Capítulo catorce

FAITH ATRAVESÓ EL VESTÍBULO de Xac Homage, el estudio de diseño donde trabajaba Pauline McGhee. Las oficinas ocupaban toda la planta decimotercera de la torre Symphony, el extravagante rascacielos que se erigía en la esquina de Peachtree con la calle Catorce como un gigantesco espéculo. Faith se estremeció ante este último pensamiento, recordando lo que había leído en el informe de la autopsia de Jacquelyn Zabel.

En consonancia con su pretencioso nombre, el acristalado vestíbulo de Xac Homage estaba amueblado con sofás a ras del suelo en los que resultaba imposible sentarse a menos que uno tuviera los glúteos de acero o se dejara caer sin más, en cuyo caso necesitaría que alguien le ayudara para poder levantarse. Faith se habría inclinado por la segunda opción de no haber llevado puesta una falda que tendía a subirse con facilidad, incluso cuando no estaba sentada, como a la fulana de un gánster en un vídeo de rap.

Tenía hambre, pero no sabía qué comer. Se le estaba acabando la insulina y seguía sin estar muy segura de si estaba calculando bien las dosis. No había pedido cita con la médico que le había recomendado Sara. Tenía los pies hinchados, la espalda la estaba matando y quería darse de cabezazos contra las paredes porque era incapaz de dejar de pensar en Sam Lawson por más que lo intentara.

Además, por las insistentes miraditas de reojo de Will tenía la sensación de que se estaba comportando como una auténtica pirada.

—Dios —murmuró Faith, apoyando la frente contra el límpido cristal que circundaba el vestíbulo. ¿Por qué no dejaba de meter la pata? No era ninguna idiota. O a lo mejor sí. A lo mejor se había estado engañando a sí misma todo el tiempo y al final resultaba que, de hecho, era una de las idiotas más profundas del mundo.

Miró los coches que circulaban por la calle Peachtree, como hormiguitas correteando sobre el negro asfalto. El mes anterior, en la consulta del dentista, Faith había leído en un artículo de una revista que las mujeres estaban genéticamente condicionadas para permanecer ligadas a los hombres con los que habían mantenido relaciones sexuales durante al menos las tres semanas posteriores al encuentro sexual porque ése es el tiempo que tarda el cuerpo en descubrir si habían quedado embarazadas o no. En aquel momento se había reído, porque Faith nunca se había sentido ligada a un hombre. Al menos no después de separarse del padre de Jeremy que, literalmente, abandonó el estado cuando Faith le comunicó que estaba embarazada.

Y sin embargo, ahí estaba ella, comprobando sus llamadas y su correo electrónico cada diez minutos, deseando hablar con Sam, saber lo que estaba haciendo y si estaba enfadado con ella, como si lo sucedido hubiera sido culpa suya. Como si hubiera sido un amante tan maravilloso que Faith nunca tuviera suficiente. Ella ya estaba embarazada; no podía ser un condicionamiento genético lo que hacía que se comportara como una colegiala tonta. O a lo mejor sí. Quizá simplemente estaba siendo víctima de sus hormonas.

O tal vez lo que pasaba era que no debería confiar su formación científica al Ladies’ Home Journal.

Faith volvió la cabeza y se puso a mirar a Will, que estaba en el hueco del ascensor. Hablaba por el móvil, sujetándolo con las dos manos para que no se le descuajeringara. No podía seguir enfadada con él. Había estado muy bien con Joelyn Zabel, tenía que admitirlo. Su enfoque del trabajo policial era distinto del suyo, y a veces eso jugaba a su favor y a veces en su contra. Meneó la cabeza. No podía empecinarse ahora en esas diferencias; no cuando toda su vida estaba al borde de un gigantesco precipicio y el suelo temblaba bajo sus pies.

Will terminó de hablar y fue hacia ella. Miró la mesa vacía donde antes había estado la secretaria. Hacía por lo menos diez minutos que la mujer había ido a avisar a Morgan Hollister. A Faith le vinieron a la cabeza imágenes de los dos destruyendo documentos, aunque era más probable que la secretaria, una rubia de bote que parecía tener grandes dificultades para procesar cualquier petición por simple que fuera, se hubiera olvidado de ellos y estuviera colgada del móvil en el lavabo de señoras.

—¿Con quién hablabas? —preguntó Faith.

—Con Amanda —respondió Will, cogiendo un par de caramelos del cuenco que había en la mesita—. Llamaba para disculparse.

Faith se rio del chiste y Will se echó a reír también. Cogió unos cuantos caramelos más y le ofreció el cuenco a Faith. Ella dijo que no con la cabeza, y él continuó hablando.

—Ha convocado otra rueda de prensa para esta tarde. Joelyn Zabel va a retirar la demanda contra el estado.

—¿Y cómo es eso?

—Su abogado se ha dado cuenta de que no tiene caso. No te preocupes, saldrá en la portada de alguna revista la semana que viene, y a la siguiente volverá a amenazarnos con una demanda por no haber sido capaces de encontrar al asesino de su hermana.

Era la primera vez que uno de los dos verbalizaba lo que realmente les preocupaba de todo esto: que el asesino fuera lo suficientemente bueno como para salir impune de todo.

Will señaló la puerta cerrada que había tras la mesa de la secretaria.

—¿Crees que deberíamos volver sin más?

—Dale otro minuto.

Faith intentó limpiar la mancha que había dejado en el cristal al apoyar la frente, pero sólo consiguió ensuciarlo todavía más. La tensión entre ellos se había aflojado un poco en el trayecto, de modo que a Will ya no le preocupaba que se pusiera hecha un basilisco con él. Ahora era ella la que tenía miedo de que él estuviera enfadado.

—¿Estamos bien? —le preguntó.

—Claro, perfectamente.

No le creía, pero con una persona que decía una y otra vez que no había ningún problema no había nada que hacer, porque seguiría insistiendo en ello hasta que te sintieras como si te lo estuvieras inventando todo.

—Bueno, al menos ya sabemos que la mala leche es algo hereditario en la familia Zabel.

—Joelyn no está tan mal.

—Es duro ser la hermana buena.

—¿Qué quieres decir?

—Pues quiero decir que si eres la niña buena de la familia, sacas buenas notas, no te metes en líos, etc., y tu hermana siempre anda liándola y llamando la atención, empiezas a sentirte excluida, como si diera igual lo bien que te portes, porque tus padres sólo se preocupan por tu descarriada hermanita.

Sus palabras debieron de sonar muy duras, porque Will preguntó:

—¿Tu hermano no era un buen chico?

—Lo es —respondió Faith—. Yo era la hermanita descarriada que acaparaba la atención de mis padres. Recuerdo que una vez llegó a pedirles que lo dieran en adopción.

Will esbozó una media sonrisa.

—Todo el mundo quiere ser adoptado.

Faith recordó las cosas tan horribles que había dicho Joelyn sobre las ganas de adoptar un niño que tenía su hermana.

—Lo que dijo Joelyn…

Will la interrumpió.

—¿Por qué su abogado se empeñaba en llamar «Mandy» a Amanda?

—Es una abreviatura de Amanda.

Will asintió con aire pensativo, y Faith se preguntó si también tenía problemas con las abreviaturas de los nombres. Tenía sentido: había que saber cómo se escribía un nombre para poder abreviarlo.

—¿Sabías que el dieciséis por ciento de los asesinos en serie que conocemos eran adoptados?

Ella arrugó el ceño.

—Eso no puede ser verdad.

—Joel Rifkin, Kenneth Bianchi, David Berkowitz. Y a Ted Bundy lo adoptó su padrastro.

—¿Y cómo es que de repente te has convertido en un experto en asesinos en serie?

—El Canal Historia —respondió Will—. Es muy útil, confía en mí.

—¿De dónde sacas tiempo para ver tanta televisión?

—No tengo lo que se dice una agitada vida social.

Faith volvió a mirar por la ventana, pensando en el encuentro que había tenido Will esa mañana con Sara Linton. De lo que había leído en el informe sobre Jeffrey Tolliver, Faith había deducido que era un policía diametralmente opuesto a Will: muy físico, con iniciativa, dispuesto a hacer lo que fuera necesario para resolver un caso. No es que su compañero no fuera también un policía tenaz, pero era más de quedarse mirando al sospechoso hasta que confesaba que de sacarle la confesión a golpes. Su instinto le decía que Will no era el tipo de Sara Linton, y ésa era la razón de que hubiera sentido lástima por él esa mañana, viendo lo nervioso que lo ponía la doctora. Él también debía de estar pensando en lo de esa mañana, porque de repente le dijo:

—No sé qué número es el de su apartamento.

—¿Te refieres a Sara?

—Vive en los Milk Lofts, en Berkshire.

—Imagino que a la entrada habrá un di… —Faith se interrumpió—. Puedo apuntarte su apellido para que lo mires en el directorio. No creo que haya muchos vecinos.

Will se encogió de hombros, algo avergonzado.

—También podemos mirarlo en Internet.

—No creo que aparezca su dirección.

La puerta se abrió y apareció la secretaria rubia de bote. Detrás de ella había un hombre exageradamente alto, exageradamente bronceado y exageradamente guapo, vestido con el traje más bonito que Faith había visto en su vida.

—Morgan Hollister —se presentó, tendiéndoles la mano mientras cruzaba el vestíbulo—. Siento haberles hecho esperar tanto tiempo. Estaba en medio de una videoconferencia con un cliente de Nueva York. Este asunto de Pauline ha sido como un jarro de agua fría, como se suele decir.

Faith no sabía muy bien quién solía decir eso, pero le perdonó y le estrechó la mano. Era a un tiempo el hombre más atractivo y más gay que había conocido en mucho tiempo. Y teniendo en cuenta que estaban en Atlanta, la capital gay del Sur, eso era mucho decir.

—Soy el agente Trent y ella es la agente Mitchell —dijo Will, ignorando el vivo interés que su persona parecía despertar en Morgan Hollister.

