Capítulo dieciséis

CUANDO APRIETAS EL GATILLO de una Taser se disparan dos dardos conectados al arma por unos alambres y propulsados por gas nitrógeno que se proyectan a unos cincuenta metros por segundo. En unidades para uso civil cinco metros de cable metálico aislado administran una descarga de cincuenta mil voltios a la persona que lleva adheridos los electrodos contenidos en los dardos. Los impulsos eléctricos bloquean las funciones motoras y sensoriales, además del sistema nervioso central. A Will le habían disparado con una Taser en una sesión de entrenamiento. Todavía seguía sin recordar lo sucedido en el lapso de tiempo inmediatamente anterior y posterior a la descarga, sólo recordaba que había sido Amanda la que había apretado el gatillo y que, cuando por fin logró levantarse del suelo, su jefa lucía una amplia sonrisa de satisfacción.

Como las balas de un arma de fuego, la Taser requería el uso de unos cartuchos que venían ya cargados con los cables y los dardos. Dado que los redactores de la Constitución no podían prever la invención de un arma de estas características, no existía ningún derecho inalienable en relación con la posesión de una Taser. Algún brillante pensador se las había arreglado para introducir un codicilo en su manufactura: todos los cartuchos para Taser debían incluir unos PIPUC, o Puntos Identificativos para la Prevención del Uso Criminal, que se liberaban por centenares cada vez que se disparaba un cartucho. A primera vista esos pequeños puntos parecían confeti. El diseño era deliberado: eran tantos los puntos que se disparaban, que al delincuente le resultaba imposible recogerlos todos para cubrir su rastro. Y lo mejor de todo era que, examinado a través de una lente de aumento, el confeti revelaba un número de serie que servía para identificar el cartucho. Taser Internacional quería tener de su lado a la comunidad legal, así que había elaborado su propio programa de seguimiento. Lo único que había que hacer era llamarles y darles el número de serie de uno de los confetis para que ellos te proporcionaran el nombre y la dirección de la persona que había comprado el cartucho.

Faith sólo tuvo que esperar tres minutos para que la empresa le proporcionara un nombre.

—Mierda —susurró Faith. Al darse cuenta de que seguía al teléfono añadió—: No gracias. Con eso me basta.

Cerró su móvil mientras se inclinaba para arrancar el Mini.

—El cartucho de la Taser fue adquirido por Pauline Seward. La dirección que me han dado es la de la casa vacía que hay enfrente de la de Olivia Tanner.

—¿Y cómo abonaron la compra?

—Con una tarjeta de regalo de American Express. La tarjeta no estaba a nombre de nadie, no hay manera de seguirle la pista. —Le lanzó a Will una mirada significativa—. Compraron los cartuchos hace dos meses, lo que implica que ha estado vigilando a Olivia Tanner durante todo ese tiempo como mínimo. Y puesto que utilizó el nombre de Pauline, debemos suponer que también estaba planeando secuestrarla.

—La casa vacía es propiedad del banco, pero no de la entidad en la que trabaja Olivia. —Will había llamado al número de la inmobiliaria que figuraba en el cartel que había en el jardín delantero mientras Faith hablaba con Taser—. Lleva vacía casi un año. Nadie se ha interesado en ella desde hace seis meses.

Faith se volvió para salir marcha atrás. Will alzó la mano para despedirse de Michael Tanner, que estaba sentado en el interior del Ford Escape, agarrando el volante con ambas manos.

—No reconocí los papelitos que había en la mochila de Felix —se lamentó Will.

—¿Y por qué ibas a hacerlo? Era la mochila de un niño y lo más lógico era que fuera confeti. Hace falta una lupa para leer el número de serie. Si quieres culpar a alguien échale la culpa a la policía de Atlanta por no haberlos recogido en la escena del crimen. Sus chicos de la científica estaban allí. Imagino que pasarían un aspirador por las alfombras del coche, pero todavía no lo han analizado porque la desaparición de una mujer no es un asunto prioritario.

—La dirección del comprador del cartucho nos habría llevado hasta la casa que está justo detrás de la de Tanner.

—Olivia Tanner había desaparecido ya cuando inspeccionaste la mochila de Felix. —Le recordó Faith—. Fue la policía de Atlanta la que procesó la escena. Son ellos los que la han cagado.

Sonó el móvil de Faith. Miró la pantalla para ver quién llamaba y decidió no contestar.

—Además, saber que los puntos de la mochila de Felix provienen del mismo lote que los que encontramos en el jardín trasero de Olivia Tanner tampoco nos ha servido de mucho. Lo único que nos indica es que nuestro hombre lleva mucho tiempo planeando esto y que es bueno cubriendo su rastro. Pero eso ya lo sabíamos cuando nos levantamos esta mañana.

Will pensó que sabían mucho más que eso. Ahora tenían una conexión que vinculaba a las cuatro mujeres.

—Podemos vincular a Pauline con las demás mujeres. La frase «no voy a sacrificarme» establece una conexión entre Anna y Jackie, y los puntos la relacionan con Olivia.

Se quedó pensando en ello unos segundos, preguntándose qué más habría pasado por alto. Faith estaba en el mismo punto.

—Vamos a repasarlo todo desde el principio. ¿Qué es lo que tenemos?

—A Pauline y a Olivia las secuestraron ayer. A las dos las asaltaron con una pistola Taser cargada con el mismo cartucho.

—Las tres, Pauline, Jackie y Olivia padecen trastornos de la alimentación. Y por lo tanto debemos suponer que Anna también los padece, ¿no?

