A FAITH TODAVÍA LE TEMBLABAN LAS MANOS cuando llegó a la habitación de Anna Lindsey en la UCI. Los dos policías que custodiaban su puerta estaban charlando con las enfermeras en el mostrador, pero miraban hacia allí de vez en cuando, como si conocieran lo que había sucedido en el exterior del apartamento de Anna Lindsey y no supieran muy bien qué pensar. Will, por su parte, estaba frente a Faith, con las manos en los bolsillos y mirando fijamente la pared. Faith se preguntaba si habría entrado en estado de shock. Qué demonios, se preguntaba si le había pasado también a ella.
En su vida personal, Faith había sido objeto de atención para muchos hombres cargados de ira, pero jamás había presenciado un despliegue de violencia como el de Will. Hubo un momento en el descansillo del último piso de Beeston Place en el que Faith temió que Will matara al portero. Fue la expresión de su cara lo que la impresionó tanto: fría, implacable, con el único objetivo de reventarle la cara a golpes. Como cualquier otra madre, la de Faith siempre le había dicho que tuviera mucho cuidado con lo que deseaba: ella había deseado que Will fuera un poco más agresivo, ahora daría cualquier cosa para que volviera a ser el de antes.
—No dirán nada —le dijo a Will—. Ni los policías ni los de la ambulancia.
—Da igual.
—Encontraste al bebé. —Le recordó—. ¿Quién sabe cuánto tiempo habría pasado antes de que alguien…?
—Para.
Se oyó un timbrazo cuando se abrieron las puertas del ascensor. Amanda salió caminando con paso resuelto. Echó un vistazo al descansillo, para ver quién estaba por allí y probablemente para intentar neutralizar a los testigos. Faith se preparó para recibir un buen repaso, suspensiones inmediatas e incluso retirada de placas. Sin embargo Amanda preguntó:
—¿Estáis bien?
Faith asintió. Will se quedó mirando al suelo.
—Me alegro de ver que por fin te han crecido un buen par —le dijo a Will—. Te voy a suspender el sueldo por el resto de la semana, pero no pienses ni por un minuto que vas a dejar de trabajar para mí.
—Sí, señora —dijo Will con voz ronca.
Amanda se fue hacia la escalera a grandes zancadas. Ambos la siguieron y Faith se percató de que su jefa había perdido su gracejo y su dominio habituales. Parecía tan aturdida como ellos.
—Cierra la puerta.
Al cerrarla vio que todavía le temblaban las manos.
—Charlie está comprobando el ático de Anna Lindsey —les informó Amanda, y su voz resonó por el hueco de las escaleras. Bajó un poco el tono—, llamará si encuentra algo. Obviamente, tienes que mantenerte alejado del portero —le dijo a Will—. Los resultados deberían estar listos mañana por la mañana, pero no os hagáis muchas ilusiones, ya habéis visto cómo estaba ese apartamento. Los informáticos no han podido acceder a los ordenadores de ninguna de las dos mujeres. Están pasándoles todos los programas de desencriptación que tienen, pero podrían tardar meses en acceder. La web pro-anorexia está alojada en una empresa fantasma de Frisia, que a saber dónde coño está. En Europa. No quieren darnos la información de registro, pero los informáticos han logrado encontrar las estadísticas en Internet. Tienen unos dos mil usuarios únicos al mes. Eso es todo lo que sabemos.
Will no dijo nada, así que Faith preguntó:
—¿Y qué pasa con la casa vacía que hay detrás de la de Olivia Tanner?
—Las huellas son de unas zapatillas Nike de talla 45 y se venden en unas mil doscientas tiendas en todo el país. Encontramos algunas colillas en la lata de Coca-Cola que había detrás del bar. Vamos a intentar conseguir unas muestras de ADN, pero a saber de quién serán.
Faith preguntó:
—¿Se sabe algo de Jake Berman?
—¿Tú qué coño crees? —Amanda respiró hondo para calmarse—. Hemos difundido un dibujo y su foto de archivo por la red del estado. Estoy segura de que en cualquier momento saltará a la prensa, pero ya les hemos pedido que la retengan durante al menos veinticuatro horas.
Faith tenía un montón de preguntas en la cabeza, pero no le salió ninguna. Hacía menos de una hora que había estado en la cocina de Olivia Tanner y no podía recordar ni el más mínimo detalle de la casa. Will habló por fin. Su voz, como su rostro, era la viva expresión de la derrota.
—Deberías despedirme.
—No te vas a librar de esto tan fácilmente.
—No estoy bromeando, Amanda. Deberías despedirme.
