WILL SE HABÍA OBLIGADO A SALIR DE LA CAMA a las cinco de la mañana, su hora habitual. Había salido a correr con desgana y la ducha no le había espabilado mucho más. Estaba apoyado en el fregadero de la cocina mientras sus cereales se ablandaban en el cuenco cuando Betty se puso a lamerle el tobillo para sacarle de su estupor.
Cogió la correa de la perra, que estaba junto a la puerta, y se agachó para engancharla al collar. Betty le lamió la mano y él acarició su minúscula cabeza. Salir a la calle con el chihuahua le resultaba muy embarazoso. Era la clase de perro que una joven estrella podía sacar a pasear dentro de un bolso de piel, pero apenas podía seguirle el paso a Will. Para más inri, no levantaba ni quince centímetros del suelo, y cuando fue a comprar la correa la única lo suficientemente larga para que pudiera llevarla con comodidad era de color rosa chillón. En el parque, muchas mujeres atractivas le habían hecho notar que hacía juego con su collar de strass justo antes de intentar arreglarle una cita con sus hermanos.
Betty había llegado a su vida como una especie de herencia, cuando su vecino la dejó abandonada un par de años antes. Angie odió a la perra a primera vista y castigó a Will por lo que ambos sabían era la pura verdad: que un hombre que se había criado en un orfanato no iba a arrojar al estanque a un animal abandonado, por muy ridículo que se sintiera cada vez que tenía que sacarlo a pasear.
No era ése el único detalle vergonzoso de su vida con la perra, había algunos más que ni siquiera Angie conocía. Los horarios de trabajo de Will eran bastante irregulares y a veces, cuando una investigación empezaba a avanzar, apenas tenía tiempo de pasar por casa para cambiarse de camisa. Había puesto el estanque en el jardín para Betty, pensando que así podría distraerse viendo nadar a los peces. Los primeros días se dedicaba a ladrarles, pero luego se había olvidado de ellos y prefería quedarse tumbada en el sofá a esperar a Will.
Will sospechaba que en realidad le tomaba el pelo, que se subía corriendo al sofá cuando oía las llaves y fingía haberse pasado todo el tiempo esperándolo allí tumbada cuando en realidad había estado entrando y saliendo por la gatera, jugando con las carpas del estanque y escuchando sus discos.
Se palpó los bolsillos para asegurarse de que llevaba la cartera y el móvil y se colocó la funda de la pistola en el cinturón. Salió de casa y cerró la puerta con llave. De camino al parque, Betty llevaba el rabo tieso y lo agitaba alegremente. Will miró la hora en el móvil: había quedado con Faith al cabo de treinta minutos en la cafetería del otro lado del parque. Cuando un caso estaba en pleno apogeo, normalmente prefería encontrarse con ella en la cafetería que pasar a recogerla por su casa. Si Faith había reparado alguna vez en que la cafetería estaba justo al lado de un centro de día para perros llamado Mr. Ladrador había tenido el buen gusto de no mencionarlo.
Cruzaron la calle con el semáforo en rojo; Will iba despacio para que la perra pudiera seguirle el paso, más o menos como con Amanda el día anterior. No sabía qué le preocupaba más, si el caso, en el que seguían sin tener muchas pistas con las que trabajar, o el hecho de que Faith estuviera enfadada con él. No era ni mucho menos la primera vez que ocurría, pero en esta ocasión su enfado tenía un punto de decepción.
Había notado cierta presión por su parte, aunque Faith no hubiera llegado a verbalizarlo. El problema radicaba en que eran dos tipos de policía completamente distintos. Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que su falta de agresividad a la hora de encarar el trabajo chocaba frontalmente con el enfoque de Faith, pero lejos de ser una fuente de conflicto, siempre había sido un contraste beneficioso para los dos. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Faith quería que se comportara como la clase de policía que Will detestaba: los que primero sacan los puños y dejan los remordimientos para después. Will odiaba a esos policías, en más de una ocasión había tenido que sacarlos a patadas de un caso. No podías ir por ahí diciendo que eras de los buenos si te comportabas exactamente igual que los malos. Faith no podía ignorar eso: venía de una familia de policías. Pero a su madre la habían expulsado del cuerpo por conducta impropia, así que a lo mejor sí lo sabía y no le importaba.
Él no podía aceptar ese razonamiento. Faith no era sólo una buena policía, era una buena persona. Todavía seguía insistiendo en la inocencia de su madre, creía que existía una línea perfectamente definida que separa el bien del mal. Will no podía explicarle sin más que su método era mejor; tendría que descubrirlo por sí misma.
Él nunca había patrullado las calles como Faith, pero se había movido mucho en comunidades pequeñas y había aprendido a fuerza de golpes que era mejor no enfrentarse con la policía local. Por ley, eran los jefes los que solicitaban la ayuda del DIG, no los detectives ni los agentes. Ellos seguían trabajando en sus casos, pensando que podían resolverlos por sus propios medios, y se mostraban hostiles a cualquier interferencia que viniera de fuera. Pero lo más probable era que antes o después necesitaras su colaboración, y si los dejabas en evidencia y no mantenías siquiera un resquicio que les permitiera salvar la cara se dedicaban a sabotear tu trabajo por todos los medios a su alcance sin pensar en las consecuencias.
Lo que había sucedido con la policía de Rockdale era un buen ejemplo. Amanda se había puesto en contra a Lyle Peterson, el jefe superior de policía, en un caso anterior en el que habían tenido que trabajar juntos. Ahora que necesitaban la colaboración del departamento de policía local, Rockdale les estaba saboteando el caso por mediación de Max Galloway, cuya gilipollez rayaba en la negligencia.
Lo que tenía que entender Faith era que los policías no siempre actuaban de forma desinteresada. Tenían su ego, su propio territorio. Eran como animales que iban marcando su terreno: si lo invadías iban a por ti sin importarles lo más mínimo cuántos cadáveres pudieran dejar por el camino. Para algunos no era más que un juego, un juego que tenían que ganar a toda costa.
Como si pudiera leerle la mente, Betty se paró a la entrada del parque Piedmont a hacer sus cosas. Will esperó, recogió las heces y tiró la bolsa en una papelera. Había mucha gente corriendo, unos con perro y otros solos. Corrían en grupo para combatir el frío, pero por el modo en que el sol fundía la niebla Will anticipó que hacia las doce tendría el cuello irritado por el roce de la camisa.
