Capítulo veintidós

WILL IBA DE CAMINO A CASA de Jake Berman, en Coweta, preguntándose hasta qué punto se enfadaría Faith cuando descubriese que le había engañado. No estaba seguro de qué le iba a cabrear más: el hecho de que le hubiera mentido descaradamente por teléfono al decirle que Sam no había localizado al verdadero Jake Berman, o el hecho de que fuera a hablar con él sin nadie que le cubriera. Sabía que se saltaría la cita con la médico si le hubiera dicho que el verdadero Jake Berman estaba vivo y coleando y vivía en Lester Drive. Habría insistido en ir con él, y Will no habría sido capaz de inventar una excusa para evitarlo, salvo que estaba embarazada y era diabética y ya tenía bastantes problemas como para poner su vida en peligro interrogando a un testigo que bien podía ser un sospechoso.

Eso le habría sentado estupendamente a Faith.

Will le había pedido a Caroline, la secretaria de Amanda, que cotejara los datos de Jake Berman con la dirección de Lester Drive. Gracias a esa información clave habían podido reconstruir fácilmente su historial. La hipoteca estaba a nombre de su mujer, al igual que sus tarjetas de crédito y las facturas. Lydia Berman era maestra de escuela, y Jake había agotado su subsidio por desempleo y aún no había encontrado trabajo. Hacía dieciocho meses que se había declarado en bancarrota. Arrastraba una deuda de cerca de medio millón de dólares. Quizá ésa fuera la razón por la que les había costado tanto localizarlo, algo tan simple como que intentaba eludir a sus acreedores. Teniendo en cuenta que había sido detenido unos meses antes por escándalo público, no era de extrañar que Jake Berman prefiriera mantener un perfil bajo. Pero también tendría sentido si era su sospechoso.

El Porsche no resultaba cómodo en viajes de larga distancia, y para cuando llegó a Lester Drive a Will le dolía la espalda. El tráfico estaba peor de lo normal, un tractor-tráiler había volcado en mitad de la interestatal y la circulación había quedado bloqueada durante casi una hora. Will no quería quedarse a solas con sus pensamientos, así que para cuando llegó al condado de Coweta había escuchado prácticamente todas las emisoras del dial.

Will se detuvo junto a un Chevy Caprice aparcado a la entrada de Lester Drive. Por el maletero asomaba una cortadora de césped. El hombre que iba al volante llevaba un mono de trabajo y una gruesa cadena de oro alrededor del cuello. Will reconoció a Nick Shelton, el agente de campo regional del Distrito 23.

—¿Cómo va la cosa? —le preguntó Nick apagando la radio. Will lo había visto varias veces. Era tan de campo que tenía la nuca quemada por el sol, pero era un buen investigador y sabía muy bien cómo hacer su trabajo.

—¿Sigue Berman en la casa? —le preguntó Will.

—A menos que se haya escaqueado por la puerta de atrás, sí —le respondió Nick—. No te preocupes. Me da la impresión de que es más bien perezoso.

—¿Has hablado con él?

—Me hice pasar por un jardinero en busca de trabajo. —Le di una tarjeta de visita—. Le dije que sólo le costaría doscientos dólares al mes, y me contestó que era perfectamente capaz de ocuparse de su jardín, muchas gracias. —Soltó una carcajada—. Eran las diez de la mañana y el tío estaba todavía en pijama.

Will miró la tarjeta, y vio unos dibujos de un cortador de césped y unas flores.

—Muy bonita —le dijo.

—El número de teléfono falso es muy útil con las damas. —Nick se echó a reír otra vez—. Lo he mirado bien mientras me daba una clase magistral sobre precios y competitividad. Es el tipo que buscas, no me cabe duda.

—¿Has entrado en su casa?

—No ha sido tan idiota. ¿Quieres que me quede por aquí?

Will sopesó la situación y pensó que si le hubiera preguntado a Faith habría tenido razón: no te metas en una situación que no controlas sin que alguien te cubra las espaldas.

—Si no te importa… Quédate aquí y asegúrate de que no me vuelan la cabeza.

Los dos se rieron un poco más alto de lo que el comentario exigía, probablemente porque en realidad Will no estaba bromeando.

Will subió la ventanilla y continuó su camino. Para facilitarle las cosas, Caroline había llamado a Jake Berman antes de que Will se marchara de la oficina. Se había hecho pasar por una operadora de una compañía local de televisión por cable. Berman le había asegurado que estaría en casa para atender al técnico que estaba llevando a cabo una revisión de todas sus instalaciones para cerciorarse de que el servicio no quedara interrumpido. Había muchos trucos para asegurarse de que alguien estaba en casa, y la treta del cable era la mejor. La gente podía prescindir de un montón de cosas, pero eran capaces de esperar en casa durante días a que llegara el técnico de la tele.

Will comprobó los números en el buzón para confirmar que coincidían con los de la nota que Sam Lawson le había dado a Faith. Con la ayuda de MapQuest, que utilizaba grandes flechas para señalar las direcciones, y después de parar a preguntar en un par de tiendas, Will había conseguido orientarse por la ciudad sin equivocarse más que en un par de giros.

Aun así comprobó el número del buzón por tercera vez antes de salir del coche. Vio el corazón que Sam había dibujado alrededor de la dirección y volvió a preguntarse por qué habría hecho eso un hombre que no era el padre del hijo de Faith. Will sólo había visto al periodista una vez, pero no le caía bien. Víctor no estaba mal, en cambio; había hablado por teléfono con él un par de veces y se había sentado a su lado en una aburridísima entrega de premios a la que Amanda había insistido en invitar a su equipo, más que nada porque quería asegurarse de que alguien la aplaudiera cuando pronunciaran su nombre. Víctor quería hablar de deportes, pero no de fútbol americano ni de béisbol, que eran los dos únicos deportes que Will seguía. El hockey era para los yanquis del norte, y el fútbol para los europeos. No estaba muy seguro de cómo había llegado a interesarse por esos dos deportes, pero fue una conversación de lo más aburrida. Fuera lo que fuese lo que Faith había visto en él, Will se alegró mucho cuando unos meses antes se dio cuenta de que el coche de Víctor ya no estaba delante de la casa de su compañera.

Desde luego no era el más indicado para juzgar las relaciones de nadie; todavía le dolía todo el cuerpo después de haber pasado la noche con Angie. Pero no era un dolor agradable, sino esa clase de dolor que hace que te entren ganas de meterte en la cama y dormir una semana entera. Sabía por experiencia que no importaba, porque en el mismo instante en que empezara a poner un pie detrás de otro y a reconstruir mínimamente su vida Angie regresaría y él volvería a sentirse exactamente igual. Nada iba a cambiar eso.

La casa se veía habitada en el peor sentido de la palabra: el césped estaba demasiado crecido y los parterres estaban llenos de malas hierbas. El Camry verde aparcado a la entrada tenía mugre. En los neumáticos había costras de barro y la carrocería tenía una capa de polvo tan gruesa que daba la impresión de no haberse movido de allí en mucho tiempo. Había dos sillas para niños en el asiento de atrás y algunos Cheerios pegados al parabrisas. Dos carteles en forma de rombo colgaban en las ventanillas de atrás, probablemente de ésos que decían: «Bebé a bordo». Will puso la mano sobre el capó. El motor estaba frío. Miró la hora en su móvil y vio que eran casi las diez. Probablemente Faith ya estaría en el médico.