—Yo tampoco estoy de broma, capullo ignorante. —Puso los brazos en jarras, y ahora sí se pareció más a la Amanda borde que Faith tan bien conocía—. El bebé de Anna Lindsey está a salvo gracias a ti. Creo que eso es un triunfo para el equipo.
Will se rascó el brazo. Faith vio que sus nudillos estaban despellejados y sangraban. Recordó aquel momento en el descansillo cuando le sujetó la cara con las manos, y en cómo deseó que volviera a su ser porque no sabía cómo podría seguir viviendo si Will Trent dejaba de ser el hombre con el que había compartido su vida cotidiana desde hacía un año.
Amanda miró a la agente.
—Danos un minuto.
Faith abrió la puerta y salió al descansillo. Había bastante ajetreo en la UCI, pero ni remotamente parecido al que se vivía abajo, en la sala de urgencias. Los policías habían vuelto a su puesto y vigilaban la entrada de la habitación de Anna. Ambos la siguieron con la vista cuando pasó por delante de ellos.
—Están en la sala de exploración número tres —le dijo una de las enfermeras.
Faith no sabía por qué le daba esa información, pero de todos modos fue hacia allí. Sara Linton estaba en la sala, junto a un moisés de plástico. Tenía al bebé de Anna cogido en brazos.
—Se está recuperando —le dijo a Faith—. Tardará un par de días en ponerse bien del todo, pero lo conseguirá. De hecho, creo que estar otra vez con su madre les hará mucho bien a los dos.
Faith no podía comportarse como un ser humano en ese momento, así que se obligó a ser una policía.
—¿Ha dicho algo más Anna?
—No mucho. Tiene muchos dolores. Ahora que está despierta le han subido la morfina.
Faith pasó su mano por la columna vertebral del niño y percibió la elasticidad de su piel y sus diminutas vértebras.
—¿Cuánto tiempo crees que ha estado solo?
—El TES tenía razón. Yo diría que dos días, como máximo. Si no la situación sería muy diferente. —Sara se pasó el bebé al otro hombro—. Alguien le ha dado agua. Está deshidratado, pero he visto casos mucho peores.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Faith. Su pregunta era completamente inocente. Al oírla le pareció una buena cuestión, así que la repitió—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué estabas con Anna?
Sara volvió a dejar al niño en el moisés con mucho cuidado.
—Es mi paciente. Vine a ver cómo estaba. —Tapó al bebé con una manta—. Del mismo modo que intenté llamarte a ti esta mañana para ver cómo estabas. En la consulta de Delia Wallace me dijeron que todavía no te habías puesto en contacto con ella.
—He estado algo ocupada rescatando a un bebé de un cubo de basura.
—Faith, no soy el enemigo. —Sara adoptó el irritante tono de quien intenta ser razonable—. Ya no se trata sólo de ti. Llevas un niño en tu vientre, otra vida de la que también eres responsable.
—Ésa es decisión mía.
—Pues se te está agotando el tiempo, más vale que decidas ya. No dejes que tu cuerpo decida por ti, porque entre la diabetes y el niño aquella tiene todas las de ganar.
Faith respiró hondo, pero no le sirvió de gran cosa. Se dejó llevar.
—Mira, puede que estés intentando meterte con calzador en mi caso, pero estás muy equivocada si crees que voy a permitir que te entrometas en mi vida privada.
—¿Perdón? —Sara tuvo el descaro de aparentar sorpresa.
—Ya no eres forense, Sara. Ya no estás casada con un jefe de policía. Está muerto: lo viste saltar en pedazos con tus propios ojos. Rondando por el anatómico y entrometiéndote en una investigación en curso no vas a conseguir que vuelva.
Sara se quedó con la boca abierta, incapaz de articular una respuesta. Increíblemente, Faith rompió a llorar.
—¡Oh, Dios mío, lo siento mucho! Eso… es horrible. —Se tapó la boca—. No puedo creer que haya dicho…
Sara meneó la cabeza y miró al suelo.
—Lo siento mucho. Dios, lo siento. Por favor, perdóname.
La doctora se tomó su tiempo antes de hablar.
—Supongo que Amanda te habrá puesto al día de los detalles.
—Lo busqué en el ordenador. No debería…
—¿El agente Trent también lo ha leído?
—No —Faith habló con voz firme—. No. Él dijo que no era asunto suyo, y tiene razón. Tampoco es cosa mía. No debería haberlo hecho. Lo siento. Soy una persona horrible, espantosa, Sara. No puedo creer que te haya dicho esas barbaridades.
Sara se inclinó y acarició la cara del bebé.
—No pasa nada.
Faith no sabía qué decir, así que se puso a recitar todas las cosas horribles que se le ocurrieron sobre sí misma.
