Capítulo once

FAITH SE PASÓ TODO EL TRAYECTO hasta la comisaría del condado recitando todos los improperios que le vinieron a la cabeza.

—Sabía que ese cretino me estaba mintiendo —dijo maldiciendo a Max Galloway y a todo el cuerpo de policía de Rockdale—. Tenías que haber visto con qué soberbia me miró cuando se marchó del hospital. —Golpeó el volante con la mano abierta, deseando poder hacer lo mismo con la cara de Galloway—. ¿A qué coño están jugando? ¿Es que no han visto lo que le hicieron a esa mujer, por el amor de Dios?

A su lado, Will guardaba silencio. Como de costumbre, Faith no tenía la menor idea de lo que podía estar pensando su compañero. No había abierto la boca desde que se subieron al coche, y no lo hizo hasta que llegaron al aparcamiento para visitantes de la comisaría de Rockdale.

—¿Se te ha pasado ya el cabreo? —le preguntó.

—Pues no, desde luego que no. Nos han mentido. Ni siquiera nos han enviado por fax el informe sobre el escenario del crimen. ¿Cómo coño vamos a avanzar en un caso si nos ocultan información que podría…?

—Piensa en por qué lo han hecho —le interrumpió Will—. Una de las víctimas está muerta, la otra poco más o menos, y aun así siguen ocultándonos información. Las víctimas les importan un carajo, Faith. Lo único que les importa es su propio ego y dejarnos a nosotros en evidencia. Están filtrando información a la prensa, se niegan a colaborar con nosotros. ¿Crees que si entramos ahí pegando tiros a diestro y siniestro nos van a dar lo que queremos?

Faith abrió la boca para contestar, pero Will se estaba bajando ya del coche. Dio la vuelta hasta el otro lado y le abrió la puerta a su compañera como si fueran novios.

—Por una vez en la vida hazme caso. Es mejor manejar este asunto con un poco de mano izquierda.

Faith hizo un gesto despectivo con la mano.

—No pienso lamerle el culo a Max Galloway.

—Lo haré yo, no te preocupes. —La tranquilizó Will, ofreciéndole su mano como si necesitara ayuda para salir del coche.

Ella cogió su bolso del asiento de atrás y siguió a su compañero por la acera, pensando que no era de extrañar que todo el que se encontraba con Will Trent lo tomara por un abogado del estado. La falta de ego de su compañero le resultaba difícil de entender. Hacía un año que trabajaban juntos, y en todo ese tiempo no le había visto expresar emoción alguna más allá de cierta irritación ocasional, generalmente dirigida a ella. Unos días se le veía más serio y otros más risueño, y a menudo se sentía culpable por un montón de cosas, pero jamás le había visto verdaderamente enfadado. En una ocasión estuvo encerrado en una habitación con un tipo que unas horas antes había intentado meterle una bala en la cabeza, y no mostró otra cosa que no fuera empatía.

El policía de uniforme que atendía el mostrador en la recepción lo reconoció de inmediato.

—Trent —dijo a modo de saludo.

—Detective Fierro —lo saludó Will, aunque era evidente que el hombre ya no era detective. Los botones del uniforme apenas lograban contener su inmensa barriga. Teniendo en cuenta lo que le había dicho a Amanda de sacar brillo al arma de Lyle Peterson, a Faith le sorprendía que el hombre no hubiera acabado en silla de ruedas.

—Tendría que haber cerrado la trampilla y haberte dejado en esa cueva —dijo Fierro.

—Pues yo me alegro de que no lo hicieras —replicó Will. Señaló a Faith—. Ésta es mi compañera, la agente especial Mitchell. Tenemos que hablar con el detective Mark Galloway.

—¿Hablar de qué?

Faith no estaba dispuesta a seguir con delicadezas. Abrió la boca para decir una barbaridad, pero Will la disuadió con una sola mirada.

—Si el detective Galloway está ocupado, quizá podamos hablar con el jefe Peterson —dijo.

—O también podríamos hablar con ese amiguete vuestro del Atlanta Beacon y explicarle que esas historias que habéis estado filtrándole no son más que una cortina de humo para tapar todos los errores que habéis cometido en este caso.

—No me cabe duda de que eres una auténtica zorra.

—Y todavía no has visto nada —le espetó Faith—. Tráeme a Galloway de inmediato o doy parte a la jefa. Ya te ha dejado sin placa, ¿qué será lo próximo? Yo apostaría por tu minúsculo…

—Faith —dijo Will a modo de aviso.