Will se encogió de hombros. No era un gran avance, pero era algo nuevo.

—Sí, vamos a suponerlo.

—Ninguna de ellas tiene amigos que puedan echarlas de menos. Jackie tenía a la vecina, Candy, pero tampoco es lo que se dice una amiga íntima. Las tres son mujeres muy atractivas, delgadas, morenas y con los ojos castaños. Todas ellas se ganan muy bien la vida.

—Todas vivían en Atlanta, excepto Jackie —dijo Will a modo de advertencia—. Así que, ¿cómo la escogió? Sólo llevaba una semana en Atlanta, vino para recoger las cosas de su madre.

—Debió de venir antes para ayudar con el traslado a la residencia de Florida —elucubró Faith—. Y nos estamos olvidando del chat. Podrían haberse conocido a través de él.

—Olivia no tenía ordenador en casa.

—A lo mejor tenía un portátil y se lo robaron.

Will se rascó el brazo pensando en la primera noche en la cueva, con todas aquellas enloquecedoras no-pistas que habían estado siguiendo desde entonces, todos los callejones sin salida en los que habían acabado.

—Parece como si el punto de partida de todo fuera Pauline.

—Ella fue la cuarta víctima. —Faith sopesó la situación—. Puede que haya estado reservándose lo mejor para el final.

—A Pauline no la secuestró en su casa, como parece que hizo con las otras víctimas. Fue secuestrada a plena luz del día. Su hijo estaba dentro del coche. La echaron de menos en el trabajo porque tenía una reunión importante. Nadie se percató de la desaparición de las demás mujeres, salvo por Olivia, pero no podía saber que ésta llamaba a su hermano a diario a menos que nuestro hombre pinchara su teléfono, cosa que, obviamente, no hizo.

—¿Y qué me dices del hermano de Pauline? Insisto en que debía de estar muy asustada para advertir a su hijo. No hemos encontrado ni rastro de él. Podría haberse cambiado de nombre, como hizo Pauline cuando tenía diecisiete años.

Will se puso a enumerar todos los hombres que habían conocido a lo largo de la investigación.

—Henry Coldfield es demasiado mayor y tiene problemas de corazón. Rick Sigler ha vivido en Georgia toda su vida. Jake Berman… ¿quién sabe?

Faith tamborileó con los dedos sobre el volante, ensimismada. De repente dijo:

—Tom Coldfield.

—Debe de tener más o menos tu edad. Debía de ser apenas un adolescente cuando Pauline se fugó.

—Tienes razón —admitió—. Además los tests psicológicos que hay que pasar para ingresar en las fuerzas aéreas habrían levantado la liebre hace tiempo.

—Michael Tanner —sugirió Will—. La edad encaja.

—Ya he pedido que comprueben su historial. Me habrían llamado si hubieran encontrado algo.

—Morgan Hollister.

—También lo están investigando —dijo Faith—. No parecía muy afectado por la desaparición de Pauline.

—Felix dijo que el hombre que se llevó a su madre vestía un traje como los que lleva Morgan, su compañero de trabajo.

—Claro. ¿Crees que Felix habría podido reconocer a Morgan?

—¿Con un bigote postizo? —Will negó con la cabeza—. No lo sé. De momento no vamos a tachar a Morgan de la lista. Podemos hablar con él al final del día, si no hay ningún otro avance.

—Tiene edad suficiente para ser su hermano, pero si lo fuera, ¿por qué iba Pauline a trabajar con él?

—La gente que sufre abusos se comporta de forma estúpida muchas veces. —Le recordó Will—. Tenemos que hablar con Leo a ver qué ha podido averiguar. Estaba en contacto con la policía de Michigan, intentando encontrar a los padres de Pauline. Se escapó de casa. ¿De quién quería huir?

—Del hermano —dijo Faith cerrando el círculo.

Volvió a sonar su móvil. Dejó que saltara el buzón de voz antes de abrirlo y marcar un número.

—Voy a ver dónde está Leo. Probablemente haya salido a trabajar sobre el terreno.

—Yo llamaré a Amanda y le diré que tiene que solicitar que nos traspasen oficialmente el caso de Pauline McGhee —se ofreció Will, que abrió el móvil justo cuando le entraba una llamada. Como estaba roto, a veces le hacía extraños ruidos. Se llevó el auricular a la oreja y contestó.

—Eh. —La voz sonaba despreocupada, como miel tibia que acariciaba su oído. Le vino a la mente el lunar que tenía en la pantorrilla y el tacto que tenía cuando le acariciaba la pierna—. ¿Estás ahí?

Will miró a Faith y notó que un sudor frío empezaba a empaparlo.

—Sí.

—Cuánto tiempo.

Volvió a mirar a Faith.

—Sí —repitió. Habían pasado ocho meses desde que un día saliera del trabajo y se encontrara con que el cepillo de dientes de Angie no estaba en el vaso del cuarto de baño.

—¿Qué haces? —preguntó Angie.

—Estoy en mitad de un caso.

—Qué bien. Me imaginé que andarías liado.

Faith había terminado de hablar por teléfono. Tenía la vista puesta en la carretera, pero si hubiera sido un gato habría tenido la oreja girada hacia Will.

—¿Llamas por lo de tu amiga? —preguntó Will.

—Lola tiene información interesante.

—Yo no me ocupo de eso —le dijo. El DIG no abría casos, los cerraba.

—Un chulo ha convertido un ático en un punto de venta de droga. Tienen sustancias de todos los colores, como si fueran caramelos. Coméntaselo a Amanda. Podrá presumir en las noticias de las seis posando delante de toda esa droga.