—Verás, te mentí en cuanto al peso. He ganado siete kilos, no cinco. Como bollos de mermelada para desayunar, y a veces también para cenar, pero eso sí, con una Coca-Cola Light. Nunca hago ejercicio. Jamás. Sólo corro para ir al baño antes de que se acaben los anuncios, y si te digo la verdad, desde que tengo un disco duro ni eso. —Sara seguía callada—. Lo siento muchísimo.
La doctora continuaba enredando con la manta, remetiéndola por los lados, asegurándose de que el bebé estuviera cómodo y bien abrigado.
—Lo siento —repitió Faith, que se sentía tan mal que pensaba que iba a vomitar.
Sara guardaba sus pensamientos para sí. La agente estaba intentando encontrar la manera de abandonar la habitación sin perder la dignidad cuando la médico le dijo:
—Sabía que eran siete kilos.
Faith percibió que la tensión empezaba a disiparse. Y no estaba dispuesta a arruinarlo todo otra vez abriendo la boca.
—Nadie me habla nunca de él. Quiero decir, al principio sí lo hacían, claro, pero nadie se atreve a pronunciar su nombre. Es como si no quisieran disgustarme, como si pronunciar su nombre pudiera provocar que yo volviera a… —Sara meneó la cabeza—. Jeffrey. No puedo recordar cuándo fue la última vez que lo dije en voz alta. Se llama, se llamaba Jeffrey.
—Es un nombre muy bonito.
Sara asintió y tragó saliva.
—He visto alguna foto —admitió Faith—. Era muy guapo.
La doctora esbozó una sonrisa.
—Sí, lo era.
—Y un buen policía. Lo sé por lo que decían de él los informes.
—Era un buen hombre.
Faith se quedó sin palabras y se puso a pensar qué más podía decir. Sara se le adelantó.
—¿Y qué me dices de ti? —le preguntó.
—¿De mí?
—El padre.
Para su vergüenza, Faith se había olvidado de Victor. Se llevó la mano al vientre.
—¿Te refieres al padre de mi hijo? —Sara se permitió una sonrisa—. Buscaba una madre, no una novia.
—Vaya, Jeffrey nunca tuvo ese problema. Sabía cuidar de sí mismo muy bien. —Tenía la mirada perdida—. Fue lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Sara…
La médico se puso a mirar en los cajones del escritorio y encontró un glucómetro.
—Vamos a ver cómo tienes el azúcar.
Esta vez Faith estaba demasiado arrepentida para protestar. Extendió la mano, dispuesta a recibir el pinchazo. La doctora siguió hablando mientras le medía el azúcar.
—No intento recuperar a mi marido. Créeme, si fuera tan sencillo como entrometerme en la investigación de un caso mañana mismo me inscribiría en la academia de policía. —Faith hizo una mueca al notar el pinchazo—. Sólo quiero volver a sentirme útil. —Su voz adquirió un tono de confidencia—. Quiero sentir que estoy haciendo algo más para ayudar a la gente que prescribir pomadas para una erupción que probablemente se curará por sí sola o remendar a un puñado de matones para que puedan salir a la calle de nuevo y seguir acribillándose unos a otros.
Faith no se había planteado que las motivaciones de Sara pudieran ser tan altruistas. Imaginó que no decía mucho en su favor el que siempre diera por supuesto que todo el mundo se comportaba de forma egoísta en la vida.
—Por cómo hablas de él parece que tu marido era… perfecto —comentó Faith.
Sara se echó a reír mientras manipulaba la tira reactiva.
—Dejaba la cartuchera colgando del pomo de la puerta del baño, nada más casarnos se acostaba con cualquiera (cosa que descubrí personalmente un día al llegar del trabajo) y tenía un hijo ilegítimo del que no supo nada hasta los cuarenta años. —Sara leyó el resultado y, a continuación, se lo mostró a Faith—. ¿Qué te parece? ¿Zumo o insulina?
—Insulina —confesó Faith—. Me quedé sin insulina a la hora de comer.
—Me lo imaginaba. —Cogió el teléfono y llamó a una de las enfermeras—. Tienes que mantener esto bajo control.
—Este caso es…
—Este caso es el que te ocupa ahora, pero es exactamente igual que los demás casos en los que has trabajado y trabajarás. Estoy segura de que el agente Trent podrá pasarse sin ti un par de horas mientras te ocupas de esto. —Sara volvió a centrarse en el niño—. Se llama Balthazar —le dijo.
—Y yo aquí pensando que le habíamos salvado nosotros.
Sara tuvo la delicadeza de reírse, pero habló completamente en serio.
—Soy especialista en medicina pediátrica, Faith. Me gradué entre los primeros de mi promoción en la Universidad de Emory, y he dedicado los últimos veinte años de mi vida a ayudar a la gente, ya sea en vida o después de muerta. Puedes cuestionar mis motivos todo lo que quieras, pero no cuestiones mi profesionalidad como médico.
