—MALDITA SEA —MURMURÓ PAULINE, e inmediatamente se preguntó por qué no lo gritaba a voz en cuello—. ¡Joder! —aulló, con todas sus fuerzas.
Agitó las manos, sujetas con esposas, y tiró con fuerza, pese a que sabía que no le serviría de nada. Era como si la hubieran metido en la cárcel: las esposas estaban fuertemente atadas a un cinturón de cuero, de modo que aunque lograra doblar su cuerpo hasta hacerlo una bola no podía ni tocarse la barbilla con la punta de los dedos. Tenía los pies encadenados y los gruesos eslabones tintineaban a cada paso que daba. Había practicado tanto el yoga que podía ponerse los pies detrás de la cabeza pero ¿de qué le servía? ¿Para qué demonios servía la postura del arado cuando era tu vida lo que estaba en juego?
La venda que le cubría los ojos sólo empeoraba las cosas, aunque había logrado desplazarla un poco frotando su cara contra los bloques de cemento situados a lo largo de una de las paredes. Estaba muy apretada. Milímetro a milímetro, había conseguido aflojarla, aunque para ello había tenido que despellejarse media cara. La habitación estaba a oscuras, pero Pauline sentía que había avanzado algo, que estaría preparada cuando la puerta se abriera y pudiera ver algo de luz por debajo de la venda.
Pero de momento, todo estaba a oscuras. Oscuridad era todo cuanto podía ver. No había ventanas, ni luz, ni nada que pudiera servirle para medir el paso del tiempo. Pensándolo bien, aunque no podía verlo, bien podía ser que alguien la estuviera vigilando, o grabándola, o peor aún, que se estuviera volviendo loca. Qué demonios, ya estaba empezando. Estaba empapada en sudor. Las gotas brotaban de su cuero cabelludo y le hacían cosquillas al deslizarse por la nariz. Resultaba enloquecedor, y la maldita oscuridad lo hacía aún más difícil.
A Felix le gustaba la oscuridad. Le encantaba que se metiera en la cama con él y le contara cuentos. Le gustaba esconderse entre las sábanas y taparse la cabeza con la manta. Quizá le había mimado demasiado cuando era más pequeño. Nunca le permitía irse a donde ella no pudiera verlo. Le daba miedo que alguien lo secuestrara, que alguien se diera cuenta de que en realidad ella no debería ser madre, de que no estaba capacitada para amar a un niño de la forma en que necesita ser amado. Pero lo quería: adoraba a su hijo. Lo quería tanto que pensar en él era lo único que le impedía hacerse una bola, enrollarse las cadenas alrededor del cuello y suicidarse.
—¡Socorro! —gritó, sabiendo que no serviría de nada. Si alguien pudiera oírla la habrían amordazado.
Unas horas antes había recorrido la habitación y calculado que debía de medir unos seis metros de largo por un poco más de cuatro. Una de las paredes estaba hecha de bloques de cemento, las demás de yeso, y había también una puerta metálica que estaba cerrada por fuera. En un rincón había un colchón de vinilo y un cubo con tapa para hacer sus necesidades. El cemento estaba frío bajo sus pies desnudos. Se oía un zumbido que venía de la habitación de al lado: un calentador de agua, algo mecánico. Estaba en un sótano, bajo tierra, y eso le hacía sentir pavor. Odiaba estar bajo tierra. Ni siquiera dejaba el coche en el garaje cuando iba a la oficina, hasta ese punto lo detestaba.
Dejó de caminar y cerró los ojos.
Nadie aparcaba en su sitio, justo al lado de la puerta. A veces salía a que le diera un poco el aire y se acercaba hasta la puerta del garaje para asegurarse de que su plaza estaba vacía. Podía leer el letrero desde la calle: PAULINE MCGHEE. Dios, lo que tuvo que batallar con la empresa que pintaba los rótulos para que pusieran esa «c» en minúscula. A alguien le había costado el puesto, pero a ella le daba igual, porque quien fuera no había sabido hacer su trabajo.
Si descubría que alguien había aparcado en su sitio llamaba al encargado para que lo sacara con la grúa. Porsche, Bentley, Mercedes… a Pauline le daba igual. Se había ganado a pulso esa puñetera plaza. Y aunque no la usara, no iba a permitir que nadie más lo hiciera.
