes brazos. Quien fuera que estuviese en el sótano estaba aporreando la puerta, intentando echarla abajo. Faith gritó a pleno pulmón:
—¡Socorro! ¡Ayúdeme!
—¡Hazlo! —rugió Tom.
Darla estaba al final del pasillo, con la Taser recargada en la mano. Faith vio la Glock a los pies de la mujer.
—¡Hazlo! —le ordenó Tom, aunque los golpes en la puerta ahogaban su voz—. ¡Dispara ya!
Faith sólo podía pensar en el hijo que llevaba dentro, en aquellos diminutos deditos, en el delicado latido de su corazón dentro de su minúsculo pecho. Se quedó completamente laxa, con los músculos relajados. Tom no esperaba esa reacción y se tambaleó al tener que sostener todo su peso de repente. Los dos cayeron al suelo. Faith se arrastró y alargó la mano para coger el arma, pero él tiró de ella como si fuera un pez atrapado en el anzuelo.
La puerta se abrió de golpe y saltó en pedazos. Una mujer salió corriendo tropezándose por el pasillo y gritando obscenidades. Tenía las manos atadas a la cintura y los pies encadenados, pero se abalanzó sobre Tom con la precisión de un láser.
Faith aprovechó la distracción para coger la Glock y se retorció para apuntar a los cuerpos que se revolcaban por el suelo.
—¡Hijo de puta! —gritó Pauline McGhee.
Estaba de rodillas sobre el pecho de Tom, inclinada sobre él. Tenía las manos esposadas a un cinturón que llevaba alrededor de la cintura, pero logró colocárselas alrededor del cuello.
—¡Muérete! —gritó con la boca deshecha y escupiendo sangre. Tenía los labios destrozados y la mirada de una maníaca. Cargaba todo su peso sobre el cuello de Tom.
—¡Alto! —logró decir Faith, con la voz ronca. Sintió un fuerte y punzante dolor en el vientre, como si algo se hubiera desgarrado en su interior, pero continuó apuntando al pecho de Pauline. Aún le quedaba medio cargador en la Glock y estaba dispuesta a usarlo si no tenía más remedio—. Apártate de él.
Tom seguía peleando, clavándole los dedos a Pauline. Ésta apretó más fuerte, apoyándose en sus rodillas, cargando todo su peso sobre el cuello de Tom.
—Mátale —le suplicó Darla. Estaba acurrucada junto a la puerta del baño, con la Taser a su lado, en el suelo—. Por favor… mátale.
—Para —le advirtió Faith a Pauline, esperando que no le temblara la mano que sujetaba el revólver.
—Deja que lo haga —le suplicó Darla—. Por favor, déjala.
Faith se puso en pie aullando de dolor. Apuntó a Pauline directamente a la cabeza y habló con voz lo más serena posible.
—Apártate ahora mismo o aprieto este puto gatillo, como hay Dios.
Pauline alzó la vista. Sus miradas se encontraron y Faith deseó que la expresión de su rostro fuera implacable, aun cuando lo único que quería era caer de rodillas y rezar para no perder al bebé que llevaba dentro.
—Déjalo ya —le ordenó Faith.
Pauline se tomó su tiempo antes de obedecer, como si pensara que manteniendo la presión un segundo más se saldría con la suya. Se sentó en el suelo con las manos atadas. Tom rodó sobre su cuerpo y se puso a toser tan fuerte que se convulsionó por el esfuerzo.
—Llamen a una ambulancia —dijo Faith, pero nadie se movió. Su mente se aceleró, su visión empezaba a nublarse. Tenía que llamar a Amanda. Tenía que encontrar a Will. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había llegado?
—¿A usted qué le pasa? —le preguntó Pauline, mirando a Faith con encono.
A Faith la cabeza le daba vueltas. Se apoyó en la pared, intentando no desmayarse. Sintió algo húmedo entre las piernas. Otro retortijón, casi como una contracción.
—Llamen a una ambulancia —repitió.
—Basura… —murmuró Tom Coldfield—. No sois más que basura.
—Cállate —le espetó Pauline.
—Aparta a esta mujer de mí… —dijo Tom con voz ronca—. Y tira la llave después…
—Cállate —repitió Pauline con los dientes apretados.
Tom emitió un sonido gutural. Estaba riéndose.
—«Oh, Absalón, me he alzado».
Pauline forcejeó para ponerse de rodillas.
—Vas a ir derecho al infierno, cabrón enfermo.
—No —le advirtió Faith, alzando de nuevo su revólver—. Busca un teléfono.
Miró a Darla por encima de su hombro.
—Coge mi móvil del baño —le dijo.
Pauline se inclinó sobre Tom y Faith volvió bruscamente la cabeza.
—No —repitió.
Pauline sonrió maliciosamente, su boca parecía la de una calabaza de Halloween. En lugar de volver a colocar sus manos alrededor del cuello de Tom Coldfield, le escupió en la cara.
—En Georgia está vigente la pena de muerte, hijo de puta. ¿Por qué crees que me trasladé aquí?
—Espera —dijo Faith desconcertada—, ¿le conoces?
Los ojos de la mujer centellearon con un odio infinito.
—Pues claro que le conozco, zorra ignorante. Es mi hermano.