—Tienes razón. —Faith estaba aún más arrepentida ahora—. Lo siento. Ha sido un día muy duro.
—Pues tener ese nivel de azúcar no ayuda. —Alguien llamó a la puerta y Sara fue a coger los lápices de insulina que le traía la enfermera—. Tienes que tomártelo en serio.
—Lo sé.
—Posponerlo no va a servir de nada. Cógete un par de horas y vete a ver a Delia para que te ponga en orden y puedas concentrarte en tu trabajo.
—Lo haré.
—Cambios de humor, ataques de furia… Todo eso son síntomas de la enfermedad que padeces.
Faith se sentía como si su madre le acabara de echar una regañina, pero quizá era precisamente eso lo que necesitaba ahora mismo.
—Gracias.
Sara apoyó las manos en el moisés.
—Te dejo para que te pongas la insulina.
—Espera —le dijo Faith—. Tú tratas a chicas jóvenes, ¿no?
Sara se encogió de hombros.
—Tenía más trato con ellas antes, cuando tenía mi consulta. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Te suena de algo la palabra «thinspo»?
—No sé mucho —admitió Sara—, sólo que así es como llaman a la propaganda pro-anorexia, generalmente la que se hace por Internet.
—Tres de nuestras víctimas tienen relación con ello.
—Anna sigue estando muy delgada —comentó Sara—. El hígado y los riñones le funcionan muy mal, pero yo pensé que tenía que ver con todo lo que ha sufrido, no que se lo hubiera hecho ella misma.
—¿Podría ser anoréxica?
—Es posible. No me lo planteé por la edad que tiene; la anorexia es un problema más típico de la adolescencia. Aunque Pete hizo algún comentario en ese sentido durante la autopsia de Jacquelyn Zabel. Estaba muy delgada, pero es que la tuvieron privada de agua y comida durante al menos dos semanas. Di por supuesto que sería una mujer delgada antes del secuestro. Se la veía muy menuda. —Se inclinó sobre Balthazar y le dio unos golpecitos en la mejilla—. Anna no podría haber tenido un niño si fuera anoréxica. No sin arriesgarse a sufrir complicaciones muy serias.
—Quizá logró mantenerlo bajo control el tiempo suficiente como para tener al niño —aventuró Faith—. Nunca estoy muy segura de qué es cada cosa: ¿anorexia es cuando vomitan?
—Eso es bulimia. Los anoréxicos dejan de comer. Hay anoréxicos que usan laxantes, pero no se purgan. Cada vez hay más indicios que apuntan a un condicionamiento genético: anomalías cromosómicas que predisponen a sufrir ese tipo de desórdenes. Por lo general son los factores ambientales los que funcionan como desencadenantes.
—¿Como el abuso o los malos tratos?
—Podría ser. A veces es el abuso, a veces dismorfia corporal. Algunos les echan la culpa a las revistas y a las estrellas de cine, pero es demasiado complicado como para poder achacarlo a una sola causa. Cada vez se ven más casos de anorexia masculina. Es francamente difícil de tratar, por el componente psicológico.
Faith pensó en sus víctimas.
—¿Esos desórdenes están asociados a un cierto tipo de personalidad?
Sara se quedó pensando unos segundos antes de responder.
—Lo único que te sé decir es que a los pocos pacientes a los que yo he podido tratar les producía un inmenso placer el privarse de comer. Hace falta mucha fuerza de voluntad para dominar el imperativo fisiológico. A veces sienten que su vida está completamente fuera de control, y que lo único que pueden controlar es lo que ingieren. Además, el cuerpo responde al hecho de matarse de hambre: mareos, euforia, a veces incluso alucinaciones. Puede producir un efecto similar al de los opiáceos, y llegar a ser una sensación muy adictiva.
Faith intentó recordar cuántas veces había bromeado sobre lo feliz que sería si tuviera la fuerza de voluntad necesaria para volverse anoréxica por una semana.
—El problema más grande que plantea el tratamiento de esta clase de desórdenes es que estar demasiado delgada es mejor aceptado por la sociedad que el tener sobrepeso.
—Todavía no he conocido a una sola mujer que esté satisfecha con su peso.
Sara se rio con tristeza.
—Pues yo sí: mi hermana.
—¿Qué es, una santa o algo así?
Faith lo había dicho en plan de broma pero, para su sorpresa, Sara le respondió.
—Casi. Es misionera. Se casó con un predicador hace unos años. Están en África, trabajando con bebés que nacen con SIDA.
—Vaya por Dios, ya la odio y ni siquiera la conozco.
