Capítulo veinte

PAULINE TENÍA HAMBRE, pero podía soportarlo. Entendía los dolores que tenía en el estómago y en los intestinos, el modo en que los espasmos reverberaban por todo su vientre intentando absorber cualquier atisbo de nutriente. Conocía bien esos dolores, y podía soportarlos. Pero la sed era algo diferente. No había manera de eludirla. Nunca antes había pasado tanto tiempo sin beber agua. Estaba desesperada, deseando poder hacer algo. Incluso había hecho pis en el suelo y había intentado beberlo, pero sólo le había dado más sed, así que acabó sentándose sobre sus tobillos, aullando como un lobo.

No podía más. No podía seguir en aquel lugar tan oscuro por mucho tiempo. No podía dejar que se apoderara de ella, que la envolviera de tal modo que lo único que quería entonces era hacerse una bola y llorar por Felix.

Felix. Él era la única razón para salir de allí, para luchar, para detener a los cabrones que la alejaban de su niño.

Se tumbó de lado, con los brazos pegados a las caderas, haciendo fuerza con los pies para elevar el tronco, estirando el cuello para poder enderezarse. Se mantuvo en esa posición, con los músculos en tensión, sudando, con la venda raspándole la piel, mientras se concentraba en el objetivo. Las cadenas que llevaba en las muñecas tintineaban al moverse y, sin pensarlo, echó la cabeza hacia atrás y la golpeó contra la pared.

Un intenso dolor bajó por su cuello. Vio estrellas —literalmente— flotando ante sus ojos. Cayó sobre su espalda jadeando, tratando de no hiperventilar, deseando no desmayarse.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó la otra mujer.

¿La muy zorra había estado tendida de espaldas como un cadáver las últimas doce horas, inmóvil, indiferente, y ahora se ponía a hacer preguntas?

—Cállate —le espetó Pauline.

No tenía tiempo para esa mierda. Rodó una vez más sobre el costado, poniendo su espalda en paralelo a la pared, moviéndose unos centímetros más. Contuvo la respiración, cerró los ojos con fuerza y volvió a golpear la cabeza contra la pared.

—¡Joder! —gritó, le dolía tanto la cabeza que parecía que iba a estallar.

Volvió a tumbarse sobre la espalda. Tenía sangre en la frente, empezaba a gotear por debajo de la venda y se le estaba metiendo en los ojos. No podía parpadear, no podía limpiársela. Sentía como si tuviera una araña paseándose por sus párpados, filtrándose hasta sus globos oculares.

—No —dijo Pauline, y se encontró envuelta en una alucinación, con arañas caminando sobre su rostro, metiéndose dentro de su piel, poniendo huevos en sus ojos—. ¡No!

Se volvió a sentar rápidamente, y la cabeza le dio vueltas por el repentino movimiento. Estaba jadeando otra vez y colocó la cabeza entre las rodillas, tocando sus muslos con el pecho. Tenía que serenarse. No podía ceder a la sed. No podía dejar que la demencia se instalara de nuevo en su cerebro y le hiciera olvidar dónde estaba.

—¿Qué estás haciendo? —le susurró la extraña, asustada.

—Déjame en paz.

—Te va a oír. Va a bajar.

—No —le espetó Pauline. Entonces, para demostrarlo, se puso a gritar—. ¡Baja aquí, hijo de puta! —Tenía la garganta tan irritada que el esfuerzo le hizo toser, pero continuó gritando—: ¡Estoy intentando escapar! ¡Ven a detenerme, cabrón, hijo de puta!

Se quedaron esperando. Pauline contaba los segundos. No se oyeron pisadas en la escalera. No se encendió ninguna luz. No se abrió ninguna puerta.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó la extraña—. ¿Cómo sabes lo que está haciendo?

—Está esperando a que una de las dos se desmorone —le dijo Pauline—. Y no voy a ser yo.

La mujer le hizo otra pregunta, pero Pauline la ignoró y se colocó otra vez junto a la pared. De nuevo intentó golpear su cabeza contra la pared, pero no pudo hacerlo. No podía hacerse daño deliberadamente otra vez. No en ese momento. Más tarde. Descansaría unos minutos y volvería a intentarlo.

