FINALMENTE SARA SE LAS ARREGLÓ PARA terminar de limpiar su apartamento. No recordaba cuándo fue la última vez que tuvo tan buen aspecto; quizá cuando se vio con el agente de la inmobiliaria antes de mudarse. Los Milk Lofts habían sido en tiempos una vaquería, abastecida por las granjas que había en la zona este de la ciudad. El edificio tenía seis plantas, y en cada una había dos apartamentos separados por un largo pasillo con grandes ventanales en ambos extremos. La zona principal de la casa de Sara era un espacio diáfano que incluía la cocina y un enorme salón. Una de las paredes era un ventanal que iba desde el suelo hasta el techo —mantenerlo limpio exigía un esfuerzo ímprobo—, y tenía unas magníficas vistas del centro cuando estaban abiertas las persianas. En la parte de atrás había tres dormitorios con baño incorporado. Naturalmente, Sara dormía en el principal, pero nadie había dormido nunca en la habitación de invitados. El tercer dormitorio lo utilizaba como despacho y trastero.
Nunca se había planteado vivir en un loft, pero cuando se trasladó a Atlanta quería que su nueva vida fuera tan distinta de la antigua como fuera posible. En lugar de elegir una bonita casa en una de las calles antiguas y arboladas de la ciudad optó por un espacio que era poco más que una caja vacía. El mercado inmobiliario de Atlanta estaba tocando fondo, y Sara tenía dinero más que de sobra. Todo estaba nuevo cuando se mudó, pero de todos modos renovó la casa de arriba a abajo. Sólo con lo que le había costado la cocina habría bastado para alimentar a una familia de tres miembros durante un año. Si a eso le añadimos los baños, dignos de un palacio, resultaba casi embarazoso pensar en la ligereza con la que Sara había tirado de su chequera.
En su vida anterior, siempre había sido cuidadosa con el dinero, no se permitía más lujo que el de estrenar un BMW cada cuatro años. Tras la muerte de Jeffrey, se había encontrado con el dinero de su seguro de vida, su pensión, sus ahorros y el dinero de la venta de la casa. Lo había dejado todo en el banco, pues tenía la sensación de que gastarse ese dinero era como admitir que Jeffrey estaba muerto y no volvería. Incluso se había planteado renunciar a la exención de impuestos que le ofrecía el estado por ser la viuda de un oficial de policía muerto en acto de servicio, pero su contable se mostró reacio y ella no quiso discutir.
Más tarde, el dinero que enviaba todos los meses a Sylacauga, Alabama, para ayudar a la madre de Jeffrey, salía de su propio bolsillo mientras que el dinero de su marido seguía ingresado en el banco local generando unos exiguos intereses. Sara pensaba a menudo en entregárselo al hijo de Jeffrey, pero eso habría sido demasiado complicado. Al niño nunca le habían contado quién era su verdadero padre. No podía arruinarle la vida y luego regalarle una pequeña fortuna a un chaval que estaba todavía en la universidad.
De modo que el dinero de Jeffrey seguía en el banco, de la misma manera que la carta seguía en la repisa de la chimenea de Sara. Se quedó junto a ésta, acariciando el borde del sobre, preguntándose por qué no lo había vuelto a guardar en su bolso o en el bolsillo de su bata. En lugar de eso, durante el zafarrancho de limpieza se había limitado a levantarlo para limpiar el polvo de la repisa.
Sara vio la alianza de Jeffrey en el otro extremo. Ella aún llevaba puesta la suya —un anillo de oro blanco igual que el de su marido—, pero el sello de la universidad de Jeffrey, de oro y con la insignia de la Universidad de Auburn grabada, era más importante. La piedra azul estaba arañada y era demasiado grande para ella, así que lo llevaba colgado al cuello con una cadena larga, como las placas de identificación que llevan los soldados. No lo llevaba a la vista, sino siempre por dentro de la blusa, cerca de su corazón, para poder sentirlo cerca.