Will llamó a la puerta y esperó. Volvió a pensar en Faith y en lo furiosa que se iba a poner, especialmente si estaba a punto de encontrarse cara a cara con el asesino. Aunque no parecía que fuera a tener un cara a cara con nadie. Nadie salía a abrir la puerta. Volvió a llamar por segunda vez. Al ver que no pasaba nada dio unos pasos atrás y miró hacia las ventanas. Todas las persianas estaban abiertas y había algunas luces encendidas. Puede que Berman estuviera en la ducha. O a lo mejor se había dado cuenta de que la policía estaba intentando hablar con él. El numerito del jardinero pueblerino de Nick había sido impresionante, pero llevaba una hora aparcado al final de la calle. En un vecindario tan pequeño lo más probable era que ya hubiesen estado sonando los teléfonos.

Will intentó abrir la puerta principal, pero estaba cerrada con llave. Dio la vuelta a la casa mirando por las ventanas. Había una luz al final del pasillo. Iba a mirar por la siguiente ventana cuando oyó un ruido en el interior de la casa, como un portazo. Will se llevó la mano al arma y notó que el vello se le ponía de punta. Algo no iba bien, y Will sabía perfectamente que Nick Shelton estaba ahora mismo sentado en su coche escuchando la radio.

Oyó el inconfundible estampido de una ventana cerrada de golpe. Corrió hacia la parte de atrás y vio a un hombre que salía corriendo por el jardín trasero. Jake Berman llevaba los pantalones del pijama y el torso desnudo, pero logró ponerse unas deportivas. Miró por encima de su hombro según pasaba por delante de un adornado columpio y corría hacia la valla metálica que separaba su propiedad de la del vecino de enfrente.

—Mierda —murmuró Will, y salió tras él. Will era un buen corredor, pero Berman era muy rápido: se impulsaba con las manos y sus piernas se movían a toda velocidad.

—¡Policía! —gritó Will, y calculó tan mal la altura de la valla que se le enganchó el pie. Cayó al suelo y se levantó lo más rápido que pudo. Vio a Jake Berman meterse por un jardín lateral, pasar por delante de otra casa y dirigirse a la carretera. Will hizo lo mismo, pero cogiendo un atajo para salir directamente a la calle.

Las ruedas del coche de Nick Shelton chirriaron sobre el asfalto, pero Berman logró sortear el coche y golpeó el capó con la mano abierta mientras se dirigía hacia el jardín trasero de otra casa.

—Maldita sea —exclamó Will—. ¡Policía! ¡Alto!

Berman continuó huyendo, pero era un velocista, no un corredor de fondo. Si había algo que a Will le sobraba era resistencia. Aceleró justo cuando Jake frenaba para intentar abrir la puerta de la valla del vecino. Miró por encima de su hombro, vio a Will y echó a correr de nuevo. Sin embargo, Jake Berman había perdido mucho fuelle, y Will supo al ver que sus piernas se movían más despacio que estaba a punto de tirar la toalla. No pensaba darle la menor oportunidad: cuando estuvo lo suficientemente cerca, arremetió contra él y los dos cayeron al suelo completamente agotados.

—¡Gilipollas! —gritó Nick Shelton, dándole una patada en el costado.

Teniendo en cuenta la pelea que había tenido el día anterior con el portero del edificio de Anna, Will pensaba que esta vez se aproximaría al testigo con algo más de delicadeza, pero su corazón latía con tal fuerza que sentía náuseas. Y peor aún, la adrenalina le inoculaba en el cerebro toda clase de malos pensamientos.

Nick le dio otra patada a Jake Berman.

—Nunca hay que huir de la ley, capullo.

—No sabía que eran policías…

—Cállate —dijo Will poniéndole las esposas, pero Berman se revolvió intentando zafarse. Nick levantó de nuevo la pierna, y Will puso la rodilla en la espalda de Berman apretando de tal forma que notó cómo se le doblaban las costillas—. Para ya.

—¡No he hecho nada!

—¿Y por eso corrías?

—He salido a correr —gritó—. Salgo todos los días a esta hora.

—¿En pijama? —le preguntó Nick.

—Que te den.

—Mentir a la policía es un delito grave. —Will se puso de pie y tiró de Jake Berman—. Cinco años de cárcel. Allí hay un montón de lavabos de caballeros.

Berman se puso pálido. Algunos de sus vecinos habían salido a ver lo que pasaba. No parecían muy contentos, ni, según le pareció a Will, muy solidarios tampoco.

—No pasa nada —dijo Jake Berman—. Sólo es un malentendido.

—Un malentendido por parte de este gilipollas que cree que puede huir de la policía.

A Will no le preocupaban las apariencias. Tiró hacia arriba de Berman y le obligó a cruzar la calle inclinado hacia adelante.

—Tendrán ustedes noticias de mi abogado.

—Que no se te olvide contarle que has salido corriendo como una colegiala histérica —le dijo Nick.

Will empujó a Berman y preguntó al policía:

—¿Puedes llamar y pedir refuerzos?

—¿Quieres a la caballería?

—Quiero que un coche de policía venga a esta casa cagando leches y con las sirenas a todo trapo para que todos los vecinos sepan que está aquí.

Nick le hizo un saludo militar y se fue hacia su coche.

—Están cometiendo un error —le dijo Berman.

—Fuiste tú quien cometió un error al huir de la escena del crimen.

—¿Qué? —Berman se dio la vuelta, parecía realmente sorprendido—. ¿Qué crimen?

—Autopista 316.

Berman parecía bastante confuso.

—¿Todo esto es por eso?

O bien su interpretación era digna de un Óscar o el hombre no entendía absolutamente nada.

—Presenció usted un accidente de tráfico hace cuatro días en la autopista 316. Un coche atropelló a una mujer. Habló usted con mi compañera.

—Yo no dejé tirada a la chica. Había llegado ya la ambulancia. Le conté al policía del hospital todo lo que vi.

—Le dio una dirección y un número de teléfono falsos.

—Yo solo… —Miró a su alrededor y Will se preguntó si estaría pensando en echar a correr de nuevo—. Sáqueme de aquí —le suplicó Berman—. Lléveme a la comisaría, ¿de acuerdo? Lléveme a la comisaría, deje que haga la llamada que me corresponde y aclararemos todo esto.

Will le dio la vuelta, agarrándole por el hombro por si decidía volver a probar suerte. Con cada paso que daba Will sentía que su irritación crecía cada vez más. Berman resultaba cada vez más patético, la mezquina sombra de un ser humano. Se habían pasado los dos últimos días buscándole y el muy capullo había hecho que lo persiguieran por todo el vecindario.

Se giró.

—¿Por qué no me quita esas esposas y…?