Rodó sobre su espalda, llorando. No abrió la boca porque no quería que su compañera supiera que estaba llorando. Pero la otra mujer la oyó, y oyó que se deslizaba por encima de su propio pis. Aquel espectáculo se había terminado. Ya no se venderían más entradas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó la desconocida.

—¡No es asunto tuyo! —ladró Pauline. No quería hacer amigos. Quería salir de allí como fuera, y si para eso tenía que pasar por encima del cadáver de aquella mujer lo haría sin el menor reparo—. Cállate ya.

—Dime qué es lo que estás haciendo, a lo mejor puedo ayudarte.

—Tú no puedes ayudarme, ¿te enteras? —Pauline se retorció para volverse hacia la desconocida, pese a que estaban en medio de la más absoluta oscuridad—. Escúchame bien, zorra: sólo una de las dos va a salir de aquí con vida y no vas a ser tú. ¿Me has entendido? La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que huela a cloaca cuando todo esto acabe, ¿vale?

La desconocida guardó silencio. Pauline se echó sobre su espalda, mirando hacia arriba en la oscuridad y tratando de acercarse a la pared de nuevo.

—Tú eres Delgada de Atlanta, ¿verdad? —le preguntó la mujer en un susurro.

A Pauline se le cerró la garganta como si le hubieran puesto una soga al cuello.

—¿Qué?

—«La mierda resbala hacia abajo, y no voy a ser yo la que acabe oliendo a cloaca» —repitió la mujer—. Lo dices muy a menudo. —Pauline se mordió el labio—. Yo soy Mia-Tres.

«Mia», una forma coloquial de referirse a la bulimia. Pauline reconoció el nombre de usuario, pero siguió en sus trece.

—No sé de qué me hablas.

—¿Enseñaste ese correo electrónico a la gente del trabajo?

Pauline abrió la boca para respirar un poco. Se puso a pensar en qué más cosas había dicho en aquel grupo Pro-Anna en Internet, todos aquellos pensamientos desesperados que de algún modo había acabado tecleando en su ordenador. Era casi como purgarse, sólo que en lugar de vaciar el estómago se vaciaba tu cerebro. Contarle a alguien todos aquellos pensamientos horribles, saber que ellas también los tenían, hacía que fuese un poco más fácil levantarse por la mañana.

Y ahora la desconocida ya no era tal.

—¿Les enseñaste el correo? —repitió Mia.

Pauline tragó saliva, aunque en su garganta no había más que polvo. No podía creerse que estuviera atada como un puto cerdo y aquella mujer quisiera hablar de trabajo. Eso ya no importaba. Nada importaba ya. El mensaje de correo pertenecía a otra vida, una vida en la que Pauline tenía un trabajo que no quería perder, una hipoteca, una letra del coche. Estaban esperando a que las violaran, las torturaran y las asesinaran, ¿y a esa mujer le preocupaba un puto correo electrónico?

—No llegué a llamar a Michael, mi hermano —dijo Mia—. Quizá me esté buscando.

—No te va a encontrar —le dijo Pauline—. No aquí.

—¿Dónde estamos?

—No lo sé —dijo Pauline, y era verdad—. Cuando me desperté estaba en el maletero de un coche, encadenada. No estoy muy segura de cuánto tiempo estuve allí. El maletero se abrió, me puse a gritar y entonces me dio otra descarga. —Cerró los ojos—. Luego me desperté aquí.

—Yo estaba en el jardín trasero de mi casa —le contó Mia—. Oí un ruido. Pensé que a lo mejor era un gato… Cuando recobré el sentido estaba dentro de un maletero. No estoy segura de cuánto tiempo me tuvo allí. A mí me parecieron días. Intenté llevar la cuenta de las horas, pero…

Se quedó callada un rato, y Pauline no supo cómo interpretar ese silencio. Por fin Mia se decidió a hablar.

—¿Crees que fue así como nos encontró, a través del chat?

—Seguramente —mintió Pauline.