Fierro levantó el auricular y marcó una extensión.

—Max, aquí hay un par de capullos que quieren hablar contigo —dijo. Colgó bruscamente el teléfono—. Al otro lado del vestíbulo, primer pasillo a la derecha, primera puerta a la izquierda.

Faith condujo a su compañero, pues él no habría sabido hacia dónde ir. La comisaría era el típico edificio estatal de los años sesenta, con mucho pavés y mal ventilado. Las paredes estaban llenas de carteles con recomendaciones, fotografías de oficiales en barbacoas y eventos para recaudar fondos. Siguiendo las instrucciones de Fierro, giró a la derecha y se detuvo frente a la primera puerta a la izquierda.

Faith leyó el cartel que había en la puerta.

—Cabrón —masculló.

Fierro les había mandado a la sala de interrogatorios.

Will alargó el brazo y abrió la puerta. Faith le vio mirar la mesa anclada al suelo y las barras situadas a los lados para esposar a los detenidos mientras les interrogaban.

—La nuestra es más acogedora. —Fue todo cuanto dijo Will.

Había dos sillas, una a cada lado de la mesa. Faith soltó su bolso en la que estaba de espaldas al falso espejo y se cruzó de brazos; no quería estar sentada cuando Galloway entrara en la habitación.

—Estamos haciendo el gilipollas. Deberíamos dar parte a Amanda. A buenas horas iba ella a permitir que nos torearan de esta manera.

Will se apoyó contra la pared y se metió las manos en los bolsillos.

—Si involucramos a Amanda en todo esto, ellos ya no tendrían nada que perder. Deja que se desahoguen un poco a nuestra costa. ¿Qué más da si al final conseguimos la información que necesitamos?

Faith miró fugazmente el falso espejo, preguntándose si estarían todos detrás observándolos.

—Cuando esto haya terminado pienso presentar una queja por escrito. Por obstrucción a la justicia, por obstaculizar una investigación en curso, por mentir a un oficial de policía. A ese gilipollas de Fierro ya le han quitado su placa de detective, y Galloway tendrá suerte si le destinan a la perrera del condado.

Faith oyó en el pasillo una puerta que se abría y se volvía a cerrar. Unos segundos más tarde Galloway apareció por la puerta con la misma pinta de cateto ignorante de la noche anterior.

—Me han dicho que querían hablar conmigo.

—Venimos de hablar con los Coldfield —dijo Faith.

El hombre saludó a Will con un gesto de la cabeza. Éste hizo lo propio.

—¿Puedo saber por qué no me habló del otro vehículo anoche? —preguntó ella.

—Creí haberlo hecho.

—Y una mierda. —Faith no sabía qué la irritaba más, si que Galloway se lo tomara como un juego, o que se sintiera obligada a usar con él el mismo tono que con Jeremy cuando lo castigaba. El policía alzó las manos sonriendo a Will.

—¿Su compañera es siempre así de histérica? Quizá es que está en esos días…

Faith sintió que sus puños se contraían con fuerza. Estaba a punto de mostrar lo que era una mujer verdaderamente histérica.

—Vamos —terció Will interponiéndose entre los dos—, tú cuéntanos lo del coche y todo lo que hayas averiguado hasta ahora. No vamos a meterte un puro. No queremos tener que sacarte la información por las malas.

Will se fue hacia la silla y quitó de encima el bolso de Faith antes de sentarse. Se quedó con él en el regazo, lo que le daba un aspecto un tanto ridículo, como si estuviera esperando a su mujer mientras se probaba ropa. Hizo un gesto a Galloway para que se sentara al otro lado de la mesa y dijo:

—Tenemos a una víctima ingresada en el hospital, probablemente en estado de coma irreversible. La autopsia de Jacquelyn Zabel, la mujer del árbol, no ha arrojado ninguna luz sobre el caso. Ahora mismo hay otra mujer desaparecida, secuestrada en el aparcamiento de una tienda de alimentación. Su hijo se quedó solo en el asiento delantero. Se llama Felix y tiene seis años. Está bajo la tutela de los servicios sociales, al cuidado de gente a la que no conoce. Sólo quiere que su mamá vuelva a casa.