Will le obligó a volverse de una forma tan brusca que tuvo que agarrarlo para evitar que se cayera de cara. La vecina de al lado estaba en el umbral de la puerta principal, observándoles. Como las otras vecinas, no parecía desagradarle el hecho de ver a Berman esposado.

—¿Te odian porque eres gay? —le preguntó Will—. ¿O porque vives a costa de tu mujer?

Berman se giró de nuevo.

—¿Pero qué coño te…?

Will le empujó y esta vez le hizo perder el equilibrio.

—Son las diez de la mañana y todavía estás en pijama. —Lo empujó para que avanzara por el descuidado césped de su jardín—. ¿No tienes un cortacésped?

—No podemos permitirnos un jardinero.

—¿Dónde están tus hijos?

—En la guardería. —Intentó girarse de nuevo—. ¿De qué va todo esto?

Will le empujó una vez más, obligándole a avanzar por el camino de entrada. Le odiaba por diversas razones, entre otras, porque tenía una esposa y dos hijos que seguramente le querían mucho y él no era capaz de corresponderles cortando el césped o lavando el coche.

—¿Adónde me lleva? Le dije que me llevara a la comisaría de policía.

Will guardó silencio y continuó empujándole hacia la casa, tirando de sus manos hacia arriba cuando aminoraba el paso o intentaba volverse.

—Si estoy detenido tiene que llevarme a la cárcel.

Fueron hacia la parte trasera de la casa, y Berman no dejó de protestar. Estaba acostumbrado a que le escucharan y parecía molestarle más el hecho de que le ignoraran que el de que le empujaran, así que Will continuó sin decir una palabra.

Intentó abrir la puerta de atrás, pero estaba cerrada con llave. Miró a Jake, y su expresión arrogante pareció indicar que pensaba que ahora tenía la sartén por el mango. La ventana por la que había salido el hombre se había quedado cerrada, pero Will la deslizó hacia arriba, haciendo chirriar los viejos muelles.

—No se preocupe. Yo le espero aquí —le dijo Berman.

Will se preguntó dónde estaría Shelton. Seguramente estaba en la parte de delante, pensando que le hacía un favor dejándole a solas con el sospechoso.

—Vale —dijo abriendo las esposas para encadenar a Berman a la parrilla de la barbacoa. Se apoyó en el alféizar y subió a pulso hasta la ventana.

Aterrizó en la cocina, que estaba decorada con dibujos de gansos: gansos en el zócalo, en los paños y en la alfombra que había bajo la mesa de la cocina.

Se volvió para mirar por la ventana. Berman estaba allí, alisándose el pijama como si estuviera en un probador de Macy’s.

Will inspeccionó rápidamente la casa, pero no encontró más que lo que esperaba: la habitación de los niños con una litera, el dormitorio principal con baño propio, la cocina, la sala de estar y un despacho con un solo libro en los estantes. Will no fue capaz de leer el título, pero reconoció la foto de Donald Trump en la cubierta y supuso que sería uno de esos libros que enseñan cómo hacerse rico en poco tiempo. Obviamente Jake Berman no había seguido los consejos del millonario. Aunque teniendo en cuenta que se había quedado sin trabajo y se había declarado en bancarrota, a lo mejor sí los había seguido.

No había sótano y en el garaje no había más que tres cajas que, al parecer, contenían los objetos personales que Berman había recogido al dejar su puesto: una grapadora, un bonito juego de escritorio, un montón de documentos con gráficos y esquemas. Will deslizó la puerta de cristal del patio trasero y se encontró al detenido sentado bajo la parrilla, con el brazo colgando sobre su cabeza.

—No tiene derecho a registrar mi casa.

—Saliste huyendo de tu domicilio. No necesito más que eso.

Aparentemente Berman se tragó la explicación, que le había sonado razonable al propio Will aunque sabía que era del todo ilegal.

Will cogió un silla de la mesa y se sentó. El aire seguía siendo frío, y el sudor de la carrera que se había dado persiguiendo a Berman se le estaba enfriando.

—Esto no es justo —dijo Berman—. Quiero su número de placa, su nombre y…

—Pero ¿quieres los de verdad o prefieres que me los invente, como hiciste tú?

Berman tuvo el sentido común de no contestar.

—¿Por qué corrías, Jake? ¿Adónde pensabas ir en pijama?

—No lo he pensado —masculló Berman—. Es sólo que no quiero pasar por esto ahora. Bastante tengo con lo mío.

—Tienes dos opciones: o me cuentas lo que ocurrió esa noche, o te llevo a la cárcel en pijama. —Para dejar bien clara la amenaza añadió—: Y no me refiero al Club de Campo de Coweta, te voy a llevar derecho a la cárcel de Atlanta y no voy a dejar que te cambies.

Señaló el pecho de Berman, que subía y bajaba aceleradamente a causa del miedo y de la ira. Era evidente que el tipo se cuidaba. Tenía los abdominales bien definidos y los hombros anchos y musculosos.

—Ya verás como tantas horas levantando pesas te van a venir muy bien.

—¿De eso es de lo que va todo esto? ¿Eres uno de esos cabrones homófobos?

—Me da exactamente igual a quién te estuvieras tirando en ese lavabo. —Aquello era cierto, pero Will utilizó un tono que parecía indicar lo contrario. Todo el mundo tenía un punto débil, y el de Berman era su orientación sexual. En aquel momento Will le estaba haciendo creer que el suyo era el hecho de que aquel cabrón que tenía esposado a un Grillmaster 2000 andaba poniéndole los cuernos a su mujer mientras dejaba que tragara con todo y se comportara como una buena esposa. No se le escapaba la ironía estilo Oprah—. A los chicos del penal les encanta recibir carne fresca —le dijo.

—Que te den.

—Ah, sí, te van a dar, no te preocupes. Te van a dar por sitios que ni siquiera imaginas.

—Vete al carajo.

Will le dejó que siguiera enfureciéndose un poco más mientras intentaba controlar sus propias emociones. Se concentró en el tiempo que habían perdido buscando a ese patético imbécil cuando podrían haber estado siguiendo alguna pista más útil.

—Resistencia a la detención, mentir a la policía, malgastar el tiempo de la policía, obstrucción a la justicia —enumeró Will—. Podrían caerte diez años por esto, Jake, y eso si le caes bien al juez, cosa que dudo, porque tienes antecedentes y además eres un gilipollas muy arrogante.

Por fin Berman empezó a darse cuenta del lío en el que se había metido.

—Tengo hijos —dijo, con voz suplicante—. Mis niños.

—Sí, ya lo vi en el informe de cuando te detuvieron en el centro comercial.

Berman bajó la vista y se quedó mirando el suelo de cemento.

—¿Qué es lo que quiere?

—Quiero la verdad.

—Yo ya no sé cuál es la verdad.

Era evidente que estaba autocompadeciéndose otra vez. Will quería darle una patada en la cara, pero sabía que no serviría de nada.

—Tienes que entender que yo no soy tu psicólogo, Jake. No me importan tus remordimientos, ni que tengas hijos ni que estés engañando a tu mujer…

—¡La quiero! —dijo, mostrando por primera vez una emoción que no fuera autocompasión—. Quiero a mi mujer.