—También tiene sus defectos, créeme —le confesó Sara—. Has dicho tres víctimas. ¿Significa eso que ha desaparecido otra mujer?
Faith se percató entonces de que el caso de Olivia Tanner todavía no había saltado a los medios.
—Sí. Pero guárdame el secreto si puedes.
—Desde luego.
—Al parecer dos de ellas tomaban muchas aspirinas. La última tenía seis frascos de tamaño familiar en su casa. Jacquelyn Zabel también tenía un frasco grande en la mesilla de noche.
Sara asintió, como si aquello tuviera sentido para ella.
—En grandes dosis es un emético. Eso explicaría por qué Zabel tenía el estómago tan ulcerado. También explicaría por qué seguía sangrando cuando Will la encontró. Deberías decírselo: estaba muy abatido por no haber llegado a tiempo.
Will tenía muchos más motivos para sentirse abatido ahora mismo. Aun así, Faith recordó algo.
—Necesita el número de tu apartamento.
—¿Por qué? —preguntó Sara, pero enseguida cayó en la cuenta—. Ah, el perro de su mujer.
—Exacto —dijo Faith, pensando que aquella mentira era lo menos que le debía.
—El doce. Está en el directorio. —Volvió a apoyar las manos en el moisés—. Voy a llevar a este niño con su madre.
Faith le sujetó la puerta y Sara cogió el moisés. El rumor del pasillo zumbó en los oídos de la agente hasta que volvió a cerrar la puerta. Se sentó en el taburete que había junto al mostrador y se levantó la falda, buscando un punto que no estuviera ya amoratado por los pinchazos. El folleto sobre la diabetes decía que había que ir cambiando el lugar del pinchazo, así que Faith exploró su vientre, donde encontró un prístino y blanco michelín que pellizcó con el índice y el pulgar.
Tenía el bolígrafo de insulina a unos centímetros de su barriga, pero no se pinchó. En alguna parte, detrás de todos aquellos bollos de mermelada, había un bebé diminuto con sus pequeñas manitas y sus piececitos, y ojos, y una boca; un bebé que respiraba cuando ella respiraba, que hacía pis cada diez minutos cuando ella salía corriendo hacia el baño. Las palabras de Sara le habían abierto los ojos, pero ver a Balthazar Lindsey había despertado en Faith algo que nunca antes había sentido. Por más que quisiera a Jeremy, su nacimiento no fue precisamente algo para celebrar. Los quince no eran una edad muy adecuada para una fiesta premamá, y hasta las enfermeras del hospital la habían mirado con lástima.
Sin embargo, esta vez sería diferente. Faith tenía edad más que suficiente para ser madre. Podría pasearse por el centro comercial con su bebé en brazos sin preocuparse porque la gente pudiera pensar que era la hermana mayor de su propio hijo. Podría llevarlo al pediatra y rellenar todos los impresos sin que su madre tuviera que firmarlos también. Podría mandar al cuerno a sus profesores en las reuniones del AMPA sin tener que preocuparse de que la mandaran directa al despacho del director. Qué demonios, ahora tenía edad para conducir.
Esta vez podría hacerlo bien. Podría ser una buena madre de principio a fin. Bueno, quizá no desde el principio. Faith se puso a pensar en todas las cosas que le había hecho a su hijo tan sólo en esa semana: lo había ignorado, había negado su existencia, se había desmayado en un garaje, había pensado en abortar, lo había expuesto a lo que pudiera tener Sam Lawson, se había caído de un porche y había arriesgado las vidas de ambos intentando evitar que Will le reventara la cabeza a un portero yugoslavo contra la elegante moqueta del descansillo del ático de Beeston Place.
Y ahí estaban los dos ahora, madre e hijo en la UCI del hospital Grady, y ella a punto de clavarle una aguja en la cabeza.
La puerta se abrió.
—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó Amanda, pero enseguida se lo figuró—. Oh, por el amor de Dios. ¿Cuándo pensabas hablarme de esto?
Faith se bajó la falda, pensando que era un poco tarde para andarse con remilgos.
—En cuanto te dijera que estoy embarazada.
Amanda intentó cerrar dando un portazo, pero el mecanismo hidráulico se lo impidió.
—Joder, Faith. Nunca llegarás a ninguna parte si tienes que ponerte a criar un bebé.
Faith se indignó.
—Pues he llegado hasta aquí criando a uno.
—Eras una cría de uniforme que ganaba dieciséis mil dólares al año. Ahora tienes treinta y tres tacos.
—Imagino que esto significa que no me vas a dar una fiesta premamá —replicó Faith.
—¿Lo sabe tu madre? —le preguntó Amanda con una mirada que podría cortar un cristal.