Hacía veinticuatro horas que habían abierto el caso y Faith y Will iban a tener un día muy ajetreado: debían hablar con Rick Sigler, el técnico sanitario que había atendido a Anna en el lugar del accidente; buscar a Jack Berman, el acompañante de Sigler; interrogar a Joelyn Zabel, la odiosa hermana de Jacquelyn. Will sabía que no debía sacar conclusiones precipitadas, pero había visto a la mujer en todos los informativos, tanto locales como nacionales, la noche anterior. Por lo visto le gustaba hablar. Y al parecer le encantaba despotricar. Will se alegró de haber estado en la autopsia el día anterior y de haber podido quitarse de encima el remordimiento por la muerte de Zabel, porque si no, los comentarios de su hermana se le habrían clavado en lo más profundo del alma.
Le hubiera gustado poder registrar la casa de Pauline McGhee, pero seguramente Leo Donnelly se habría opuesto. Tenía que haber algún modo de sortear la cuestión, y si había algo que Will quería hacer ese día era encontrar el modo de meterlo en el caso. Apenas había dormido, se había pasado la noche pensando en Pauline McGhee. Cada vez que cerraba los ojos se le fundían la imagen de la cueva y la de Pauline, y la veía en aquella cama de madera, atada como un animal, mientras él la miraba impotente. Su instinto le decía que algo estaba pasando con ella. Se había escapado una vez hacía veinte años, pero ahora tenía raíces. Felix era un buen chico. Su madre no le abandonaría.
Se rio para sus adentros. Él debería saber mejor que nadie que las madres abandonaban a sus hijos continuamente.
—Vamos —dijo, tirando de la correa de Betty para apartarla de una paloma que era casi tan grande como ella.
Se metió la mano en el bolsillo para calentarse sin dejar de pensar en el caso. Will no era tan idiota como para adjudicarse todo el mérito de los arrestos que había llevado a cabo. De hecho, la mayor parte de los delincuentes eran bastante idiotas. La mayoría de los asesinos cometían errores porque por lo general se dejaban llevar por sus impulsos. Se producía una pelea, había un revólver de por medio, los ánimos se exaltaban y, una vez que todo había acabado, la única duda era si el fiscal le acusaría de homicidio en primer o segundo grado.
Sin embargo, los secuestros a manos de un extraño eran diferentes, más difíciles de resolver, sobre todo cuando había más de una víctima. Los asesinos en serie, por definición, eran buenos en su trabajo: sabían de antemano que iban a asesinar a alguien, a quién y cómo iban a hacerlo. Habían practicado sus habilidades una y otra vez y las habían ido perfeccionando. Sabían cómo evitar que los descubrieran, ocultando las pruebas o simplemente no dejándolas. Dar con ellos tenía más que ver con que la policía tuviera un golpe de suerte que con que el asesino se confiara demasiado.
A Ted Bundy lo habían detenido gracias a un control de rutina. Dos veces. A BTK —que firmaba irónicamente sus cartas con dichas iniciales para indicar que le gustaba atar, torturar y matar a sus víctimas (Bind, torture and kill)— lo cogieron por un CD que le pasó accidentalmente a su pastor. A Richard Ramírez lo atrapó un ciudadano cuyo coche había intentado robar. A todos ellos les pillaron por casualidad, y tenían ya varios crímenes a sus espaldas cuando los detuvieron. Para la mayoría de los asesinatos en serie pasaban los años, y lo único que podía hacer la policía era esperar a que aparecieran más cadáveres y rezar para que el azar llevara a los criminales ante la justicia.
Will pensó en lo que sabían de su hombre: un sedán blanco a toda velocidad por la carretera, una cámara de tortura en mitad de la nada, unos testigos bastante mayores que no habían podido aportar nada útil. Jake Berman podía ser una pista, pero igual no lo encontraban nunca. Rick Sigler estaba limpio como una patena, salvo por los dos meses de hipoteca que debía, cosa que no era de extrañar dado el mal momento que atravesaba la economía. Los Coldfield eran —según los papeles, al menos— un matrimonio de jubilados absolutamente ejemplar. A Pauline McGhee le preocupaba su hermano, pero su preocupación podía deberse a motivos que nada tenían que ver con el asunto. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que Pauline tuviera algo que ver con su caso.
Las pruebas físicas eran igualmente endebles. Las bolsas de basura que encontraron dentro del cuerpo de las víctimas eran comunes y corrientes, como las que se pueden comprar en cualquier tienda. A los objetos encontrados en la cueva, desde la batería de barco hasta los instrumentos de tortura, tampoco podían seguirles la pista. Había muchas huellas y fluidos que podían compararse con sus bases de datos, pero no había saltado ninguna coincidencia. Los depredadores sexuales eran muy astutos e imaginativos. Casi el ochenta por ciento de los crímenes que se resolvían gracias al ADN eran principalmente robos, no asesinatos. Un cristal roto, un cuchillo de cocina manejado con torpeza, una barra de cacao que se caía de un bolsillo; todo ello conducía directamente al ladrón, que por lo general ya tenía una larga lista de antecedentes. Pero en una violación a manos de un extraño, donde la víctima no había tenido contacto previo con el asaltante, era como buscar una aguja en un pajar.
Betty se detuvo para olisquear unas hierbas junto al lago. Will alzó la vista y vio a una corredora que se dirigía hacia ellos. Llevaba mallas negras, una chaqueta de color verde fluorescente y el cabello recogido bajo una gorra a juego. Iba flanqueada por dos galgos grises que llevaban la cabeza erguida y el rabo tieso; unos perros muy bonitos, elegantes, fuertes y con las patas largas. Exactamente igual que su dueña.
—Mierda —murmuró Will cogiendo a Betty en brazos y escondiéndola a su espalda.
Sara Linton se detuvo a unos metros de distancia y los perros se pararon también como comandos bien adiestrados. Will sólo había podido enseñar a Betty a comer.
—Hola —dijo Sara visiblemente sorprendida. Al ver que no respondía, preguntó—: Eres Will, ¿no?
—Hola —dijo él mientras Betty le lamía la palma de la mano.
Sara se quedó mirándole.
—¿Es un chihuahua eso que tienes ahí detrás?
—No, es que me alegro de verte.
Un poco confusa, Sara le sonrió; él, algo reticente, le mostró a Betty.
Los perros se saludaron y se olisquearon mutuamente, y Will se preparó para oír la pregunta habitual.
—¿Es de tu mujer?