—¿Va usted al gimnasio?

—Entreno con mancuernas, más que nada. Y de vez en cuando utilizo el banco de pesas.

Morgan le dio un cachete en el brazo.

—Puro acero.

—Le agradezco que nos permita echar un vistazo a las cosas de Pauline —dijo Will, aunque Morgan aún no les había dado permiso para nada—. Sé que la policía de Atlanta ya ha estado por aquí. Espero no causarle mucha molestia.

—De ningún modo. —Morgan puso su mano en el hombro de Will mientras le conducía hacia la puerta—. Estamos destrozados por lo de Pauline. Era una chica estupenda.

—Corre el rumor de que no resultaba fácil trabajar con ella.

Morgan se rio, lo que Faith entendió como un «como todas las mujeres». Le alegraba comprobar que el machismo también calaba hondo entre la comunidad gay.

—¿Le suena de algo el nombre de Jacquelyn Zabel? —le preguntó Will.

Morgan negó con la cabeza.

—Conozco a todos nuestros clientes. Estoy casi seguro de que lo recordaría, pero puedo mirarlo en el ordenador. —Adoptando una expresión de tristeza, añadió—: Pobre Paulie. Ha sido un shock tremendo para nosotros.

—Le hemos buscado a Felix un acomodo temporal. —Le comunicó Will.

—¿Felix? —Morgan parecía algo confuso, pero enseguida cayó—. Ah, sí, el pequeñín. Seguro que estará bien, es un campeón.

Morgan los llevó por un pasillo muy largo. A su derecha estaban los cubículos con las mesas de los empleados, con ventanas al fondo que daban a la interestatal. Las mesas estaban llenas de muestras de tela y bocetos. Faith miró una serie de fotocopias de planos extendidas sobre la mesa de reuniones y sintió una oleada de nostalgia.

De niña quería ser arquitecto, un sueño al que tuvo que renunciar con catorce años cuando la expulsaron del colegio por estar embarazada. Ahora las cosas eran muy distintas, pero en aquella época lo que se esperaba de una adolescente embarazada era que desapareciera del mapa, nadie volvía a mencionar su nombre salvo en relación con el chico que se la había tirado, y en ese caso se referían a ella como «ese putón que estuvo a punto de arruinarle la vida quedándose preñada».

Morgan se detuvo frente a la puerta cerrada de uno de los despachos. Tenía un letrero con el nombre de Pauline McGhee. Sacó una llave.

—¿El despacho se cierra siempre con llave? —le preguntó Will.

—Pauline solía hacerlo, sí. Una de sus manías.

—¿Tenía muchas manías?

—Le gustaba hacer las cosas a su manera —respondió Morgan, encogiéndose de hombros—. Yo la dejaba a su aire. Se le daba bien el papeleo y sabía mantener a raya a los de las subcontratas. —Dejó de sonreír—. Aunque acabó metiéndome en un lío. Metió la pata con un pedido muy importante y su error le costó al estudio mucho dinero. De hecho, no estoy muy seguro de que siguiera trabajando aquí si no hubiera sucedido esto.

Si Will se preguntaba por qué Morgan hablaba de Pauline en pasado, no expresó sus dudas en voz alta. Se limitó a poner la mano para coger la llave.

—Cerraremos con llave al salir.

Morgan vaciló un momento. Obviamente había dado por supuesto que estaría presente mientras registraban el despacho.

—Se la devolveré cuando hayamos terminado, ¿de acuerdo? —dijo Will y le dio un cachete en el brazo—. Gracias.

Le dio la espalda y entró en el despacho. Faith entró detrás de él y cerró la puerta tras de sí.

—¿No te molesta? —preguntó.

—¿Morgan? —Will se encogió de hombros—. Sabe que no me interesa.

—Pero aun así…

—En el orfanato había muchos chavales gays. La mayoría eran infinitamente más agradables que los heteros.

No podía imaginar siquiera que un padre pudiera deshacerse de su propio hijo por ninguna razón, y mucho menos por ésa en particular.

—Qué barbaridad.

Era evidente que Will no tenía ganas de hablar del asunto. Echó un vistazo al despacho y dijo:

—Yo diría que es bastante austero.

Faith estaba de acuerdo con él. Parecía como si hubiera estado siempre desocupado. No había ni una sola nota sobre su escritorio. Las bandejas de entrada y salida estaban vacías. Los libros de diseño que había en las estanterías estaban colocados por orden alfabético, con los lomos perfectamente alineados. Las revistas estaban como nuevas y perfectamente ordenadas en cajas de colores. Hasta el monitor parecía estar colocado en un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados con la esquina del escritorio. El único objeto personal que se veía por allí era una foto de Felix en los columpios.

—«Es un campeón» —dijo Will, burlándose de la expresión que había utilizado Morgan para referirse al hijo de Pauline—. Hablé con la trabajadora social anoche. Felix no lo lleva nada bien.

—¿En qué sentido?

—Se pasa el día llorando. No quiere comer.

Faith contempló la fotografía, la alegría en los ojos del niño sonriendo a su madre. Pensó en Jeremy cuando tenía esa misma edad, tan bonito que le daban ganas de comérselo como si fuera un caramelo. Ella acababa de graduarse en la academia de policía y se trasladaron a un apartamento barato más allá de Monroe Drive; la primera vez que vivían lejos de Evelyn. Sus vidas se habían entrelazado de un modo que Faith jamás habría imaginado que fuera posible. Jeremy formaba parte de ella hasta tal punto que apenas podía soportar tener que dejarle en la guardería. Por la noche se ponía a colorear mientras ella redactaba sus informes en la mesa de la cocina. Le cantaba con esa vocecita chillona mientras ella le preparaba la cena y el almuerzo para el día siguiente. A veces se metía en su cama y se acurrucaba bajo su brazo como un gatito. Nunca se había sentido tan importante ni tan necesitada; ni antes, ni mucho menos después.

—¿Faith? —Will había dicho algo, pero no se había enterado.

Dejó la fotografía sobre el escritorio de Pauline antes de berrear como una cría:

—¿Qué?

—Decía que qué te apuestas a que la casa de Jacquelyn en Florida está tan ordenada y limpia como ésta.

Faith se aclaró la garganta tratando de concentrarse en lo que estaba haciendo.

—La habitación que utilizaba en casa de su madre estaba muy ordenada, desde luego. Pensé que la tenía así porque el resto era una leonera, ya sabes, una isla de calma en medio de la tempestad. Pero a lo mejor es que es una fanática del orden.

—Personalidad de tipo A.

Will dio la vuelta a la mesa y abrió los cajones. Faith miró lo que había dentro: unos lapiceros de colores perfectamente alineados sobre una bandeja de plástico y varios paquetes de Post-it apilados y bien cuadrados. Will abrió el siguiente cajón y vio una carpeta grande. La colocó encima de la mesa y se puso a hojearla. Faith encontró planos de habitaciones, bocetos, fotos de muebles sujetas con clips.

Faith encendió el ordenador mientras Will inspeccionaba el resto de los cajones. Estaba casi segura de que no iba a encontrar nada, pero tenía la extraña sensación de que lo que hacían les estaba ayudando de algún modo a resolver el caso. Había vuelto a congeniar con Will, a verlo más como a un compañero que como a un adversario. Eso tenía que ser una buena señal.

—Mira esto.

Había abierto el último cajón de la izquierda. Estaba todo revuelto, como un cajón de sastre; los papeles mezclados, y en el fondo había varias bolsas de patatas vacías.

—Bueno, ahora ya sabemos que es humana —comentó Faith.

—Es muy raro —dijo Will—. Todo está perfectamente limpio y ordenado menos este cajón.

Ella cogió una bola de papel y la alisó sobre la mesa. Era una lista, y al lado de cada cosa había una marca que debía de indicar que ya no estaba pendiente: supermercado; avisar para que arreglen la lámpara del despacho de Powell; hablar con Jordan sobre los bocetos de los sofás. Sacó otra bola de papel y vio que era otra lista de tareas.

—A lo mejor los descartaba una vez que había completado todas las tareas.

Miró la lista con los ojos entornados y trató de verla como la veía Will. Era tan bueno haciéndole creer a la gente que sabía leer que a veces ella olvidaba de que tenía ese problema.

Will inspeccionó la librería, y cogió una caja llena de revistas de uno de los estantes de en medio.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras sacaba más cajas. Faith vio la rueda de una caja fuerte.

Will intentó abrirla, pero no hubo suerte. Pasó los dedos por el borde.

—Está empotrada en la pared.

—¿Quieres ir a preguntarle la combinación a tu amigo Morgan?

—Me apuesto el sueldo de un año a que no la sabe.

Faith no quiso aceptar la apuesta. Como Jacquelyn Zabel, parecía que Pauline McGhee disfrutaba guardando secretos.

—Mira a ver si la encuentras en el ordenador, si no iré a preguntarle.

Faith miró la pantalla. Había saltado un cuadro de diálogo que le pedía una contraseña.

Will también lo vio.

—Prueba con «Felix».

Faith escribió el nombre del niño y, milagrosamente, acertó. Tomó nota mentalmente de que tenía que cambiar su contraseña, «Jeremy», mientras abría el programa de correo. Ojeó los mensajes mientras Will volvía a la librería. Encontró cosas de trabajo, pero nada personal que indicara la existencia de algún amigo o confidente. Se recostó en la silla y abrió el navegador, esperando encontrar en el historial algún otro servicio de correo electrónico. No apareció ninguna cuenta de Gmail o de Yahoo, pero sí varias páginas web.

Escogió una al azar e hizo clic, y se encontró en YouTube. Comprobó el volumen mientras se cargaba el vídeo. Se oyó el sonido de una guitarra por los altavoces de debajo del monitor y en la pantalla aparecieron sucesivamente un par de frases: «Soy feliz» y «Estoy sonriendo».

Will estaba detrás de ella. Faith leyó en alto las frases que iban saliendo: «Estoy sintiendo. Estoy viviendo. Estoy muriendo».