Will intentaba concentrarse en lo que le estaba diciendo Angie. Sólo se oían el motor del Mini y el atentísimo oído de Faith.

—¿Sigues ahí, cariño?

—No me interesa —le dijo.

—Tú sólo pasa la información por mí. Es el ático de un edificio de apartamentos llamado Veintiuno Beeston Place. El nombre es la dirección: el veintiuno de Beeston.

—No puedo ayudarte.

—Repítemelo para que yo sepa que te vas a acordar.

A Will le sudaban las manos de tal manera que tenía miedo de que se le escurriera el teléfono.

—Veintiuno Beeston Place.

—Te debo una.

No pudo contenerse.

—Me debes un millón. —Pero ya era demasiado tarde, Angie había colgado el teléfono. Will fingió que aún había alguien al otro lado, y dijo—: De acuerdo. Adiós.

Para empeorar aún más las cosas el móvil se le escurrió cuando iba a cerrarlo y el cordel se despegó de la cinta aislante. De repente vio unos cables que sobresalían del aparato y que no había visto hasta ese momento. Oyó que Faith abría la boca, y la volvía a cerrar chasqueando los labios.

—Tengamos la fiesta en paz —le dijo Will.

Ella cerró la boca y tensó los dedos sobre el volante para girar con el semáforo en rojo.

—He llamado a la central. Leo está en la avenida North. Un doble homicidio.

El coche aceleró y Faith se saltó otro semáforo. Will se aflojó el nudo de la corbata pensando que hacía mucho calor dentro del coche. Le estaban empezando a picar los brazos otra vez. Estaba un poco mareado.

—Voy a ver si localizo a Amanda para… Angie me llamaba para darme un soplo. —Las palabras salieron de su boca sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Se puso a pensar rápidamente en el modo de evitar decir nada más, pero su lengua parecía ignorar las órdenes que le daba el cerebro—. Han convertido un ático de Buckhead en un punto de venta de droga.

—Ah. —Fue todo cuanto dijo Faith.

—Está esa chica a la que conoció cuando trabajaba en antivicio. Una prostituta, Lola. Quiere salir de la cárcel y está deseando delatar a los traficantes.

—¿Es un buen soplo?

Will se encogió de hombros.

—Probablemente.

—¿Vas a ayudarla?

Se encogió de hombros otra vez.

—Angie es una ex policía, ¿no conoce a nadie en narcóticos? —preguntó Faith.

Will dejó que ella misma sacara sus conclusiones. Angie no era de las que deja puentes sin quemar: tendía a incendiarlos con alegría y luego vertía gasolina sobre las llamas. Evidentemente, Faith llegó a la misma conclusión.

—Puedo hacer algunas llamadas —le ofreció—. Nadie sabrá que es cosa tuya.

Will intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Detestaba que Angie le causara ese efecto. Y detestaba aún más que Faith lo presenciara en primera fila.

—¿Qué te ha dicho Leo? —preguntó.

—No me lo coge, probablemente porque sabe que soy yo.

Justo en ese momento sonó su móvil. Faith miró quién llamaba y de nuevo decidió no cogerlo. Will imaginó que no tenía derecho a preguntarle qué estaba pasando, ahora que había decidido no discutir con ella sus llamadas personales. Se aclaró la garganta varias veces para poder hablar sin que su voz sonara como la de un adolescente.

—Una pistola Taser se utiliza a cierta distancia. Si pudiera acercarse más a ellas habría usado una porra eléctrica.

Faith retomó el hilo de la conversación original.

—¿Qué más tenemos? —preguntó—. Estamos esperando a que lleguen los resultados del ADN de Jacquelyn Zabel, a ver qué dicen los informáticos del portátil de Zabel y del ordenador del despacho de Pauline y a ver si encuentran más pruebas forenses en la casa de al lado de Olivia.

Will oyó un zumbido y Faith sacó su BlackBerry. Siguió manejando el volante con una sola mano mientras leía el mensaje.

—Es el registro de llamadas de Olivia Tanner. El mismo número cada mañana a eso de las siete. Es un número de Houston, Texas.

—Las siete de aquí son las seis en Houston —dijo Will—. ¿Es el único número al que llamaba?

Faith asintió.

—Desde hace meses. Probablemente usaba más el móvil. —Volvió a guardar la BlackBerry en el bolsillo—. Amanda está intentando conseguir una orden para el banco. Han tenido la deferencia de mirar en sus bases de datos a ver si aparecían los nombres de las demás víctimas y no han encontrado nada, pero no nos van a permitir que toquemos el ordenador, el teléfono ni el correo electrónico de Olivia así como así. Por no sé qué de la legislación bancaria federal. Tenemos que entrar en ese chat.

—Yo creo que si formaba parte de algún grupo en Internet tendría que poder acceder desde casa.

—Su hermano dice que está todo el día en la oficina.

—Quizá se conocían en persona. Como en Alcohólicos Anónimos o en un grupo de costura.

—Hombre, no es la clase de anuncio que puedas poner en un tablero. «¿Disfrutas matándote de hambre? ¡Únete a nosotras!».

—¿Y de qué podían conocerse entonces?

—Jackie es agente inmobiliaria, Olivia trabaja en un banco que no concede hipotecas, Pauline es diseñadora de interiores y Anna se dedicará a lo que se dedique, que sin duda estará igualmente bien pagada. —Faith exhaló un profundo suspiro—. Tiene que ser el chat, Will. ¿De qué otro modo pudieron conocerse?