—Sí —mintió—. ¿Vives por aquí?
—En Milk Lofts, pasada la avenida Norte.
Vivía a menos de dos manzanas de su casa.
—No te pega vivir en un loft.
Sara se quedó algo confundida de nuevo.
—¿Y qué me pega?
Will nunca había sido muy ducho en el arte de la conversación, y desde luego no sabía cómo expresar lo que, según él, le iba bien a Sara Linton; no sin quedar como un idiota, al menos.
Se encogió de hombros y dejó a Betty en el suelo. Los perros de Sara se alborotaron un poco y ella chasqueó la lengua una sola vez para llamarles al orden.
—Será mejor que me vaya —dijo Will—. He quedado con Faith en la cafetería al otro lado del parque.
—¿Te importa si te acompaño? —preguntó sin esperar respuesta. Los perros se levantaron y Will cogió a Betty para ir más deprisa. Sara era alta, casi tan alta como él. Intentó calcularlo sin que se notara demasiado. Angie casi podía apoyar la barbilla en su hombro si se ponía de puntillas, y Sara podría hacerlo sin demasiado esfuerzo. Podría acercarle la boca a la oreja si quisiera hacerlo.
—He estado pensando en lo de las bolsas de basura —dijo ella mientras se quitaba la gorra y se apretaba la coleta.
Will la miró de soslayo.
—¿Y has llegado a alguna conclusión?
—Es un mensaje muy potente.
A Will no se le había ocurrido que pudieran ser un mensaje; más bien un horror.
—Cree que sus víctimas son basura. Y lo que les hace: privarlas de sus sentidos. —Will la miró de nuevo—. Quedaos ciegas, sordas y mudas ante la maldad.
Will asintió, preguntándose por qué no se le habría ocurrido mirarlo de esa manera.
—Me he estado preguntando si podría haber un cierto componente religioso en todo esto. En realidad fue algo que dijo Faith la primera noche lo que me llevó a planteármelo. Dios le quitó a Adán una costilla para crear a Eva.
—Vesalius —murmuró Will.
Sara se echó a reír sorprendida.
—No había vuelto a oír ese nombre desde mi primer año en la facultad de medicina.
Will se encogió de hombros, agradeciéndole mentalmente a Dios el haberse tropezado con la semana de los grandes hombres de la ciencia en el canal de historia. Andreas Vesalius era un anatomista que, entre otras cosas, demostró que los hombres y las mujeres tenían el mismo número de costillas; el Vaticano estuvo a punto de meterlo en prisión por su descubrimiento.
—Pero también está el número once —continuó Sara—: Once bolsas de basura, la undécima costilla. Tiene que tener alguna relación.
Will se paró.
—¿Qué?
—Las mujeres. Las dos tenían once bolsas de basura en el interior de su cuerpo. Y la costilla que le arrancaron a Anna fue la número once.
—¿Crees que el asesino está obsesionado con el número once?
Sara echó a andar y Will caminó a su lado.
—Si piensas en cómo se manifiestan las conductas compulsivas, como el abuso de sustancias, los desórdenes alimenticios, los trastornos obsesivo-compulsivos en los que un individuo siente la necesidad de comprobar las cosas una y otra vez (si ha dejado la puerta bien cerrada, el horno o la plancha apagados) entonces tiene sentido que un asesino en serie, alguien que siente la necesidad de matar, siga una determinada pauta o, como en este caso, un número específico que tiene un significado para él. Por eso el FBI tiene una base de datos, para poder comparar los métodos y buscar pautas. Quizá podríais buscar algún hecho significativo que esté relacionado con el número once.
»Ni siquiera estoy segura de si se puede hacer una búsqueda con ese criterio. Lo que se registra en esa base está más relacionado con objetos: cuchillos, navajas, etc. Tiene que ver con lo que hacen, no con cuántas veces lo hacen, a menos que sea algo muy ostensible.
»Deberíais consultar la Biblia. Averiguar si el número once tiene algún significado religioso, de ese modo quizá podríais descubrir cuál es el móvil del asesino. —Sara se encogió de hombros, como si hubiera concluido su exposición, pero añadió—: El próximo es Domingo de Pascua. Eso también podría formar parte de la pauta.
—Once apóstoles —dijo Will.
Ella le miró con extrañeza.
—Tienes razón. Judas traicionó a Jesús, de modo que sólo quedaron once apóstoles. Luego hubo uno que vino a reemplazarlo… ¿Dídimo? No me acuerdo. Seguro que mi madre lo sabe. —Sara se encogió de hombros otra vez—. A lo mejor no es más que una pérdida de tiempo.
Will creía firmemente en que las coincidencias eran, por lo general, pistas.
—Es una posibilidad que podemos explorar.
—¿Qué hay de la madre de Felix?
—De momento no es más que un caso de desaparición.
—¿Habéis localizado al hermano?
—La policía de Atlanta lo está buscando.
Will no quería revelarle muchos más datos. Sara trabajaba en el Grady y la policía andaba todo el día entrando y saliendo de urgencias con sospechosos y testigos.
—Ni siquiera estamos seguros de que tenga algo que ver con nuestro caso —añadió.
—Por el bien de Felix espero que no. No puedo siquiera imaginar lo que debe de ser verse abandonado de esa manera, atrapado en uno de esos espantosos hogares del estado.
—Esos sitios no están tan mal —dijo Will en su defensa. Y sin ser consciente de lo que decía añadió—: Yo me crie bajo la tutela del estado.
Sara se quedó tan sorprendida como él, aunque evidentemente por razones bien distintas.
—¿Qué edad tenías?
—Era un crío. —Deseaba retirar sus palabras, pero ya no podía contenerse—. Un bebé. Tenía cinco meses.
—¿Y nunca te adoptaron?
Hizo que no con la cabeza. La cosa empezaba a complicarse y, peor aún, se estaba volviendo muy embarazosa.
—Mi marido y yo… —Sara se quedó mirando al frente, con la vista perdida—… pensábamos adoptar un niño. Llevábamos mucho tiempo en lista de espera y… —Se encogió de hombros—. Cuando lo mataron fue demasiado para mí.
Will no sabía si debía mostrarse comprensivo, pero en lo único que podía pensar en ese momento era en todos los picnics y las barbacoas a las que había tenido que asistir de niño, pensando que después volvería a casa con sus nuevos padres, para acabar volviendo una vez más a su habitación en el orfanato.