—Pensé que era mejor dejar que disfrutara de sus vacaciones.
La jefa se dio una palmada en la frente, un gesto que habría resultado cómico de no ser porque tenía la vida de Faith en sus manos.
—Un disléxico corto de luces con problemas para controlar su genio y una diabética fértil y gorda que carece de las nociones más básicas sobre el control de la natalidad. —Le clavó el dedo en la cara—. Espero que te guste trabajar con tu compañero, porque vas a seguir emparejada con Will Trent lo que te quede de vida.
Faith trató de ignorar la parte en que la había llamado «gorda» que, en honor a la verdad, era lo que más le había molestado de todo.
—Se me ocurren cosas mucho peores que tener de compañero a Will Trent el resto de mi vida.
—Deberías alegrarte de que no hubiera cámaras de seguridad que pudieran grabar su rabieta.
—Will es un buen policía, Amanda. A estas alturas no lo tendrías trabajando para ti si no lo creyeras tú también.
—Bueno… Quizá cuando no saca a relucir sus problemas de abandono.
—¿Está bien?
—Sobrevivirá —replicó Amanda sin demasiada convicción—. Le he mandado a buscar a esa prostituta, Lola.
—¿No está en la cárcel?
—Había de todo en aquel apartamento: heroína, metanfetamina, coca. Angie Polaski ha logrado que la suelten por el soplo —dijo Amanda encogiéndose de hombros. No siempre podía controlar todo el departamento de policía de Atlanta.
—¿Crees que es buena idea enviar a Will a buscar a Lola, teniendo en cuenta lo cabreado que está por dejar sólo al bebé?
Amanda volvió a ser la Amanda que no permitía que discutieran sus decisiones.
—Tenemos a dos mujeres desaparecidas y a un asesino en serie que sabe muy bien qué hacer con ellas. Si no obtenemos resultados pronto, el caso se nos irá de las manos. El tiempo se agota, Faith. Ahora mismo podría estar vigilando a su próxima víctima.
—Se suponía que tenía que reunirme hoy con Rick Sigler, el TES que atendió a Anna.
—Envié a alguien hace una hora a su casa. Su esposa estaba con él. Negó rotundamente conocer a ningún Jake Berman. Apenas admitió que había pasado por esa carretera aquella noche.
Faith no se le ocurrió peor manera de interrogar al hombre.
—Es gay. La mujer no tiene ni idea.
—Nunca tienen ni idea —replicó Amanda—. En cualquier caso no tenía muchas ganas de hablar, y no tenemos motivos suficientes para llevárnoslo a comisaría.
—No estoy muy segura de que no sea un sospechoso.
—Todo el mundo es sospechoso en lo que a mí respecta. Leí el informe de la autopsia; vi lo que le han hecho a Anna. A nuestro chico malo le gusta experimentar. Y va a seguir haciéndolo hasta que lo detengamos.
Faith había seguido funcionando en las últimas horas a base de adrenalina, y al oír a Amanda se le volvió a disparar.
—¿Quieres que vigile a Sigler?
—Tengo a Leo Donnelly aparcado frente a su casa en este momento. Algo me dice que no quieres pasarte la noche atrapada con él en un coche.
—No señora —respondió Faith, y no sólo porque Leo fuera un fumador empedernido. Probablemente culparía a Faith de haberle puesto en la lista negra de Amanda. Y tenía razón.
—Alguien tiene que ir a Michigan y buscar los archivos relativos a la familia de Pauline Seward. La orden está en camino, pero por lo visto los expedientes de hace más de quince años no están digitalizados. Tenemos que encontrar a alguien que la conociera en aquella época y tenemos que encontrarlo ya; a los padres o, con un poco de suerte, al hermano, si no resulta ser nuestro misterioso Jake Berman. Por razones más que evidentes no puedo mandar a Will a leer expedientes.
Faith dejó el lápiz de insulina sobre el mostrador.
—Yo me ocupo.
—¿Tienes esa diabetes bajo control? —La expresión de Faith debió de responder a su pregunta—. Enviaré a otro de mis agentes, uno que pueda hacer su trabajo.
Amanda hizo un gesto con la mano rechazando cualquier queja que pudiera formular Faith.
—Vamos a partir desde ahí hasta que vuelva a mordernos el culo otra vez, ¿puede ser?
—Siento mucho todo esto. —Faith se había disculpado más veces en los últimos diez minutos que en toda su vida.
Amanda meneó la cabeza, dejando claro que no estaba dispuesta a discutir lo estúpido de aquella situación.
—El portero ha pedido un abogado. Tenemos una reunión con él a primera hora de la mañana.
—¿Le has arrestado?