Cogió la alianza de Jeffrey y la besó antes de volver a dejarla sobre la repisa. Con el paso de los años, de algún modo su mente había trasladado a Jeffrey a otro lugar. Era como si estuviera haciendo el luto de nuevo, pero esta vez en la distancia. En lugar de despertarse desolada, como en los últimos tres años, sentía una profunda tristeza. Tristeza al darse la vuelta en la cama y no verle a su lado. Tristeza al pensar que nunca volvería a verle sonreír. Tristeza al saber que nunca volvería a abrazarle o a sentirlo dentro de ella. Pero ya no se sentía completamente desolada. Ya no sentía que cada movimiento, cada pensamiento, le exigía un enorme esfuerzo. Ya no sentía que quería morirse. Ya no sentía que no había luz al final del túnel.
Y había algo más: Faith Mitchell había sido muy cruel con ella hoy, pero Sara había sobrevivido, no se había quedado deshecha. No se había desmoronado ni se había roto en pedazos. Se había mantenido entera. Lo curioso era que, en cierto modo, Sara se sentía ahora más cerca de su marido a consecuencia de ello. Se sentía más fuerte, más cerca de la mujer de la que él se había enamorado que de la que se había hundido sin él. Cerró los ojos y casi pudo sentir su aliento en la nuca, sus labios acariciando su piel con tal suavidad que notó un cosquilleo en la espalda. Se imaginó la mano de Jeffrey alrededor de su cintura, y se sorprendió al poner allí su mano y no sentir nada más que el calor de su propia piel.
Sonó el interfono y los perros se soliviantaron, igual que Sara. Se fue hacia el aparato para abrir al chico que le traía la pizza y tranquilizó a los perros. Billy y Bob, sus dos galgos, habían adoptado de inmediato a Betty, la perra de Will Trent. Un rato antes, cuando estaba limpiando, los tres perros se acomodaron en el sofá, y sólo la miraban de vez en cuando, cuando entraba en la habitación o hacía demasiado ruido. Ni siquiera la aspiradora logró que se movieran de allí.
Sara abrió la puerta y esperó a Armando, que le traía una pizza al menos dos veces por semana. Ella fingía que era completamente normal que se tutearan, y por lo general le daba una buena propina para que el repartidor no diera importancia al hecho de verla más a menudo que a sus propios hijos.
—¿Todo bien? —le preguntó mientras intercambiaban pizza y dinero.
—Estupendo —respondió Sara, pero en realidad tenía la cabeza en el apartamento y en lo que estaba haciendo antes de que sonara el interfono. Hacía tanto tiempo que no podía recordar cómo era estar con Jeffrey que quería recrearse en ello, meterse en la cama y dejar que su mente volara hacia aquellos recuerdos tan dulces.
—Que tengas un buen día, Sara. —Armando hizo ademán de marcharse, pero recordó algo y se volvió de nuevo hacia ella—. Ah, hay un tipo raro merodeando por el portal.
Vivía en una gran ciudad; aquello no era algo insólito.
—¿Raro sin más o raro como para llamar a la policía?
—Yo creo que es un policía. No es que lo parezca, pero he visto su placa.
—Gracias —le dijo.
Armando se despidió con un gesto de la cabeza y se fue hacia el ascensor. Sara dejó la pizza sobre la encimera y fue hasta el otro extremo del pasillo. Abrió la ventana y se asomó. Seis pisos más abajo vio una mancha que se parecía sospechosamente a Will Trent.
—¡Eh! —le gritó. Will no respondió y ella le observó ir y venir unos segundos, pues no estaba segura de si la había oído. Volvió a intentarlo, gritando como una hincha en un partido de fútbol—. ¡Eh!
Por fin Will alzó la vista y Sara le dijo:
—En el sexto.
Le vio entrar en el edificio, cruzándose en la puerta con Armando, que la saludó con la mano y le dijo algo de volver a verse pronto. Sara cerró la ventana, rezando para que Will no hubiera oído a Armando o para que al menos tuviera la delicadeza de fingirlo. Echó un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hubiera nada fuera de lugar que llamara demasiado la atención. Había dos sofás en el salón, uno lleno de perros y el otro lleno de cojines. Sara los ahuecó y los colocó esperando que dieran la impresión de haber sido arreglados con cierta gracia.
Después de haberse pasado dos horas frotando con esmero la cocina estaba reluciente, incluso la placa de cobre del frontal, que parecía muy bonita hasta que descubrías que había que utilizar dos productos distintos para limpiarla. Pasó junto al televisor de pantalla plana de la pared y se paró en seco. Se había olvidado de limpiar la pantalla. Se estiró la manga de la blusa y la limpió lo mejor que pudo.