Will aflojó un poco y trató de controlarse. Podía ponerse furioso o conseguir algo de información. Y había ido hasta allí a por eso.

—Antes era alguien. Tenía un trabajo. Iba a trabajar cada día. —Miró hacia la casa—. Vivía en un lugar agradable. Conducía un Mercedes.

—¿Eras constructor? —le preguntó Will, aunque ya lo había averiguado cuando Caroline encontró las declaraciones de impuestos de Berman.

—Torres de apartamentos —respondió—. El mercado se desplomó. Tuve suerte de conservar al menos la ropa.

—¿Por eso lo pusiste todo a nombre de tu esposa?

Berman asintió lentamente.

—Estaba arruinado. Dejamos Montgomery y nos mudamos aquí hace un año. Se supone que íbamos a volver a empezar, pero…

Se encogió de hombros, como si no tuviera sentido continuar hablando.

A Will le parecía que su acento era bastante fuerte.

—¿Naciste allí, en Alabama?

—Allí conocí a mi mujer. Los dos fuimos a la Universidad de Alabama. Lydia estudió inglés, los libros eran su hobby hasta que perdí mi trabajo. Ahora da clases en un colegio y yo me paso el día con los niños. —Se quedó mirando los columpios, que se mecían con la brisa—. Antes viajaba mucho. Aquello me permitía dar salida a mis impulsos. Cuando estaba de viaje hacía lo que quería, y luego volvía a casa para estar con mi mujer y mis hijos e ir a la iglesia. Funcionó perfectamente durante casi diez años.

—Te detuvieron hace seis meses.

—Le dije a Lydia que era un error. Que el centro comercial estaba lleno de maricones que intentaban ligar con hombres como Dios manda y la policía estaba tomando medidas drásticas. Le dije que me tomaron por uno de ellos porque…, no recuerdo lo que le dije. Porque llevaba un bonito corte de pelo. Ella quería creerme, así que lo hizo.

Will supuso que no podían culparle por sentirse más identificado con la mujer que estaba siendo engañada.

—Dime que ocurrió en la 316.

—Vimos un accidente, gente en mitad de la carretera. Debería haber hecho algo más. El otro hombre… ni siquiera sé su nombre. Tenía conocimientos médicos. Intentó ayudar a la mujer que habían atropellado. Yo estaba en medio de la carretera, tratando de inventar una mentira que pudiera contarle a mi mujer. Si volviera a suceder algo parecido no me creería, daría igual lo que le dijera.

—¿Cómo le conociste?

—Se suponía que estaba en el bar viendo un partido. Le vi entrar en el cine. Era un tipo muy atractivo, y estaba solo. Sabía por qué había ido allí. —Exhaló un hondo suspiro—. Le seguí hasta los lavabos, pero decidimos buscar un lugar más discreto.

Jake Berman no era un neófito, y Will no le preguntó por qué había conducido cuarenta kilómetros para ver el partido en un bar. Coweta podía ser una ciudad de provincias, pero Will había visto por lo menos tres bares cuando se dirigía a la interestatal y seguramente en el centro habría más.

—Deberías saber que es peligroso meterse en un coche con un desconocido sin más ni más —le advirtió Will.

—Supongo que me sentía solo —admitió Berman—. Quería estar con alguien. Ya sabe, alguien con quien pudiera ser yo mismo. Dijo que podíamos ir en su coche y buscar algún lugar en el bosque donde pudiéramos estar juntos un poco más de tiempo que en los lavabos. —Soltó una estentórea carcajada—. El olor de la orina no es un buen afrodisíaco para mí, créame. —Miró a Will directamente a los ojos—. ¿Le da asco oír hablar de esto?

—No —respondió sinceramente Will. Había escuchado miles de historias sobre polvos de una noche y sexo puramente animal. En realidad daba lo mismo si era una mujer o un hombre; las emociones eran muy similares, y el objetivo de Will era siempre el mismo: conseguir la información que necesitaba para resolver el caso.

Obviamente Jake sabía que Will no iba a darle mucha más cuerda.

—Íbamos por la autopista y el hombre que me acompañaba…

—Rick.

—Rick, eso es. —Por su expresión, parecía que hubiera preferido no saber su nombre—. Él iba conduciendo. Tenía los pantalones desabrochados. —Se ruborizó—. Me apartó. Dijo que había algo en la carretera, empezó a aminorar y vi lo que parecía un accidente grave.

Hizo una pausa, quería medir bien sus palabras y su sentido de culpa.

—Le dije que no parara, pero me dijo que era técnico de emergencias, que no podía ignorar el accidente. Imagino que tendrán un código o algo así.

Berman hizo otra pausa y Will imaginó que estaba haciendo memoria.

—Tómate tu tiempo —le dijo.

Jake asintió y continuó callado unos segundos más.

—Rick se bajó del coche, yo me quedé dentro. Ese matrimonio mayor estaba en medio de la autopista. El hombre se agarraba el pecho. Yo me quedé sentado en el coche, mirando como si fuera una película. La mujer cogió el móvil, imagino que para llamar a la ambulancia. Pero fue muy raro, porque se puso la mano delante de la boca, así. —Se puso la mano delante de la boca, tal como hacía Judith Coldfield cuando sonreía—. Era como si estuviera contando un secreto, pero no había nadie cerca que pudiera oírla, así que…

Berman se encogió de hombros.

—¿Te bajaste del coche?

—Sí, al final me bajé. Oí la sirena de la ambulancia y me acerqué al señor mayor. ¿Henry, se llama? —Will asintió—. Sí, Henry. No tenía muy buen aspecto. Creo que los dos estaban en shock. El otro hombre, Rick, estaba atendiendo a la mujer desnuda. La verdad es que no la vi muy bien. No era algo agradable de mirar, ¿sabe? Quiero decir que resultaba difícil mirarla. Recuerdo que cuando llegó su hijo se quedó mirándola, como pensando: «Oh, Dios».

—Espere un momento —dijo Will—. ¿El hijo de Judith Coldfield estuvo en la escena del crimen?

—Sí.

Will trató de recordar la conversación con los Coldfield, preguntándose por qué Tom habría omitido un detalle tan importante. Había tenido muchas ocasiones de hablar, aun cuando su dominante madre estuviera presente.

—¿En qué momento llegó el hijo?

—Unos cinco minutos antes que la ambulancia.

Will se sentía ridículo repitiendo todo lo que decía Jake Berman, pero quería tenerlo todo claro.

—¿Tom Coldfield llegó a la escena antes de que llegara la ambulancia?

—Llegó antes que la policía, que vino después de que se fueran las dos ambulancias. No había nadie allí. Fue algo espantoso. Esa chica estuvo como veinte minutos tirada en la carretera y nadie vino a ayudarla.