—¿Y por qué tendrían que conocerse? —replicó Will—. Al único que por fuerza tienen que conocer es al secuestrador. ¿Quién podría relacionarse con mujeres que trabajan en campos tan diferentes?

—Un conserje, el técnico que instala el cable, un basurero, un exterminador…

—Amanda ya se ha encargado de comprobar todo eso. Si hubiera alguna conexión a estas alturas ya lo sabríamos.

—Perdóname si no soy muy optimista. Han tenido dos días y ni siquiera han sido capaces de encontrar a Jake Berman.

Faith giró el volante y se metió por la avenida North. Dos coches de la policía de Atlanta bloqueaban el acceso a la escena del crimen. Vieron a Leo agitando las manos frenéticamente mientras le gritaba a un pobre chaval de uniforme.

El móvil de Faith volvió a sonar y se lo echó al bolso antes de bajarse del coche.

—Ahora mismo Leo no me puede ni ver. Quizá sería mejor que hablaras tú.

Will coincidió en que era lo mejor, sobre todo porque en ese momento parecía estar algo más que furioso. Seguía gritándole al policía cuando se acercaron a él. Una de cada dos palabras que pronunciaba era «joder» y tenía la cara tan congestionada que Will se preguntó si no estaría sufriendo un ataque al corazón.

Un helicóptero sobrevolaba la zona, lo que los agentes locales llamaban un «pájaro del gueto». Volaba tan bajo que a Will le palpitaban los tímpanos. Leo esperó a que se marchara antes de preguntarles:

—¿Qué coño hacéis vosotros aquí?

—Olivia Tanner, la mujer desaparecida de la que nos hablaste —le dijo Will—. Encontramos puntos de una Taser en la escena del crimen que nos han llevado hasta un cartucho adquirido por Pauline Seward.

—Joder —murmuró Leo.

—También encontramos una prueba en el despacho de Pauline McGhee que la relaciona con la cueva.

La curiosidad de Leo pudo más que el enfado.

—¿Creéis que Pauline es la persona que buscáis?

Will ni siquiera se había planteado esa posibilidad.

—No, creemos que la secuestró el mismo hombre que secuestró a las demás. Tenemos que averiguar todo lo que podamos…

—No hay mucho que contar —le interrumpió Leo—. He hablado con la policía de Michigan esta mañana. Me lo estaba guardando porque tu compañera últimamente es como un puto rayito de sol.

Faith abrió la boca, pero Will alzó la mano para detenerla.

—¿Qué has averiguado?

—Hablé con un veterano que atiende a los denunciantes. Se llama Dick Winters. Lleva treinta años en el oficio y le ponen a contestar teléfonos. ¿Te lo puedes creer?

—¿Se acordaba de Pauline?

—Sí, se acordaba. Era una chica muy guapa. Me dio la impresión de que al viejo le ponía.

A Will no le interesaban en absoluto los devaneos de un carcamal con una jovencita.

—¿Qué pasó?

—La pilló un par de veces por pequeños hurtos, bebía demasiado y se iba de la lengua. No llegó a detenerla nunca, se limitaba a llevarla de vuelta a su casa y a echarle un sermón. Era menor de edad, pero cuando cumplió los diecisiete empezó a ser difícil hacer la vista gorda. El propietario de una tienda se puso legalista y presentó cargos por hurto. Entonces el viejo policía fue a visitar a la familia para echarles una mano, y se dio cuenta de que algo no iba bien, de modo que se guardó la polla en los pantalones y se puso a hacer su trabajo. La chica tenía problemas en el colegio, y también en casa. Le dijo al policía que estaban abusando de ella.

—¿Llamó a los de servicios sociales?

—Sí, pero la pequeña Pauline desapareció antes de que pudieran hablar con ella.

—¿Recordaba los nombres de los padres? ¿Algo?

Leo negó con la cabeza.

—Nada. Sólo Pauline Seward. —Chasqueó los dedos—. Sí dijo algo de un hermano que no estaba muy bien de la cabeza, ya sabéis lo que quiero decir. Un tío algo rarito, vamos.

—¿Raro en qué sentido?

—Pues eso: raro. Ya sabéis, un tío de ésos que te dan mal rollo.

Will tuvo que preguntar de nuevo.

—¿Pero el policía no recuerda su nombre?

—El expediente está sellado porque la chica era menor. Y el tribunal de menores no nos va a dar facilidades. Vais a necesitar una orden judicial para que los de Michigan puedan desbloquearlo. Han pasado veinte años. El viejo me ha dicho que hubo un incendio o no sé qué en el archivo hace diez. A lo mejor ni siquiera existe ya el expediente.

—¿Hace veinte años exactamente? —le preguntó Faith.

Leo la miró de reojo.

—Hará veinte años en Pascua.

Will quería dejar esto claro.

—¿Este domingo, el Domingo de Pascua, hará exactamente veinte años que desapareció Pauline McGhee, o Seward?

—No —dijo Leo—. Hace veinte años la Pascua cayó en marzo.

—¿Lo has comprobado? —le preguntó Faith.

Leo se encogió de hombros.

—Siempre es el domingo siguiente a la primera luna llena tras el equinoccio de primavera.

Will tardó unos segundos en darse cuenta de que Leo estaba hablando en su mismo idioma. Era parecido a oír ladrar a un gato.

—¿Estás seguro?

—¿De verdad creéis que soy idiota? —preguntó—. No hace falta que respondáis. El viejo estaba seguro. Pauline se largó el veintiséis de marzo, Domingo de Pascua.

