Capítulo veintiuno

FAITH NUNCA HABÍA SIDO MADRUGADORA, pero había cogido la costumbre de entrar a trabajar pronto cuando Jeremy era pequeño. Daba igual que no fueras madrugadora cuando tenías un crío hambriento que alimentar, vestir, inspeccionar y dejar en la parada del autobús a las 7:13 como muy tarde. De no ser por Jeremy habría sido una noctámbula de las que se acuestan pasada la medianoche, pero solía acostarse a eso de las diez incluso cuando Jeremy ya era un adolescente con horarios mucho más flexibles.

Will también tenía sus razones para entrar pronto a trabajar. Faith vio su Porsche aparcado en el sitio habitual cuando entró con el Mini en el edificio este de la alcaldía. Aparcó y se quedó allí sentada intentando colocar el asiento de manera que pudiera llegar al mismo tiempo al volante y a los pedales sin tener que incrustarse el primero en el pecho y estirarse para llegar a los segundos. Al cabo de un buen rato encontró por fin la distancia justa y se le pasó por la cabeza hacer que bloquearan el asiento para que no pudiera moverse. Si Will quería conducir su coche tendría que hacerlo con las rodillas pegadas a las orejas.

Golpearon en la ventanilla del Mini con los nudillos y Faith levantó la vista, sobresaltada. Era Sam Lawson, que traía un café en la mano.

Faith abrió la puerta del coche y se bajó con dificultad; tenía la sensación de haber engordado diez kilos en una noche. Esa mañana le había costado lo indecible encontrar algo que ponerse. Su cuerpo retenía líquido suficiente como para llenar un tanque del acuario municipal. Por suerte, su cuelgue con Sam Lawson había sido un virus de veinticuatro horas. No le apetecía tener una conversación con él en aquel momento, más que nada porque necesitaba concentrarse en el caso que tenía entre manos.

—Hola, nena —dijo Sam, mirándola de arriba a abajo con mirada golosa.

Faith cogió el bolso del asiento de atrás.

—Vaya, cuánto tiempo.

Sam se encogió de hombros dándole a entender que no era más que una víctima de las circunstancias.

—Toma —le dijo, ofreciéndole el café—. Es descafeinado.

Faith había intentado tomarse un café esa mañana. Nada más olerlo había tenido que salir disparada hacia el baño.

—Lo siento —dijo. Faith ignoró el café y se apartó de Sam para que no le volvieran las náuseas.

Sam tiró el vaso en una papelera y salió detrás de ella.

—¿Náuseas matutinas?

Faith echó un vistazo alrededor, pues temía que alguien les oyera.

—No se lo he dicho a nadie más que a mi jefa.

Intentó recordar cuándo se suponía que debía decírselo a la gente. Había que esperar unas semanas para asegurarse de que el embrión había prendido. Faith debía de estar acercándose ya a ese momento. Dentro de poco empezaría a contarlo. ¿Debería reunirlos a todos, invitar a cenar a su madre y a Jeremy y llamar a su hermano con el manos libres, o había algún modo de enviarles un correo anónimo a todos y largarse al Caribe unas semanas para eludir el chaparrón?

Sam chasqueó los dedos delante de su cara.

—¿Hay alguien ahí?

—Apenas. —Faith llegó a la puerta al mismo tiempo que él y dejó que la abriera y le cediera el paso—. Tengo muchas cosas en la cabeza.

—En cuanto a lo de anoche…

—En realidad fue hace dos noches.

Sam sonrió abiertamente.

—Sí, pero no me paré a pensarlo hasta anoche.

Faith suspiró y apretó el botón del ascensor.

—Ven aquí —dijo, empujándola hacia el hueco que había enfrente del ascensor. Había una máquina expendedora con tres hileras de bollitos, cosa que Faith sabía sin necesidad de mirar.

Sam le colocó el pelo detrás de la oreja y Faith se lo volvió a soltar. No estaba de humor para carantoñas a esa hora de la mañana. Sin pensarlo, miró para asegurarse de que ninguna cámara de seguridad los estaba grabando.

—La otra noche me porté como un idiota. Lo siento.

Faith oyó las puertas del ascensor que se abrían y se volvían a cerrar.

—No pasa nada.

—Sí, sí pasa.

Sam se inclinó para besarla, pero ella lo rechazó.

—Sam, estoy de servicio. —No añadió lo que estaba pensando, que era que estaba en mitad de un caso en el que había muerto ya una mujer, otra había sido torturada y dos más continuaban desaparecidas—. No es el momento.

—Nunca es el momento —dijo Sam, algo que le había dicho muchas veces cuando salían juntos—. Quiero volver a intentarlo contigo.

—¿Y qué pasa con Gretchen?

Sam se encogió de hombros.

—Me gusta jugar sobre seguro.

Faith dejó escapar un quejido y le empujó. Volvió al ascensor y pulsó de nuevo el botón. Sam no se iba, así que le dijo:

—Estoy embarazada.

—Lo recuerdo.

—No quiero romperte el corazón, pero el niño no es tuyo.

—No me importa.

Faith se volvió para mirarle de frente.

—¿Intentas exorcizar a los fantasmas porque tu mujer abortó?

—Lo que intento es volver a formar parte de tu vida, Faith. Y sé que para eso debo aceptar tus condiciones.

Faith rechazó el ambiguo cumplido.

—Creo recordar que uno de los problemas que había entre tú y yo, además del hecho de que eres un borracho, de que yo soy policía y de que mi madre cree que eres el Anticristo, era que no te gustaba nada que yo tuviera un hijo.

—Estaba celoso de la atención que le prestabas.

En su momento ella le había acusado de eso mismo. Oírle admitirlo ahora la dejó sin habla.

—He crecido —le dijo Sam.

El ascensor se abrió. Faith se aseguró de que iba vacío y sujetó la puerta con la mano.