—Detenido. Resulta obvio que es un inmigrante. La Ley Patriótica nos permite retenerle durante veinticuatro horas mientras comprobamos su situación. Con un poco de suerte podremos poner patas arriba su apartamento y encontrar algo más contundente que podamos utilizar en su contra.
Faith no era quién para discutir sobre la recta interpretación de la ley.
—¿Qué hay de los vecinos de Anna? —preguntó Amanda.
—Es un edificio muy tranquilo. El apartamento que está debajo del ático lleva meses vacío. Podrían haber lanzado una bomba atómica desde el piso de arriba y nadie se habría enterado.
—¿Y el muerto?
—Un traficante. Sobredosis de heroína.
—¿Nadie echó de menos a Anna en su lugar de trabajo?
Faith le contó lo poco que había podido averiguar.
—Trabaja para un bufete de abogados, Bandle & Brinks.
—Santo Dios, esto no hace más que empeorar. ¿Sabes algo de ese bufete? —Amanda no le dio tiempo para responder—. Están especializados en demandas contra organismos municipales: policía, servicios sociales; se agarran a cualquier cosa, se abalanzan sobre ti y te ponen una demanda por el doble del presupuesto municipal. Han demandado al estado con éxito más veces de las que soy capaz de contar.
—No se mostraron muy dispuestos a colaborar. No nos entregarán sus archivos sin una orden judicial de por medio.
—En otras palabras, actúan como abogados. —Amanda se puso a pasear por la habitación—. Tú y yo vamos a hablar con Anna ahora mismo, luego volveremos a su casa y la pondremos patas arriba antes de que en su bufete se enteren de lo que estamos haciendo.
—¿Cuándo tenemos la entrevista con el portero?
—Mañana a las ocho en punto. ¿Crees que podrás hacerle un hueco en tu apretada agenda?
—Sí, señora.
Amanda volvió a menear la cabeza como si fuera la madre de Faith; frustrada y algo disgustada.
—Imagino que esta vez el padre tampoco pinta nada en todo esto.
—Estoy ya un poco mayor para intentar algo nuevo.
—Enhorabuena —dijo Amanda abriendo la puerta. Habría sido un bonito detalle de no ser por el «idiota» que murmuró según salía al pasillo.
Faith no se había dado cuenta de que estaba aguantando la respiración hasta que su jefa salió de la habitación. Exhaló un profundo suspiro, y por primera vez desde que le comunicaron que era diabética, se clavó la aguja a la primera. Tampoco dolía tanto, o a lo mejor estaba tan aturdida que ya no sentía nada.
Se quedó mirando fijamente la pared de enfrente, intentando centrarse en la investigación. Cerró los ojos y empezó a visualizar las fotos de la autopsia de Jacquelyn Zabel y de la cueva en la que Jacquelyn y Anna habían estado encerradas. Repasó todas las cosas horribles que habían tenido que pasar aquellas mujeres: la tortura, el dolor. Se puso la mano sobre el vientre otra vez. ¿Sería una niña? ¿A qué clase de mundo la iba a traer Faith? ¿A un lugar en el que las niñas eran violadas por sus propios padres, en el que las revistas les repetían constantemente que nunca serían lo suficientemente perfectas, en el que un sádico podía apartarte de tu vida, de tu propio hijo, en un abrir y cerrar de ojos y condenarte a vivir en el infierno el resto de tu vida?
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se puso en pie y abandonó la habitación.
Los dos policías que vigilaban la puerta de Anna se hicieron a un lado. Faith sintió frío al entrar y cruzó los brazos sobre su pecho. Anna estaba en la cama, con Balthazar en sus huesudos brazos. Tenía los hombros muy pronunciados, igual que las chicas que había visto Faith en los vídeos del ordenador de Pauline McGhee.
—La agente Mitchell acaba de entrar en la habitación —comunicó Amanda—. Es la encargada de averiguar quién le hizo esto.
Anna tenía los ojos velados, como si tuviera cataratas. Miró hacia la puerta sin ver. Faith sabía que no había ningún protocolo para una situación como aquélla. Había llevado casos de violación y abusos, pero ninguno así. Tenía que traducir el procedimiento habitual. No era necesario entablar una charla insustancial. No había que preguntarles cómo se encontraban, porque la respuesta era obvia.
—Sé que está atravesando por un momento muy difícil. Sólo queremos hacerle algunas preguntas —le dijo Faith.
—La señora Lindsey me estaba contando que acababa de terminar con un caso importante y había cogido unas semanas de vacaciones para poder estar con su hijo —le explicó Amanda.
—¿Sabía alguien más que se iba de vacaciones? —preguntó Faith.
—Le dejé una nota al portero. Mis compañeros de trabajo lo sabían: mi secretaria, los socios. No tengo trato con los vecinos del edificio.