Will intentó echar las cuentas pero Faith se le adelantó.

—Hace dos semanas. Eso podría encajar con las fechas en que pudieron secuestrar a Anna, según los cálculos de Sara.

Volvió a sonar su móvil.

—Dios —murmuró mientras miraba la pantalla para ver quién era. Esta vez atendió la llamada—. ¿Qué quieres?

La expresión de Faith fue cambiando paulatinamente: irritación, sorpresa y finalmente incredulidad.

—Oh, Dios mío —exclamó, llevándose la mano al pecho. Will pensó que se trataba de Jeremy, el hijo de Faith—. ¿Cuál es la dirección? —Se quedó boquiabierta— Beeston Place.

—Ahí es donde Angie… —dijo Will.

—Vamos para allá. —Faith cerró el móvil—. Era Sara. Anna se ha despertado. Está hablando.

—¿Y qué te ha dicho de Beeston Place?

—Es ahí donde vive… viven. Anna tiene un hijo de seis meses. La última vez que lo vio fue en su ático en el veintiuno de Beeston Place.

Will se puso al volante de un salto, echó bruscamente el asiento hacia atrás y arrancó sin esperar a que Faith cerrara la puerta. Iba a toda velocidad, derrapando y rebotando sobre las planchas metálicas que cubrían los tramos de asfalto en construcción. En Piedmont saltó por encima de la mediana y se metió en dirección contraria, sorteando los coches para ahorrarse el semáforo. Faith iba callada a su lado, pero Will vio que apretaba los dientes con cada salto y cada giro.

—Vuelve a contarme lo que ha dicho —le dijo Faith.

No quería pensar en Angie en ese momento, no quería ni pensar que a lo mejor sabía que había un crío de por medio, un bebé cuya madre había sido raptada, un niño que se había quedado solo en un ático que se había convertido en un punto de venta de droga.

—Drogas —le dijo a Faith—. Eso es todo lo que me dijo, que lo estaban usando como punto de venta.

Faith se quedó callada mientras Will aminoraba y doblaba por la calle Peachtree. No había mucho tráfico teniendo en cuenta la hora, lo que significaba que había un atasco de unos cuatrocientos metros. Volvió a ir en dirección contraria, pero tuvo que meterse en el estrecho arcén para no chocar con un camión de la basura. Faith clavó las manos en el salpicadero cuando dio un volantazo y frenó justo delante de los apartamentos Beeston Place.

El coche se tambaleó cuando Will se bajó. Corrió hacia la entrada. Oyó a lo lejos las sirenas de los coches patrulla y una ambulancia. El portero estaba tras un mostrador alto leyendo el periódico. Era un tipo gordo, y el uniforme era demasiado pequeño para su inmensa barriga.

Will sacó su identificación y se la puso justo delante de la cara.

—Tengo que entrar en el ático.

El portero le dedicó una de las sonrisas más antipáticas que Will había visto últimamente.

—¿Ah, sí? ¿En serio? —dijo con acento ruso o ucraniano.

Faith se reunió con ellos casi sin resuello. Echó un vistazo a la chapa con el nombre.

—Señor Simkov, esto es importante. Creemos que un niño podría estar en peligro.

El portero se encogió de hombros.

—Nadie entra si no está en la lista, y puesto que ustedes no están…

Will sintió que algo se rompía en su interior. Antes de saber qué le estaba pasando su mano se disparó, agarró a Simkov por la nuca y estampó su cara contra el mostrador de mármol.

—¡Will! —gritó Faith, sorprendida.

—Deme la llave —ordenó Will, apretando la cabeza del hombre con más fuerza aún.

—Bolsillo. —Logró decir Simkov, que tenía la boca tan apretada contra el mostrador que los dientes arañaban la superficie.

Will tiró de él, buscó en los bolsillos delanteros y encontró un manojo de llaves sujetas por un aro. Se las tiró a Faith y se dirigió hacia el ascensor con los puños apretados a los lados.

Ella pulsó el botón del ático.

—Dios —murmuró—. Ya lo has demostrado, ¿vale? Me ha quedado claro que puedes ser un tipo duro. Ahora haz el favor de calmarte.

—Vigila la puerta. —Will estaba tan furioso que apenas podía hablar—. Sabe todo lo que pasa en el edificio. Tiene las llaves de todos los apartamentos, incluido el de Anna.

La agente comprendió que aquello no había sido una exhibición.

—Vale. Tienes razón. Pero vamos a tomarnos las cosas con calma, ¿de acuerdo? No sabemos lo que nos vamos a encontrar ahí arriba.

Will sentía que los tendones de sus brazos temblaban. El ascensor llegó al ático y las puertas se abrieron. Salió al descansillo y esperó a que Faith encontrara la llave correspondiente para abrir la puerta. La halló, y Will colocó su mano sobre la de ella para coger la llave. No se anduvo con miramientos. Sacó la pistola y abrió la puerta de un golpe.

—¡Ah! —exclamó Faith, llevándose la mano a la nariz.

Will también podía olerlo: una desagradable mezcla de plástico quemado y algodón de azúcar.

—Crack —dijo Faith agitando la mano delante de su cara.

—Mira. —Will señaló el recibidor. En el suelo, unos confetis rizados se habían quedado secos en medio de un líquido amarillo: puntos de una Taser.

Frente a Will había un largo pasillo con dos puertas cerradas a un lado. Al fondo se veía el salón. Los sofás estaban volcados y les habían arrancado el relleno. Había basura por todas partes. Un tipo muy grande estaba tumbado bocabajo en el recibidor, con los brazos en cruz. Tenía una de las mangas de la camisa remangadas, un torniquete alrededor del bíceps y una jeringuilla clavada en el brazo.