El sonido de la guitarra se iba haciendo más furioso con cada palabra, y apareció una fotografía de una chica vestida de animadora. La cinturilla de los shorts dejaba su ombligo al descubierto, y el top apenas le cubría los pechos. Estaba tan delgada que Faith podía contarle las costillas.

—Por Dios —murmuró.

Apareció otra imagen en la pantalla, esta vez una chica afroamericana. Estaba acurrucada encima de una cama, de espaldas a la cámara. Tenía la piel tensa y se podían apreciar con toda claridad cada una de sus vértebras y costillas. Su omóplato sobresalía por debajo de la piel como un cuchillo.

—¿Qué es eso? —preguntó Will—. ¿La página de alguna asociación que recauda fondos para la investigación del SIDA?

Faith meneó la cabeza mientras en la pantalla aparecía una nueva imagen: una modelo con un paisaje urbano al fondo cuyas piernas y brazos eran finos como palillos. A continuación otra imagen, esta vez de una mujer con las clavículas tan pronunciadas que daba grima mirarla. La piel de los hombros parecía papel mojado adherido a los tendones, que podían distinguirse perfectamente.

Faith desplegó el historial del navegador. Encontró un segundo vídeo. La música era diferente, pero empezaba más o menos igual.

—«Come para vivir. No vivas para comer» —leyó en voz alta.

Las palabras se desvanecieron y apareció la foto de una chica tan flaca que dolía mirarla. Faith abrió otra página, y luego otra.

—«La única libertad que nos queda es la libertad de matarnos de hambre». «Delgada eres hermosa. Gorda eres fea». —Miró la parte superior de la pantalla, para ver a qué categoría pertenecía el vídeo—. Thinspo. No tengo ni la más remota idea de lo que es eso.

—No lo entiendo. Esas chicas parecen famélicas, pero tienen tele en su habitación y van bien vestidas.

Faith probó suerte con otro enlace.

Thinspiration —dijo—. Por Dios bendito, no me lo puedo creer. Están escuálidas.

—¿Hay algún grupo de noticias o algo?

Faith revisó el historial más antiguo. Repasó la lista y encontró más vídeos, pero nada que pareciera un chat. Siguió bajando, pasó a la página siguiente y le tocó la lotería.

—Atlanta-Pro-Anna-punto-com —leyó en voz alta—. Es una página pro-anorexia.

Faith hizo clic sobre el enlace, pero le saltó otra ventana que le pedía una contraseña. Probó de nuevo con «Felix», pero esta vez no funcionó. Leyó la letra pequeña.

—Me pide una contraseña de seis caracteres, y Felix sólo tiene cinco. —Probó con algunas variantes del nombre, diciéndolas en voz alta para que Will se enterara—. Cero-Felix, uno-Felix, Felix-cero…

—¿Cuántas letras tiene «Thinspiration»? —preguntó Will.

—Demasiadas —dijo—. Pero «Thinspo» tiene siete.

Probó con esta última, pero no hubo suerte.

—¿Cuál es su usuario?

Faith leyó el nombre que había encima del espacio para la contraseña.

—«Dlgd A-T-L». —Faith se percató de que Will no lo entendía—. Es una especie de abreviatura de «Delgada Atlanta».

Introdujo el usuario como contraseña.

—Nada. Cero. —De pronto se le ocurrió una idea—. El cumpleaños de Felix.

Abrió el calendario y buscó en la categoría «cumpleaños». Sólo aparecieron dos resultados, uno era el de Pauline y el otro el de Felix.

—Uno-dos-ocho-cero-tres. —La ventana continuaba allí—. Nada, no ha funcionado.

Will asintió con la cabeza mientras se rascaba el brazo con aire distraído.

—Las cajas fuertes suelen tener una combinación de seis dígitos, ¿no?

—No pierdes nada por probar. —Faith se quedó esperando, pero Will no se movió.

—Uno-dos-cero-ocho-cero-tres —repitió, sabiendo que Will retendría perfectamente los números. Pero siguió sin moverse y finalmente a Faith se le encendió una lucecita—. Oh. Perdona.

—No te disculpes. Es culpa mía.

—No, es culpa mía.

Se levantó y fue hasta la caja fuerte. Giró la rueda a la derecha hasta el número doce, luego dos vueltas a la izquierda hasta el ocho. Los números no eran el problema, pero no distinguía la derecha y la izquierda.

Faith marcó el último número, la puerta se desbloqueó y se sintió un poco decepcionada al ver lo fácil que había sido. Abrió la caja y vio un cuaderno de espiral como los que llevaban los niños al colegio y un folio impreso. Leyó el texto por encima. Era una copia impresa de un mensaje de correo relacionado con las medidas de un ascensor para asegurarse de que cabía un sofá, algo que a Faith no se le había ocurrido nunca, y eso que cuando compró la nevera se encontró con que no le cabía por la puerta de la cocina.

—Un asunto de trabajo —le explicó a Will, y cogió el cuaderno.

Al abrirlo por la primera página el vello de la nuca se le puso de punta, y tuvo que reprimir un escalofrío al darse cuenta de lo que estaba viendo. Una sola frase, escrita con una bonita caligrafía, llenaba toda la hoja. Faith pasó una página, y luego otra más. En algunas partes el trazo era tan enérgico que el bolígrafo había traspasado el papel. No creía en idioteces sobrenaturales, pero se podía palpar la rabia que emanaba de esas páginas.

—Es lo mismo, ¿verdad?

Will debía de haber reconocido la caligrafía, una frase corta repetida una y otra vez en todo el cuaderno, como la obra de arte de un sádico.

«No voy a sacrificarme… No voy a sacrificarme… No voy a sacrificarme…».

—Exactamente igual —le confirmó Faith—. Esto demuestra que Pauline tiene algo que ver con la cueva, y con Jackie Zabel y Anna.

—Está escrito con boli —dijo Will—. Las que encontramos en la cueva estaban escritas a lápiz.

—Pero es la misma frase: «No voy a sacrificarme». Pauline escribió esto porque quiso, no porque la obligaran. Nadie le dijo que lo hiciera. Y por lo que sabemos no ha estado en esa cueva. —Faith siguió pasando páginas para asegurarse de que no había nada más escrito—. Jackie Zabel era delgada. No como las chicas de esos vídeos, pero estaba muy delgada.

—Joelyn Zabel dijo que su hermana seguía pesando lo mismo que cuando estaba en el instituto.

—¿Crees que padecía un trastorno alimenticio?

—Creo que se parece mucho a Pauline: le gusta controlarlo todo, guardar secretos. Pete pensó que Jackie estaba desnutrida, pero quizá era ella misma la que se estaba matando de hambre.

—¿Y qué me dices de Anna? ¿Está delgada?

—Igual. Le sobresalía mucho… —Se llevó la mano a la clavícula—. Pensamos que podía formar parte de la tortura: privarles de la comida. Pero las chicas de esos vídeos lo hacen a propósito, ¿no? Esos vídeos son como pornografía para anoréxicas.

Asintió y, de repente, se le ocurrió otra posible conexión.

—A lo mejor se conocieron a través de Internet.

Volvió a la ventana de la contraseña que bloqueaba el acceso al chat Pro-Anna e introdujo la fecha del cumpleaños de Felix combinada de distintas formas: omitiendo los ceros, con los ceros, con todos los dígitos, en orden inverso.

—Puede que le asignaran una determinada contraseña y no pudiera cambiarla.

—O a lo mejor el contenido de ese chat es más valioso para ella que el resto de su ordenador o de la caja.

—Ésta es la conexión, Will. Si todas padecían trastornos alimenticios, ya tenemos un nexo común entre ellas.

—Y un chat al que no podemos acceder, y familiares que no nos están siendo muy útiles, que digamos.

—¿Y qué hay del hermano de Pauline? Le dijo a Felix que era un hombre malo. —Se apartó del ordenador para mirar a Will—. Quizá deberíamos volver a hablar con Felix a ver si recuerda alguna otra cosa.

Will no parecía muy seguro.

—Sólo tiene seis años, Faith. Se siente solo y está asustado porque ha perdido a su madre. No creo que podamos sacarle nada más.

Ambos dieron un brinco cuando sonó el teléfono de encima de la mesa. Faith alargó la mano sin pensar y contestó.

—Despacho de Pauline McGhee.

—Hola. —Morgan Hollister no parecía muy contento.

—¿Ha encontrado a Jacquelyn Zabel en su lista de clientes? —le preguntó Faith.

—Me temo que no, detective, pero… es curioso… Tengo una llamada para usted por la línea dos.

Faith miró a Will y se encogió de hombros mientras apretaba el botón iluminado.

—Faith Mitchell.

Leo Donnelly empezó a hablar de manera torrencial.

—¿No se te ha ocurrido llamarme antes de meter las narices en mi caso?

Faith iba a disculparse de todas las maneras posibles, pero Leo no le dio ocasión.

—He recibido una llamada de mi jefe que, a su vez, ha recibido una llamada de Hollister preguntándole por qué unos agentes del estado estaban registrando el despacho de McGhee cuando ya lo hemos hecho nosotros esta misma mañana. —Leo respiraba con dificultad—. Mi jefe, Faith, quiere saber por qué no puedo hacer mi trabajo como es debido. ¿Tienes idea de en qué posición me has dejado?

—Está relacionado —le dijo Faith—. Hemos encontrado una conexión entre Pauline McGhee y las demás víctimas.

—Pues me alegro muchísimo por ti, Mitchell. Mientras tanto, a mí me tienen agarrado por los huevos porque tú no pudiste perder dos segundos para coger el teléfono y avisarme.

—Leo, lo siento mucho…

—Ahórrate las disculpas —dijo—. Ahora debería guardarme esto, pero no soy esa clase de tipo.

—Guardarte, ¿qué?

—Tengo otra mujer desaparecida.

Faith sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¿Otra mujer desaparecida? —repitió para que Will supiera de qué hablaban—. ¿Coincide con el perfil?