Faith percibió que Anna Lindsey se había rodeado de un alto muro. Había algo en la mujer que resultaba tan frío que parecía imposible establecer ninguna conexión. Se ciñó a las preguntas cuya respuesta necesitaban.
—¿Puede decirnos qué sucedió cuando la raptaron?
Anna se pasó la lengua por sus deshidratados labios y cerró los ojos. Cuando habló, su voz era poco más que un susurro.
—Estaba en mi apartamento vistiendo a Balthazar para bajar al parque a dar un paseo. Es lo último que recuerdo.
Faith sabía que las descargas de la Taser producían amnesia.
—¿Qué vio usted cuando recobró la conciencia?
—Nada. No he vuelto a ver nada desde entonces.
—¿Recuerda algún sonido, alguna sensación?
—No.
—¿Reconoció a su atacante?
Anna negó con la cabeza.
—No, no recuerdo nada.
Faith dejó pasar unos segundos y trató de contener la frustración que sentía.
—Voy a darle una serie de nombres. Necesito que me diga si alguno de ellos le suena de algo.
Anna asintió y deslizó la mano por las sábanas buscando la boca de su bebé. El niño empezó a succionarle el dedo, haciendo ruiditos con la garganta.
—Pauline McGhee.
Anna dijo que no con la cabeza.
—Olivia Tanner.
De nuevo dijo que no.
—Jacquelyn, o Jackie, Zabel.
No.
Faith había preferido guardarse a Jackie para el final. Las dos mujeres habían estado juntas en la cueva. Ése era el único hecho que podían dar por seguro.
—Encontramos una huella dactilar suya en el permiso de conducir de Jackie Zabel.
—No —replicó Anna, con voz firme—. No la conozco.
Amanda miró a Faith arqueando las cejas. ¿Sería amnesia traumática? ¿O se trataba de algo más?
—¿Y qué me dice de algo llamado «thinspo»? —preguntó Faith.
Anna se enderezó.
—No —dijo, esta vez de inmediato y con voz más fuerte.
Faith le concedió unos segundos más para dejar que reflexionara.
—Encontramos algunas notas en el lugar donde la tuvieron retenida. Sólo había una frase repetida una y otra vez: «No voy a sacrificarme». ¿Tiene esa frase algún significado para usted?
Una vez más, Anna dijo que no.
Faith se esforzó en que su voz no delatara su desesperación.
—¿Puede decirnos algo de su agresor? ¿Recuerda que oliera de un modo especial, a gasolina o a aceite? ¿Notó usted si tenía vello en la cara o algún otro rasgo físico…?
—No —susurró Anna, palpando el cuerpo del niño con las manos para cogerle la manita—. No puedo decirles nada. No recuerdo nada. Nada.
Faith abrió la boca para decir algo, pero Amanda le ganó por la mano.
—Aquí está usted a salvo, señora Lindsey. Hay dos guardias armados vigilando su puerta desde que llegó. Nadie puede hacerle daño ya.
Anna volvió la cabeza hacia su hijo, arrullándolo para tranquilizarlo.
—No tengo miedo de nada.
A Faith le desconcertó la seguridad con la que hablaba la mujer. Puede que cuando uno logra sobrevivir a todo lo que había pasado Anna acabe creyendo que puede soportar cualquier cosa.
—Creemos que ahora mismo tiene secuestradas a otras dos mujeres —le explicó Amanda—. Que les está haciendo lo mismo que le hizo a usted. Una de ellas tiene un niño, señora Lindsey. Se llama Felix. Tiene seis años y quiere estar con su madre. Estoy segura de que esa mujer, allá donde esté, estará pensando en él, deseando volver a abrazarle.
—Espero que sea una mujer fuerte —murmuró Anna. Habló más alto—. Como ya he dicho varias veces, no recuerdo nada. No sé quién lo hizo, ni dónde me secuestraron o por qué. Sólo sé que por fin se acabó, y ahora tengo que olvidarme de ello para poder seguir con mi vida. —Faith percibió que Amanda se sentía tan frustrada como ella—. Necesito descansar.
—Podemos esperar —le dijo Faith—. Quizá podamos volver dentro de unas horas.
—No —la expresión de Anna se endureció—. Conozco perfectamente mis obligaciones legales. Firmaré una declaración, o haré un garabato, o lo que sea que hace una persona ciega, pero si quieren volver a hablar conmigo tendrán que concertar una cita con mi secretaria cuando me reincorpore al trabajo.
Faith lo intentó una vez más.
—Pero Anna…
Ella volvió la cabeza hacia su bebé. La ceguera de Anna les impedía poder mirarle a los ojos, pero su actitud les impedía que pudieran acceder a sus pensamientos.