Will avanzó apuntando al frente con su Glock. Faith sacó también su arma, pero su compañero le hizo un gesto para indicarle que esperara. Se percibía el olor putrefacto del cadáver, pero le buscó el pulso por si acaso. Había un revólver junto al pie del cadáver, un Smith & Wesson con las cachas doradas que le daban un aspecto similar a los que se pueden encontrar en la sección de juguetería de un todo a cien. Will apartó el revólver de una patada, aunque el hombre ya no estaba en condiciones de cogerlo.

Hizo pasar a Faith y, a continuación, se dirigió a la primera puerta cerrada del pasillo. Esperó a que ella estuviera en posición y echó la puerta abajo. Era un armario con un montón de abrigos amontonados en el suelo. Will apartó el montón con el pie, comprobando que no había nada debajo de los abrigos antes de pasar a la siguiente puerta. De nuevo esperó a que Faith estuviera preparada y abrió la puerta de una patada.

Ambos se taparon la boca para no respirar el fuerte hedor. El retrete estaba rebosando y había manchas de heces por las oscuras paredes de ónix. Un líquido de color marrón oscuro había atascado el lavabo. Will notó que la carne se le ponía de gallina: el olor de la habitación le recordaba la cueva en la que habían estado encerradas Anna y Jackie. Tuvieron que ir sorteando cristales, agujas, condones. Había una camiseta blanca hecha una bola y manchada de sangre por la parte exterior. Al lado se veía una zapatilla con los cordones todavía atados apoyada en la pared.

La cocina estaba al lado del salón. Will miró detrás de la isla para asegurarse de que no había nadie allí, mientras Faith se abría camino entre los muebles volcados y más cristales.

—Despejado —dijo Faith.

—Por aquí también.

Will abrió el armario de debajo del fregadero, buscando el cubo de la basura. La bolsa era blanca, como las que habían encontrado dentro de las mujeres. El cubo estaba vacío, era lo único limpio en todo el apartamento.

—Coca —aventuró Faith señalando un par de ladrillos blancos que había sobre la mesita de café. Alrededor había varias pipas desperdigadas y agujas, billetes enrollados, cuchillas de afeitar—. Qué desastre. No me puedo creer que hubiera gente viviendo aquí.

A Will no le sorprendían los extremos a los que podía llegar un yonqui, ni la destrucción que acarreaban. Había visto bonitas casas de las afueras convertidas en fumaderos de crack en cuestión de días.

—¿Dónde está todo el mundo?

Faith se encogió de hombros.

—No creo que un cadáver les asustara tanto como para dejarse aquí toda esa coca. —Echó un vistazo al cadáver del hombre—. Igual lo dejaron aquí vigilando la mercancía.

Registraron el resto del apartamento los dos juntos. Tres dormitorios, uno de ellos decorado en tonos azules y con motivos infantiles y dos baños más. Todos los lavabos y los retretes estaban atascados. Las sábanas estaban revueltas encima de las camas, los colchones estaban del revés, habían sacado la ropa de los armarios y los televisores habían desaparecido. Había un ratón y un teclado sobre un escritorio en una de las habitaciones, pero no había ordenador. Obviamente, quien hubiera estado ocupando el apartamento había arramblado con todo.

Will guardó el arma en su funda. Estaba al fondo del pasillo. Dos técnicos sanitarios y un agente de uniforme esperaban en la puerta principal. Will les hizo un gesto para que entraran.

—Muerto del todo —dictaminó uno de los sanitarios, limitándose a hacer la comprobación de rutina con el cadáver del yonqui.

—Mi compañero está hablando con el portero —dijo el policía. Se dirigió a Will con voz serena—: Parece como si se hubiera caído. Tiene un golpe en el ojo.

Faith enfundó su arma.

—Estos suelos resbalan mucho.

El policía asintió con una mirada de complicidad.

—Sí, seguro que fue un resbalón.

Will volvió a la habitación del niño. Registró el armario lleno de ropa de bebé colgada en minúsculas perchas. Fue hasta la cuna y levantó el colchón.

—Ten cuidado —le advirtió Faith—. Podría haber alguna aguja.

—Él no se lleva a los niños —dijo pensando en voz alta—. Se lleva a las mujeres, pero deja a los niños.

—A Pauline no la secuestró en su casa.

—Pauline es diferente. —Le recordó Will—. A Olivia la asaltó en su jardín. A Anna, en la puerta principal. Ya has visto los puntos de la Taser. Y yo diría que a Jackie Zabel la secuestró en casa de su madre.

—A lo mejor el bebé de Anna está con alguna amiga.

Will dejó de buscar, sorprendido por el tono de desesperación que percibió en la voz de Faith.

—Anna no tiene amigos. Ninguna de esas mujeres tiene amigos. Por eso las secuestra.

—Ha pasado como mínimo una semana, Will —dijo Faith, con voz temblorosa—. Mira a tu alrededor. Este sitio es un desastre.

—¿Quieres convertir el apartamento en una escena del crimen? —le preguntó, dejando que ella sobreentendiera el resto: «¿Quieres que sea otra persona la que encuentre el cadáver?».

Faith probó con otra táctica.

—Sara me dijo que el apellido de Anna es Lindsey. Es abogada mercantil. Podemos llamar a su despacho y ver si…

Con mucho cuidado Will levantó la cubierta de plástico del cubo de los pañales que había junto al cambiador. Los pañales estaban usados, pero no era la fuente del penetrante hedor que había en el apartamento.