Sintió un inconmensurable alivio al oír el estridente claxon del Mini de Faith, que había aparcado de forma completamente ilegal enfrente de la cafetería. Faith se bajó del coche dejando el motor en marcha.
—Amanda quiere vernos en su despacho —dijo saludando a Sara con un gesto de la cabeza—. Joelyn Zabel ha cambiado su cita para la entrevista. Nos va a hacer un hueco entre Buenos días América y la CNN. Tendremos que llevar a Betty a casa más tarde.
Will se había olvidado de que llevaba a la perra en la mano. Tenía el hocico metido entre los botones de su chaleco.
—Yo me quedo con ella —se ofreció Sara.
—No creo…
—Voy a estar todo el día en casa haciendo la colada —explicó—. Estará bien. Puedes pasar a recogerla cuando termines de trabajar.
—Eso es muy…
Faith parecía más impaciente de lo habitual.
—Dale la perra de una vez, Will —le dijo, y volvió a meterse en el coche mientras él miraba a Sara como disculpándose.
—¿En los Milk Lofts? —le preguntó como si no se acordara.
Sara cogió a Betty en brazos y rozó accidentalmente a Will, que notó que tenía los dedos muy fríos.
—¿Betty? —preguntó Sara. Will asintió y ella le tranquilizó—. No te preocupes si se te hace tarde. No tengo planes para hoy.
—Gracias.
Sara sonrió, alzando a la perra como en un brindis.
Will cruzó la calle y se subió al coche de Faith. Se alegró de que nadie se hubiera sentado en el asiento del acompañante desde la última vez, pues así no parecería un mono contorsionándose para encajar en un espacio tan pequeño.
Faith se alejó de la acera y salió zumbando de allí.
—¿Qué hacías con Sara Linton?
—Me la he encontrado por casualidad.
Se preguntó por qué estaría tan a la defensiva, lo que le llevó a cuestionarse por qué Faith había adoptado una actitud tan hostil hacia él. Imaginó que aún seguía enfadada por el modo en que se había comportado con Max Galloway el día anterior, y no sabía qué podía hacer salvo distraerla.
—Sara tenía una pregunta, o una teoría, bastante interesante sobre nuestro caso.
Faith se sumó al denso tráfico.
—Me muero por oírla.
Will sabía que no era cierto, pero le explicó la teoría de Sara de todos modos, poniendo especial énfasis en lo del número once y enumerando las demás cuestiones que había planteado.
—El domingo es Pascua —le dijo—. Todo esto podría tener algo que ver con la Biblia.
En honor a la verdad le dio la impresión de que Faith se tomaba la cosa en serio.
—No lo sé —dijo ella finalmente—. Podríamos coger una Biblia de la comisaría y hacer una búsqueda en el ordenador a ver si encontramos algo sobre el número once. El mundo está lleno de meapilas, y seguro que muchos tienen página web.
—¿En qué libro de la Biblia se cuenta eso de que Dios creó a Eva a partir de una costilla de Adán?
—En el Génesis.
—Eso es la parte vieja, ¿no? No los libros nuevos.
—El Antiguo Testamento. Es el primer libro de la Biblia, el que narra el principio de todo. —Faith lo miró con la misma extrañeza que Sara—. Ya sé que no puedes leer la Biblia, pero ¿nunca has ido a la iglesia?
—Sí que puedo leer la Biblia —le espetó Will. Prefería aguantar sus impertinencias antes que su furia, así que continuó hablando—. Acuérdate de dónde me crie. Separación Iglesia-Estado.
—Oh, no lo había pensado nunca.
Probablemente porque era una mentira como un piano. El orfanato no podía organizar actividades religiosas, pero había voluntarios de todas las parroquias cercanas que todas las semanas fletaban furgonetas para recoger a los niños y llevarlos a la escuela dominical. Will había ido una vez, pero cuando se dio cuenta de que era una escuela de verdad, donde se esperaba de ti que leyeras las lecciones, decidió no volver más.
—¿Nunca has ido a la iglesia? ¿De verdad? —insistió Faith.
Will mantuvo la boca cerrada pensando que había sido una estupidez abrir esa puerta.
Faith aminoró la velocidad al ver el semáforo en rojo.
—Creo que nunca había conocido a nadie que no haya pisado una iglesia —murmuró Faith.
—¿Podemos cambiar de tema?
—Es que se me hace raro.
Will miró distraídamente por la ventanilla pensando que nunca había conocido a nadie que, antes o después, no le hubiera llamado raro. El semáforo se puso en verde y el Mini siguió su camino. El edificio del lado este de la alcaldía estaba a cinco minutos en coche del parque. Esa mañana el trayecto se le estaba haciendo eterno.
—Aun suponiendo que Sara tuviese razón, ya lo está haciendo otra vez, ya está intentando meterse en nuestro caso.
—Es forense. O lo era, al menos. Atendió a Anna en el hospital. Es normal que quiera saber qué está pasando.
—Es la investigación de un asesinato, no un episodio de Gran Hermano —replicó Faith—. ¿Sabe dónde vives?
Will no se había planteado esa posibilidad, pero él no era tan paranoico como Faith.
—¿Cómo iba a saberlo?
—A lo mejor te ha seguido hasta allí.
Will se echó a reír, pero dejó de hacerlo cuando vio que Faith se había puesto seria.
—Vive prácticamente al lado. Ha salido a correr con sus perros, nada más.
—Mucha coincidencia me parece a mí.
Will meneó la cabeza, exasperado. No iba a permitir que le hiciera pagar a Sara Linton los problemas que tenía con él.
—Tenemos que acabar con esto de una vez, Faith. Sé que estás enfadada conmigo por lo de ayer, pero para poder sacar algo en claro de esta entrevista tenemos que trabajar en equipo.
Faith aceleró en cuanto se abrió el semáforo.
—Es que somos un equipo.
A pesar de ello no hablaron mucho durante el resto del corto trayecto. Faith no se decidió a abrir la boca hasta que llegaron a su destino, ya dentro del ascensor.
—Llevas la corbata torcida.
Will se arregló el nudo. Sara Linton debía de haberse llevado una mala impresión.
—¿Mejor ahora?
Su compañera estaba enredando con su BlackBerry, pese a que allí dentro no había cobertura. Lo miró de refilón y asintió antes de volver a concentrarse en el aparato.