Para cuando abrió la puerta, Will ya estaba saliendo del ascensor. Sara sólo le había visto unas cuantas veces, pero tenía un aspecto espantoso, como si llevara semanas sin dormir. Vio su mano izquierda y se fijó en que tenía los nudillos despellejados de un modo que daba la impresión de que le había partido la boca a alguien a puñetazos.
De vez en cuando Jeffrey volvía a casa con esas mismas heridas. Sara siempre le preguntaba, y él siempre mentía. Ella se obligaba a aceptar sus mentiras porque no se sentía cómoda pensando que su marido podía estar traspasando los límites de la ley; deseaba creer que era un buen hombre en todos los aspectos. Parte de ella quería pensar que Will era también un buen hombre, así que se dispuso a creer cualquier cosa que le contase cuando le preguntara.
—¿Y esa mano?
—Le he pegado a uno. Al portero del edificio donde vive Anna.
Su sinceridad pilló a Sara fuera de juego, y tardó unos segundos en responder.
—¿Por qué?
Una vez más Will respondió con total sinceridad.
—Me sacó de quicio.
—¿Te va a causar eso problemas con tu jefa?
—Parece que no.
Sara se dio cuenta de que lo tenía en el pasillo, así que se hizo a un lado para dejarle pasar.
—Ese bebé tiene mucha suerte de que lo hayas encontrado. No sé si habría podido resistir un día más.
—Sí, es una excusa muy oportuna. —Will echó un vistazo a su alrededor, rascándose distraídamente el brazo—. Nunca había golpeado a un sospechoso. Había amenazado con hacerlo, pero es la primera vez que lo hago de verdad.
—Mi madre siempre me decía que existe una línea muy fina entre el nunca y el siempre. —Will parecía confuso, así que Sara se lo explicó—. Una vez que has hecho algo malo es más fácil volver a hacerlo otra vez, y luego otra, y sin darte cuenta empiezas a hacerlo de manera habitual sin que la conciencia te remuerda por ello.
Will se quedó mirándola durante casi un minuto. Sara se encogió de hombros.
—Depende de ti. Si no te gusta cruzar esa línea, no vuelvas a hacerlo. No permitas que se vuelva fácil.
La expresión de Will pasó de la sorpresa al alivio. Pero en lugar de reconocer lo que acababa de ocurrir, le dijo:
—Espero que Betty no te haya causado muchas molestias.
—Se ha portado muy bien. No ladra nada.
—No pretendía endilgártela de esta manera.
—No pasa nada. —Le tranquilizó Sara, aunque tenía que admitir que Faith Mitchell tenía razón esta mañana en cuanto a los motivos que tenía. Se había ofrecido a cuidar de la perra porque quería saber cómo iba el caso. Quería ayudarles en la investigación, volver a sentirse útil.
Will estaba de pie en medio del salón, con el terno arrugado y el chaleco un poco holgado, como si hubiera perdido peso últimamente. No había visto a nadie tan perdido en su vida.
—Siéntate, por favor —le dijo.
Will parecía indeciso, pero finalmente se sentó en el sofá encarado al de los perros. No lo hacía como la mayoría de los hombres, con las piernas separadas y los brazos abiertos apoyados en el respaldo. Era un hombre grande, pero daba la impresión de que se esforzaba mucho en no ocupar demasiado sitio.
—¿Has cenado? —preguntó Sara.
Will dijo que no con la cabeza y Sara puso la pizza sobre la mesita de café. Los perros estaban muy interesados en sus movimientos, así que se sentó con ellos en el sofá para mantenerlos a raya. Esperó a que Will cogiera una porción, pero se quedó sentado ahí, con las manos sobre las rodillas.
—¿Es ésa la alianza de tu marido? —le preguntó.
Desconcertada, se volvió hacia el anillo, que estaba sobre la reluciente repisa de caoba. La carta estaba en el otro extremo de la repisa y a Sara le preocupó que Will pudiera adivinar lo que contenía.
—Perdona —se disculpó—. No debería preguntar esas cosas.
—Sí, es su alianza —dijo ella, percatándose de que con los nervios había estado apretando y dando vueltas a su propio anillo.
—¿Y eso que…? —preguntó Will llevándose la mano al pecho.