—Ahora mismo no puedo hablar contigo. Tengo mucho trabajo. —Entró en el ascensor y soltó la puerta.

—Jake Berman vive en el condado de Coweta.

Faith casi pierde la mano al intentar evitar que se cerraran las puertas.

—¿Qué?

Sam sacó su cuaderno del bolsillo y anotó algo mientras hablaba.

—Le he localizado a través de su parroquia. Es diácono y catequista. Tienen una estupenda página web en la que figura su foto. Corderitos y arcoíris. Evangélico.

El cerebro de Faith no podía procesar la información.

—¿Por qué te pusiste a buscarlo?

—Quería ver si podía ganarte por la mano.

A Faith no le gustaba nada hacia adonde iba aquello. Intentó neutralizar la situación.

—Mira, Sam, no sabemos si es uno de los malos.

—Supongo que nunca has estado en el lavabo de caballeros del centro comercial Georgia.

—Sam…

—No he hablado con él —la interrumpió—. Sólo quería ver si podía localizar a alguien a quien nadie había sido capaz de localizar. Estoy harto de que los de Rockdale me toquen las pelotas. Prefiero que lo hagas tú.

Faith pasó por alto el comentario.

—Déjame esta mañana para que hable con él.

—Ya te lo he dicho, no ando buscando una historia. —Sonrió, mostrándole todos sus dientes—. Era sólo un acto de fe, por algo te llamas así.

Faith le miró con los ojos entornados.

—Quería comprobar si podía hacer tu trabajo. —Arrancó la hoja y se la entregó—. Ha sido facilísimo.

Faith cogió la dirección antes de que cambiara de opinión. Él le sostuvo la mirada mientras las puertas se cerraban y se quedó mirando su propio reflejo en las puertas. Ya estaba sudando, aunque imaginó que podía pasar por un sofoco de embarazada. Su cabello comenzaba a encresparse porque, pese a que sólo estaban en abril, la temperatura había subido mucho.

Leyó la dirección que le había dado Sam. Estaba dentro de un corazón, lo que le pareció al mismo tiempo adorable y de mal gusto. No terminaba de creer que no estuviera buscando una historia sobre Jake Berman. Quizá el Atlanta Beacon estaba trabajando en alguna exclusiva deprimente, y pensaba sacar del armario a hombres devotos con una doble vida gay que por el camino se encontraban con mujeres violadas y torturadas en mitad de la carretera.

¿Podía ser Jake Berman el hermano de Pauline? Ahora que tenía su dirección, Faith no estaba tan segura. ¿Qué posibilidades había de que Jake Berman hubiera ligado con Rick Sigler y estuvieran los dos en la carretera justo en el mismo momento en que los Coldfield atropellaban a Anna?

Las puertas se abrieron y Faith salió del ascensor. Las luces del pasillo estaban apagadas, y pulsó los interruptores según se dirigía al despacho de Will. No se veía luz por debajo de la puerta, pero llamó de todos modos, pues había visto su coche y sabía que estaba en el edificio.

—¿Sí?

Faith abrió la puerta. Will estaba sentado detrás de su escritorio con las manos entrelazadas sobre su barriga. Tenía las luces apagadas.

—¿Va todo bien? —le preguntó.

Will no respondió a la pregunta.

—¿Qué tal?

Faith cerró la puerta y abrió la silla plegable. Vio el dorso de la mano de Will y percibió algunos arañazos nuevos, aparte de los que tenía después de pelearse con Simkov. No dijo nada sobre el particular y fue directa al caso.

—Tengo la dirección de Jake Berman. Está en Coweta. Eso está a unos cuarenta y cinco minutos de aquí, ¿no?

—Si no hay mucho tráfico —dijo extendiendo la mano para coger la dirección.

Faith se la leyó en alto.

—Calle Lester, 935.

Will aún tenía la mano extendida. Por alguna razón, Faith no pudo hacer otra cosa que mirar sus dedos.

—No soy un puto imbécil, Faith —le espetó Will—. Puedo leer una dirección.

Su tono era lo suficientemente hostil como para que a Faith se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Will no solía decir tacos y era la primera vez que le oía decir «puto».

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—No me pasa nada. Sólo quiero ver la dirección. Yo no puedo ir a la entrevista con Simkov. Iré a buscar a Berman y nos veremos aquí cuando vuelvas de tu cita. —Agitó la mano—. Dame la dirección de una vez.

Faith se cruzó de brazos. Sería capaz de morirse antes de darle el papel.

—No sé qué coño te pasa, pero será mejor que te saques la cabeza del culo antes de que tengamos un problema de verdad.

—Faith, sólo tengo dos testículos. Si quieres uno tendrás que hablar con Amanda o con Angie.

Angie. Con sólo pronunciar esa palabra, desapareció su mal humor. Faith se recostó en la silla, con los brazos cruzados, y le miró fijamente. Will miró por la ventana, y ella pudo percibir la fina cicatriz que recorría su mandíbula. Quería saber cómo se la había hecho, cómo le habían desgarrado la piel de la mandíbula, pero como todo lo demás era algo de lo que nunca hablaban.

Dejó el papel sobre el escritorio y lo deslizó hacia él.

—Tiene un corazón alrededor —dijo Will después de echarle una ojeada.

—Ha sido Sam.

Will dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco.

—¿Estás saliendo con él?

A Faith no le apetecía decir que era sólo sexo, así que se limitó a encogerse de hombros.

—Es complicado.

Will asintió, que era lo que solían hacer cuando se trataba de un asunto personal del que no querían hablar.

Faith estaba harta de aquello. ¿Qué iba a pasar dentro de un mes, cuando el embarazo se empezara a notar? ¿Qué pasaría dentro de un año si se desmayaba estando de servicio porque había calculado mal la dosis de insulina? Le resultaba fácil imaginarse a Will inventando excusas para explicar el aumento de peso o simplemente ayudándola a levantarse y diciéndole que tuviera cuidado de dónde ponía el pie. Se le daba muy bien fingir que la casa no estaba en llamas incluso si echaba a correr para buscar agua y apagar el fuego.