—Treinta y tantos, morena, ojos castaños. Trabaja en un banco muy exclusivo, en Buckhead, en el que tienes que ser asquerosamente rico sólo para que te dejen entrar. No tenía amigos, y todo el mundo dice que era insufrible.

Faith miró a Will y asintió. Otra víctima, otra cuenta atrás.

—¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?

—Olivia Tanner. —Soltó el nombre y la dirección tan rápido que Faith le pidió que se lo repitiera—. En Virginia Highland.

Faith se anotó la dirección en el dorso de la mano.

—Me debes una —le dijo.

—Leo, lo siento, yo…

Leo no la dejó terminar la frase.

—Si yo estuviera en tu lugar, Mitchell, me andaría con mucho cuidado. Excepto por lo del éxito en los negocios, últimamente encajas perfectamente en el puto perfil.

Faith oyó un leve clic, que en cierto modo era peor que si hubiera colgado de golpe el auricular.

Olivia Tanner vivía en una de esas casitas del Midtown que parecían engañosamente pequeñas; desde la calle daban la impresión de tener unos cien metros cuadrados, pero luego tenían seis dormitorios, cinco baños y un servicio, y costaban alrededor de un millón de dólares. Tras haber registrado el despacho de Pauline McGhee y haber visto la psique de la mujer al desnudo, Faith veía la casa de Olivia Tanner con ojos muy diferentes. El jardín era muy bonito, pero todas las plantas estaban perfectamente alineadas. El exterior de la casa estaba recién pintado, y los canalones elegantemente alineados con los aleros. Por lo que Faith sabía del barrio, la casita debía de ser treinta años más antigua que su vieja casa estilo rancho, pero en comparación parecía completamente nueva.

—Muy bien —dijo Will, hablando por el móvil—. Gracias por hablar conmigo. —Al finalizar la llamada le contó a Faith—: Joelyn Zabel dice que su hermana tuvo problemas de anorexia y bulimia cuando estaba en el instituto. No está muy segura de cómo lo llevaba últimamente, pero parece evidente que no lo había superado.

Faith dejó que la información se asentara en su cerebro.

—Vale.

—Ya lo tenemos. Ésa es la conexión.

—¿Y adónde nos conduce? —preguntó Faith sacando la llave del contacto—. Los informáticos no pueden acceder al Mac de Jackie Zabel. Además, podrían tardar semanas en averiguar la contraseña de Pauline McGhee, y ni siquiera sabemos si el chat Pro-Anna era el punto de encuentro con las demás mujeres o si simplemente se topó con él por casualidad mientras navegaba por Internet en la pausa para el almuerzo. —Se volvió para mirar la casa de Olivia Tanner—. ¿Qué te apuestas a que tampoco encontramos nada ahí dentro?

—Estás pensando en Felix cuando lo que deberías hacer es centrarte en Pauline —le dijo Will con delicadeza.

Faith quería decirle que se equivocaba, pero él tenía razón. No podía dejar de pensar en que Felix estaba en un hogar de acogida, llorando como un descosido. Tenía que concentrarse en las víctimas, en el hecho de que Jacquelyn Zabel y Anna habían sido las precursoras de Pauline McGhee y Olivia Tanner. ¿Por cuánto tiempo podrían aguantar las torturas, la degradación? Cada minuto que pasaba era otro minuto más de sufrimiento para ellas.

—El único modo en que podemos ayudar a Felix es ayudando a Pauline —le dijo Will.

Faith exhaló un hondo suspiro.

—Que me conozcas tan bien empieza a fastidiarme mucho.

—Por favor —murmuró Will—, eres un enigma envuelto en un bollito pringoso.

Will abrió la puerta del coche y se bajó. Faith se quedó mirándole mientras se dirigía hacia la casa con paso decidido. Bajó del coche y lo siguió.

—No tiene garaje ni BMW —comentó.

Tras la incómoda llamada de Leo, se había puesto en contacto con el sargento que había atendido la denuncia de la desaparición de Olivia Tanner. La mujer conducía un BMW 325, algo que no llamaría la atención en un barrio como ése. Era soltera, la vicepresidenta de un banco local, no tenía hijos y su hermano era su único pariente vivo.

Will intentó entrar por la puerta principal, pero estaba cerrada con llave.

—¿Por qué tarda tanto el hermano? —dijo Faith mirando el reloj—. Su avión aterrizó hace una hora. Si hay mucho tráfico…

Faith no terminó la frase. En Atlanta siempre había mucho tráfico, especialmente en los alrededores del aeropuerto.

Will se agachó para comprobar si había una llave debajo del felpudo. Al ver que no había nada pasó la mano por el dintel y miró en las macetas que había junto a la puerta, pero no encontró ninguna llave.

—¿Crees que deberíamos forzar la puerta?

Faith decidió no hacer ningún comentario sobre sus ansias de cometer un allanamiento. Llevaba trabajando con él el tiempo suficiente como para saber que la frustración hacía que a Will se le disparase la adrenalina, mientras que a ella le hacía más bien el efecto de un Valium.

—Vamos a darle unos minutos más.

—Deberíamos ir llamando a un cerrajero por si el hermano no tiene llave.

—Vamos a tomarnos esto con un poco de calma, Faith. ¿De acuerdo?

—Me hablas igual que a los testigos.

—Ni siquiera sabemos si Olivia Tanner es una de nuestras víctimas. A lo mejor resulta que es rubia de bote y tiene un montón de amigos.

—En el banco dicen que no ha faltado al trabajo ni una sola vez desde que empezó a trabajar allí.

—Igual se ha caído por las escaleras. O ha decidido tomarse el día libre. O fugarse con un extraño al que conoció anoche en un bar.

Will no dijo nada. Colocó las manos a ambos lados de la cara para poder ver el interior desde una de las ventanas. Seguramente el agente uniformado que había tomado nota de la denuncia el día anterior ya habría hecho eso mismo, pero Faith le dejó hacer mientras esperaban a que apareciera Michael Tanner, el hermano de Olivia.

Pese a su enfado, Leo les había hecho un gran favor pasándoles el aviso. Según el procedimiento, deberían haberle asignado el caso a un detective. Y dependiendo de éste, Michael Tanner podría haber tenido que esperar hasta veinticuatro horas para hablar con alguien que pudiera hacer algo más que rellenar un formulario. En ese caso habrían tardado todavía un día más en avisar al DIG de que había desaparecido una mujer que encajaba en su perfil. Leo les había regalado dos preciosos días en un caso para el que necesitaban ayuda desesperadamente. Y ellos se lo habían agradecido con una patada en plena boca.

Faith notó que su BlackBerry empezaba a vibrar. Faith comprobó su e-mail y, mentalmente, le dio las gracias a Caroline, la secretaria de Amanda.

—Tengo el informe del arresto de Jake Berman por el incidente en el centro comercial.

—¿Y qué dice?

Faith se quedó mirando la barra de descargas.

—Va a tardar unos minutos en bajarse.

Will dio una vuelta a la casa, comprobando cada ventana. Faith lo siguió mirando la BlackBerry como si fuera la varita de un zahorí. Por fin recibió la primera página del informe y comenzó a leer en voz alta.

—«En relación con las quejas recibidas por parte de la dirección del Mall de Georgia… —Faith utilizó el scroll para desplazarse por el texto y buscar las partes más relevantes—… el sospechoso hizo el típico gesto con la mano para indicar que deseaba mantener relaciones sexuales. Yo respondí asintiendo dos veces con la cabeza, y él me llevó hasta una de las cabinas del fondo del lavabo de caballeros. —Faith se saltó algunos párrafos—. La esposa y los dos hijos del sospechoso, de uno y tres años de edad respectivamente, le estaban esperando fuera».

—¿Se menciona el nombre de la esposa?

—No.

Will subió por las escaleras hasta la terraza que había en la parte posterior de la casa. Atlanta está situada en la falda de los montes Apalaches, por lo que hay muchos valles y colinas. La casa de Olivia Tanner se hallaba al final de una empinada pendiente, por lo que sus vecinos de atrás podían verla perfectamente.

—A lo mejor han visto algo —sugirió Will.

Faith miró la casa del vecino. Era muy grande, como esas mansiones horteras que normalmente sólo se veían en las afueras. Los dos pisos superiores tenían una terraza enorme, y en el sótano había también una terraza amueblada con una chimenea de ladrillo. Todas las contraventanas de la parte de atrás estaban cerradas, salvo por un par de cortinas abiertas en una de las puertas del sótano.

—Parece que no hay nadie —dijo Faith.

—Seguramente estará embargada —replicó Will, probando suerte con la puerta de atrás. Estaba cerrada con llave también—. Olivia lleva en paradero desconocido desde ayer, como mínimo. Si es una de nuestras víctimas debió de ser secuestrada justo antes o justo después que Pauline.

Will comprobó las ventanas.

—¿Crees que Jake Berman podría ser el hermano de Pauline McGhee? —preguntó.

—Es una posibilidad —le concedió Faith—. Pauline advirtió a Felix de que su hermano era peligroso. No quería que se relacionara con su hijo.

—Debía de tener un motivo para tenerle miedo. Puede que sea un tipo violento. Quizá fuera su hermano la razón por la que se mudó y se cambió el nombre. Cortó todos los lazos cuando era todavía muy joven. Debía de tenerla aterrorizada.

—Jake Berman estaba en el lugar de los hechos y se halla en paradero desconocido. No colaboró mucho como testigo. Y su nombre no figura en ninguna parte, salvo por ese arresto —dijo Faith.

—Si Berman es el alias que está usando el hermano de Pauline, debe de estar muy bien situado. Lo arrestaron y su nombre salió indemne de todo el proceso judicial.

—Si se cambió de nombre cuando Pauline huyó de casa, veinte años son toda una vida en lo que a documentos públicos se refiere. Todavía están poniendo al día las bases de datos, digitalizando información y casos antiguos. Muchos de esos expedientes se han quedado por el camino, especialmente en las ciudades pequeñas. Mira lo difícil que le ha resultado a Leo dar con los padres de Pauline, y eso que denunciaron la desaparición de su hija.