Will estaba pensando en algo que decir cuando se abrieron las puertas. Amanda les estaba esperando junto a la puerta, comprobando su correo igual que Faith, aunque ella tenía un iPhone. Will se sentía como un idiota con las manos vacías, exactamente igual que cuando vio aparecer a Sara con sus impresionantes perros y tuvo que coger a Betty en la mano como si fuera un carrete de hilo.
Amanda siguió comprobando su correo mientras les hablaba en tono distraído de camino a su despacho.
—Ponedme al día.
Faith enumeró en voz alta todo lo que sabían, que era prácticamente nada. Mientras tanto, la jefa continuó mirando su correo, caminando y haciendo como que escuchaba a Faith mientras le contaba lo que seguramente ya habría leído en el informe.
Will no era lo que se dice un fan de la multitarea, más que nada porque a su modo de ver era «media-tarea». Era humanamente imposible prestar toda tu atención a dos cosas al mismo tiempo. Como para confirmar su teoría Amanda levantó la cabeza y dijo:
—¿Qué?
Faith repitió lo que acababa de decir.
—Linton cree que el asunto podría tener un trasfondo religioso.
Amanda dejó de caminar. Dejó su iPhone para centrarse en lo que le estaban contando.
—¿Por qué?
—Undécima costilla, once bolsas de basura y el Domingo de Pascua para rematar la semana.
Amanda volvió a coger su iPhone y habló mientras enredaba con la pantalla táctil.
—He avisado a los del departamento jurídico para que estén presentes en la entrevista con Joelyn Zabel. Ha venido con su abogado, así que he pedido que nos manden a tres de los nuestros. Tenemos que actuar como si el mundo entero nos estuviera mirando, porque estoy segura de que cualquier cosa que le digamos será gritada a los cuatro vientos. —Los miró a los dos muy significativamente—. Seré yo quien lleve la voz cantante. Vosotros podéis hacer las preguntas que consideréis oportunas, pero sin improvisar.
—No vamos a sacarle nada a Zabel —dijo Will—. Contando sólo a los abogados, ya tenemos a cuatro personas en la habitación. Más los tres aquí presentes, siete, y ella como protagonista absoluta, sabiendo que las cámaras la estarán esperando a la salida. Tenemos que anotarnos este tanto.
Amanda volvió a concentrarse en su iPhone.
—¿Y tu brillante idea para conseguirlo es…?
No se le ocurría nada.
—A lo mejor podemos reunirnos con ella después de que hable con las televisiones, cogerla por banda en su hotel, lejos de la prensa y todo ese barullo. —Acertó a decir.
Amanda no tuvo la cortesía de levantar la cabeza.
—Y a lo mejor me toca la lotería. A lo mejor te conceden el ascenso. ¿Ves adónde nos lleva el «a lo mejor»?
La frustración y la falta de sueño se le vinieron encima de golpe.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué no se ocupa usted de Zabel y nos deja continuar haciendo algo más útil que darle más material para su futuro libro?
Por fin, Amanda alzó la vista de su iPhone y se lo ofreció a Will.
—No sé qué pensar, agente Trent. ¿Por qué no lee esto y me dice qué le parece?
De repente su vista se agudizó y empezaron a pitarle los oídos. Amanda sujetaba el iPhone con dos dedos. Había palabras en la pantalla, eso era todo cuanto podía decir. Will notó el sabor de la sangre en la boca; se estaba mordiendo la lengua. Alargó la mano para coger el iPhone pero Faith se le adelantó.
—«En la Biblia, el once suele representar un juicio o una traición… En un principio los mandamientos eran once, pero los católicos fusionaron los dos primeros y los protestantes hicieron lo mismo con los dos últimos para dejarlos en diez. —Utilizó el scroll para poder continuar leyendo—. Los filisteos le pagaron a Dalila mil cien monedas de oro a cambio de que ésta les entregara a Sansón. Jesús contó once parábolas mientras se dirigía a Jerusalén, donde encontraría la muerte. La Iglesia católica acepta como canónicos once de los libros incluidos entre los evangelios apócrifos».
Faith le devolvió el móvil a Amanda.
—Podríamos seguir haciendo esto todo el día. El 11 de septiembre de 2001 el vuelo 11 se estrelló contra una de las Torres Gemelas, que también podían parecer un 11. El Apolo XI fue el primero en llegar a la luna. La Primera Guerra Mundial acabó el día once del undécimo mes. Y tú te mereces un undécimo círculo en el infierno por lo que acabas de hacerle a Will.
Amanda sonrió y se guardó el móvil en el bolsillo.
—Recordad las normas, niños —les dijo mientras avanzaba por el pasillo.
Will no sabía si se refería a la normas que tenían que ver con su cargo o a las que les había dado sobre la entrevista con Joelyn Zabel. De todos modos no había tiempo para reflexionar, porque Amanda cruzó a toda prisa la antesala de su despacho y abrió la puerta. Una vez hechas las presentaciones se fue hacia su escritorio y tomó asiento. Su despacho era, lógicamente, el más grande del edificio, con una superficie similar a la de la sala de juntas que había en la planta donde estaban los despachos de Will y Faith.
Joelyn Zabel y un hombre que no podía ser más que su abogado ocuparon los asientos destinados a las visitas. Tras la mesa de Amanda había dos sillas vacías que, según dedujo Will, debían de ser para ellos. Los abogados del departamento jurídico estaban sentados en un sofá al fondo de la habitación, los tres juntitos, vestidos como era de rigor: con traje negro y discreta corbata de seda. El abogado de Joelyn Zabel llevaba un traje azul tiburón, cosa que a Will le pareció de lo más apropiada dado que hacía juego con su sonrisa.
—Gracias por venir —dijo Faith estrechando la mano de Joelyn antes de tomar asiento.
Joelyn Zabel se parecía mucho a su hermana, sólo que con algunos kilos más. No es que fuera gorda, pero tenía las caderas bien redondeadas, mientras que Jacquelyn era tan flaca que casi parecía un chico. Will percibió el olor del tabaco impregnado en su piel cuando le estrechó la mano.
—Lamento mucho su pérdida —le dijo.
—Trent —dijo ella—. Fue usted quien la encontró.
Will trató de no apartar la vista para no alimentar los remordimientos que sentía por no haber encontrado a tiempo a la hermana de aquella mujer. Lo único que se le ocurrió en ese momento fue repetir una vez más:
—Lamento mucho su pérdida.
—Sí —le espetó ella—, ya lo he oído.