Levantó las manos en señal de rendición.

—Estoy embarazada.

Will alzó las cejas, estupefacto.

—Víctor es el padre. Además soy diabética. Por eso me desmayé en el garaje. —Will parecía demasiado sorprendido para hablar—. Debería habértelo dicho antes. Ésa es la razón de mi cita secreta en Snellville. Voy al médico a ver si me puede ayudar a mantener esto de la diabetes bajo control.

—¿Tu médico no será Sara?

—Me ha derivado a una especialista.

—Si te va a ver un especialista, debe de ser grave.

—Es un reto. La diabetes me pone las cosas un poco más difíciles, pero se puede controlar. —Tuvo que añadir—: Al menos, eso dice Sara.

—¿Quieres que vaya a esa cita contigo?

Faith se imaginó a Will sentado en la sala de espera de Delia Wallace con su bolso en el regazo.

—No, gracias. Necesito hacerlo yo sola.

—¿Víctor sabe…?

—No lo sabe. No lo sabe nadie más que Amanda y tú. Y a ella sólo se lo dije porque me pilló inyectándome la insulina.

—¿Tienes que inyectártela tú?

—Sí.

Faith casi podía leerle el pensamiento, las preguntas que quería hacerle pero no sabía cómo plantearle.

—Si quieres cambiar de compañero… —le dijo Faith.

—¿Y por qué voy a querer cambiar?

—Porque es un problema, Will. No sé cuán grande, pero mis niveles de azúcar suben y bajan, y tengo cambios de humor, y lo mismo siento ganas de arrancarte la cabeza de cuajo que me da por llorar, y no sé cómo voy a hacer mi trabajo con esta historia.

—Encontrarás un modo —dijo él, tan razonable como de costumbre—. Yo lo he hecho. He encontrado el modo de sobrellevar mi problema.

Tenía una capacidad de adaptación sorprendente. Cuando sucedía algo malo, por muy horrible que fuera, Will asentía y seguía adelante. Faith imaginaba que debía de haberlo aprendido en el orfanato. O quizá se lo había inculcado Angie Polaski. Como estrategia de supervivencia era encomiable, pero como base de una relación, era de lo más irritante. Y no había absolutamente nada que Faith pudiera hacer al respecto.

Will se enderezó y, como siempre, recurrió al humor para relajar tensiones.

—Si me das a elegir, prefiero que me arranques la cabeza de cuajo a que te pongas a llorar.

—Lo mismo te digo.

—Te debo una disculpa —dijo poniéndose serio de repente—. Por lo que le hice a Simkov. Nunca le había dado una paliza a nadie. En mi vida. —La miró fijamente a los ojos—. Te prometo que jamás volverá a suceder.

—Gracias. —Fue todo cuanto acertó a decir Faith. Naturalmente, no le gustaba lo que había hecho Will, pero resultaba difícil recriminarle nada cuando era obvio que se estaba castigando muy bien él solito.

Ahora le tocaba a ella quitar hierro al asunto.

—Vamos a dejar lo de poli bueno y poli malo una temporada.

—Si a nosotros nos va mucho mejor lo de poli tonto y poli borde. —Will metió la mano en el bolsillo del chaleco y le devolvió el papel con la dirección de Jake Berman—. Deberíamos llamar a la policía de Coweta para que vayan a echarle un ojo a Berman y se aseguren de que es el tío que buscamos.

Las ruedas del cerebro de Faith tardaron un poco en cambiar el sentido del giro. Miró la caligrafía de Sam y el estúpido corazón que había dibujado alrededor de la dirección.

—No sé por qué Sam piensa que puede localizar a este tío en cinco minutos cuando tenemos a toda la división de procesamiento de datos trabajando en ello desde hace dos días sin ningún resultado.

Faith sacó su móvil. No quería molestarse en seguir los canales establecidos, así que llamó a Caroline, la secretaria de Amanda. La mujer prácticamente vivía en el edificio, y cogió el teléfono a la primera. Faith le dio la dirección de Berman y le pidió que llamara al agente del condado de Coweta para que verificara que se trataba del mismo Jake Berman que estaban buscando.

—¿Quieres que te lo traiga aquí? —le preguntó Caroline.

Faith se quedó pensándolo un momento, pero no quería tomar esa decisión ella sola.

—¿Quieres que nos traigan a Berman? —le preguntó.

Will se encogió de hombros y contestó:

—¿Queremos ponerle sobre aviso?

—Que un policía llame a su puerta le pondrá sobre aviso de todos modos.

Will volvió a encogerse de hombros.

—Dile que intente verificar su identidad pero manteniendo las distancias. Si es él, iremos nosotros a detenerle. Dale al agente mi número de móvil. Nos acercaremos cuando acabes de hablar con Simkov.

Faith le transmitió el mensaje a Caroline. Colgó el teléfono y Will giró hacia ella el monitor de su ordenador, diciéndole:

—He recibido este correo de Amanda.

Faith se acercó el teclado y el ratón. Cambió los colores para que sus retinas no se destruyeran por combustión espontánea y abrió el correo. Fue resumiendo a medida que leía:

—Los informáticos no han podido craquear ninguno de los dos ordenadores. Dicen que es imposible acceder sin la contraseña al chat pro-anorexia; por lo visto la encriptación es bastante sofisticada. Las órdenes para el banco donde trabaja Olivia deberían estar listas esta tarde a primera hora para que podamos revisar sus archivos y su registro de llamadas. —Utilizó el scroll para seguir leyendo—. Hummm. —Lo leyó en silencio y luego se lo explicó a Will—. Vale, bueno, esto es algo que podríamos utilizar contra el portero. Había una huella parcial en el asidero de la puerta de la salida de emergencias del ático, de un pulgar derecho.

