Capítulo quince

SARA NO TENÍA NI IDEA DE POR QUÉ ESTABA en el Grady en su día libre. Se había dejado la colada a medias, se había limitado a recoger un poco la cocina y el baño, que estaba en un estado tan lamentable que se moría de vergüenza cada vez que pensaba en ello. Y sin embargo allí estaba, otra vez en el hospital, subiendo a la decimosexta planta por las escaleras para que nadie la viera de camino a la UCI.

Se sentía culpable por no haberle efectuado un examen completo a Anna cuando la ingresaron en urgencias. Placas de rayos, resonancias magnéticas, ultrasonidos, escáner. Anna había pasado por prácticamente todos los cirujanos del hospital y todos habían pasado por alto las once bolsas de basura. Incluso habían llamado al CDC para que hicieran cultivos de la infección y no habían sacado nada en claro. A Anna la habían torturado, cortado, quemado, y tenía multitud de heridas que no se curaban por culpa del plástico que tenía dentro. Cuando Sara sacó las bolsas el hedor invadió toda la habitación. La mujer había empezado a pudrirse por dentro. Era un milagro que no hubiera sufrido un shock tóxico.

Lógicamente Sara sabía que no era culpa suya, pero en lo más íntimo de su ser sentía que había cometido un error. Se había pasado la mañana doblando ropa y fregando platos y, mientras tanto, había repasado mentalmente lo que había sucedido dos noches antes, cuando ingresaron a Anna. Se encontró inventando una realidad alternativa en la que podía hacer algo más que pasarle el caso al siguiente médico. Tuvo que recordarse que hasta el simple hecho de estirarle las piernas para poder sacarle las placas le había causado un dolor insoportable. El trabajo de Sara consistía en estabilizarla para poder meterla en el quirófano, no en hacerle un examen ginecológico completo.

Pero aun así, se sentía culpable.

Se detuvo al llegar al rellano del piso dieciséis para recobrar el aliento. Probablemente estaba más en forma de lo que había estado nunca, pero la cinta y la bicicleta elíptica de su gimnasio no eran lo que se dice un buen entrenamiento para la vida real. En enero se había jurado que saldría a correr por lo menos una vez a la semana. El gimnasio de al lado de casa —con sus televisores y su atmósfera de temperatura controlada— la privaban de una de las ventajas que tenía salir a correr: tiempo a solas con sus pensamientos. Naturalmente una cosa era decir que querías pasar tiempo a solas y otra muy distinta hacerlo de verdad. Enero había dado paso a febrero, y ahora ya estaban en abril, pero esa mañana había salido a correr por primera vez desde que se hiciera aquella promesa.

Se agarró a la barandilla y subió el siguiente tramo. Para cuando llegó a la décima planta los muslos le ardían. Cuando por fin llegó a la decimosexta tuvo que pararse un momento y doblarse por la cintura para recobrar el aliento y que las enfermeras de la UCI no pensaran que se había vuelto completamente loca.

Metió la mano en el bolsillo para sacar la barra de cacao y se quedó paralizada. Una sensación de pánico le invadió el pecho mientras miraba en los demás bolsillos. No tenía la carta. La había llevado encima durante meses, como un amuleto que acariciaba cada vez que pensaba en Jeffrey. Siempre le recordaba a la odiosa mujer que la había escrito, la responsable de su muerte, y ahora ya no la tenía.

Sara se puso a pensar rápidamente dónde la había dejado. ¿Estaría en un bolsillo de la ropa que había echado a lavar? El corazón se le encogía sólo de pensarlo. Repasó sus movimientos y, por fin, recordó que el día anterior, cuando llegó a casa después de la autopsia de Jacquelyn Zabel, había dejado la carta sobre la encimera de la cocina.

Abrió la boca y exhaló un profundo suspiro de alivio. La carta estaba en casa. Esa misma mañana se la había llevado a la repisa de la chimenea, aunque parecía un sitio extraño para dejarla. La alianza de Jeffrey estaba allí, junto a la urna que contenía parte de sus cenizas. Aquellas dos cosas no deberían estar juntas. ¿En qué demonios estaba pensando?

La puerta se abrió y salió una enfermera con una cajetilla en la mano. Sara reconoció a Jill Marino, la mujer de la UCI que había estado cuidando de Anna la mañana anterior.

—¿No es hoy tu día libre? —le preguntó Jill.

Sara se encogió de hombros.

—Nunca me canso de este sitio. ¿Cómo está la paciente?

—La infección está respondiendo a los antibióticos. Estuviste rápida ahí. Si no le hubieras sacado esas bolsas a estas alturas ya estaría muerta.

Sara le hizo un gesto con la cabeza para agradecerle el cumplido, pensando que si las hubiera visto en el momento en que la examinó Anna se habría podido recuperar con más facilidad.