Galloway permaneció impasible. Y Will prosiguió:

—No te dieron esa placa de detective por tu cara bonita. Anoche pusiste controles en las carreteras. Sabías que los Coldfield habían visto un segundo coche. Estuviste parando a la gente. —Decidió cambiar de táctica—. No le hemos ido con el cuento a tu jefe y no te hemos echado encima a nuestra jefa porque no podemos darnos el lujo de perder el tiempo. La madre de Felix ha desaparecido. Podría estar en otra cueva, atada a otra cama, bajo la cual no tardará en haber otra víctima. ¿De verdad quieres llevar todo ese peso sobre tu conciencia?

Por fin Galloway exhaló un profundo suspiro y se sentó. Se recostó en la silla y sacó su libreta del bolsillo de atrás, gruñendo como si le provocara dolor físico.

—¿Os dijeron que era blanco, probablemente un sedán? —preguntó Galloway.

—Sí —respondió Will—. Henry Coldfield no conocía el modelo. Dijo que parecía antiguo.

Galloway asintió. Le pasó su libreta a Will, que fijó la vista en las palabras y pasó las páginas como si estuviera leyendo antes de pasársela a Faith. Ella vio tres nombres con direcciones de Tennessee y números de teléfono. Le cogió el bolso a Will para copiar los detalles.

—Dos mujeres, hermanas, y el padre —les explicó el detective—. Venían de Florida y se dirigían a Tennessee. Su coche se averió a unas seis millas de donde el Buick atropelló a nuestra primera víctima. Vieron un sedán blanco que venía en la otra dirección y una de las hermanas intentó pararlo. Aminoró un poco, pero no se detuvo.

—¿Pudo ver al conductor?

—Negro, con una gorra de béisbol y la música a todo trapo. Me dijo que se alegró de que no parara.

—¿Vio la matrícula?

—Sólo tres letras: Alfa, Foxtrot, Charlie. Eso reduce las posibilidades a unos trescientos mil coches, de los cuales dieciséis mil son blancos, y la mitad están registrados en esa zona.

Faith anotó las correspondientes letras —A, F, C— pensando que la matrícula no les serviría de nada a no ser que tropezaran con un coche que respondiera a la descripción. Hojeó el cuaderno de Galloway, tratando de averiguar qué más les ocultaba.

—Me gustaría hablar con los tres —dijo Will.

—Demasiado tarde —replicó el policía—. Regresaron a Tennessee esta mañana. El padre es muy mayor y no se encuentra muy bien. Me dio la impresión de que se lo llevaban de vuelta para que muriera en su casa. Podríais llamarles, o desplazaros hasta allí, pero os aseguro que no os contarán nada nuevo.

—¿Encontrasteis algo más en la escena del crimen? —preguntó Will.

—Lo que leísteis en los informes, nada más.

—Todavía no los tenemos.

Galloway parecía casi arrepentido.

—Lo siento. La secretaria tendría que habéroslos mandado por fax inmediatamente. Probablemente estarán en su mesa, enterrados bajo un montón de papeles.

—Podemos pasar a recogerlos antes de irnos —le dijo Will—. ¿Te importa hacerme un resumen?

—Más o menos lo que cabría esperar. Cuando llegó la patrulla, el tipo que se detuvo a ayudar, el enfermero, estaba atendiendo a la víctima. Judith Coldfield estaba fuera de sí, junto a su marido, pensando que había sufrido un ataque al corazón. Llegó la ambulancia, se llevó a la víctima y el viejo ya se encontraba mejor, así que se quedó esperando a la segunda, que vino a los pocos minutos. Nuestros chicos llamaron a los detectives y acordonaron la zona: nada fuera de lo habitual. Esta vez no os miento: no encontramos nada.

—Nos gustaría hablar con el agente que llegó primero para conocer sus impresiones de primera mano.

—Ahora mismo está en Montana de pesca con su suegro —dijo Galloway encogiéndose de hombros—. No os estoy tomando el pelo, de verdad. Tenía planeadas esas vacaciones desde hace tiempo.

Faith había visto un nombre en las notas de Galloway que le resultaba familiar.

—¿Qué pinta aquí Jake Berman? —preguntó Faith, y le explicó a Will—: Rick Sigler y Jake Berman son los dos tipos que se detuvieron para socorrer a Anna.

—¿Anna? —preguntó Galloway.

—Es el nombre que la víctima nos dio cuando la ingresaron —explicó Will—. Rick Sigler era el TES que no estaba de servicio, ¿verdad?