Will sabía que Faith se había pasado la mayor parte de la tarde anterior peinando el edificio de Anna Lindsey.

—¿Cómo se accede a las escaleras?

—Desde el vestíbulo y desde el ático —dijo Faith mientras leía el siguiente párrafo—. En la escalera de incendios que baja por la pared del edificio había otra huella que coincide con la de la puerta. La han enviado a la policía de Michigan para que la comparen con sus bases de datos. Si el hermano de Pauline está fichado, saltará. Y si conseguimos un nombre, ya tenemos la mitad del camino hecho.

—Deberíamos comprobar los tickets de aparcamiento de la zona. En Buckhead no se puede aparcar en cualquier parte. Enseguida te ponen una multa.

—Buena idea —dijo Faith, abriendo su correo para enviar una petición—. Pediré también los tickets de aparcamiento alrededor de las zonas en las que desaparecieron todas las víctimas.

—Al Hijo de Sam lo cogieron gracias a un ticket de aparcamiento.

Faith se puso a teclear.

—Tienes que dejar de ver tanta televisión.

—No tengo mucho más que hacer por las noches.

Faith le miró las manos, los arañazos nuevos.

—¿Cómo sacó a Anna Lindsey del edificio? —preguntó Will—. No puede habérsela echado al hombro y haber bajado con ella por la escalera de incendios.

Faith envió el correo antes de contestar.

—La puerta de emergencia está conectada a la alarma. Habría saltado si alguien la hubiera abierto. Quizá la bajó por el ascensor y atravesó el vestíbulo con ella.

—Podrías preguntárselo a Simkov.

—El portero no está en su puesto las veinticuatro horas del día. —Le recordó Faith—. El asesino podría haber esperado a que Simkov se fuera, y entonces usar el ascensor para bajarla. Se supone que Simkov debería echar un ojo al portal mientras no está de servicio, pero no se esmeraba mucho en su trabajo.

—¿No había otro portero para darle el relevo?

—Llevan seis meses intentando encontrar a alguien. Por lo visto es difícil hallar quien quiera pasarse ocho horas sentado detrás de un mostrador; razón por la cual le han aguantado tantas cosas a Simkov. Él no tenía problema en doblar el turno cuando era necesario.

—¿Y qué hay de las cámaras de seguridad?

—A las veinticuatro horas empiezan a regrabarse las imágenes. Excepto las de ayer, que parecen haber desaparecido.

Amanda se había asegurado de que destruyeran las secuencias en las que Will estampaba la cara de Simkov contra el mostrador.

Will se sentía culpable, pero preguntó:

—¿Habéis encontrado algo en el apartamento de Simkov?

—Lo hemos puesto patas arriba. Conduce un viejo Monte Carlo que pierde aceite por todas partes y no hemos encontrado ningún recibo que indique que tenga alquilado un trastero ni nada parecido.

—Estamos seguros de que no es el hermano de Pauline.

—Nos hemos obsesionado tanto con eso que no hemos visto nada más.

—Muy bien, pues vamos a sacar al hermano de la ecuación. ¿Qué me dices de Simkov?

—No es muy listo. Entiéndeme, no es que sea idiota, pero nuestro asesino está eligiendo a mujeres a las que desea vencer. Tampoco digo que nuestro hombre sea un genio, pero sí un cazador. Simkov es un gilipollas bastante patético que guarda revistas porno debajo del colchón y deja que las putas se la chupen para subir a los apartamentos vacíos.

—Nunca has sido muy partidaria de los perfiles.

—Tienes razón, pero esta vez no tenemos mucho más. Vamos a hablar de nuestro hombre —dijo Faith, algo que normalmente solía hacer Will—. ¿Qué clase de tipo es nuestro asesino?

—Listo —admitió Will—. Probablemente trabaja para una mujer dominante, o hay alguna mujer dominante en su vida.

—Eso hoy en día incluye a prácticamente todos los hombres del planeta.

—A mí me lo vas a contar.

Faith sonrió, tomándose aquello como una broma.

—¿Qué clase de trabajo tiene?

—Uno que le permite llevar una existencia por debajo del radar. Tiene un horario flexible. Vigilar a esas mujeres, enterarse de cuáles son sus costumbres, lleva mucho tiempo. Debe de tener un trabajo que le permite ir y venir a su antojo.

—Hagámonos la misma pregunta estúpida y aburrida una vez más: ¿y las mujeres?, ¿qué tienen en común?

—Ese rollo de la anorexia y la bulimia.

—El chat. Pero, naturalmente, ni siquiera el FBI es capaz de averiguar a nombre de quién está registrado el sitio. Nadie ha conseguido craquear la contraseña de Pauline. ¿Cómo llegó hasta allí nuestro asesino?

—Quizá fue él quien abrió el sitio para buscar a sus víctimas.

—¿Y cómo descubrió sus verdaderas identidades? Todas las mujeres son altas, delgadas y rubias en Internet. Y por lo general tienen doce años y son muy cachondas.

Will estaba dándole vueltas a su alianza de nuevo, mirando por la ventana. Faith no podía dejar de mirar los arañazos que tenía en la mano. En la jerga de los forenses los habrían denominado heridas defensivas. Will había tenido un rifirrafe con alguien que le había clavado las uñas con saña.

—¿Cómo te fue con Sara anoche? —le preguntó.

Will se encogió de hombros.

—Sólo fui a recoger a Betty. Creo que le caen bien los perros de Sara, dos galgos.

—Los vi ayer por la mañana.

—Ah, es verdad.

—Sara es buena gente —le dijo Faith—. Me cae muy bien. —Will asintió—. Deberías invitarla a salir.

Will se echó a reír, meneando al mismo tiempo la cabeza.

—Me parece que no.

—¿Por Angie?

Will dejó de darle vueltas a la alianza.