Sara imitó el gesto y se sintió como si la hubieran pillado en falta al descubrir que se refería al sello que llevaba colgado del cuello y que se transparentaba bajo la fina tela de su blusa.
—Otra cosa —dijo sin entrar en detalles.
Will asintió y continuó mirando a su alrededor.
—A mí también me encontraron en el cubo de la basura. —Habló de forma algo brusca, como si a él mismo le sorprendieran sus palabras—. Al menos eso es lo que dice el expediente.
Sara no supo qué decir, sobre todo cuando él se echó a reír como si acabara de contar un chiste verde en una fiesta parroquial.
—Perdona. No sé por qué he dicho eso. —Cogió una porción de pizza y puso la otra mano debajo para recoger el queso que goteaba.
—No pasa nada —dijo ella poniendo una mano sobre la cabeza de Bob, que parecía querer lanzarse sobre la mesita. Ni siquiera podía comprender lo que le acababa de contar Will. Igual podría haberle dicho que había nacido en la luna.
—¿Qué edad tenías? —le preguntó.
Terminó de masticar y tragó antes de responder.
—Cinco meses.
Cogió otra porción de pizza y Sara le observó mientras masticaba. Trató de imaginar a Will Trent con cinco meses. Habría empezado a mantener la espalda derecha por sí solo y a reconocer sonidos. Él dio otro bocado y masticó con aire pensativo.
—Mi madre me dejó allí.
—¿En el cubo de la basura?
Asintió.
—Alguien irrumpió en la casa, un hombre. Ella sabía que iba a matarla y que probablemente me mataría a mí también. Me escondió en el cubo de la basura, debajo del fregadero, y el hombre no me encontró. Imagino que supe que debía quedarme callado. —Esbozó una media sonrisa—. Hoy he estado en el apartamento de Anna y he buscado en todos los cubos de basura. No podía dejar de pensar en lo que me dijiste esta mañana, eso de que el asesino les metía esas bolsas dentro para enviar un mensaje, porque quería decirle al mundo que eran mierda, que no valían nada.
—Obviamente, tu madre sólo intentaba protegerte. No estaba enviando ningún mensaje.
—Sí —dijo Will—, lo sé.
—¿Y lo…? —No tenía la mente muy despejada para hacer preguntas.
—¿Que si cogieron al tipo que la mató? —preguntó Will, terminando la frase por ella. Volvió a mirar a su alrededor—. ¿Pillaron al que mató a tu marido?
Había formulado una pregunta, pero no esperaba una respuesta. Sólo intentaba poner de manifiesto lo poco que eso importaba, algo que Sara sintió en el mismo instante en que le comunicaron que el hombre que había sido responsable de la muerte de Jeffrey había fallecido.
—Eso es lo único que parece importarles a todos los policías que conozco: ¿cogieron a ese tío?
—Ojo por ojo —dijo. Señaló la pizza—. ¿Te importa si…?
Se había comido ya media.
—Adelante.
—Ha sido un día muy largo.
Sara se rio, la expresión se quedaba corta para describirlo. Will se rio también.
—¿Quieres que te cure eso? —le preguntó Sara, señalando su mano.
Will se miró las heridas como si acabara de reparar en ellas.
—¿Qué puedes hacer?
—Creo que es demasiado tarde para darte unos puntos. —Se levantó para ir a la cocina a buscar el botiquín—, pero puedo limpiar las heridas. Y tendrás que tomar un antibiótico para evitar que se infecten.
—¿Y para la rabia?
—¿La rabia? —Se recogió el pelo con una goma que cogió de un cajón de la cocina y se enganchó las gafas de cerca en el cuello de la blusa—. En la boca hay muchas bacterias, pero es muy raro…
—Son de rata. Había ratas en la cueva donde estuvieron encerradas Jackie y Anna. —Will se rascó otra vez el brazo derecho y Sara se dio cuenta de por qué lo hacía—. Las ratas pueden contagiar la rabia, ¿no?
Sara se quedó paralizada unos segundos, y alargó la mano para coger un cuenco de acero inoxidable del armario.
—¿Te mordieron?
—No, treparon por mis brazos.
—¿Unas ratas treparon por tus brazos?
—Sólo dos. Quizá tres.
—¿Dos o tres ratas?