—¿Qué edad tiene Berman?

Faith subió hasta el principio del informe.

—Treinta y siete.

Will se quedó quieto.

—Pauline también. ¿Serán mellizos?

Faith se puso a revolver en su bolso y sacó la fotocopia del carné de conducir de Pauline McGhee. Intentó recordar la cara de Jake Berman, pero entonces se acordó de que tenía su ficha en la otra mano. La BlackBerry seguía cargando el archivo. Lo alzó por encima de su cabeza a ver si así mejoraba la calidad de la señal.

—Volvamos a la parte delantera —sugirió Will.

Dieron la vuelta a la casa y Will fue asomándose por las ventanas para asegurarse de que no había nada sospechoso. Para cuando llegaron al porche el archivo había terminado de cargarse.

En la foto que le hicieron para la ficha, Jake Berman tenía una barba poblada, del tipo que se dejan los padres de los barrios residenciales cuando quieren parecer subversivos. Se la enseñó a Will.

—Estaba afeitado cuando hablé con él —explicó Faith.

—Felix dijo que el hombre que se llevó a su madre llevaba bigote.

—No creo que le haya dado tiempo a dejárselo.

—Podríamos pedir que nos hicieran un dibujo para ver qué aspecto tendría afeitado, con bigote, o lo que sea.

—Pero es Amanda quien tendrá que decidir si lo hacemos público o no.

Publicar un dibujo podría provocar que a Jake Berman le entrara el pánico y empezara a cubrir aún mejor su rastro. Y si en efecto era su hombre, también le pondría sobre aviso. Podía decidir matar a todos los testigos y abandonar el estado, o peor aún, el país. Del aeropuerto internacional de Hartsfield salían y entraban dos mil quinientos vuelos todos los días.

—Es moreno y tiene los ojos castaños, como Pauline —observó Will.

—Y tú también.

Se encogió de hombros.

—No parece que sean mellizos. Pero sí podrían ser hermanos.

Faith se volvió a sentir como una idiota. Miró sus fechas de nacimiento.

—Berman cumplió años después del arresto. Nació ocho meses antes que Pauline. Serían «mellizos irlandeses»: hermanos que nacen con menos de doce meses de diferencia.

—¿Vestía de traje el día que lo arrestaron?

Faith consultó de nuevo la ficha.

—Vaqueros y jersey. Lo mismo que cuando hablé con él en el Grady.

—¿Consta en la ficha a qué se dedica?

Faith lo comprobó.

—En paro —continuó leyendo los detalles y meneó la cabeza—. Este informe es una chapuza. No puedo creer que un teniente le diera el visto bueno.

—Yo he llevado a cabo muchas operaciones como ésa. Arrestas a diez o quince tíos al día; la mayoría se declaran culpables de un delito menor o pagan la multa y esperan que todo se olvide. Ninguno va a juicio, porque lo último que quieren es tener que enfrentarse a la persona que los acusó.

—¿Y cuál es «el típico gesto con la mano» que hacen para indicar que quieren mantener relaciones sexuales? —preguntó Faith llena de curiosidad.

Will hizo un gesto decididamente obsceno con los dedos y Faith deseó no haber preguntado.

—Tiene que haber alguna razón para que Jake Berman no quiera ser localizado —insistió Will.

—¿Cuáles son las opciones? O es un moroso, o el hermano de Pauline, o nuestro asesino. O las tres cosas a la vez.

—O ninguna —señaló Will—. En cualquier caso tenemos que hablar con él.

—Amanda tiene a todo el equipo buscándole. Están trabajando con todas las combinaciones que se les ocurren: Jake Seward, Jack Seward. Lo están buscando como McGhee, Jackson, Jakeson.

—¿Cuál es su segundo nombre?

—Henry. Así que hay que probar con Hank, Harry, Hoss…

—¿Cómo es posible que esté fichado y aún no hayamos podido dar con él?

—No ha usado ninguna tarjeta de crédito. No tiene móvil de contrato ni hipoteca. Tampoco hemos encontrado nada en sus anteriores direcciones. No sabemos para quién trabaja ni para quién lo ha hecho.

—Puede que lo tenga todo a nombre de su esposa… Pero no sabemos cómo se llama.

—Si arrestaran a mi marido con la minga fuera en un centro comercial mientras yo le espero a la salida con los niños… —Faith no se molestó en terminar la frase—. Para colmo, el abogado que le llevó el caso es un gilipollas.

El abogado se negaba a revelar información sobre ninguno de sus clientes e insistía en que no tenía idea de cómo ponerse en contacto con éste. Amanda estaba pidiendo órdenes judiciales para poder requisar sus archivos, pero la tramitación de las órdenes llevaba su tiempo, y se les estaba agotando.

Un Ford Escape aparcó delante de la casa. El hombre que se bajó del coche era la imagen misma de la ansiedad, desde el ceño fruncido hasta el modo en que se retorcía las manos por delante de su incipiente barriga. Tenía un aspecto bastante anodino, le clareaba mucho el pelo y tenía los hombros cargados. Faith estaba casi segura de que trabajaba en algo que le obligaba a pasarse más de ocho horas al día sentado al ordenador.

—¿Son ustedes los policías con los que he hablado por teléfono? —preguntó el hombre bruscamente. Entonces, reparando en lo rudo que había sido, volvió a intentarlo—: Perdonen, soy Michael Tanner, el hermano de Olivia. ¿Son ustedes de la Policía?

—Sí, señor. —Faith sacó su identificación e hizo las presentaciones—. ¿Tiene usted llave de la casa de su hermana?

Michael parecía a un tiempo avergonzado y preocupado, como si todo aquello tuviera que ser un malentendido.

—No sé si deberíamos hacer esto. A Olivia no le gusta que invadan su intimidad.

Faith y Will intercambiaron miradas. Otra mujer experta en levantar barreras.

—Podemos llamar a un cerrajero si hace falta —le ofreció Will—. Es importante que inspeccionemos el interior de la casa por si ha sucedido algo. Olivia podría haberse caído, o…

—Tengo una llave. —Michael se metió la mano en el bolsillo y sacó una sola llave colgada de una cinta elástica—. Me la mandó por correo hace tres meses, no sé por qué. Sólo me dijo que quería que tuviera una. Supongo que me la dio porque sabía que no iba a usarla. A lo mejor no debería hacerlo.

—No habría tomado un vuelo para venir desde Houston si no creyera que ha pasado algo malo —le dijo Will.

Michael se puso pálido y Faith se hizo una idea de cómo debían de haber sido las últimas horas en la vida de aquel hombre: conducir hasta el aeropuerto, subirse al avión, alquilar un coche, todo el rato pensando que estaba haciendo una estupidez, que su hermana estaba perfectamente. Y en el fondo pensando que no, que lo más probable era que le hubiera sucedido algo.

Michael le dio la llave a Will.

—El policía con el que hablé ayer me dijo que enviaría a un agente para que se acercara a echar un vistazo. —Hizo una pausa, como si necesitara que le confirmaran que lo habían hecho—. Me preocupaba que no me tomaran en serio. Sé que Olivia es una mujer adulta, pero es un animal de costumbres. Nunca altera su rutina.

Will abrió la puerta y entró en la casa. Faith se quedó con el hermano en el porche.

—¿Y cuál es su rutina? —le preguntó.

El hombre cerró los ojos un momento para hacer memoria.

—Trabaja en un banco en Buckhead desde hace casi veinte años. Trabaja seis días a la semana, todos salvo el domingo, que es el día que aprovecha para ir de compras y resolver sus asuntos: ir a la tintorería, a la biblioteca, al supermercado. Llega al banco a las ocho de la mañana y sale a las ocho de la tarde, excepto si tiene que asistir a algún evento o lo que sea. Trabaja como relaciones públicas. Si hay una fiesta a algún acto patrocinado por el banco debe asistir. Si no, siempre está en casa.

—¿Le llamaron del banco?

Se llevó la mano al cuello y se frotó una cicatriz de color rojo brillante. Faith imaginó que le habrían hecho una traqueotomía o alguna otra operación de garganta.

—En el banco no tienen mi teléfono —les explicó—. Fui yo quien se puso en contacto con ellos cuando no tuve noticias de ella ayer por la mañana. Los llamé nada más aterrizar. No tienen la menor idea de dónde puede estar. Es la primera vez que falta al trabajo.

—¿Tiene usted alguna fotografía reciente de su hermana?

—No. —De pronto, cayó en por qué Faith le pedía la foto—. Lo siento. Olivia detesta que le saquen fotos. Desde siempre.

—No se preocupe —le dijo Faith—. La sacaremos de su carné de conducir si es necesario.

Will bajó por las escaleras. Meneó la cabeza y Faith entró en la casa con Michael.

—Es una casa muy bonita.

—Es la primera vez que vengo —confesó.

Miraba a su alrededor igual que Faith, probablemente pensando lo mismo que ella: aquello parecía un museo.

El pasillo atravesaba toda la planta y desembocaba en la cocina, que resultaba muy luminosa con la encimera de mármol y los armarios blancos. La escalera tenía una moqueta blanca de pelo largo, y la sala de estar era igualmente espartana; todo, desde las paredes hasta los muebles pasando por la moqueta era de un blanco inmaculado. Incluso los cuadros de las paredes eran lienzos blancos enmarcados en blanco.

Michael se estremeció.

—Hace mucho frío aquí.

Faith sabía que no hablaba de la temperatura.

Los llevó hasta la sala de estar. Había un sofá y dos sillas, pero Faith no sabía muy bien si sentarse o quedarse de pie. Al final se sentó en el sofá; el asiento estaba tan duro que apenas se hundió bajo su peso. Will se sentó en la silla que había al lado de su compañera y Michael en la que había al otro lado del sofá.