—Las mujeres como Sara Linton…, —Faith vio algo en sus ojos que no supo discernir. Esperaba que se encogiera de hombros, pero Will continuó hablando—: Faith, no hay una sola parte de mí que no esté herida. —Su voz sonaba espesa—. No me refiero sólo a las cosas que se ven. Hay más cosas. Cosas muy feas. —Meneó la cabeza de nuevo en un gesto contenido, más para sí mismo que para Faith—. Angie sabe quién soy. Alguien como Sara… Si de verdad me gustara Sara Linton, lo último que querría es que me conociera realmente.

A Faith no se le ocurrió otra cosa que decir más que su nombre.

—Will.

Will soltó una risa forzada.

—Tenemos que dejar de hablar de esto antes de que a uno de los dos nos suba la leche. —Sacó su móvil—. Son casi las ocho. Amanda estará esperándote en la sala de interrogatorios.

—¿Vas a estar mirando?

—Voy a hacer unas cuantas llamadas a Michigan a ver si les doy la brasa para que se pongan con lo de las huellas de la salida de emergencia de Anna. ¿Por qué no me llamas cuando salgas del médico? Si Sam ha localizado al verdadero Jake Berman podemos ir juntos a hablar con él.

Faith se había olvidado de su cita con el médico.

—Si es el auténtico Jake Berman, empezaremos desde cero como habíamos planeado.

—Los Coldfield, Rock Sigler y el hermano de Olivia Tanner —enumeró.

—Ahí tenemos trabajo más que suficiente.

—¿Sabes qué es lo que me molesta? —Will meneó la cabeza, y ella le dijo—: Que todavía no hemos recibido los informes de Rockdale.

Alzó las manos, sabiendo que el asunto de Rockdale era terreno pantanoso.

—Si vamos a empezar desde el principio tenemos que hacer precisamente eso: leer el informe de la primera escena del crimen desde el primer agente que atendió la llamada y repasar uno a uno todos los detalles. Sé que Galloway dijo que el agente está de pesca en Montana, pero si sus notas son buenas no será preciso hablar con él.

—¿Qué es lo que estás buscando?

—No lo sé. Pero me escama que Galloway no nos lo haya enviado todavía.

—No está lo que se dice muy pendiente de las cosas.

—No, pero todo lo que se ha guardado hasta ahora ha sido por algún motivo. Tú mismo lo dijiste. La gente no hace cosas estúpidas sin una explicación lógica.

—Llamaré a su despacho y veré si la secretaria lo puede resolver sin meter a Galloway de por medio.

—Deberías hacer que te miren también esos arañazos.

Will se miró la mano.

—Creo que tú ya los has mirado bastante.

Excepto por la charla con Anna Lindsey en el hospital el día anterior, Faith nunca había trabajado mano a mano con Amanda en un caso. Por lo general, la distancia a la que se relacionaban solía incluir un escritorio de por medio; Amanda a un lado con las manos juntas como una crítica maestra de escuela y ella revolviéndose en su asiento mientras recitaba su informe. Precisamente por eso Faith tendía a olvidar que Amanda había conseguido ascender en una época en la que las policías solían estar relegadas a llevar cafés y mecanografiar informes. Ni siquiera les permitían llevar armas, porque los jefes pensaban que, en caso de verse en la tesitura de elegir entre disparar a un delincuente y romperse una uña, darían más importancia a lo segundo.

Amanda había sido la primera oficial femenina en sacarles de su error. Estaba en el banco cobrando su cheque cuando un ladrón decidió hacer una retirada imprevista. Una de las cajeras se dejó llevar por el pánico y el ladrón empezó a golpearla con la pistola. Amanda le disparó un solo tiro en el corazón, lo que en los campos de tiro se denominaba un K-5 por el círculo correspondiente de la diana. Una vez le contó a Faith que después fue a hacerse la manicura.

A Otik Simkov, el portero del edificio de Anna Lindsey, le habría venido bien conocer esa historia. O quizá no. Aquel pequeño trol se daba muchos aires pese a estar atrapado dentro de un estrecho uniforme naranja fosforito como de preso y unas sandalias abiertas que habían usado cientos de reclusos antes que él. Tenía la cara llena de hematomas pero iba muy erguido, con los hombros rectos. Cuando Faith entró en la sala de interrogatorios la miró como un granjero miraría a una vaca.

Cal Finney, el abogado de Simkov, miró ostensiblemente su reloj. Faith le había visto muchas veces por televisión; sus anuncios tenían una musiquilla insoportable. Era tan guapo en persona como en pantalla. El reloj que llevaba en la muñeca podría financiar los estudios universitarios de Jeremy.

—Siento llegar tarde. —Faith se disculpó dirigiéndose a Amanda, sabiendo que era la única que importaba. Se sentó en la silla situada frente a Finney percibiendo la hostilidad en la expresión de Simkov, que la miraba fijamente. Era evidente que no era la clase de hombre que supiera respetar a las mujeres. Puede que Amanda consiguiera hacerle cambiar de actitud.

—Le agradezco que haya venido a hablar con nosotros, señor Simkov —comenzó Amanda.

Por el momento se mostraba amable, pero Faith había asistido a las suficientes reuniones con su jefa como para saber que Simkov lo iba a pasar mal. Amanda tenía las manos apoyadas sobre un expediente. La experiencia le decía a Faith que, en algún momento, su jefa abriría la carpeta y, con ella, las puertas del infierno.

—Sólo queremos hacerle algunas preguntas en relación con… —dijo Amanda.

—Que le den por saco, señora —ladró Simkov—. Hable con mi abogado.

—Doctora Wagner —dijo Finney—, seguro que está usted enterada de que hemos presentado una demanda contra la ciudad por brutalidad policial esta misma mañana.

Finney abrió su maletín y sacó un legajo que soltó pesadamente sobre la mesa. Faith notó que se ruborizaba, pero Amanda no se inmutó.