—Me quedo mucho más tranquilo oyéndote repetir todo lo que digo en voz más alta.
Sara se echó a reír, pero continuó preguntándole.
—¿Actuaban de forma errática? ¿Intentaron atacarte?
—La verdad es que no. Sólo querían salir de allí. Creo que estaban tan asustadas de mí como yo de ellas. —Se encogió de hombros—. Bueno, una de ellas se quedó. Me miró fijamente, como si observara mis movimientos. Pero no se me acercó en ningún momento.
Sara se puso las gafas y se sentó a su lado.
—Súbete las mangas.
Will se quitó la chaqueta y se subió la manga izquierda, aunque se había estado rascando el brazo derecho. Sara no quiso discutir. Examinó los arañazos que tenía en el antebrazo: eran muy superficiales, ni siquiera sangraban. Probablemente lo recordaba mucho peor de lo que en realidad había sido.
—Creo que te pondrás bien.
—¿Estás segura? A lo mejor es por eso por lo que me he vuelto loco esta tarde.
Sara se percató de que bromeaba sólo a medias.
—Dile a Faith que me llame si empiezas a soltar espuma por la boca.
—Entonces no te sorprendas si tienes noticias suyas mañana.
Sara colocó el cuenco de acero inoxidable sobre sus rodillas y metió la mano izquierda de Will en él.
—Esto te va a escocer —le avisó, vertiendo el agua oxigenada sobre los arañazos. Will no se inmutó y Sara aprovechó su resistencia para hacerle una cura más a fondo. Intentó concentrarse en lo que hacía, pero sentía mucha curiosidad.
—¿Y qué hay de tu padre?
—Había circunstancias atenuantes. —Fue todo cuanto le dijo—. No te preocupes. Los orfanatos no son tan malos como parecen en las novelas de Dickens.
Will decidió cambiar de tema.
—¿Tienes muchos hermanos?
—Sólo tengo una hermana pequeña.
—Pete dijo que tu padre es fontanero.
—Exacto. Mi hermana estuvo trabajando con él un tiempo, pero ahora es misionera.
—Eso está bien. Las dos ayudáis a la gente.
Sara intentó buscar otra pregunta, algo que le ayudara a abrirse, pero no se le ocurría nada. No tenía ni idea de cómo hablar con alguien que no tenía familia. ¿Qué anécdotas de tiranía fraterna o angustia paterna podías compartir?
Por lo visto a Will tampoco se le ocurría nada, o a lo mejor prefería guardar silencio. Sea como fuere, no abrió la boca hasta que ella empezó a ponerle tiritas en los nudillos para intentar cubrirle las heridas.
—Eres una buena médico —le dijo.
—Deberías verme sacando astillas.
Will se miró las manos y flexionó los dedos.
—Eres zurdo —observó Sara.
—¿Y eso es malo? —le preguntó él.
—Pues espero que no —dijo alzando su mano izquierda, la que había estado usando para curarle las heridas—. Mi madre dice que eso significa que eres más listo que los demás. —Empezó a recoger las cosas—. Y hablando de mi madre, la he llamado para preguntarle esa duda que tenías. Sobre el nombre del apóstol que sustituyó a Judas. Se llamaba Matías. —Se echó a reír—. Si te encuentras con alguien que se llame así puedes estar seguro de que has encontrado a tu asesino.
Will se rio también.
—Pasaré un aviso a todas las unidades.
—La última vez que lo vieron vestía túnica y sandalias.
Will meneó la cabeza sin dejar de sonreír.
—No hagas bromas con eso. Es la mejor pista que me han dado hoy.
—¿Anna no ha dicho nada?
—No he hablado con Faith desde… —Movió su mano herida—. Habría llamado si hubiera alguna novedad.
—No es como yo pensaba —le dijo Sara—. Anna. Sé que está feo decirlo, pero es muy desapasionada. Carece de emociones.
—Lo ha pasado muy mal.
—Entiendo lo que quieres decir, pero su insensibilidad va más allá de eso. —Sara meneó la cabeza—. Quizá sea mi ego. Los médicos no estamos acostumbrados a que nos traten como lacayos.
—¿Qué te dijo?
—Cuando le llevé al niño, a Balthazar, no sé, fue muy raro. No esperaba recibir una medalla ni nada parecido, pero pensé que al menos me daría las gracias. En lugar de eso se limitó a decirme que podía marcharme.