Will tuvo la sensación de que acababa de encajar una pieza del rompecabezas; no la que necesitaban para resolver el caso, sino la que explicaba por qué Max Galloway se había mostrado tan reacio a compartir la información desde el principio. El detective debía de saber que la ambulancia se había llevado a la víctima antes de que llegara la policía. Faith tenía razón: había un motivo para que los de Rockdale no les hubieran enviado el informe del policía que atendió la llamada, y era que se estaban cubriendo las espaldas. La tardanza de la policía en acudir a los avisos era lo típico que a las agencias de noticias locales les gustaba destacar. En lo que a Will respectaba, ésta era la gota que colmaba el vaso. Antes de que acabara el día haría que le retiraran a Galloway la placa de detective. A saber qué otras pruebas les habían ocultado o, peor aún, cuántas pruebas habrían puesto en peligro.

—Eh —le dijo Berman—. ¿Quiere oír el resto o no?

Will se percató de que se había quedado absorto en sus pensamientos y retomó el hilo de la narración.

—Así que entonces llegó Tom Coldfield —dijo—. ¿Y después vinieron las ambulancias?

—Primero llegó una. Se llevaron a la mujer, a la que habían atropellado con el coche. Henry dijo que prefería esperar porque quería que su mujer le acompañara y no había sitio para todos en la ambulancia. Se produjo una discusión, pero Rick dijo: «Váyanse, váyanse ya», porque sabía que la mujer estaba muy mal. Me dio las llaves de su coche y se fue con ella en la ambulancia para seguir atendiéndola.

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que llegó la segunda ambulancia?

—Unos diez o quince minutos.

Will echó cuentas mentalmente. Habían pasado en total unos cuarenta y cinco minutos y la policía no había aparecido.

—¿Y después qué sucedió?

—Se llevaron a Henry y a Judith. El hijo les siguió en su coche, y yo me quedé en la autopista.

—¿Y la policía no había llegado aún?

—Oí las sirenas nada más marcharse la segunda ambulancia. El coche estaba ahí… el de los Coldfield. La escena del crimen, ¿no? —Miró hacia los columpios del jardín como si estuviera visualizando a sus hijos jugando al sol—. Pensé en llevarme el coche de Rick y dejarlo en el cine. Nadie me conocía. Quiero decir que no habrían podido identificarme si no hubiera ido al hospital y les hubiera dado mi nombre.

Will se encogió de hombros, pero era cierto. De no ser porque Jake Berman les había dado su verdadero nombre no estaría allí hablando con él.

—Así que me subí al coche y me fui hacia el cine.

—¿Hacia los coches de policía?

—Ellos venían en dirección contraria.

—¿Por qué cambiaste de opinión?

Se encogió y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Supongo que estaba cansado de huir. De huir de… todo. —Se limpió los ojos con la mano que tenía libre—. Rick me dijo que la llevaban al Grady, así que cogí la interestatal y me fui al Grady.

Al parecer su valor empezó a flaquear poco después, pero Will prefirió no mencionarlo.

—¿El viejo está bien? —preguntó Berman.

—Sí, está perfectamente.

—He oído en las noticias que la mujer está bien ya.

—Se está recuperando —le dijo Will—. Pero va a tener que vivir con eso toda la vida. No va a poder escapar de ello.

Berman se secó los ojos con el dorso de la mano.

—Una lección para mí, ¿no? —El hombre volvía a autocompadecerse—. Aunque a usted le da igual, ¿verdad?

—¿Sabes qué es lo que no me gusta de ti?

—Por favor, ilumíneme.

—Estás engañando a tu mujer. No me importa con quién, el caso es que la estás engañando. Si quieres estar con otras personas, me parece muy bien, pero entonces deja que tu mujer se vaya. Déjala vivir su vida. Deja que encuentre a alguien que la quiera de verdad, que la entienda y que quiera estar con ella.

El hombre meneó lentamente la cabeza.

—Usted no lo entiende.

Will imaginó que no servía de nada intentar razonar con él. Se levantó y le quitó las esposas.

—Ten cuidado, no te metas en un coche con cualquier desconocido.

—Eso se acabó. Lo digo en serio. No volveré a hacerlo.

Parecía tan seguro de sí mismo, que Will casi le creyó.

Will tuvo que esperar a estar lejos del vecindario de Jake Berman para tener cobertura suficiente y poder usar el móvil. Incluso entonces la recepción no era muy buena, y paró en el arcén para poder hablar. Marcó el número del móvil de Faith y dejó que sonara. Saltó el buzón de voz, y colgó. Miró la hora: las 10:15. Probablemente todavía estaba en Snellville con su médico.

Tom Coldfield no les había dicho que hubiera estado en la escena del crimen; otro que también les había mentido. Abrió el móvil y marcó el número de información. Le pasaron con la torre de control del aeropuerto Charlie Brown, y una operadora le dijo que Tom había hecho una pausa para fumarse un cigarrillo. Will iba a dejarle un mensaje cuando la operadora se ofreció a facilitarle el número del móvil. Unos minutos más tarde, le respondió la voz de Tom gritando para hacerse oír sobre el estruendo del motor de un avión.

—Me alegro de que haya llamado, agente Trent. —Hablaba prácticamente a gritos—. Le he dejado un mensaje a su compañera, pero no me ha devuelto la llamada.

Will se tapó la oreja con el dedo, como si con eso pudiera tapar el ruido del avión que despegaba al otro lado de la línea.

—¿Ha recordado algo más?

—Oh, no, no es nada de eso —dijo Tom. Ya no había tanto ruido y hablaba normal—. Estuve hablando anoche con mis compañeros, y nos preguntábamos cómo iba la investigación.

Se oyó el ruido ensordecedor de un avión acelerando. Will esperó a que pasara, pensando que aquello era una locura.

—¿A qué hora sale usted de trabajar?

—Dentro de diez minutos, luego tengo que ir a recoger a los niños a casa de mi madre.

Will imaginó que podía matar dos pájaros de un tiro.

—¿Podemos vernos en casa de sus padres?

Tom esperó a que el ruido le permitiera hablar.

—Claro. Estaré allí en unos cuarenta y cinco minutos. ¿Hay algún problema?

Will miró el reloj del salpicadero.

—Le veo en cuarenta y cinco minutos.

Colgó antes de que Tom pudiera hacerle más preguntas. Por desgracia, también lo hizo antes de que pudiera darle la dirección de sus padres. Pero la urbanización en la que vivían no podía ser muy difícil de encontrar. La carretera de Clairmont atravesaba todo el condado de DeKalb, pero las urbanizaciones para jubilados estaban en una zona muy concreta, cerca del hospital de veteranos de Atlanta. Will puso el coche en marcha y se dirigió hacia la interestatal.

Mientras conducía iba pensando si llamar a Amanda para contarle que Max Galloway la había cagado otra vez, pero ella le preguntaría dónde estaba Faith, y Will no quería recordarle a su jefa que Faith tenía problemas médicos. Amanda odiaba cualquier tipo de debilidad y se mostraba implacable con el problema de Will. A saber hasta qué punto estaba dispuesta a castigar a Faith por ser diabética. No iba a darle más munición.

Naturalmente podía llamar a Caroline para que le pasase la información a Amanda. Cogió el móvil, rezando para que no se le descuajeringara mientras marcaba el número de la secretaria.

Caroline siempre miraba el identificador de llamadas.

—Hola, Will.

—¿Te importaría hacerme otro favor?