—¡Sáquenme de aquí! —gritó, y sacudió los brazos, intentando deshacerse del cinturón. Pero era muy grueso, se parecía a los que llevaba su hermano en los años setenta. Tenía una doble fila de agujeros y dos dientes en la hebilla. El metal parecía recubierto de cera, y sabía que los dientes estaban soldados. No podía recordar cuándo había ocurrido, pero sabía de sobra qué tacto tenía un cinturón soldado.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Que alguien me ayude!
Nada. Nadie venía a ayudarla. Nadie respondía. El cinturón se le clavaba en la piel y le hacía daño en las caderas. Si no estuviera tan asquerosamente gorda podría escabullirse tranquilamente.
«Agua», pensó. ¿Cuándo había bebido por última vez? Podías estar sin comer varias semanas, incluso meses, pero no sin beber. Podías aguantar tres o cuatro días hasta que aparecieran los primeros síntomas: calambres, delirio, fuertes dolores de cabeza. ¿Pensarían darle agua? ¿O iban a dejar que se debilitara para poder hacerle lo que quisieran mientras ella estaba indefensa como un niño?
«Un niño».
No. No quería pensar en Felix. Morgan cuidaría de él; no permitiría que a su hijo le pasara nada malo. Era un cabrón y un mentiroso, pero cuidaría de Felix, porque en el fondo no era una mala persona. Pauline sabía distinguir a la gente mala, y Morgan Hollister no lo era.
Oyó ruido de pasos a su espalda, al otro lado de la puerta. Se detuvo aguantando la respiración para poder escuchar mejor. Escaleras, alguien estaba bajando por las escaleras. Pese a la oscuridad podía ver las paredes que la rodeaban. ¿Qué era peor: estar sola allí abajo o estar atrapada en compañía de otra persona?
Sabía muy bien lo que venía a continuación. Lo sabía perfectamente. Nunca se conformaba con una sola. Siempre quería dos: cabello oscuro, ojos oscuros y un corazón solitario para poder destrozarlo. Las había mantenido separadas de momento, pero ahora quería tenerlas a las dos juntas. Enjauladas como dos animales. Forcejeando desesperadamente, como animales.
La primera ficha del dominó estaba a punto de caer, y detrás irían cayendo todas las demás. Una mujer sola, dos mujeres solas, y después…
Oyó una voz que decía: «No-no-no-no», y se dio cuenta de que era su propia voz lo que oía. Se echó hacia atrás y se pegó a la pared; las rodillas le temblaban de tal manera que, de no haberse apretado contra el rugoso bloque de cemento, se habría caído al suelo. Sus manos también temblaban y hacían tintinear la cadena de las esposas.
—No —murmuró, sólo una palabra, para no sucumbir al miedo. Era una superviviente. No se había esforzado tanto durante los últimos veinte años para acabar muriendo en un maldito zulo subterráneo.
La puerta se abrió. Vio un fogonazo de luz por debajo de la venda.
—Aquí tienes a tu amiga —dijo el hombre.
Oyó algo que caía al suelo y, a continuación, un angustiado suspiro, ruido de cadenas y, por fin, el silencio. Oyó también otro sonido, más suave; un ruido sordo que resonó por toda la habitación.
La puerta se cerró. La luz desapareció. Se oía un ruido sibilante, como de alguien que respiraba con dificultad. A tientas, Pauline encontró el cuerpo del que provenía la respiración. Cabello largo, los ojos vendados, el rostro delgado, senos pequeños y las manos esposadas por delante. La mujer tenía la nariz rota, de ahí el sonido sibilante.
Pero no había tiempo para preocuparse de eso. Registró los bolsillos de su compañera, esperando encontrar algo que las ayudara a salir de allí. Nada. Sólo otra persona más que también necesitaría agua y comida.
—Mierda —masculló, y se sentó sobre sus talones, tratando de reprimir las ganas que tenía de ponerse a aullar a pleno pulmón. Sus pies chocaron con algo duro y alargó la mano, recordando que había oído caer algo más.
Pasó las manos por los bordes de la caja de cartón, calculando que mediría unos quince centímetros por cada lado. Pesaba lo menos un par de kilos. Tenía una línea troquelada en uno de los lados, así que presionó el cartón y abrió la caja. En el interior encontró algo resbaladizo.
—¡No! —exclamó.
«Otra vez no».
Cerró los ojos y notó que una lágrima se escapaba por debajo de la venda. Felix, su trabajo, su Lexus, su vida… Todo se desvaneció cuando sus dedos acariciaron el plástico de las bolsas de basura.