Will se sentó al lado de Faith y Amanda batió palmas como una maestra de parvulario para llamar la atención de sus alumnos. Apoyó la mano sobre una carpeta de papel manila que, supuso Will, debía de contener el resumen de la autopsia. Habían dado instrucciones a Pete para que omitiera el detalle de las bolsas de basura. Teniendo en cuenta el idilio que el departamento de policía de Rockdale mantenía con la prensa, se estaban quedando sin información confidencial que pudieran utilizar como conocimiento culpable con los futuros sospechosos.
—Señora Zabel —comenzó Amanda—, entiendo que ha tenido ya ocasión de leer el informe de la autopsia, ¿me equivoco?
El abogado habló por ella.
—Voy a necesitar una copia para mis archivos, Mandy.
Amanda le sonrió con la frialdad de un tiburón todavía mayor.
—Por supuesto, Chuck.
—Genial, así que ya se conocían. —Joelyn se cruzó de brazos, sus hombros estaban muy tensos—. ¿Le importaría explicarme qué coño están haciendo ustedes para encontrar al asesino de mi hermana?
Amanda continuó sin perder la sonrisa.
—Estamos haciendo cuanto está en nuestra mano para…
—¿Tienen ya algún sospechoso? Quiero decir, joder, ese tipo es un animal.
Amanda no respondió, lo que Faith interpretó como una señal para que interviniera.
—Estamos de acuerdo con usted. El que le hizo eso a su hermana es un animal. Precisamente por eso necesitamos que usted nos hable de ella. Necesitamos saber cómo era su vida, quiénes eran sus amigos, cuáles eran sus costumbres.
Joelyn bajó la mirada por un momento, se sentía culpable.
—No tenía mucho trato con ella. Las dos estábamos siempre muy ocupadas y ella vivía en Florida.
Faith trató de suavizar un poco las cosas.
—Vivía en la zona de la bahía, ¿verdad? Debe de ser un lugar muy agradable. Y una buena excusa para hacer una escapadita y ver a la familia.
—Sí, bueno, eso habría estado muy bien, pero la muy zorra nunca me invitó.
Su abogado le acarició el brazo como para recordarle que mantuviera la compostura. Will había visto a Joelyn Zabel en las principales cadenas de televisión gimoteando por la trágica muerte de su hermana delante de todos los periodistas que la habían entrevistado. No había visto ni una sola lágrima en sus ojos, aunque hacía todos los gestos que hace una persona cuando llora: suspirar, limpiarse los ojos, mecer el cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Pero ahora no hacía ni siquiera eso. Por lo visto necesitaba estar delante de una cámara para sentir dolor. Y al parecer su abogado no le iba a dejar interpretar otro papel que el de angustiada hermana de la difunta.
Joelyn suspiró, aunque siguió sin verter una sola lágrima.
—Yo quería mucho a mi hermana. Mi madre acaba de ingresar en una residencia. Puede que no le queden más de seis meses y le sucede esto a su hija. La pérdida de un hijo es algo devastador.
Faith intentó colarle alguna pregunta más.
—¿Tiene usted hijos?
—Cuatro —dijo muy orgullosa.
—¿Jacquelyn no tenía…?
—Joder, no. Abortó tres veces antes de cumplir los treinta. Le daba pánico engordar. ¿Se lo pueden creer? La única razón por la que se deshizo de ellos fue conservar su puta figura. Y entonces se plantó al borde de los cuarenta y le entraron las prisas por ser madre.
Faith disimuló su sorpresa perfectamente.
—¿Estaba intentando quedarse embarazada?
—¿No me ha oído cuando le he contado lo de los abortos? Puede comprobarlo, no le he mentido en eso.
Will tenía asumido que cuando una persona insistía mucho en que no estaba mintiendo sobre un asunto en particular era porque estaba mintiendo en relación con otra cosa. Averiguar en qué mentía les daría la clave para poder manejar a Joelyn Zabel. No daba la impresión de ser una persona muy cautelosa, y seguro que querría alargar cuanto le fuera posible sus diez minutos de fama.
—¿Buscaba Jackie una madre de alquiler? —le preguntó Faith.
Joelyn se percató de la importancia que tenían sus palabras. De repente, todos la escuchaban con atención. Se tomó su tiempo para responder.
—Una adopción.
—¿Privada? ¿Pública?
—Y yo qué coño sé. Tenía mucho dinero. Estaba acostumbrada a comprar todo lo que se le antojaba. —Joelyn se agarraba con fuerza a los brazos de la silla y Will se percató de que habían tocado un tema del que le gustaba hablar—. Ésa es la verdadera tragedia aquí: no poder ver cómo adopta a algún marginado para que acabe robándole o volviéndose esquizofrénico por su culpa.
Will notó que Faith se ponía en guardia y tomó el relevo.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con su hermana?
—Hace cosa de un mes. Me soltó un sermón sobre la maternidad, como si supiera de qué estaba hablando. Me habló de adoptar a un niño chino o ruso, o no sé qué. Ya saben, algunos de esos niños acaban siendo unos asesinos. Abusan de ellos y eso les trastorna. Nunca están del todo bien.
—Hemos visto muchos casos, sí. —Will meneó la cabeza con aire compungido, como si fuera una tragedia de lo más común—. ¿Y había hecho algún progreso? ¿Sabe con qué agencia estaba tramitando la adopción?
Joelyn empezó a mostrarse reticente cuando le pidió más detalles.
—Jackie no hablaba mucho de sus cosas. Protegía su intimidad de forma verdaderamente obsesiva. —Inclinó la cabeza hacia los abogados del estado, que hacían todo lo posible por mimetizarse con el mobiliario—. Sé que estos idiotas que están ahí sentados no van a dejar que se disculpe, pero al menos podía reconocer que la cagó bien cagada.
Amanda se apresuró a intervenir.
—Señora Zabel, la autopsia demuestra…
Joelyn se encogió de hombros con expresión beligerante.
—Lo que demuestra es lo que ya sabía: que ustedes estaban ahí como pasmarotes sin hacer absolutamente nada mientras mi hermana se moría.
—Puede que no haya leído el informe con la debida atención, señora Zabel. —Amanda hablaba en tono suave, precisamente la clase de tono que había utilizado en el pasillo justo antes de humillar a Will—. Su hermana se quitó la vida.
—Únicamente porque ustedes no movieron un puto dedo para ayudarla.
—¿Es usted consciente de que estaba ciega y sorda? —le preguntó Amanda.
Por el modo en que Joelyn miró a su abogado, Will se dio cuenta de que no tenía la menor idea de ello.