—Estoy al corriente, señor Finney, pero su cliente se enfrenta a un cargo por obstrucción a la justicia en un caso especialmente atroz. Durante su turno de vigilancia secuestraron a una de las inquilinas. Ha sido torturada y violada, y ha logrado escapar in extremis. Estoy segura de que lo habrá visto en los informativos. Dejaron a su hijo abandonado y expuesto a morir de inanición, una vez más, mientras su cliente estaba de guardia. La víctima se ha quedado ciega y no va a recuperar la visión. De modo que entenderá usted por qué en cierto modo nos sentimos frustrados ante la poca intención de colaborar que tiene su cliente a la hora de ayudarnos a averiguar lo que sucedió en ese edificio.

—Yo no sé nada —insistió Simkov, con un acento tan marcado que resultaba cómico. Miró al abogado—. Sáqueme de aquí. ¿Por qué me tienen prisionero? Dentro de poco seré rico.

Finney ignoró a su cliente y le preguntó a Amanda:

—¿Cuánto tiempo va a durar esto?

—No mucho. —Su sonrisa indicaba más bien lo contrario.

Finney no se dejó engañar.

—Tienen diez minutos. Y limiten sus preguntas al caso de Anna Lindsey. —Le advirtió a Simkov—. Si coopera ahora le beneficiará en la demanda civil.

La perspectiva del dinero que esperaba ganar le hizo cambiar de actitud.

—Sí, entendido. ¿Cuáles son sus preguntas?

—Dígame, señor Simkov —continuó Amanda—, ¿cuánto tiempo lleva en nuestro país?

Simkov miró a su abogado, que asintió para indicarle que podía contestar.

—Veintisiete años.

—Habla muy bien el idioma. ¿Cree usted que tiene la fluidez necesaria, o prefiere que llame a un intérprete para que se sienta más cómodo?

—Estoy perfectamente cómodo con mi inglés —dijo sacando pecho—. Leo libros y periódicos americanos constantemente.

—Es usted de Checoslovaquia —dijo Amanda—, ¿es correcto?

—Sí, soy checo —respondió, probablemente porque su país ya no existía—. ¿Por qué me hace preguntas? Soy yo quien les ha puesto una demanda. Usted debería responder a las mías.

—Tiene que ser usted ciudadano americano para poder demandar al gobierno.

—El señor Simkov es un inmigrante legal —terció Finney.

—Ustedes cogieron mi tarjeta de residencia —añadió Simkov—. Estaba en mi cartera. Vi que usted la miraba.

—Por supuesto que lo vio. —Amanda abrió la carpeta y el corazón de Faith dio un vuelco—. Le agradezco que lo mencione. Eso me va ahorrar tiempo. —Se puso las gafas de cerca y empezó a leer—: «Las tarjetas de residencia expedidas entre 1979 y 1989 que carecen de fecha de caducidad deberán ser renovadas en un plazo no superior a 120 días a partir del recibo de la presente. Los residentes permanentes de pleno derecho deberán cumplimentar una solicitud para renovar la tarjeta de residencia permanente, formulario I-90, con el fin de reemplazar su tarjeta de residencia actual o su permiso de residencia permanente les será revocado». —Dejó el folio sobre la mesa—. ¿Le suena de algo esta notificación, señor Simkov?

Finney alzó una mano.

—Déjeme ver eso.

Amanda le pasó el papel.

—Señor Simkov, me temo que el departamento de inmigración no tiene constancia de que haya presentado usted el formulario I-90 para renovar su situación legal como residente en este país.

—Tonterías —replicó Simkov, pero sus ojos buscaban desesperadamente los de su abogado.

Amanda le pasó a Finney otro folio.

—Ésta es una fotocopia de la tarjeta de residencia del señor Simkov. Como verá, no tiene fecha de caducidad. Su situación legal es irregular. Me temo que tendremos que ponerlo a disposición del departamento de inmigración. —Amanda sonrió con candidez—. Además, esta mañana he recibido una llamada del departamento de seguridad nacional. La verdad es que no tenía ni idea de que en estos momentos los terroristas estuviesen aprovisionándose de armas de fabricación checa. Señor Simkov, tengo entendido que usted trabajó en el sector metalúrgico antes de venir a Estados Unidos.

—Era herrador —replicó de inmediato—. Ponía herraduras a los caballos.

—De modo que posee usted conocimientos específicos sobre la fabricación de herramientas metálicas.

Finney maldijo entre dientes.

—Son ustedes de lo que no hay, ¿lo sabía?

Amanda se recostó en su silla.

—No recuerdo bien sus anuncios, señor Finney; ¿está usted familiarizado con las leyes de inmigración? —Se puso a silbar la melodía de los anuncios televisivos de Finney.

—¿Cree usted que se va a salir por la tangente con un tecnicismo? Mire a este hombre.

Finney señaló a su cliente y Faith tuvo que admitir que el abogado tenía razón. Simkov tenía la nariz torcida en el punto en que Will le había destrozado el cartílago. Tenía el ojo derecho tan hinchado que apenas podía abrirlo. Incluso la oreja estaba hecha una pena; había varios puntos en el lóbulo, que Will le había roto en dos.

—Su oficial le dio una paliza de muerte —dijo Finney—, ¿y a usted le parece bien? —No esperó a que Amanda respondiera—. Otik Simkov huyó de un régimen comunista y vino a este país para poder empezar desde cero. ¿Cree usted que lo que está haciendo respeta el espíritu de nuestra Constitución?

Amanda tenía respuesta para todo.

—La Constitución es para los inocentes.

Finney cerró bruscamente su maletín.

—Voy a convocar una rueda de prensa.

—Será un placer poder contarles a los medios que el señor Simkov obligó a una puta a que le hiciera una mamada antes de dejarla subir para dar de comer a un bebé moribundo de seis meses. —Se inclinó sobre la mesa—. Dígame, señor Simkov: ¿le ofreció unos minutos más con el niño si se lo tragaba?

Finney se tomó unos segundos para rearmarse.