—Will…

El agente fue al cuarto de baño contiguo y miró en la papelera.

—Quiero hablar con el portero.

—¿Por qué no dejas que…?

Will salió del cuarto de baño antes de que ella pudiera terminar la frase. Volvió al salón, miró debajo de los sofás y sacó el relleno de varias sillas para ver si había algo o alguien dentro.

El policía estaba probando la coca, y parecía encantado con el descubrimiento.

—Esto es un alijo encontrado en un registro completamente justificado. Tengo que llamar para dar parte.

—Dame un minuto —le dijo Will.

Uno de los sanitarios preguntó:

—¿Queréis que nos quedemos por aquí?

—No —respondió Faith.

—Sí —dijo Will al mismo tiempo—. No os vayáis a ninguna parte —le dijo Will, para que quedara claro.

—¿No conocerás a un técnico de ambulancias llamado Rick Sigler? —le preguntó Faith.

—¿Rick? Sí —respondió el hombre, un tanto sorprendido por la pregunta.

Will interrumpió su conversación. Volvió al baño, respirando por la boca para que el olor del pis y de la caca no le hicieran vomitar. Cerró la puerta y volvió a la entrada principal. Se agachó para examinar los papelitos: estaba casi seguro de que estaban impregnados de orina seca.

Will se puso de pie, salió al pasillo y miró hacia el apartamento. El ático de Anna ocupaba toda la planta. No había más pisos, ni vecinos. Nadie la habría oído gritar ni habría visto al asaltante.

El asesino habría estado delante de la puerta principal, donde estaba Will. Miró hacia el pasillo, pensando que el hombre podría haber subido por las escaleras, o bajado. Había una salida de emergencia. Podría haber entrado desde la azotea. O a lo mejor el impresentable del portero le había dejado entrar por el portal, igual hasta le pulsó el botón del ascensor. La puerta de Anna tenía mirilla. Seguro que había mirado antes de abrir. Todas estas mujeres eran precavidas. ¿A quién dejaría entrar? A alguien que le traía un paquete. Al de mantenimiento. Quizá al portero.

Faith se dirigía hacia Will. La expresión de su cara era indescifrable, pero la conocía lo suficiente como para saber lo que estaba pensando: «Es hora de marcharse». Miró hacia el descansillo una vez más. Había otra puerta un poco más allá, en la pared de enfrente del apartamento.

—Will… —dijo Faith, pero él ya se dirigía hacia la puerta.

Abrió la puerta. Dentro había una trampilla metálica para tirar la basura, cajas apiladas para reciclar y un cubo para el vidrio y otro para las latas. Un bebé descansaba en el cubo de los plásticos. Tenía los ojos entrecerrados y los labios un poco separados. Su piel estaba muy pálida, cerúlea.

Faith se asomó por detrás de Will. Le agarró del brazo: se había quedado inmóvil. El mundo había dejado de girar. Se agarró al pomo de la puerta al notar que sus rodillas flaqueaban. Faith emitió un sonido que parecía un gemido.

El bebé giró la cabeza hacia el sonido y abrió lentamente los ojos.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Faith. Apartó a Will de un empujón y cayó de rodillas para coger al niño en brazos—. ¡Ve a buscar ayuda! ¡Will, busca ayuda!

El agente sintió que el mundo volvía a la normalidad.

—¡Aquí! —les gritó a los sanitarios—. ¡Traed el maletín!

Faith se acercó al niño y lo examinó para ver si tenía cortes o golpes.

—Corderito —susurró—, estás bien. Ya te tenemos. Estás bien.

Will se quedó contemplando a su compañera con el bebé en brazos, el modo en que le acariciaba la cabeza y le besaba la frente. La criatura apenas podía abrir los ojos y tenía los labios muy pálidos. Will quería decir algo, pero tenía un nudo en la garganta. Sentía frío y calor al mismo tiempo, como si pudiera echarse a llorar delante de todo el mundo.

—Ya te tengo, mi vida —murmuró Faith con la voz estrangulada por la angustia. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Will nunca la había visto en su papel de madre, al menos no con un bebé. Le rompió el corazón ver el lado dulce de Faith, esa parte de ella que era capaz de preocuparse tanto por otro ser humano que sus manos temblaban cuando lo acercó a su pecho.

—No llora —susurró—. ¿Por qué no llora?

Por fin Will consiguió hablar.

—Sabe que nadie vendrá a ver por qué llora.

Se inclinó y rodeó la cabecita del niño con la mano, intentando no pensar en las horas que había pasado allí solo, llorando, esperando a que alguien viniera.

El sanitario tragó saliva, anonadado. Llamó a su compañero mientras cogía al bebé de los brazos de Faith. El pañal estaba sucio. Tenía el abdomen distendido; la cabeza le colgaba hacia un lado.

—Está deshidratado. —El sanitario miró si sus pupilas estaban reactivas y le levantó los labios para mirarle las encías—. Y desnutrido.

—¿Se pondrá bien? —le preguntó Will.

El hombre meneó la cabeza.

—No lo sé. Está muy mal.

—¿Cuánto tiempo…? —Faith no pudo terminar la frase—. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?

—No lo sé —repitió el hombre—. Un día. Quizá dos.

—¿Dos días? —preguntó Will seguro de que el hombre se equivocaba—. La madre desapareció hace una semana, quizá más.