—Le han retirado la respiración artificial a eso de las cinco. —Jill abrió la puerta para dejar pasar a Sara—. Ya han llegado los resultados del escáner. Todo parece en orden, salvo por los daños en el nervio óptico; eso es permanente. Los oídos están bien, así que por lo menos puede oír. Todo lo demás está bien. No hay razón para que no despierte. —De repente, se dio cuenta de que la mujer tenía muchas razones para no despertar y añadió—: Bueno, ya sabes lo que quiero decir.

—¿Has terminado ya?

Jill señaló la cajetilla con expresión de culpabilidad.

—Voy a la azotea a contaminar un poco el aire.

—¿Serviría de algo que me molestara en decirte que eso te va a matar?

—Trabajar aquí me matará primero —replicó la enfermera, y empezó a subir las escaleras con paso cansino.

Seguía habiendo dos policías en la puerta de la habitación de Anna. No eran los mismos del día anterior, pero ambos se llevaron la mano a la gorra para saludar a Sara. Uno de ellos incluso le apartó la cortina y ella le sonrió al entrar en la habitación. Había un bonito centro de flores en la mesa junto a la pared. Sara las inspeccionó, pero no vio ninguna tarjeta.

Se sentó en la silla y se puso a pensar en las flores. Probablemente le habían dado el alta a algún paciente y éste les había dado su ramo a las enfermeras para que ellas las repartieran como creyeran más conveniente. Pero parecían frescas, como si alguien las hubiera arrancado esa misma mañana del jardín de su casa. A lo mejor las había mandado Faith. Sara descartó esa idea de inmediato; no le parecía una mujer demasiado sentimental. Ni tampoco muy lista, al menos no en lo que a su salud se refería. Había llamado a la consulta de Delia Wallace esa mañana: Faith no había pedido cita aún. No iba a tardar en quedarse sin insulina. Tendría que arriesgarse a sufrir otro desmayo, o bien recurrir a ella otra vez.

Apoyó los brazos en la cama de Anna, y se quedó contemplando su rostro. Sin el tubo de la respiración era más fácil ver la cara que tenía antes de que todo aquello sucediera. Los moratones de la cara empezaban a curarse, por lo que su aspecto era aún peor. Su piel tenía un tono más saludable, pero estaba hinchada por todos los fluidos que le estaban suministrando. La desnutrición estaba tan avanzada que tardaría semanas en ganar el peso necesario.

Sara cogió su mano y la acarició. Seguía muy seca, así que cogió un frasco de leche hidratante del neceser que había junto a las flores. Era el que daban a todos los pacientes del hospital cuando ingresaban, con los artículos que el comité administrativo pensaba que podían necesitar: patucos antideslizantes, bálsamo labial y una leche hidratante que olía un poco a antiséptico.

Sara vertió un poco en la palma y se frotó las manos para entibiar la crema antes de coger la frágil mano de Anna entre las suyas. Podía contarle uno por uno los huesos, y sus nudillos parecían canicas. Tenía la piel tan seca que absorbía la crema tan pronto como la extendía. Estaba poniéndose un poco más en la mano cuando la paciente empezó a revolverse.

—¿Anna? —Sara le puso la mano en la mejilla y la presionó suavemente para reconfortarla.

Movió levemente la cabeza. La gente no se despertaba del coma como por arte de magia. Era un proceso, por lo general bastante largo. Un día podía abrir los ojos, balbucear cosas sin sentido, fragmentos de alguna conversación mantenida mucho tiempo atrás.

—¿Anna? —repitió Sara, tratando de que su voz se mantuviera serena—. Necesito que te despiertes ya.

Volvió a mover la cabeza, pero esta vez estaba claro que la inclinaba hacia Sara. Ésta continuó hablando con voz firme.

—Sé que es difícil, cariño, pero necesito que te despiertes. —Los párpados de Anna se despegaron levemente. Sara se levantó y se colocó en su línea de visión, aunque sabía que la mujer no podía verla—. Despierta, Anna. Ya estás a salvo. Nadie va a hacerte daño.

Sus labios se movieron, pero estaban tan secos y cortados que la piel se rompió.

—Estoy aquí —le dijo Sara—. Puedo oírte, cielo. Intenta despertarte, hazlo por mí.

La respiración de Anna se aceleró, tenía miedo. La mujer estaba empezando a recordar lo que había sucedido, la agonía que había soportado y el hecho de que estaba ciega.

—Estás en el hospital. Sé que no puedes ver nada, pero oyes mi voz. Estás a salvo. Dos policías vigilan tu puerta día y noche. Nadie va a hacerte daño.

Anna alargó una mano temblorosa y sus dedos rozaron el brazo de Sara. La doctora le cogió la mano y la apretó cuanto pudo sin causarle dolor.

—Ya estás a salvo —le prometió Sara—. Nadie más te va a hacer daño.

De pronto Anna estrujó la mano de Sara con tal fuerza que sintió una punzada aguda en los dedos.

—¿Dónde está mi hijo?