—No niego que este hombre sea un cabrón, pero incluso los cabrones tienen derechos.

Amanda le dedicó a Simkov una gélida sonrisa.

—Sólo si son ciudadanos de Estados Unidos.

—Es increíble, Amanda. —Finney parecía realmente asqueado—. Algún día esto se va a volver en tu contra. Lo sabes, ¿no?

Amanda mantenía una especie de duelo de miradas con Simkov, dejando al margen a todos los demás. Finney se volvió entonces hacia Faith.

—¿A usted le parece bien todo esto, agente? ¿Le parece bien que su compañero le haya dado una paliza a un testigo?

A Faith no le parecía nada bien, pero no era el momento de andarse con evasivas.

—En realidad soy agente especial. «Agente» es un término que se utiliza para referirse a un policía uniformado de a pie.

—Esto es genial. Atlanta es ahora Guantánamo. —Se volvió hacia Simkov—. Otik, no te dejes intimidar. Tienes tus derechos.

Simkov seguía mirando fijamente a Amanda como si pensara que podía desarmarla con la mirada. Movía los ojos de un lado a otro, percibiendo su resistencia. Finalmente asintió con brusquedad.

—Muy bien. Retiro la demanda. Y a cambio se olvida usted de todo esto.

Finney no quería ni oír hablar de ello.

—Como su abogado le aconsejo que…

—Ya no es usted su abogado —le interrumpió Amanda—. ¿No es cierto, señor Simkov?

—Correcto —confirmó. Se cruzó de brazos y miró al frente.

Finney volvió a maldecir entre dientes.

—Esto no se acaba aquí.

—Yo creo que sí —le dijo Amanda, recogiendo el legajo con los detalles de la demanda contra la ciudad.

Finney maldijo de nuevo, incluyendo esta vez a Faith, y abandonó la sala.

Amanda tiró los papeles de la demanda a la papelera. Faith percibió el ruido de los folios al volar por los aires. Se alegraba de que Will no estuviera presente, porque por más remordimientos de conciencia que esto le provocara a ella, a su compañero prácticamente le estaban matando los suyos. Finney tenía razón: Will se había librado del correspondiente castigo por un mero tecnicismo. Si Faith no hubiera estado ayer en ese pasillo vería las cosas de un modo muy diferente.

Rememoró la imagen de Balthazar Lindsey tendido en el cubo del reciclaje a escasos metros del apartamento de su madre, y todo lo que se le venía a la mente excusaba el comportamiento de Will.

—Muy bien —dijo Amanda—. ¿Podemos dar por supuesto que hay honor entre delincuentes, señor Simkov?

Simkov asintió ostensiblemente.

—Es usted una mujer muy dura.

Amanda parecía halagada por el cumplido, y Faith se dio cuenta de lo contenta que estaba de volver a verse en la sala de interrogatorios. Probablemente le aburría soberanamente pasarse la vida en reuniones administrativas discutiendo presupuestos y remodelando organigramas. No era de extrañar que aterrorizar a Will fuera su único hobby.

—Hábleme del chanchullo que tenía usted montado con los apartamentos.

Simkov extendió las manos y se encogió de hombros.

—Esta gente rica se pasa la vida viajando. A veces les alquilo los apartamentos a otras personas. Ellos entran allí, se dedican a… —hizo un gesto obsceno con las manos—… y yo me saco un dinerito. La criada va al día siguiente y todos contentos.

Amanda asintió, como si fuera algo totalmente comprensible.

—¿Qué pasó con el apartamento de Anna Lindsey?

—Pensé que por qué no sacarle partido. El cabrón del señor Regus, el del 9.º, sabía que estaba pasando algo. Él no fuma, y volvió de uno de sus viajes de negocios y se encontró una quemadura de cigarrillo en su moqueta. Yo la vi, casi no se notaba. No era para tanto. Pero me causó problemas.

—¿Le despidieron?

—Me dijeron que tenía quince días para irme, que me darían referencias. —Se encogió de hombros otra vez—. Yo ya tenía otro trabajo a la vista. Una urbanización cerca del Phipps Plaza. Vigilancia veinticuatro horas. Un sitio con mucha clase. Turnos con otro tío: él hace el turno de día y yo el de noche.

—¿Cuándo reparó usted en que Anna Lindsey no estaba?

—Todos los días a las siete en punto sale con su bebé. Y de repente un día no apareció. Miré mi buzón, que es donde los vecinos me dejan notas y sobre todo quejas: «no puedo abrir tal ventana», «no puedo sintonizar los canales de televisión»… cosas que no tienen nada que ver con mi trabajo, ¿entiende? El caso es que vi una nota de la señora Lindsey diciéndome que se iba de vacaciones dos semanas. Imaginé que se habría ido ya. Normalmente me dicen adónde van, pero a lo mejor pensó que yo ya no estaría allí cuando volviera y que no merecía la pena.

Aquello coincidía con lo que les había dicho Anna Lindsey.

—¿Es así como se comunicaba normalmente con usted, por medio de notas? —preguntó Amanda.

Simkov asintió.

—No le caigo bien. Dice que soy muy descuidado. —Torció el gesto—. Hizo que la comunidad me comprara un uniforme que me hace parecer un mono. Me obligaba a decir «sí, señora» y «no, señora» como si fuera un niño.

Eso parecía encajar con el perfil de las víctimas.

—¿Cómo supo que se había ido? —le preguntó Faith.

—No la vi bajar. Normalmente va al gimnasio, o a la tienda, saca al bebé a pasear. Me suele pedir ayuda para sacar y meter el cochecito en el ascensor. —Se encogió de hombros—. Pensé que se habría ido.

—Así que usted dio por supuesto que Anna Lindsey estaría fuera dos semanas —dijo Amanda—, y las fechas coincidían perfectamente con sus últimos quince días en ese edificio.

—Me lo puso muy fácil —admitió.

—¿A quién llamó usted?