—En absoluto.

—Judith Coldfield llamó al 911 y dos ambulancias llegaron al lugar del accidente antes que la policía de Rockdale.

—Eso no está bien.

—No —confirmó Will. No estaba bien. El hecho de que Max Galloway hubiera mentido implicaba que, en lugar de hablar con un agente bien entrenado sobre lo que había visto al llegar a la escena del crimen, iba a tener que confiar en lo que los Coldfield pudieran recordar—. Necesito que reconstruyas la secuencia temporal. Estoy seguro de que Amanda querrá saber por qué tardaron tanto.

—Voy a llamar directamente a Rockdale para que me confirmen los tiempos.

—Mira los registros telefónicos de Judith Coldfield. —Si Will podía pillarles en una mentira, Amanda podría utilizarlo en su contra—. ¿Tienes su número?

—Cuatro-cero-cuatro…

—Espera —dijo Will, pensando que le vendría bien tener el número de Judith. Siguió conduciendo con la punta de los dedos mientras sacaba una grabadora del bolsillo—. Adelante.

Caroline le dio el número del móvil de Judith Coldfield. Will apagó la grabadora y se llevó el teléfono a la oreja para darle las gracias. Antes tenía un sistema para ordenar los datos personales de los testigos y los sospechosos, pero Faith se había ido haciendo cargo poco a poco de todo el papeleo y sin ella estaba perdido. No le gustaba la idea de depender tanto de ella, sobre todo ahora que estaba embarazada. Probablemente estaría de baja al menos una semana cuando llegara el bebé.

Marcó el número de Judith, pero le saltó el buzón de voz. Le dejó un mensaje y llamó a Faith para decirle que iba hacia la casa de los Coldfield. Con un poco de suerte le llamaría y podría darle la dirección exacta. No quería volver a llamar a Caroline porque le extrañaría que un agente no tuviera todos esos datos escritos en alguna parte. Además, el móvil había empezado a hacer ruidos extraños. Tendría que hacer algo al respecto ya. Will lo dejó con mucha delicadeza sobre el asiento del copiloto; lo único que lo mantenía todo sujeto era un cordel y un trozo de cinta aislante bastante deteriorada.

Will bajó un poco la radio al entrar en la ciudad. En lugar de ir por el centro pasó directamente a la I-85. Había más tráfico de lo habitual en la salida de Clairmont, así que cogió el camino más largo, rodeando el aeropuerto de DeKalb Peachtree y atravesando barrios en los que la diversidad cultural era tal que había letreros que ni siquiera Faith podría leer.

Una vez sorteado el tráfico llegó a su destino. Giró en la primera urbanización cerrada que había enfrente del hospital, sabiendo que lo mejor en una situación así era ser metódico. El guarda de la puerta fue muy educado, pero los Coldfield no figuraban en la lista de residentes. En la siguiente urbanización le dijeron lo mismo, pero al llegar al tercer complejo dio en el blanco.

—Henry y Judith. —El guarda de la puerta sonrió, como si fueran viejos amigos—. Creo que Hank está en el campo de golf, pero Judith estará en casa.

Will esperó mientras el guarda llamaba para que le dejaran pasar. Miró aquellos jardines tan cuidados y sintió una punzada de envidia. Will no tenía hijos ni familia de la que hablar. La jubilación era un asunto que le preocupaba, y había estado ahorrando desde su primer sueldo. No era partidario de las inversiones arriesgadas, así que no había invertido mucho en bolsa. La mayor parte del dinero la tenía invertida en bonos del Tesoro y obligaciones municipales. Le aterrorizaba acabar siendo un pobre viejo solitario en algún geriátrico público. Los Coldfield estaban disfrutando de la clase de jubilación que a él le gustaría tener: un simpático guarda de seguridad en la puerta, jardines cuidados y un centro social donde poder jugar a las cartas o a la petanca.

Pero sabiendo cómo funcionaban en realidad las cosas, seguro que Angie acabaría contrayendo alguna terrible y devastadora enfermedad que duraría lo suficiente como para acabar con sus ahorros antes de morirse.

—¡Adelante, joven! —El guarda le sonrió, mostrando su blanca dentadura bajo el poblado bigote gris—. Gire en la primera a la izquierda, luego a la derecha y estará en Taylor Drive. Es el 1693.

—Gracias —dijo Will, pero sólo se quedó con el nombre de la calle y los números. El hombre le había hecho un gesto para indicarle hacia dónde debía girar la primera vez, así que cruzó la puerta y giró en esa dirección. Después de eso tendría que improvisar.

—Mierda —murmuró Will observando el límite de dieciséis kilómetros por hora mientras rodeaba el gran lago que había justo en el centro de la urbanización. Las casas tenían una sola planta y eran todas iguales: camino de gravilla, garajes con espacio para un solo coche y gran variedad de patos y conejos de piedra desperdigados por el impecable césped.

Había ancianos que habían salido a dar un paseo y le saludaban con la mano al pasar. Will les devolvía el saludo, probablemente para que pensaran que sabía por dónde iba. Que no era el caso. Detuvo el coche junto a una anciana que llevaba un mono de color lila. Portaba palos de esquí en las manos como si estuviera haciendo esquí de fondo.

—Buenos días —le saludó Will—. Estoy buscando el 1693 de Taylor Drive.

—¡Oh, Henry y Judith! —exclamó la esquiadora—. ¿Es usted su hijo?

Will dijo que no con la cabeza.

—No, señora. —No quería alarmar a nadie, así que le dijo—: Soy sólo un amigo.

—Lleva usted un coche muy bonito.

—Gracias, señora.

—Seguro que yo no podría subir —le dijo—. Y aunque pudiera, ¡sería incapaz de salir!

Will le rio la gracia por educación, tachando esa urbanización de la lista de lugares en los que le gustaría retirarse.

—¿Trabaja usted con Judith en el albergue para personas sin hogar? —le preguntó.

A Will no le habían hecho tantas preguntas desde que lo entrenaron para los interrogatorios en la academia del DIG.

—Sí, señora —mintió.

—Me compré esto en su tienda —dijo señalando el mono—. Parece nuevo, ¿eh?

—Es precioso —le aseguró Will, aunque el color parecía sobrenatural.

—Dígale a Judith que tengo varias chucherías para la tienda, si me envía el camión. —Le miró con expresión significativa—. A mi edad, una necesita ya muy pocas cosas.

—Sí, señora.

—Bueno. —La mujer asintió, complacida—. Siga por aquí a la derecha. —Will observó atentamente su mano—. Y a la izquierda está Taylor Drive.

—Gracias. —Se dispuso a arrancar, pero la anciana le detuvo.

—Verá, la próxima vez será mejor que, nada más cruzar la puerta, gire a la izquierda, luego otra vez a la izquierda, y…

—Gracias —repitió Will arrancando el coche.

Si tenía que volver a hablar con algún vecino le iba a estallar la cabeza. Continuó avanzando lentamente, esperando haber acertado con la dirección. Sonó el móvil y casi lloró de alivio al comprobar que se trataba de Faith.

Con mucho cuidado, abrió el móvil y se lo acercó a la oreja.