—Si llevara más de una semana estaría muerto. —Con mucho cuidado, el sanitario le dio la vuelta—. Tiene costras de haber estado tumbado mucho tiempo en la misma posición. —Soltó un improperio entre dientes—. No sé cuánto tiempo tardan en aparecer, pero alguien le ha estado dando de beber, por lo menos. No podría haber sobrevivido sin eso.

—Puede que la prostituta… —dijo Faith.

No terminó la frase, pero Will sabía lo que quería decir. Seguramente Lola le habría estado echando un ojo al bebé de Anna después de que la secuestraran. Entonces se la habían llevado detenida y el bebé se había quedado solo.

—Si Lola lo estaba cuidando —dijo Will—, tendría que salir y entrar del edificio.

Se abrieron las puertas del ascensor. Will vio a un segundo policía que venía con Simkov, el portero. Tenía un hematoma debajo del ojo y la ceja partida de cuando Will lo estrelló contra el mostrador.

—Ése —dijo el portero señalando a Will con gesto triunfal—. Ése es el que me golpeó.

Will apretó los puños. Tenía la mandíbula tan apretada que pensó que se le iban a romper los dientes.

—¿Sabía que este bebé estaba aquí arriba?

Simkov adoptó un tono desdeñoso.

—¿Y yo qué sé de un bebé? A lo mejor el portero de noche… —Se interrumpió y miró hacia el apartamento—. ¡Jesús, María y José! —murmuró algo en su lengua materna—. Pero ¿qué han estado haciendo aquí?

—¿Quién? —preguntó Will—. ¿Quién ha estado aquí?

—¿Ese hombre está muerto? —preguntó Simkov con la vista fija en el desastre del apartamento—. Por Dios bendito, miren este sitio. ¡Qué peste!

Simkov intentó entrar en el apartamento, pero el policía se lo impidió. Will le dio otra oportunidad al portero, y vocalizando bien las palabras le preguntó:

—¿Sabía que este bebé estaba aquí arriba?

Simkov se encogió de hombros, alzándolos hasta las orejas.

—¿Y qué coño sé yo lo que pasa en las casas de estos ricachones? ¿Me pagan ocho dólares a la hora y usted pretende que me sepa sus vidas?

—Hay un bebé —dijo Will tan furioso que apenas podía hablar—. Un bebé que se está muriendo.

—Muy bien, hay un bebé. ¿Y a mí qué coño me importa?

La ira se apoderó de Will de forma tan repentina que no se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que estuvo encima del hombre, dejando caer su puño una y otra vez como un martillo neumático. Pero no paró. No quería parar. Pensaba en ese bebé sentado sobre su propia mierda, en el asesino dejándolo en el cuarto de la basura para que se muriera de inanición, en la prostituta que quería negociar con él su salida de la cárcel a cambio de información y en Angie… Angie estaba en todo lo alto de ese montón de excrementos, manipulando a Will como siempre había hecho, volviéndole loco para que sintiera que era una basura como todos los demás.

—¡Will! —gritó Faith.

Tenía los brazos extendidos, como cuando uno habla con un loco. Will sintió un fuerte dolor en los hombros cuando los dos policías le agarraron los brazos y se los sujetaron detrás de la espalda. Jadeaba como un perro rabioso. El sudor chorreaba por su cara.

—Muy bien —dijo Faith mientras se acercaba a él con las manos aún extendidas—. Vamos a calmarnos. Cálmate, Will.

Le puso las manos encima y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía. Le cogió la cara y le obligó a mirarla a ella en lugar de a Simkov, que se retorcía en el suelo.

—Mírame —le ordenó en voz baja, como si sólo ellos pudieran escuchar sus palabras—. Will, mírame.

Se obligó a mirarla. Los ojos de Faith eran de un azul intenso, y lo miraba asustada.

—Todo está bien —le dijo Faith—. El bebé se va a poner bien. ¿Sí, de acuerdo?

Will asintió y los policías le soltaron un poco las manos. Faith seguía delante de él, sujetándole la cara.

—Estás bien —le dijo, hablándole en el mismo tono que había empleado con el bebé—. Vas a estar bien.

Will retrocedió un paso para que Faith le soltara. Era consciente de que estaba tan asustada como el portero. Él también lo estaba: aún quería golpear a Simkov, y si los agentes no hubieran estado allí, si hubiera estado a solas con él, lo habría hecho hasta matarlo con sus propias manos.

Faith siguió mirándolo fijamente a los ojos unos segundos más. Luego se volvió a mirar al hombre que estaba tendido en el suelo, cubierto de sangre.

—Levántate, imbécil.

Simkov gruñó y se hizo un ovillo.

—No puedo moverme.

—Cierra la boca —dijo Faith, tirándole del brazo.

—¡La nariz! —aulló, estaba tan mareado que sólo se sostenía porque tenía el hombro apoyado en la pared—. ¡Me ha roto la nariz!

—Estás perfectamente. —Faith miró a un lado y a otro. Miraba a ver si había cámaras de seguridad.

Will hizo lo mismo y se sintió aliviado al ver que no había ninguna.

—¡Brutalidad policial! —gritó el hombre—. Ustedes lo han visto. Son ustedes testigos.

Uno de los agentes que estaba detrás de Will dijo:

—Te has caído, amigo. ¿No te acuerdas?

—Yo no me he caído —insistió el hombre. La sangre le salía a chorros por la nariz y se deslizaba por entre sus dedos como el agua de una esponja.

El otro sanitario le estaba poniendo una vía al niño. No levantó la vista, pero dijo:

—Será mejor que mire dónde pisa la próxima vez.

Y así, de repente, Will se convirtió en la clase de policía que nunca había querido ser.