—Vamos a empezar por el principio, señor Tanner —dijo Faith.

—Doctor —la corrigió, y frunció el ceño—. Lo siento. Da lo mismo. Por favor, llámeme Michael.

—Muy bien, Michael —Faith le hablaba con voz serena, tranquilizadora, pues percibió que el hombre estaba al borde del pánico. Empezó por una pregunta sencilla—. ¿Es usted médico?

—Soy radiólogo.

—¿Trabaja en un hospital?

—En el Centro Metodista de la Mama.

Parpadeó. Faith se percató de que estaba intentando contener las lágrimas. Fue directa al grano.

—¿Qué le impulsó a llamar a la policía ayer?

—Ahora Olivia me llama todos los días. Antes no lo hacía. Estuvimos distanciados muchos años, se fue a la universidad y nos distanciamos aún más. —Sonrió débilmente—. Tuve un cáncer hace dos años. La tiroides. —Se tocó la cicatriz del cuello de nuevo—. ¿Solo sentí una especie de vacío? —dijo en tono interrogativo, y Faith asintió como si lo entendiera—. Quería estar con mi familia, recuperar a Olivia. Sabía que tendría que aceptar sus condiciones, pero estaba dispuesto a hacer ese sacrificio.

—¿Qué condiciones impuso?

—No puedo llamarla. Es ella la que me llama siempre.

Faith no sabía muy bien qué decir.

—¿Sus llamadas siguen alguna clase de pauta? —preguntó Will.

Michael asintió con la cabeza, parecía aliviado al ver que alguien entendía por fin por qué estaba tan preocupado.

—Sí. Los últimos dieciocho meses me ha llamado a diario. A veces no me cuenta gran cosa, pero me telefonea cada mañana a la misma hora siempre, pase lo que pase.

—¿Por qué no le cuenta gran cosa? —preguntó Will.

Michael se miró las manos.

—Es difícil para ella. Tuvo algunos problemas cuando era más joven. No es de las que piensan en la palabra «familia» y sonríe. —Se frotó la cicatriz una vez más y Faith percibió que una profunda tristeza se apoderaba de él—. En general no sonríe demasiado, ésa es la verdad.

Will miró a Faith para confirmar que no le importaba que él continuara con las preguntas. Ella asintió discretamente. Era evidente que Michael Tanner se sentía más cómodo hablando con Will. Lo que tenía que hacer Faith ahora era quedarse en un segundo plano.

—¿Su hermana no es feliz? —preguntó Will.

Michael meneó la cabeza lentamente y su tristeza se extendió por toda la habitación. Will se quedó callado para no agobiar al hombre.

—¿Quién abusó de ella?

A Faith le sorprendió la pregunta, pero las lágrimas de Michael confirmaron que Will había dado en el clavo.

—Nuestro padre. Algo muy de moda ahora.

—¿Cuándo?

—Nuestra madre murió cuando Olivia tenía ocho años. Supongo que debió de empezar poco después. Estuvo haciéndolo varios meses, hasta que Olivia acabó en el médico. El médico dio parte a la policía, pero mi padre… —Michael rompió a llorar—. Mi padre dijo que se lo había hecho ella a propósito. Que se había metido algo… ahí abajo… para herirse. Dijo que sólo intentaba llamar la atención porque echaba de menos a su madre. —Se secó las lágrimas con rabia—. Nuestro padre era juez. Conocía a todo el departamento de policía, y ellos creían conocerlo. Dijo que Olivia mentía, así que todo el mundo dio por supuesto que era una mentirosa, sobre todo yo. Durante muchos años no la creí.

—¿Y qué le hizo cambiar de opinión?

Michael rio con desgana.

—Pura cuestión de lógica. No tenía sentido que ella… que ella fuera de esa manera a no ser que le hubiera pasado algo espantoso.

Will continuó mirando directamente a los ojos de Michael.

—¿Su padre llegó a hacerle daño a usted en algún momento?

—No —respondió demasiado deprisa—. No abusó sexualmente de mí, quiero decir. A veces me castigaba; se quitaba el cinturón. Podía ser brutal, pero yo pensaba que eso era lo que hacían todos los padres. Era lo normal. La mejor manera de evitar que me diera una paliza era ser un buen hijo, así que eso fui.

Will se tomó su tiempo antes de formular la siguiente pregunta.

—¿Cómo se castigaba Olivia por lo que sucedió?

El hombre estaba hecho un manojo de nervios, intentaba controlar sus emociones, pero no podía. Por fin, se presionó los ojos con el índice y el pulgar y se echó a llorar. Will se quedó quieto, sin decir nada, y Faith lo imitó. Sabía por puro instinto que lo peor que podía hacer en ese momento era intentar consolar a Michael Tanner. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Olivia era bulímica —dijo, por fin—. Es posible que siga siendo anoréxica, pero me juró que ya no vomitaba.

Faith se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Olivia Tanner padecía un trastorno de la alimentación, igual que Pauline McGhee y Jackie Zabel.

—¿Cuándo comenzó el problema? —preguntó Will.

—Cuando tenía diez u once años, no lo recuerdo. Yo soy tres años menor que ella. Lo único que recuerdo es que era espantoso. Ella… empezó a consumirse.

Will se limitó a asentir y a dejar que el hombre continuara hablando.

—Olivia siempre ha estado obsesionada con su aspecto. Era guapa, pero nunca pudo aceptar… —Michael hizo una pausa—. Imagino que mi padre empeoró todavía más la cosa. Siempre pinchándola y diciendo que tenía que deshacerse de esos michelines. No estaba gorda. Era una niña normal, muy guapa, preciosa. ¿Sabe lo que ocurre cuando uno deja de comer?

Michael miraba a Faith, y ella dijo que no con la cabeza.

—Le salieron costras en la espalda, unas heridas grandes en los puntos en los que los huesos sobresalían por debajo de su piel. Ni siquiera podía sentarse, no podía ponerse cómoda. Tenía frío todo el tiempo, se le dormían las manos y los pies. Algunos días no tenía energía suficiente ni para ir al baño y se lo hacía encima. —Hizo una pausa, abrumado por los recuerdos—. Dormía diez o doce horas al día. Se le cayó el pelo. Le daban unas tiritonas que no podía controlar. Tenía taquicardias. Su piel era como… era repugnante. Estaba llena de escamas que se le desprendían sin más. Y ella pensaba que merecía la pena. Pensaba que así estaba más guapa.

—¿La hospitalizaron en algún momento?

Michael se rio; todavía no entendían hasta qué punto llegó a ser horrible aquella situación.

—Entraba y salía del hospital general de Houston todo el tiempo. La alimentaban a través de una sonda. Ganaba el peso suficiente para que le dieran el alta, y en cuanto salía empezaba a meterse los dedos en la boca para vomitar otra vez. Sus riñones se colapsaron dos veces. Estaban muy preocupados por los daños que podía estar sufriendo el corazón. Yo estaba muy enfadado con ella por aquel entonces. No entendía por qué se infligía deliberadamente un daño tan monstruoso. Parecía… ¿Por qué matarse de hambre deliberadamente? ¿Por qué se hacía eso…? —Echó un vistazo a la habitación, al hogar tan frío que su hermana había creado para sí misma—. Control. Ella sólo quería controlar algo, y supongo que fue lo que introducía en su boca.

—¿Está mejor? Me refiero a estos últimos años —le preguntó Faith.

Michael asintió y se encogió de hombros al mismo tiempo.

—Mejoró cuando se alejó de mi padre. Fue a la universidad, se licenció en empresariales. Luego se trasladó aquí, a Atlanta. Creo que la distancia la ayudó.

—¿Hace terapia?

—No.

—¿Tiene algún grupo de apoyo? ¿O un chat?

Michael negó con la cabeza, parecía muy seguro.

—Olivia cree que no necesita ayuda. Piensa que lo tiene todo bajo control.

—¿Tiene amigos, o…?

—No, no, nadie.

—¿Vive aún su padre?

—Murió hace unos diez años. No sufrió. Todo el mundo se alegró de que hubiera muerto mientras dormía.

—¿Es Olivia una persona religiosa? ¿Va a la iglesia o…?

—Quemaría el Vaticano si los guardias la dejaran pasar.

—¿Le suenan de algo los nombres de Jacquelyn Zabel, Pauline McGhee o Anna? —le preguntó Will.

Michael dijo que no con la cabeza.

—¿Usted o su hermana han estado alguna vez en Michigan?

Michael los miró un poco desconcertado.

—Nunca. Es decir, yo no. Olivia ha vivido en Atlanta toda su vida adulta, pero puede que haya viajado allí en algún momento y yo no lo sepa.

—¿Le suena la frase «No voy a sacrificarme»? —preguntó Will.

—No. Pero es exactamente lo contrario de lo que hace Olivia con su vida. Se priva de todo, se sacrifica.

—¿Y las palabras «thinspo» y «thinspiration»?

—No —respondió Michael, meneando la cabeza.

Faith tomó el relevo.

—¿Y los niños? ¿Tuvo algún hijo Olivia? ¿Quería tener hijos?

—Habría sido físicamente imposible —respondió Michael—. Su cuerpo… Se hizo mucho daño. Sería imposible que pudiera llevar a término un embarazo.

—Pero podría adoptarlo.

—Olivia odiaba a los niños —lo dijo en voz tan baja que Faith apenas pudo oírle—. Sabía lo que podía pasarles.

Will formuló la pregunta que Will tenía en mente.

—¿Cree usted que lo estaba haciendo otra vez? Me refiero a no comer.

—No —respondió Michael—. Por lo menos no como antes. Por eso me llamaba cada mañana, a las seis en punto, para que supiera que estaba bien. A veces cogía el teléfono y me contaba algo. Otras veces simplemente decía: «Estoy bien», y colgaba el teléfono. Creo que para ella era como el Teléfono de la Esperanza. Espero que lo fuera.

—Pero ayer no lo llamó —dijo Faith—. ¿Es posible que estuviera enfadada con usted?