—¿Qué tal te ha ido en el médico?

—Muy bien —le dijo—. Escucha, acabo de hablar con Tom Coldfield…

—¿Has quedado con él? Yo también.

—Jake Berman va a tener que esperar.

Will notó un nudo en el pecho.

—Ya he hablado con Jake Berman.

Faith se quedó callada. Demasiado.

—Faith, lo siento. Sólo pensé que sería mejor que yo… —Will no sabía cómo terminar la frase. El teléfono se le empezó a escurrir de la mano y la línea se llenó de ruido. Esperó a que pasara y repitió—: Lo siento.

Faith le torturó durante un rato con su silencio, y cuando se decidió a hablar su tono era cortante y tenía la voz estrangulada.

—Yo no te trato de manera diferente porque tengas un problema.

No era cierto, pero Will sabía que no era el momento de discutirlo.

—Berman me ha dicho que Tom Coldfield estuvo en la escena del crimen. —Faith no le gritó, así que continuó—: Imagino que Judith lo llamó porque creía que Henry estaba sufriendo un ataque al corazón. Tom los siguió en su coche hasta el hospital. La policía apareció por allí cuando ya se habían ido todos.

Parecía que Faith no sabía si gritarle o comportarse como una policía. Como siempre, lo último se impuso.

—Por eso Galloway nos ha estado puteando. Estaba cubriéndole las espaldas al departamento de policía de Rockdale. —Pasó al siguiente problema—. Y Tom Coldfield no nos dijo que había estado en la escena del crimen.

Will hizo una pausa para evitar el ruido.

—Lo sé.

—Tiene treinta y tantos, más o menos mi edad. El hermano de Pauline era mayor, ¿no? —Will prefería hablar con ella en persona, su móvil estaba en las últimas—. ¿Dónde estás? —le preguntó.

—Estoy ya en la urbanización de los Coldfield.

—Bien —dijo, sorprendida de que hubiera sido capaz de llegar tan lejos solo—. Estoy muy cerca. Llego en dos minutos.

Will colgó y soltó el móvil en el asiento del copiloto. Se había salido otro cable de la carcasa. Era rojo, y eso no debía de ser buena señal. Miró por el retrovisor: la esquiadora se dirigía hacia él. Andaba deprisa, así que aceleró a veinticinco kilómetros por hora para alejarse de ella.

Las señales eran más grandes de lo normal, y los letreros estaban escritos en blanco sobre negro, lo que para Will era una pésima combinación. Giró en la primera calle que encontró, sin molestarse en leer ni la primera letra del cartel. El Mini de Faith destacaría de lejos entre los Cadillacs y los Buicks que conducían los jubilados.

Will llegó hasta el final de la calle, pero no vio ningún Mini. Dobló en la siguiente esquina y prácticamente se dio de bruces con la esquiadora. Ella le hizo un gesto con la mano para que bajara la ventanilla.

—¿Sí, señora? —le preguntó, con una amable sonrisa.

—Es ahí —le dijo, señalando la casa de la esquina.

En el jardín había una estatuilla de un jockey con la cara blanca recién pintada. Había dos cajas de cartón al lado del buzón, etiquetadas con rotulador negro.

—¿Supongo que no pensará llevárselas en ese coche tan pequeño? —le dijo la anciana.

—No, señora.

—Judith me ha dicho que su hijo va a pasarse luego con el camión. —Miró hacia arriba—. Más vale que no tarde mucho.

—Seguro que no tardará —le dijo Will. Pero esta vez no parecía tan dispuesta a continuar la conversación. La anciana se despidió con la mano y siguió su camino.

Will miró las cajas delante de la casa de Judith y Henry Coldfield, y le recordó la basura que Jacquelyn Zabel había sacado de casa de su madre, aunque se suponía que las cajas y las bolsas que Jackie había dejado en la acera no eran para tirar. Charlie Reed le había dicho que había tenido que espantar a unos que venían con un camión de la beneficencia justo antes de que llegaran Faith y Will. ¿Había mencionado específicamente la ONG Buena Voluntad o había utilizado el término como genérico, como hacía la gente con la aspirina o los kleenex?

Desde el principio, habían estado buscando una conexión física entre las víctimas, algo que todas ellas tuvieran en común. ¿Acababa de toparse con ella?

Se abrió la puerta principal y salió Judith, que descendió con cuidado los dos escalones del porche con una caja grande en los brazos. Will se bajó del coche y corrió hacia ella, llegando justo a tiempo de coger la caja antes de que se le cayera al suelo.

—Gracias —le dijo.

Judith se había quedado casi sin aliento y sus mejillas se sonrojaron.

—Llevo toda la mañana intentando sacar todo esto y Henry no ha sido capaz de echarme una mano. —Se fue hacia el bordillo—. Déjela aquí con las otras. Se supone que Tom vendrá dentro de un rato a llevárselas.

Will dejó la caja en la acera.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando como voluntaria en el refugio?

—Oh —dijo, y fue pensándolo de vuelta a la casa—, pues no lo sé. Desde que nos trasladamos aquí. Hará unos dos años, más o menos. Santo cielo, el tiempo pasa volando.

—Faith y yo estuvimos viendo un folleto el otro día. Había un listado de las empresas que lo patrocinan.

—Quieren sacar partido de sus inversiones. No hacen caridad porque sea lo correcto, sino para mejorar sus relaciones públicas.

—Recuerdo haber visto el logo de un banco en el folleto.

Incluso ahora recordaba la imagen de un ciervo de cuatro puntas en la parte inferior del folleto.

—Oh, sí. Buckhead Holdings. Donan la mayor parte del dinero, pero entre usted y yo, apenas llega.

Will notó una gota de sudor que le bajaba por la espalda. Olivia Tanner era la responsable de las relaciones con la comunidad de Buckhead Holdings.

—¿Y qué me dice de los asuntos legales? —preguntó—. ¿Hay algún bufete que atienda de forma gratuita los problemas del refugio?

Judith abrió la puerta principal.

—Hay un par de bufetes que nos echan una mano. Es un refugio para mujeres, ya sabe. Muchas de ellas necesitan ayuda para cumplimentar los papeles del divorcio, conseguir órdenes de alejamiento. Algunas tienen problemas con la ley. Es muy triste.

—¿Bandle & Brinks es uno de ellos? —preguntó Will, dándole el nombre del bufete en el que trabajaba Anna Lindsey.

—Sí —contestó Judith, sonriendo—. Nos ayudan mucho.

—¿Conoce usted a una mujer llamada Anna Lindsey?

Judith dijo que no con la cabeza según entraba en la casa.

—¿Es alguna mujer del refugio? Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero son tantas que no tengo ocasión de hablar con ellas individualmente.

Will entró con ella y echó un vistazo alrededor. La distribución era exactamente como se podía imaginar desde la calle: había un amplio salón que daba a un porche cubierto y al lago. La cocina estaba en el mismo lado de la casa que el garaje, y en el otro estaban los dormitorios. Todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas. Pero lo más sorprendente era que daba la impresión de que dentro de la casa hubiera estallado un huevo de Pascua gigante. Había adornos por todas partes, y conejos con trajes de color pastel por doquier. Diseminadas por el suelo, se veían varias cestas con huevos de plástico sobre un lecho de suave hierba verde.