—Al chulo. Al que encontraron muerto. —Por primera vez Simkov perdió algo de su arrogancia—. No era tan malo. Le llamaban Freddy. No sé cuál era su verdadero nombre, pero siempre fue honesto conmigo. No como otros: si le decía dos horas, se quedaba dos horas. Y pagaba a la criada. Así de fácil. Hay otros que intentan apretarme las tuercas… intentan negociar, no se van cuando se tienen que ir. Yo también lo hago; no les llamo cuando tengo un apartamento disponible. Freddy grabó un vídeo musical una vez en un apartamento. Esperaba poder verlo en la tele, pero nunca lo vi. A lo mejor es que no pudo encontrar un agente. La música es un negocio muy duro.

—La fiesta en casa de Anna Lindsey se les fue de las manos —dijo Amanda, constatando lo que era evidente.

—Sí, sí —admitió—. Freddy es un buen tipo. Yo no subo allí a ver lo que pasa. Cada vez que cojo el ascensor alguien me dice: «Ah, señor Simkov, podría arreglarme esto», «podría sacar a pasear a mi perro», «¿podría usted regarme las plantas?». No es mi trabajo, pero me tienen atrapado en el ascensor, ¿qué les voy a decir? ¿«Que le den por culo»? No, no puedo. Así que me quedo en mi puesto, les digo que no puedo hacer nada porque mi trabajo es vigilar el portal y no pasear a sus perritos. ¿No?

—El apartamento parecía una cuadra —le dijo Amanda—. Me cuesta creer que adquiriera ese aspecto en sólo una semana.

Simkov se encogió de hombros.

—Esa gente no respeta nada. Cagan en los rincones como si fueran perros. Pero a mí no me sorprende. Son como animales, hacen lo que sea para meterse un pico.

—¿Y qué me dice del bebé? —le preguntó Amanda.

—La puta… Lola. Pensé que quería subir para hacer algún servicio. Freddy estaba allí. Lola tenía debilidad por él. Yo no sabía que estaba muerto, ni que habían dejado el apartamento de la señora Lindsey como un estercolero. Obviamente.

—¿Con qué frecuencia subía Lola?

—No llevo la cuenta de esas cosas. Un par de veces al día. Yo pensé que hacía algún servicio de vez en cuando. —Se tocó la nariz y aspiró, el gesto universal para indicar que esnifaba cocaína—. No es mala chica. Una buena chavala descarriada por las malas circunstancias.

Simkov no parecía darse cuenta de que él era una de esas malas circunstancias.

—¿Ha visto algo fuera de lo habitual en el edificio en estas dos últimas semanas? —preguntó Faith.

Apenas se dignó mirarla y le preguntó a Amanda:

—¿Por qué me hace preguntas esta chica?

No era la primera vez que la ninguneaban, pero Faith pensó que aquel tipo necesitaba que lo ataran en corto.

—¿Prefiere que llame a mi compañero para que le haga él las preguntas?

Simkov gruñó, como si no tuviera miedo de que le dieran otra paliza, pero respondió a la pregunta de Faith.

—¿Qué quiere decir con «fuera de lo habitual»? Está en pleno Buckhead. No existe lo habitual.

El ático de Anna Lindsey debía de haberle costado tres millones de dólares. La mujer no vivía precisamente en una zona deprimida.

—¿Vio usted a algún desconocido merodeando? —insistió Faith.

Él hizo un gesto con la mano.

—Hay desconocidos por todas partes. Es una gran ciudad.

Faith pensó en su asesino. Tenía que tener acceso al edificio para poder dejar a Anna inconsciente con la Taser y llevársela del apartamento. Obviamente Simkov no se lo iba a poner fácil, así que intentó amedrentarle.

—Sabes perfectamente a qué me refiero, Otik. No me jodas o llamaré a mi compañero para que termine de reventarte esa cara tan fea que tienes.

Simkov se encogió de hombros, pero su expresión era ahora muy diferente. Faith esperó y el hombre se decidió a hablar.

—A veces salgo a fumarme un cigarrillo en la parte de atrás.

La escalera de incendios que llegaba hasta la azotea estaba en la parte de atrás.

—¿Qué es lo que viste?

—Un coche —dijo—. Plateado, de cuatro puertas.

Faith trató de no perder la calma. Tanto los Coldfield como la familia de Tennessee habían visto un sedán blanco alejándose a toda velocidad del lugar del accidente. Estaba anocheciendo. Quizá les había parecido blanco y en realidad era plateado.

—¿Anotaste la matrícula?

Simkov dijo que no con la cabeza.

—Vi que habían desbloqueado la escalera de incendios y subí a la azotea.

—¿Por la escalera?

—En el ascensor. No puedo subir por esa escalera. Son veintitrés pisos, y tengo una rodilla mal.

—¿Qué viste al llegar a la azotea?

—Había una lata de refresco que alguien había utilizado como cenicero. Había un montón de colillas dentro.

—¿Dónde estaba?

—En la cornisa, justo al lado de la escalera.

—¿Y qué hiciste con ella?

—Le di una patada —dijo encogiéndose de hombros—. Vi cómo se estrellaba contra el suelo. Explotó como… —Simkov junto las manos y las volvió a separar—. Muy espectacular.

Faith había estado en la parte trasera del edificio, lo había registrado a fondo.

—No encontramos ninguna colilla ni ninguna lata de refresco detrás del edificio.

—A eso me refiero. Al día siguiente no había nada. Alguien lo había limpiado.

—¿Y el coche plateado?

—Tampoco estaba.

—¿Estás seguro de que no viste a ningún tipo sospechoso merodeando por el edificio?

Simkov resopló.

—No, señora, ya se lo he dicho. Sólo la cerveza de raíz.

—¿Qué cerveza de raíz?

—La lata de refresco. Era cerveza de raíz Doc Peterson.

La misma que habían encontrado en el sótano de la casa que estaba detrás de la de Olivia Tanner.