—No. —Se secó las lágrimas una vez más—. Nunca se enfadaba conmigo. Se preocupaba por mí. Se preocupaba por mí todo el tiempo.

Will se limitó a asentir y Faith preguntó:

—¿Por qué se preocupaba?

—Porque ella era… —Michael se interrumpió y se aclaró la garganta un par de veces.

—Le protegía de su padre —dijo Will.

El hombre asintió repetidas veces y la habitación se quedó en silencio de nuevo. Parecía estar reuniendo valor para continuar.

—¿Creen ustedes que…? Olivia nunca alteraba su rutina.

Will lo miró directamente a los ojos.

—Puedo ser amable o puedo ser sincero, doctor Tanner. Sólo existen tres posibilidades. La primera es que su hermana haya huido; la gente hace cosas así, le sorprendería saber lo frecuente que es. La segunda es que haya tenido un accidente…

—He llamado a todos los hospitales.

—La policía de Atlanta también. Han comprobado los expedientes y los tienen identificados a todos.

Michael asintió, probablemente porque ya lo sabía.

—¿Y cuál es la tercera posibilidad? —preguntó con temor.

—Que alguien la haya secuestrado —respondió Will—. Alguien que piensa hacerle daño.

Michael tragó saliva. Se estuvo mirando las manos un largo rato antes de asentir.

—Le agradezco su sinceridad, detective.

Will se puso en pie.

—¿Le parece bien que echemos un vistazo a la casa, a las cosas de su hermana?

El hombre volvió a asentir y Will le dijo a Faith:

—Yo miraré arriba, tú echa un vistazo por aquí abajo.

No le dio ocasión de discutir el plan y Faith decidió no discutir con él, pese a que lo más probable era que Olivia Tanner tuviera el ordenador arriba.

Dejó a Michael Tanner en la sala de estar y se dirigió a la cocina. La luz entraba a raudales por las ventanas, haciendo que todo pareciera aún más blanco. La cocina era muy bonita pero, al igual que el resto de la casa, parecía haber sido esterilizada. Las encimeras estaban completamente vacías, excepto por el televisor más plano que había visto en su vida. Hasta los cables y el enchufe estaban camuflados dentro de un diminuto agujero practicado en el mármol levemente veteado de la encimera.

En la despensa no había mucha comida. Todo estaba cuidadosamente apilado y alineado, las cajas del derecho para que se viera bien la etiqueta, todas las latas exactamente en la misma posición. Había seis botes grandes de aspirinas sin abrir. La marca era diferente de la que Faith había visto en el dormitorio de Jackie Zabel, pero le pareció extraño que ambas mujeres tomaran tantas aspirinas.

Y había otro detalle que tampoco tenía ningún sentido.

Faith hizo algunas llamadas mientras registraba los armarios de la cocina. En voz muy baja pidió que comprobaran los antecedentes de Michael Tanner, sólo para poder descartarlo cuanto antes. La siguiente llamada fue para pedir a varios agentes de la policía de Atlanta que hablaran con los vecinos. Solicitó también el registro de llamadas del fijo de Olivia Tanner para ver con quién había estado hablando, pero el móvil de la mujer probablemente estaría registrado a nombre del banco. Con un poco de suerte, en alguna parte habría una BlackBerry desde donde pudieran revisar su correo electrónico. Quizá había alguien en la vida de Olivia Tanner de cuya existencia no estaba al tanto su hermano. Faith meneó la cabeza, sabiendo que no había muchas posibilidades de que así fuera. La casa era digna de verse, pero parecía que nadie viviera allí. Nadie había celebrado ninguna fiesta allí, ni ninguna reunión de amigos. Y desde luego, ningún hombre había vivido allí.

¿Cómo sería la vida de Olivia Tanner? Faith había trabajado antes en casos de personas desaparecidas. La clave para averiguar lo que les había sucedido a esas mujeres —casi siempre se trataba de mujeres— era ponerse en su pellejo. ¿Qué cosas les gustaban y cuáles no? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Qué tenían de malo sus novios, maridos o amantes para que quisieran huir?

Con Olivia no había pistas, ningún ancla emocional a la que poder agarrarse. La mujer vivía en una casa sin vida sin un sofá cómodo en el que arrellanarse al final del día. Todos sus platos y cuencos estaban como nuevos, sin un solo arañazo, como si no se hubieran usado nunca. Hasta las tazas de café relucían por dentro. ¿Cómo podía ponerse en el lugar de una mujer que vivía en una aséptica caja blanca?

Faith volvió a los armarios de la cocina, pero no encontró nada fuera de lugar. Incluso el cajón donde se van guardando las cosas que siempre andan por en medio estaba perfectamente ordenado: destornilladores en un estuche de plástico, un martillo colocado sobre una cuerda enrollada. Faith pasó el dedo por el interior del armario y no encontró ni una mota de polvo. Aquella mujer limpiaba los armarios de la cocina por dentro y por fuera.

Abrió el cajón de abajo y encontró un sobre grande como los que se usan para enviar fotografías por correo. Levantó la solapa y encontró unas páginas de papel cuché que habían sido cuidadosamente recortadas de unas revistas. En todas ellas se veían modelos en diferentes grados de desnudez, anunciando indistintamente perfumes o relojes de oro. No eran el tipo de mujer que se pone un jersey con una rebeca a juego y un collar de perlas mientras pasa alegremente el plumero y cuida de sus adorables niños. Esas modelos posaban de forma muy sensual, lasciva, pero sobre todo eran muy delgadas.

Faith había visto a esas modelos escuálidas antes. Hojeaba las revistas femeninas —Cosmopolitan, Vogue, Elle— como todo el que tenía que hacer cola en la caja del supermercado, pero al ver ahora a esas mujeres anoréxicas, sabiendo que Olivia Tanner había escogido esas fotos no porque quisiera recordar que tenía que comprar una sombra de ojos o un brillo de labios nuevos, sino porque aspiraba a ser un esqueleto viviente, Faith sintió que se le revolvía el estómago.

Recordó lo que les había contado Michael Tanner, la tortura a la que se había sometido su hermana deliberadamente para estar delgada. No sabía por qué Will estaba tan seguro de que la mujer había intentado proteger a su hermano. No parecía probable que un hombre que violaba a su hija fuera también tras su hijo, pero Faith llevaba demasiado tiempo trabajando en la policía como para saber que los criminales no siempre seguían una pauta lógica. Por más que se hubiera quedado embarazada siendo una adolescente, la familia de Faith era bastante normal; no había alcohólicos maltratadores ni tíos pervertidos. En asuntos relacionados con infancias disfuncionales, Faith confiaba en el criterio de Will.

Nunca le había contado nada explícitamente, pero ella imaginaba que había sufrido abusos en diversas ocasiones cuando era niño. Tenía el labio superior partido, y no había cicatrizado bien. La leve cicatriz que recorría su mandíbula y se perdía dentro del cuello de su camisa parecía muy antigua, una de esas heridas que te haces de niño y te dejan una huella con la que tienes que vivir el resto de tu vida. Había trabajado con Will en los días más calurosos del verano y nunca le había visto remangarse ni aflojarse el nudo de la corbata. La pregunta sobre cómo se castigaba Olivia Tanner había sido muy reveladora; Faith pensaba a menudo que Angie Polaski era un castigo que el propio Will se imponía a sí mismo.

Oyó pasos en las escaleras. Will entró en la cocina meneando la cabeza.

—He pulsado la tecla de rellamada del teléfono de arriba. Me saltó el contestador de su hermano en Houston.

Traía un libro en la mano.

—¿Qué es eso?

Will le pasó la delgada novela, que tenía la signatura de una biblioteca en el lomo. En la cubierta se veía a una mujer desnuda sentada a horcajadas. Llevaba tacones de aguja, pero la pose era más artística que pornográfica, indicando que aquello era literatura, no basura. No era la clase de novela que solía leer Faith. Leyó la sinopsis de la contracubierta y le explicó a Will:

—Va de una mujer que es diabética, adicta a la metanfetamina y tiene un padre que abusa de ella.

—Una historia de amor —dijo, y aventurándose con el título—. ¿Revelación?

Le faltó muy poco. Faith imaginó que, por lo general, Will leía las tres primeras letras de una palabra y, a partir de ahí, trataba de adivinar el resto. Casi siempre acertaba, pero patinaba con las palabras poco frecuentes.

Dejó el libro bocabajo sobre la encimera.

—¿Has visto algún ordenador?

—Ni ordenador, ni diario, ni agenda. —Se puso a abrir los cajones y encontró el mando a distancia del televisor. Lo encendió y giró la pantalla para verlo mejor.

—Ésta es la única televisión que hay en la casa.

—¿No hay una en el dormitorio?

—No. —Will zapeó y encontró los canales habituales—. No tiene cable, y tampoco hay ningún módem ADSL en el cajetín del sótano.

—Así que no tiene una conexión de alta velocidad —dedujo Faith—. Quizá use una telefónica. A lo mejor tiene un portátil en el trabajo.

—O a lo mejor se lo ha llevado alguien.

—O simplemente prefiere no traerse el trabajo a casa. Su hermano dice que está en la oficina desde que amanece hasta que se pone el sol.

Will apagó el televisor.

—¿Has encontrado algo aquí abajo?

—Aspirinas —respondió Faith, señalando los frascos que había en la despensa—. ¿Qué querías decir con eso de que Olivia protegía a Michael?

—Es lo que estábamos hablando en el despacho de Pauline. ¿Dedicaban mucho tiempo tus padres a tu hermano cuando tú te metías en líos?

Faith negó con la cabeza y se dio cuenta de que lo que decía tenía mucho sentido. Olivia había llamado la atención sobre sí misma para que su hermano pudiera crecer tranquilo y tener una vida lo más normal posible. No era de extrañar que el hombre estuviera carcomido por la culpa. Era un superviviente.

Will estaba mirando por la ventana del fondo, a la casa aparentemente deshabitada de enfrente.