Will se bajó la manga.
—Ninguna de esas mujeres es especialmente agradable.
—Faith dijo que podría tener algo que ver con la anorexia.
—Podría ser. No sé mucho sobre ese tema. ¿Los anoréxicos suelen ser gente horrible?
—No, claro que no. Cada uno es como es. Faith me preguntó lo mismo esta tarde. Le expliqué que hace falta ser muy tenaz para matarse de hambre de esa manera, pero eso no quiere decir que sean mala gente. —Sara se quedó pensando un momento—. Probablemente vuestro asesino no escogió a esas mujeres porque fueran anoréxicas, sino porque son mala gente.
—Si sabe que son malas será porque las conoce. Tendría que haber tenido contacto con ellas.
—¿Habéis encontrado alguna otra conexión aparte de la anorexia?
—Ninguna de ellas está casada. Dos tienen hijos. Una odia a los niños y otra tal vez quisiera tener un hijo, o no. Una ejecutiva de banca, una abogada, una agente inmobiliaria y una diseñadora de interiores.
—¿Qué clase de abogada?
—Mercantilista.
—¿No se dedica a asuntos inmobiliarios?
Will dijo que no con la cabeza.
—La ejecutiva de banca no trabaja con hipotecas, tampoco. Llevaba las relaciones con la comunidad: recaudación de fondos, asegurarse de que el presidente del banco saliera fotografiado en los periódicos junto a un niño enfermo de cáncer, esa clase de cosas.
—¿Y no pertenecen a un grupo de apoyo?
—Hay un chat, pero no podemos acceder sin la contraseña. —Se frotó los ojos con las manos—. Es como la pescadilla que se muerde la cola.
—Pareces cansado. Quizá una buena noche de sueño te ayude a resolverlo.
—Sí, debería irme ya. —Pero no lo hizo. Se quedó allí sentado, mirándola.
Sara tuvo la sensación de que la habitación se quedaba como insonorizada y la atmósfera estaba cargada de repente, casi le costaba respirar. En aquel momento era muy consciente de la presión que la alianza ejercía sobre su piel, y se percató de que su muslo rozaba el de Will.
Will fue el primero en romper el hechizo, volviéndose para coger la chaqueta del respaldo.
—Tengo que marcharme —le dijo, levantándose para ponerse la chaqueta—. He de buscar a una prostituta.
Sara estaba segura de haberle entendido mal.
—¿Perdón?
Will se echó a reír.
—Una testigo, se llama Lola. Fue ella quien cuidó del bebé y nos dio el soplo sobre el apartamento de Anna. Llevo toda la tarde buscándola. Ahora que ya ha anochecido habrá salido de su guarida.
Sara se quedó en el sofá, pensando que probablemente era mejor mantener un poco las distancias para que Will no se hiciera una idea equivocada.
—Te envolveré un trozo de pizza.
—No te molestes, gracias. —Se acercó al otro sofá, cogió a Betty y se la acercó al pecho—. Gracias por la conversación. —Se quedó callado un momento—. Y en cuanto a lo que te he contado… Mejor nos olvidamos de ello, ¿vale?
Sara intentó buscar una respuesta que no fuera un chiste o, peor aún, una invitación.
—Claro. No te preocupes.
Will le sonrió de nuevo y se marchó.
Sara se recostó en el sofá y exhaló un hondo suspiro, preguntándose qué demonios acababa de ocurrir. Repasó la conversación que habían tenido, preguntándose si le había lanzado alguna señal a Will, algo que pudiera haber interpretado así. O a lo mejor no había pasado nada. A lo mejor estaba sacando demasiadas conclusiones por el modo en que la había mirado cuando estaban sentados en el sofá. Seguramente tampoco había ayudado mucho el hecho de que, poco antes de que llegara Will, Sara hubiera estado fantaseando con su marido. A pesar de todo volvió a repasar la escena una vez más, intentando averiguar qué era lo que había provocado ese momento de tensión, o si había existido realmente esa tensión.
Hasta que no recordó el momento en que le había metido la mano en el cuenco, para limpiarle las heridas de los nudillos, no se dio cuenta de que Will Trent ya no llevaba puesta su alianza.