Pauline sabía cómo las había encontrado, y no había sido en aquel maldito chat. Había sido ella quien las había llevado hasta allí; había sido su enorme bocaza la que las había metido en aquel lío. No iba a contarle a Mia lo que sabía: sólo serviría para que le hiciera más preguntas, y con las preguntas vendrían las acusaciones que Pauline sabía que no podría soportar.

No en ese momento. No cuando sentía que su cerebro estaba relleno de algodón, y la sangre que se le metía en los ojos era como las patas peludas de un millón de arañas.

Pauline respiró hondo, intentando no caer presa del pánico. Pensó en Felix y en cómo olía cuando lo bañaba con ese jabón que compró en Colony Square durante su pausa para comer.

—Todavía está en la caja, ¿verdad? —le dijo Mia—. Encontrarán el mensaje en la caja y sabrán que le dijiste al tapicero que midiera el ascensor.

—¿Y qué coño importa eso ahora? ¿Es que no te das cuenta de dónde estamos, de lo que nos va a pasar? ¿Qué más da si encuentran el correo o no lo encuentran? Pues menudo consuelo. «Está muerta, pero tenía razón desde el principio».

—Ya es más de lo que conseguiste en vida.

Compartieron un momento de mutua conmiseración. Pauline intentó recordar lo poco que sabía de Mia. La mujer no publicaba mucho en el chat, pero cuando lo hacía solía ser muy certera. Como a Pauline y a unas cuantas usuarias más, a Mia no le gustaban los lloriqueos, no tragaba con toda esa mierda.

—No pueden matarnos de hambre —dijo Mia—. Yo puedo aguantar hasta diecinueve días sin comer.

Pauline estaba impresionada.

—Yo más o menos igual —mintió. Su récord estaba en doce, y había acabado ingresada en el hospital, donde la habían cebado como si fuera un pavo de Acción de Gracias.

—El problema es el agua —continuó Mia.

—Sí. ¿Cuánto tiempo puedes…?

—Nunca he intentado prescindir del agua —le interrumpió Mia, terminando la frase por ella—. No tiene calorías.

—Cuatro días —le dijo Pauline—. En alguna parte leí que sólo se puede sobrevivir unos cuatro días sin agua.

—Podremos aguantar más.

No era un alarde de optimismo: si Mia era capaz de aguantar diecinueve días sin comer, seguro que aguantaría sin agua más que Pauline.

Ése era el problema. Podía sobrevivir a Pauline. Ninguna había sobrevivido a Pauline hasta ahora.

Mia formuló la pregunta más obvia.

—¿Por qué no nos ha violado?

Pauline apretó la cabeza contra el frío suelo de cemento, intentando evitar que el pánico se apoderara de ella. Que las violara no era el problema. Era todo lo demás: los juegos, el escarnio, las trampas… las bolsas de basura.

—Quiere que nos debilitemos —dijo Mia—. Quiere asegurarse de que no podamos defendernos.

Las cadenas de Mia tintineaban cada vez que se movía. Su voz sonaba más cercana ahora, y Pauline imaginó que se habría puesto de costado.

—¿Qué estabas haciendo? Me refiero a lo de antes. ¿Por qué golpeabas la cabeza contra la pared?

—Si puedo abrir un boquete en la pared, quizá pueda escapar. Según la normativa vigente, las vigas deben estar separadas por una distancia mínima de cuarenta centímetros.

—¿Tienes unas caderas de cuarenta centímetros? —preguntó Mia, sobrecogida.

—No, subnormal. Pero me puedo poner de lado.

Mia se rio de su propia tontería, pero entonces señaló algo que hizo que Pauline se sintiera todavía más estúpida.

—¿Y por qué no usas los pies?

Las dos se quedaron calladas, pero Pauline empezó a notar una sensación extraña. Sintió un espasmo en la barriga y se oyó a sí misma estallar en carcajadas con una risa sincera, espontánea, mientras pensaba en lo idiota que había sido.

—Oh, Dios —suspiró Mia. También ella se reía—. Mira que eres idiota.

Pauline se retorció, intentando girar sobre su hombro. Juntó los pies para que las cadenas no se le enredaran y golpeó la pared con los pies. El pladur se rompió al primer intento.

—Subnormal —dijo, esta vez refiriéndose a sí misma.