Amanda sacó otra carpeta del cajón superior de su escritorio. Comenzó a pasar páginas y Will vio las fotos en color de Jacquelyn Zabel colgada del árbol y en la mesa de autopsias. Le pareció de una crueldad algo excesiva incluso para Amanda. Por muy odiosa que fuera Joelyn Zabel, acababa de perder a su hermana de la forma más espantosa posible. Vio que Faith se revolvía en su asiento y supo que ella estaba pensando lo mismo.
Amanda se tomó su tiempo para llegar a la página que buscaba, que parecía estar enterrada entre las fotografías más aterradoras. Por fin encontró un fragmento que hablaba del examen externo del cadáver.
—Segundo párrafo —le indicó.
Joelyn vaciló un momento y se sentó al borde de la silla. Intentaba acercarse para ver mejor las fotos, como hay gente que reduce la velocidad para ver un accidente de tráfico especialmente truculento. Finalmente cogió el informe y se recostó en su silla. Will la vio mover los ojos mientras leía pero, de pronto, dejó la mirada fija en un punto y Will se dio cuenta de que no estaba viendo nada en absoluto.
Joelyn tragó saliva con dificultad. Se puso en pie y murmuró «discúlpenme» antes de abandonar la habitación.
—Eso ha sido un golpe bajo, Mandy —le dijo el abogado.
—Así es la vida, Chuck.
Will se levantó también.
—Voy a estirar las piernas.
Salió del despacho sin esperar a que nadie dijera nada.
Caroline, la secretaria de Amanda, estaba en su mesa. Will la saludó haciendo un gesto con la cabeza y ella le susurró:
—Está en el baño.
El agente salió al pasillo con las manos en los bolsillos. Se detuvo frente a la puerta del lavabo de señoras y la abrió con el pie. Se asomó al interior. Joelyn estaba delante del espejo. Tenía un cigarrillo encendido en la mano y dio un respingo al ver a Will.
—No puede entrar aquí —le dijo, levantando el puño como si estuviera buscando pelea.
—No está permitido fumar en el edificio —dijo Will, entrando en el lavabo y apoyando la espalda contra la puerta cerrada sin sacar las manos de los bolsillos.
—¿Qué está haciendo?
—Quería asegurarme de que estaba usted bien.
Joelyn dio una profunda calada al cigarrillo.
—¿Colándose por la fuerza en el lavabo de señoras? Esto está fuera de su jurisdicción, ¿vale? No puede estar aquí.
Will echó un vistazo alrededor. Nunca había entrado en un lavabo de señoras. Había un sofá que parecía bastante cómodo y una mesita al lado con un jarrón lleno de flores. El aire olía a perfume, había papel en los dispensadores y el lavabo no estaba lleno de salpicaduras como en el de caballeros, de modo que te podías lavar las manos sin empaparte los pantalones. Ahora entendía por qué las mujeres pasaban tanto tiempo en los baños.
—Tú, pirado, sal del lavabo de señoras.
—¿Qué es lo que no me está contando?
—Les he contado todo lo que sé.
Will meneó la cabeza.
—Aquí no hay cámaras, ni abogados, ni público. Cuénteme lo que no está contando.
—Que le den.
Will notó que alguien empujaba la puerta con suavidad y volvía a cerrarla de inmediato.
—Su hermana no le caía demasiado bien —le dijo.
—Como el culo, Sherlock. —Se llevó el cigarrillo a la boca con mano temblorosa.
—¿Qué le hizo para que la odiase tanto?
—Era una zorra.
Lo mismo podría decirse de Joelyn, pero Will se guardó para sí el comentario.
—¿Se manifestaba eso de alguna manera en concreto en relación con usted, o habla en general?
Joelyn se le quedó mirando fijamente.
—¿Qué coño quiere decir eso?
—Quiere decir que no me importa adónde vaya usted cuando salga de aquí. Que le ponga una demanda al estado o no se la ponga. Que me demande a mí a título personal. Me da igual. El tipo que ha matado a su hermana probablemente ya tiene a otra víctima en su poder. En este preciso instante, mientras usted y yo hablamos, otra mujer está siendo torturada y violada, y ocultarme algo en este momento es como decir que lo que le está pasando a esa otra mujer está perfectamente bien.
—No ponga en mi boca palabras que no he dicho.
—Entonces dígame qué es lo que me está ocultando.
—No estoy ocultando nada —dijo, y se dio media vuelta para limpiarse los ojos sin que se le corriera el maquillaje—. Era Jackie la que ocultaba cosas.
Will se quedó callado.
—Siempre andaba con secretitos, comportándose como si fuera mejor que yo.
Will asintió, indicándole que lo había entendido.
—Era ella la que llamaba la atención de todo el mundo, de todos los hombres. —Joelyn meneó la cabeza, se volvió hacia Will y apoyó una mano en el lavabo—. De niña mi peso subía y bajaba continuamente. Jackie se burlaba de mí cada vez que íbamos a la playa.
—Es obvio que ha superado ya ese problema.
Ella rechazó el cumplido, incrédula.
—Siempre conseguía lo que quería sin el menor esfuerzo: dinero, hombres, éxito. Le gustaba a todo el mundo.
—No se crea —le dijo Will—. Ninguno de sus vecinos la echó de menos cuando desapareció. No se enteraron hasta que la policía llamó a su puerta. Me dio la sensación de que se alegraban de perderla de vista.
—No le creo.
—La vecina de su madre, Candy, tampoco me pareció lo que se dice desolada.
Joelyn seguía sin estar muy convencida.
—No, Jackie decía que Candy era como un caniche: siempre pegada a sus faldas, siempre queriendo estar con ella.
—Pues no es cierto —le dijo Will—. No la tenía en gran estima. De hecho, yo diría que le caía aún peor que a usted.
Joelyn remató el cigarrillo y entró en una de las cabinas para tirarlo por el retrete. Will se dio cuenta de que se estaba tomando su tiempo para procesar toda esa nueva información sobre su hermana, y le gustaba.
—Siempre fue una mentirosa. Mentía en cosas tontas, cosas que ni siquiera importaban.
—¿Como qué?
—Pues, por ejemplo, decía que iba a la tienda cuando en realidad iba a la biblioteca. O decía que estaba saliendo con un chico cuando en realidad estaba saliendo con otro.
—Debía de ser bastante retorcida.
—Y tanto. Es la palabra que mejor la describe: retorcida. A mi madre la volvía loca.