—Eso es —confirmó Galloway—. Esa historia de que habían ido al cine a ver una película me pareció un tanto imprecisa.

Faith emitió un gruñido, preguntándose en cuántos callejones sin salida podía meterse aquel tipo antes de caerse de puro idiota.

—El caso —continuó ignorando a Faith— es que estuve comprobando sus antecedentes. Sigler está limpio, pero Berman tiene antecedentes.

Faith sintió un nudo en el estómago. Esa misma mañana se había pasado dos horas frente al ordenador y no se le había ocurrido comprobar los antecedentes de los implicados.

—Una condena por exhibicionismo y provocación sexual. —Sonrió al ver la cara de sorpresa de Faith—. El tipo está casado y tiene dos hijos, y lo pillaron hace seis meses follándose a otro tío en el centro comercial Georgia. Por lo visto, un chaval entró y se los encontró en plena faena. Un degenerado de mierda. Mi mujer compra allí.

—¿Has hablado con Berman? —preguntó Will.

—Me dio un número falso. —De nuevo lanzó a Faith una mirada cargada de ironía—. La dirección que figura en su carné de conducir tampoco está actualizada, y la búsqueda cruzada no ha dado ningún resultado.

Faith vio que había una laguna en su historia y saltó.

—¿Cómo sabes que tiene mujer y dos hijos?

—Está en el informe del arresto. Estaba con ellos en el centro comercial; le estaban esperando afuera. —Galloway torció el gesto—. Si me admitís un consejo, id tras él.

—Pero las víctimas fueron violadas —dijo Faith devolviéndole su libreta—. A los gays no les interesan las mujeres. Es lo que los hace gays.

—¿Te parece que a ese asesino le gustan las mujeres?

Faith no respondió, más que nada porque no le faltaba razón.

—¿Y qué hay de Rick Sigler? —preguntó Will.

Galloway cerró su libreta con mucha parsimonia y se la guardó en el bolsillo.

—Está limpio. Trabaja como técnico sanitario desde hace dieciséis años. Fue al instituto Heritage, un poco más abajo. —Galloway puso cara de asco—. Estaba en el equipo de fútbol, por increíble que parezca.

Will se tomó su tiempo antes de formular una última pregunta.

—¿Qué más te guardas?

Galloway le miró a los ojos.

—Eso es todo lo que tengo, kimosabi.

Faith no le creyó, pero Will parecía satisfecho.

—Gracias por atendernos, detective —dijo, y le estrechó la mano.

Faith encendió las luces al entrar en la cocina, soltó el bolso sobre la encimera y se desplomó en la misma silla en la que había empezado el día. Le dolía la cabeza y tenía el cuello tan tenso que le dolía moverlo. Cogió el teléfono para escuchar los mensajes del contestador. Jeremy le había dejado un mensaje breve e inusualmente cariñoso. «Hola, mamá, sólo llamo para saber cómo estás. Te quiero». Faith frunció el ceño, pensando que o bien había suspendido el examen de química o necesitaba dinero extra.

Marcó su número, pero colgó antes de que diera señal. Faith estaba tan agotada que hasta tenía la vista un poco nublada, y lo único que quería era darse un baño caliente y tomarse una copa de vino, aunque teniendo en cuenta su estado, ninguna de las dos cosas le convenía demasiado. No quería empeorarlo todo echándole una bronca a su hijo.

Su portátil seguía en la mesa, pero no quiso mirar el correo. Amanda le había dicho que se pasara por su despacho al final del día para hablar de su desmayo del día anterior. Faith miró el reloj de la cocina. La jornada laboral había terminado hacía rato, de hecho eran casi las diez de la noche. Seguramente Amanda estaría ya en casa, chupándoles la sangre a los insectos que hubieran caído ese día en su tela de araña.

Se preguntó si habría algo que pudiera empeorar aún más el día, pero decidió que a esas horas era matemáticamente imposible. Se había pasado las últimas cinco en compañía de Will, entrando y saliendo del coche, llamando a puertas, hablando con todo hombre, mujer o niño que había salido a abrir —algunos ni siquiera se habían molestado en abrir— y preguntando por Jake Berman. Había veintitrés personas con ese nombre repartidas por toda el área metropolitana. Faith y Will habían hablado con seis de ellos, descartado a doce y no habían podido localizar a otros cinco, que o no estaban en casa, o no estaban en su puesto de trabajo o, simplemente, no habían querido abrir la puerta.