—Esas cortinas abiertas me dan mala espina.

Faith se acercó a la ventana. Tenía razón. Todas las persianas de las ventanas de la parte de atrás estaban cerradas, salvo por las cortinas abiertas en la puerta del sótano.

—Doctor Tanner, vamos a salir fuera un momento. Enseguida volvemos —dijo elevando el tono de voz.

—De acuerdo —respondió el hombre.

Aún tenía la voz temblorosa, así que Faith explicó:

—No hemos encontrado nada todavía. Sólo estamos mirando.

Se quedó esperando una respuesta, pero Michael no respondió. Will abrió la puerta y salieron a la terraza.

—Usa la talla 36. ¿Es eso normal? —preguntó Will.

—Para mí la quisiera —murmuró Faith, y entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Es una talla pequeña, pero no horrible.

Inspeccionó de nuevo el jardín de Olivia. Como la mayoría de parcelas urbanas, medía apenas mil metros cuadrados, el perímetro estaba vallado y había postes telefónicos cada sesenta metros. Faith siguió a Will por las escaleras. La valla de cedro parecía muy cara, las tablas eran lisas y los soportes estaban por fuera.

—¿Crees que es nueva? —le preguntó.

Will dijo que no con la cabeza.

—La han limpiado a presión. El cedro es más rojizo.

Llegaron al límite de la parcela y se detuvieron. Había marcas en las planchas de cedro, unos arañazos profundos que llegaban hasta el centro.

—Parecen hechos con los pies, como si alguien hubiera intentado trepar por ella.

Faith miró la casa de enfrente otra vez.

—A mí me parece que está vacía. ¿Crees que la habrán embargado?

—Sólo hay un modo de saberlo. —Will se fue hacia el otro lado de la valla y se puso a escalarla sin darse cuenta de que Faith estaba a su lado—. ¿Me esperas aquí? O podemos dar una vuelta por fuera.

—¿Tan patética te parezco? —preguntó Faith agarrándose a la valla.

Era uno de los ejercicios que hacían en la academia de policía, pero de eso hacía muchos años y entonces no llevaba falda. Fingió no darse cuenta cuando Will la empujó por detrás, y confió en que él fingiera no ver que llevaba unas bragas azules que parecían de su abuela. De algún modo logró pasar al otro lado. Will se aseguró de que se había apartado y saltó por encima de la valla como un gimnasta chino de diez años.

—Exhibicionista —murmuró Faith mientras subía la cuesta en dirección a la casa vacía.

El sótano tenía un gran ventanal con puertas correderas en ambos extremos. A medida que se acercaba vio que una de ellas estaba abierta. Una ráfaga de viento agitó las cortinas.

—No puede ser tan fácil —dijo Will, seguramente pensando lo mismo que Faith: «¿Estaría su sospechoso escondido en aquella casa? ¿Era ahí donde tenía a sus víctimas?». Se dirigió hacia la casa con paso decidido.

—¿Pido refuerzos? —preguntó Faith.

Will no parecía muy preocupado. Empujó la puerta con el codo y se asomó.

—¿Has oído hablar de la causa probable?

—¿Oyes ese ruido? —preguntó Will, pero los dos sabían que no habían oído nada. Según la ley, no podían entrar en un domicilio particular sin una orden judicial o alguna señal de peligro inminente.

Faith se dio la vuelta y miró hacia la casa de Olivia Tanner. Era evidente que la mujer no sentía la necesidad de cubrir las ventanas con cortinas o persianas. Desde donde estaba Faith podía ver perfectamente la cocina y lo que debía de ser el dormitorio de Olivia.

—Deberíamos llamar y pedir una orden.

Will ya estaba dentro de la casa. Faith maldijo entre dientes mientras sacaba la pistola del bolso. Entró por el sótano, andando con mucho cuidado sobre la alfombra bereber. El sótano estaba acondicionado, probablemente lo usaban como salón de juegos. Había una mesa de billar, un pequeño bar con un fregadero y cables sueltos en la pared, probablemente para un sistema de home cinema. No veía a Will por ninguna parte.

—Idiota —masculló Faith, dando un paso más y abriendo la puerta hasta dejarla pegada a la pared. Se puso a escuchar, agudizando el oído hasta hacerse daño—. ¿Will? —susurró.

No hubo respuesta, y Faith continuó avanzando con el corazón desbocado. Se inclinó por encima del bar y vio una caja vacía con una lata de refresco al lado. A su espalda había un armario con la puerta entornada. Faith la abrió con el cañón de la pistola.

—Está vacío —dijo Will, apareciendo por detrás de una esquina y dándole un susto de muerte.

—¿Qué coño estás haciendo? —espetó Faith en tono cortante—. Ese tío podía haber estado dentro.

Will no se inmutó.

—Tenemos que averiguar quién tiene acceso a esta casa. Agentes inmobiliarios, contratistas, alguien interesado en comprarla. —Sacó un par de guantes de látex del bolsillo e inspeccionó la puerta corredera—. Hay marcas hechas con una herramienta. Alguien ha forzado la cerradura.

Fue hacia las ventanas, que estaban cubiertas con contraventanas de plástico barato. Una de las hojas estaba doblada. Will abrió y dejó que la luz natural iluminara la estancia. Se agachó y examinó el suelo.

Faith se guardó la pistola en el bolso. Su corazón seguía latiendo como un tambor militar.

—Will, me has dado un susto de mil pares de narices. No vuelvas a entrar así en una casa sin mí.

—Mira —dijo, cogiéndola de la mano—. Huellas de pisadas.

La agente vio la silueta rojiza de un par de zapatos en la superficie de la alfombra. Una de las cosas buenas de vivir en Georgia era la arcilla roja que se adhería a todas las superficies, ya estuvieran secas o mojadas. Echó un vistazo por la ventana, más allá de la contraventana rota. Desde allí se veía perfectamente la casa de Olivia.

—Tenías razón —dijo Will—. Las ha estado vigilando. Las sigue, estudia sus rutinas, sabe quiénes son.

Se fue al bar y abrió los armarios de detrás de la barra.

—Alguien ha usado esta lata de Coca-Cola como cenicero.

—Los operarios de la mudanza, seguramente.

Will abrió la nevera. Oyó un tintineo de cristales.

—Cerveza de raíz Doc Peterson. —Probablemente había reconocido el logo.

—Deberíamos largarnos de aquí para no contaminar la escena más de lo que ya lo hemos hecho.

Afortunadamente, parecía que Will era de la misma opinión. Salió tras ella y volvió a dejar la puerta como la habían encontrado.

—Este caso es diferente —dijo Faith.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé —admitió ella—. No encontramos nada en casa de la madre de Jackie ni en el despacho de Pauline. Leo registró su casa y tampoco había nada allí. Nuestro hombre no deja pistas, así que, ¿cómo es que ahora tenemos dos huellas de zapatos? ¿Por qué se dejó la puerta abierta?

—Perdió a sus dos primeras víctimas; Anna y Jackie lograron escapar. Quizá ya le había echado el ojo a Olivia Tanner. A lo mejor tuvo que adelantar el secuestro para reemplazarlas.

—¿Quién puede saber que esta casa está deshabitada?

—Cualquiera que se haya fijado un poco.

Faith miró de nuevo hacia la casa de Olivia y vio a Michael Tanner en el porche de atrás. La idea de volver a arrastrar su culo por encima de aquella valla no le hacía demasiada gracia.

—Yo saltaré la valla. Tú vuelve dando un rodeo.

Faith negó con la cabeza y caminó hacia el jardín con paso decidido. Saltar la valla desde ese lado parecía más fácil, pues podía apoyar el pie en los soportes. Había una tabla larga en la parte inferior que utilizó como escalón y pudo pasar por encima con menos ayuda que antes. Will volvió a saltarla apoyándose en una sola mano.

Michael estaba en la puerta trasera de la casa de su hermana, con las manos entrelazadas, mirándoles mientras se acercaban.

—¿Pasa algo?

—Nada que podamos contarle ahora mismo —le dijo Faith—. Voy a necesitar que…

Su pie resbaló en el primer escalón y Faith se cayó lanzando un cómico grito, algo así como un «guau», aunque lo que sintió en ese momento no tenía ninguna gracia. Su vista se volvió loca por unos segundos y la cabeza le dio vueltas. Instintivamente se llevó la mano a la barriga, sin pensar en nada más que en la criatura que llevaba en el vientre.

—¿Estás bien? —le preguntó Will.

Se había arrodillado junto a ella y le sujetaba la cabeza con la mano. Michael Tanner estaba al otro lado.

—Respire despacio hasta que recobre el aliento. —Tanteó su columna vertebral con las manos, y Faith estaba a punto de darle un sopapo cuando recordó que era médico—. Respire hondo. Inspire, espire.

Faith intentó seguir sus indicaciones. Estaba jadeando y no sabía por qué.

—¿Estás bien? —le preguntó Will.

Faith asintió, pensando que quizá sí.

—Sólo se me ha cortado la respiración un momento —dijo, por fin—. Ayúdame a levantarme.

Will la cogió por las axilas y Faith se dio cuenta de lo fuerte que era al ver con qué facilidad la levantaba del suelo.

—Tienes que dejar de caerte de esta manera.

—Soy una idiota.

Todavía tenía la mano en la barriga. Faith se obligó a retirarla. Se quedó allí de pie, callada, escuchando el interior de su cuerpo, a ver si sentía una punzada o un retortijón que pudiera indicar que algo iba mal. No sintió nada, no oyó nada. Pero ¿estaría bien?

—¿Qué es esto? —preguntó Will, quitándole algo que tenía enganchado en el pelo. Era un pedacito de algo parecido al confeti.

Faith se pasó los dedos por el pelo y miró hacia atrás. Vio que había varios pedacitos de papel en la hierba.

—¡Joder! —exclamó Will—. Vi papelitos como estos dentro de la mochila de Felix. Pero no es confeti: son de una Taser.