Se deslizó para ponerse de frente al hueco y retiró los trozos de yeso con la boca. El polvo era venenoso, pero no le importaba. Prefería morir con la cabeza asomando unos centímetros por fuera de aquella habitación que atrapada allí mientras esperaba a que aquel cabronazo viniera a por ella.

—¿Lo has conseguido? —preguntó Mia—. ¿Lo has roto?

—Cállate —le dijo Pauline mordiendo el aislante.

Había insonorizado las paredes. Era de esperar; tampoco suponía mayor problema. Lo agarró con los dientes y fue retirando el aislante trozo a trozo, loca por sentir el aire fresco en su cara.

—¡Joder! —gritó Pauline.

Se arrastró hacia la pared, de modo que su cintura quedara a la altura del hueco. Alargó el brazo y estiró los dedos, que apenas llegaban un poco más allá del pladur roto. Arrancó el aislante y sus dedos palparon algo que parecía una pantalla. Arqueó la espalda, estirando las manos todo lo que pudo. Sus dedos tropezaron con una malla de alambre.

—¡Maldita sea!

—¿Qué es?

—Una malla de alambre.

La había puesto en las paredes para que no pudieran escapar.

Pauline volvió a colocarse perpendicular a la pared y golpeó la malla con los pies. Las suelas de sus pies toparon con algo macizo. En lugar de ceder la pantalla la hizo rebotar y deslizarse varios centímetros por el suelo de la habitación. Volvió a acercarse para intentarlo de nuevo, rodando sobre su tripa y apoyando las sudorosas palmas contra el cemento. Pauline encogió las piernas y, con todas sus fuerzas, le sacudió otra patada. De nuevo sus pies rebotaron y salió despedida.

—Oh, Dios —jadeó, dejándose caer sobre su espalda. Empezó a llorar otra vez y las diminutas patas de araña volvieron a nublarle los ojos—. ¿Qué voy a hacer ahora?

—¿Llegas con las manos?

—No. —Sollozó Pauline.

Sus esperanzas empezaban a desvanecerse. Sus manos estaban atadas con fuerza al cinturón y la malla de alambre estaba justo detrás del pladur. No había manera de que pudiera alcanzarla con las manos.

El cuerpo de Pauline empezó a convulsionarse por el llanto. Llevaba años sin verle, pero él no había olvidado cómo funcionaba su cabeza. El sótano era su campo de pruebas, una cárcel cuidadosamente preparada para doblegarlas matándolas de hambre. Pero eso no era lo peor. Debía de haber una cueva en alguna parte, un lugar oscuro que habría excavado en la tierra con sumo esmero. El sótano serviría para doblegarlas, en la cueva las destruiría. El muy hijo de puta lo tenía todo muy bien pensado.

Otra vez.

Mia había conseguido arrastrarse hasta ella. Su voz sonaba muy cerca, casi encima de Pauline.

—Cállate. Utilizaremos la boca.

—¿Qué?

—Es alambre, ¿no? Una malla de alambre.

—Sí, pero…

—Si lo doblas hacia adelante y hacia atrás, se rompe.

Pauline meneó la cabeza. Aquello era una locura.

—Sólo tenemos que romper un trozo —dijo Mia, como si fuera una simple cuestión de lógica—. Muérdelo con los dientes y tira hacia adelante y hacia atrás. Tarde o temprano se romperá, y entonces podremos abrirlo a patadas. O a mordiscos.

—No podemos…

—No me digas que no podemos, zorra de mierda. —Mia tenía los pies encadenados, pero se las arregló para sacudirle una patada en la espinilla.

—¡Ah!

—Empieza a contar —le ordenó Mia arrastrándose hacia el agujero—. Cuando llegues a doscientos, será tu turno.

Pauline no iba a hacerlo porque no pensaba dejar que aquella zorra le dijera lo que tenía que hacer. Entonces oyó un ruido —un ruido de dientes mordiendo el metal, retorciéndolo, royéndolo—. Doscientos segundos. Se iban a desgarrar la piel. Se iban a destrozar las encías. Ni siquiera tenían garantizado que funcionara.

Pauline se dio la vuelta y se sentó sobre sus talones.

Empezó a contar.