—Pascua —dijo Will.

Judith sonrió abiertamente.

—Es mi segunda época favorita del año.

Will se aflojó la corbata, pues empezaba a sudar profusamente.

—¿Y eso?

—La Resurrección. El renacimiento de Nuestro Señor. La redención de todos nuestros pecados. El perdón es un don poderoso que lo transforma a uno. Lo veo en el refugio todos los días. Esas pobres mujeres, rotas, buscan la redención. Y no se dan cuenta de que no es algo que puedan obtener sin más. El perdón hay que ganárselo.

—¿Y se lo ganan?

—Teniendo en cuenta a qué se dedica, yo diría que conoce mejor que yo la respuesta a esa pregunta.

—¿Cree que hay mujeres que no lo merecen?

Judith dejó de sonreír.

—La gente cree que hemos avanzado mucho desde los tiempos de la Biblia, pero seguimos viviendo en una sociedad que desprecia a las mujeres, ¿no le parece?

—¿Como si fueran basura?

—Dicho así suena un poco duro, pero cada uno toma sus propias decisiones.

Will notó que el sudor comenzaba a empaparle la espalda.

—¿Siempre le ha gustado la Pascua? —le preguntó.

Le enderezó la pajarita a uno de los conejos.

—Supongo que en parte tiene que ver con que Henry sólo tenía vacaciones en Navidad y en Pascua. Para nosotros eran épocas muy especiales. ¿No le encanta estar con la familia?

—¿Está Henry en casa? —preguntó Will.

—Ahora mismo no. —Le dio la vuelta a su reloj de muñeca—. Siempre llega tarde. Pierde la noción del tiempo con mucha facilidad. Se suponía que íbamos a ir al centro social cuando Tom se llevara a los niños.

—¿Trabaja Henry en el refugio?

—Oh, no. —Soltó una risita según entraba en la cocina—. Henry está muy ocupado disfrutando de su jubilación. Pero Tom sí viene a echar una mano cuando puede. Se queja, pero es un buen chico.

Will recordó que Tom estaba intentando arreglar un cortacésped cuando le vieron en la tienda benéfica.

—¿Suele trabajar en la tienda?

—No, no. Lo odia.

—¿Y qué hace, entonces?

Judith cogió una bayeta y la pasó por la encimera.

—Un poco de todo.

—¿Como por ejemplo?

La mujer dejó de frotar.

—Si una mujer necesita consejo legal se encarga de hablar con alguno de los abogados; si a uno de los niños se le derrama algo, coge una fregona. —Sonrió con orgullo—. Lo que le decía, es un buen chico.

—Eso parece —admitió Will—. ¿Qué más cosas hace?

—Oh, esto y lo otro. —Hizo una pausa y se quedó pensándolo—. Coordina las donaciones. Se le da muy bien hacer llamadas. Si le parece que la persona con la que está hablando puede dar un poco más, se acerca con el camión a recoger lo que sea, y nueve de cada diez veces vuelve además con un cheque. Creo que le gusta salir y hablar con la gente. En el aeropuerto no hace otra cosa en todo el día más que mirar puntitos en una pantalla. ¿Quiere un poco de agua fría? ¿Limonada?

—No, gracias —contestó—. ¿Y qué me dice de Jacquelyn Zabel? ¿Le suena ese nombre de algo?

—Sí que me suena, pero no sé de qué. Es un nombre poco frecuente.

—¿Y Pauline McGhee? ¿O Pauline Seward, quizá?

Judith sonrió y se tapó la boca con la mano.

—No.

Will se obligó a ir más despacio. La primera regla en un interrogatorio era mantener la calma, porque era difícil saber cuándo alguien estaba tenso si tú lo estabas también. Judith se había quedado quieta cuando le formuló la última pregunta, así que la repitió.

—¿Pauline McGhee o Pauline Seward?

—No —respondió ella, meneando la cabeza. Impostó un tono despreocupado—. El caso es que no estoy muy segura. Debo de tener mi calendario por alguna parte. Normalmente marco las fechas. —Abrió uno de los cajones de la cocina y empezó a revolverlo. Era evidente que estaba nerviosa, y Will sabía que había abierto el cajón para no tener que mirarle a los ojos—. Tom es muy generoso con su tiempo. Está muy involucrado con el grupo de jóvenes de la parroquia. Todos participamos en el comedor de caridad una vez por semana.

El agente no permitió que escurriera el bulto.

—¿Va él solo a recoger las donaciones?

—A menos que donen un sofá o algún mueble grande. —Cerró el cajón y abrió otro—. No tengo ni idea de dónde he puesto el calendario. Todos estos años deseando tener a mi marido en casa conmigo y ahora me vuelve loca guardando las cosas donde Dios le da a entender.

Will miró por la ventana, preguntándose por qué tardaría tanto Faith.

—¿Los niños están aquí?

Judith abrió otro cajón.

—Están durmiendo la siesta.

—Tom me dijo que nos veríamos aquí. ¿Por qué no nos dijo que estuvo en el lugar del accidente con Anna Lindsey?

—¿Qué? —Por un momento dio la impresión de estar algo confusa, pero contestó—. Bueno, la verdad es que llamé a Tom para que viniera a ver a Henry. Pensé que estaba teniendo un ataque al corazón, que Tom querría estar allí, que…

—Pero su hijo no nos contó que había estado allí —repitió Will—. Ni ustedes tampoco.

—Yo no… —Hizo un gesto de rechazo con la mano—. Quería estar con su padre.

—Las mujeres que han secuestrado eran muy cautelosas. No le habrían abierto la puerta a cualquiera. Tenía que ser alguien en quien ellas confiaran. Alguien a quien esperaban.

Judith dejó de buscar el calendario. En su rostro se leía perfectamente lo que estaba pensando: sabía que algo iba muy mal.

—¿Dónde está su hijo, señora Coldfield? —le preguntó.

A Judith se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Por qué me hace todas estas preguntas sobre Tom?

—Se suponía que había quedado conmigo aquí.

—Dijo que tenía que irse a casa. —Su voz era apenas un susurro—. No entiendo…

En ese momento Will cayó en la cuenta de algo, de algo que Faith le había dicho por teléfono. Había hablado ya con Tom Coldfield. La razón de que no hubiera llegado todavía era que Tom le había dado la dirección de otra casa.

—Señora Coldfield —dijo Will en tono muy serio—, necesito saber dónde está Tom en este momento.

Judith se tapó la boca con la mano y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Había un teléfono en la pared. Will arrancó el auricular. Marcó el número del móvil de Faith, pero no llegó a pulsar el último botón. Sintió un dolor ardiente en la espalda y el peor espasmo muscular que había sentido en su vida. Se llevó la mano al hombro, buscando a tientas un nudo, pero no sentía más que un metal frío y afilado. Miró hacia abajo y vio la punta ensangrentada de lo que debía de ser un cuchillo muy grande sobresaliendo de su pecho.