—¿Se metía en muchos líos?
Joelyn soltó una carcajada seca.
—Jackie era siempre la favorita del profesor, siempre sabía a quién había que hacerle la pelota. Los tenía a todos completamente engañados.
—A todos, no. —Le hizo notar Will—. Acaba de decir que volvía loca a su madre. Ella debía de saber cómo era en realidad.
—Lo sabía. Se gastó un montón de dinero en ayudar a Jackie. Me arruinó toda mi puta infancia. Todo giraba siempre alrededor de Jackie: cómo se sentía, lo que hacía, si era feliz o no. A nadie le importaba si yo era feliz.
—Hábleme de ese asunto de la adopción. ¿Qué agencia le llevaba el papeleo?
Joelyn bajó la mirada para que Will no pudiera ver que se sentía culpable.
Will continuó hablando como si nada.
—Le voy a explicar por qué le pregunto esto: si Jackie estaba intentando adoptar un niño tendremos que ir hasta Florida y encontrar la agencia que llevaba su caso. Si se trataba de una adopción internacional, quizá tengamos que ir a Rusia o a China para comprobar si los trámites eran conforme a la ley. Si su hermana estaba buscando un vientre de alquiler en Estados Unidos, tendremos que hablar con todas las mujeres que hayan podido ponerse en contacto con ella. Deberemos ir de agencia en agencia hasta que encontremos algo, cualquier cosa, que tenga relación con Jackie, porque en algún momento conoció a una persona que la estuvo torturando y violando durante al menos una semana, y si podemos descubrir cómo conoció su hermana al secuestrador quizá podamos averiguar quién es. —Hizo una pausa para dejar que reflexionara—. ¿Encontraremos alguna conexión a través de una agencia de adopciones, Joelyn?
La mujer se miró las manos, pero no respondió. Will se puso a contar los azulejos de la pared que tenía detrás. Iba por el treinta y seis cuando Joelyn se decidió a hablar.
—Sólo hablaba por hablar. Sí es verdad que Jackie lo había comentado, pero no iba a hacerlo. Le gustaba la idea de ser madre, pero sabía que no sería capaz.
—¿Está usted segura?
—Es como cuando la gente ve un perro bien adiestrado, ¿entiende? Dicen que quieren tener un perro, pero lo que en realidad quieren es tener a ese animalito tan bien adiestrado, no uno cualquiera que van a tener que adiestrar ellos.
—¿Le gustaban sus hijos?
Joelyn se aclaró la garganta.
—Ni siquiera los conocía.
Will le dio algo de tiempo para sobreponerse.
—La detuvieron por conducir en estado de ebriedad poco antes de su muerte.
—¿En serio? ¿Bebía mucho?
Joelyn meneó la cabeza con vehemencia.
—No le gustaba perder el control.
—La vecina, Candy, dice que compartieron algún canuto.
Joelyn se quedó con la boca abierta y volvió a menear la cabeza.
—No me lo creo. Jackie no le daba a ese tipo de cosas; le gustaba que otra gente bebiera y perdiera los papeles, pero ella nunca lo hacía. Estamos hablando de una mujer que mantuvo el mismo peso desde los dieciséis años. Tenía el culo tan prieto que le chirriaba al andar. —Se quedó pensándolo un momento, y volvió a decir que no con la cabeza—. No, Jackie no.
—¿Por qué prefirió limpiar personalmente la casa de su madre? ¿Por qué no contrató a alguien para que se encargara del trabajo sucio?
—No confiaba en nadie más. Siempre sabía cuál era la mejor manera de hacer cualquier cosa, y nadie más que ella lo sabía, todos los demás lo hacíamos mal.
Eso, al menos, concordaba con lo que les había dicho Candy. Todo lo demás daba una imagen de ella muy diferente, aunque tenía sentido: Joelyn no tenía demasiado trato con su hermana.
—¿El número once tiene algún significado especial para usted? —le preguntó.
—Absolutamente ninguno —replicó con el ceño arrugado.
—¿Y qué me dice de la frase «No voy a sacrificarme»?
Ella dijo que no con la cabeza.
—Pero es curioso… Con todo lo rica que era, Jackie se pasaba la vida sacrificándose.
—¿En qué sentido?
—Se privaba de la comida, del alcohol, de divertirse. —Rio con tristeza—. Amigos, familia, amor.
Los ojos de Joelyn se llenaron de lágrimas, y por primera vez fueron auténticas. Will se marchó y se encontró a Faith esperándolo en el pasillo.
—¿Te ha dicho algo? —le preguntó.
—Nos mintió en lo de la adopción. Al menos eso dice.
—Podemos preguntarle también a Candy, a ver qué nos cuenta. —Faith sacó el móvil y continuó hablando con Will mientras marcaba el número—. Se supone que habíamos quedado con Rick Sigler en el hospital hace diez minutos. Le he llamado para decirle que nos íbamos a retrasar, pero no me coge el teléfono.
—¿Y qué hay de su amigo, Jake Berman?
—Es lo primero que he hecho esta mañana, encargar a varios agentes que lo localicen.
—¿No te parece raro que no hayamos podido encontrarle aún?
—Ahora mismo no, pero si al acabar la jornada seguimos sin localizarlo vuelve a preguntarme.
Faith se llevó el móvil a la oreja y Will la oyó dejar un mensaje en el contestador de Candy Smith para que la llamara en cuanto pudiera. Cerró el teléfono pero no lo guardó. Will empezó a sentir miedo, preguntándose qué iría a decir su compañera a continuación: ¿algo sobre Amanda, una diatriba contra Sara Linton o contra él? Por suerte, era algo relacionado con el caso.
—Creo que la desaparición de Pauline McGhee está relacionada con todo esto.
—¿Por qué?
—No sé, es una corazonada. No puedo explicarlo, pero me parecen demasiadas coincidencias.
—El caso sigue siendo de Leo. No tenemos jurisdicción ni un motivo para pedirle que nos lo ceda. —Will tenía que preguntarlo—. ¿Crees que podrías sugerírselo de algún modo?
Faith negó con la cabeza.
—No quiero causarle ningún problema a Leo.
—Pero quedó en llamarte, ¿no? Cuando localizara a algún pariente de Pauline en Michigan.
—Eso es lo que dijo, sí.
Esperaron en silencio a que llegara el ascensor.
—Creo que deberíamos ir al estudio donde trabaja Pauline —dijo Will.
—Tienes razón.