Si encontrar al tipo fuera más fácil puede que Faith no estuviera tan preocupada. Los testigos mentían a la policía todo el tiempo; daban nombres falsos, falsos números de teléfono, detalles inexactos. Era algo tan habitual que ya ni siquiera le molestaba. Pero lo de Berman era distinto. Todo el mundo deja un rastro documental tras de sí; barriendo registros antiguos de móviles o direcciones anteriores puedes localizar rápidamente a tu testigo y plantarte delante de él como si no hubieras tenido que perder una mañana entera siguiéndole la pista.

Con Jake Berman no había rastro documental alguno. Ni siquiera había presentado la declaración de la renta el año anterior; al menos no con el nombre de Jake Berman. Esto trajo a su mente el espectro del hermano de Pauline McGhee. Quizá Berman había cambiado de nombre, igual que Pauline Seward. Tal vez Faith había compartido mesa con el asesino la primera noche en la cafetería del hospital Grady. O puede que fuera un defraudador y por eso no usaba nunca tarjetas de crédito ni teléfonos móviles, y que Pauline McGhee hubiera decidido marcharse de este mundo porque sí, porque a veces las mujeres se marchan sin más.

Faith empezaba a comprender que esa opción tenía sus ventajas.

En uno de los trayectos entre casa y casa, Will había llamado a Beulah, Edna y Wallace O’Connor, de Tennessee. Max Galloway no les había engañado en cuanto al padre; el anciano estaba en una residencia y no andaba muy bien de la cabeza. Las hermanas se mostraron muy comunicativas y era evidente que querían ayudar, pero lo único que pudieron decirles sobre el sedán blanco que habían visto pasar a toda velocidad en sentido contrario es que tenía el parachoques manchado de barro.

Rick Sigler, el hombre que acompañaba a Jake Berman aquella noche, tampoco les había ayudado mucho más. Cuando Faith lo llamó y se identificó, el hombre se llevó un susto de muerte, como si le fuera a dar un infarto. Estaba en una ambulancia, trasladando a un paciente al hospital, y todavía tenía que pasar a recoger a otros dos. Faith concertó una cita con él para la mañana siguiente, a las ocho, cuando terminara su turno.

Se quedó mirando su portátil. Sabía que debía escribirle un e-mail a Amanda para mantenerla informada, aunque su jefa se las arreglaba muy bien para enterarse de todo. Finalmente decidió cumplir con su deber. Se acercó el portátil, lo abrió y pulsó la barra espaciadora para activarlo.

En lugar de abrir el programa de correo pinchó sobre el icono del navegador. Extendió sus manos sobre el teclado y sus dedos comenzaron a moverse de forma espontánea: «Sara Linton Condado de Grant Georgia».

El Firefox le devolvió casi tres mil resultados. Clicó en el primer enlace, que la llevó hasta una página de medicina pediátrica que le pedía un nombre de usuario y una contraseña para acceder al artículo de Sara Linton sobre malformaciones del septo ventricular en niños desnutridos. El segundo enlace remitía a otro sitio igualmente fascinante y Faith fue hasta el final de la página, donde encontró un artículo sobre un tiroteo en un bar de Buckhead cuyas víctimas habían sido atendidas por Sara en el Grady.

Era consciente de que lo que estaba haciendo era absurdo. Hacer una búsqueda general estaba bien, pero incluso los artículos publicados en los periódicos sólo recogían una parte de la historia. Cuando mataban a un oficial de policía, siempre se recurría al DIG. Faith podía acceder a los archivos policiales a través de la base de datos internacional de la agencia. Abrió el programa e hizo una búsqueda genérica; de nuevo el nombre de Sara aparecía por todas partes, había testificado en cientos de casos en calidad de perito forense. Faith redujo el ámbito de la búsqueda eliminando sus comparecencias como perito.

Esta vez obtuvo sólo dos resultados. El primero era un caso de agresión sexual con más de veinte años de antigüedad. Como es habitual en la mayoría de buscadores había una breve descripción de los contenidos justo debajo del enlace, unas cuantas líneas que explicaban someramente el caso. Las leyó y colocó el puntero sobre el enlace, pero sin llegar a pinchar. Le vinieron a la cabeza las palabras de Will, su valiente defensa de la intimidad de Sara Linton.

Quizá tuviera una parte de razón.

Pinchó en el segundo enlace y accedió al expediente del caso de Jeffrey Tolliver. Saltaba a la vista que la víctima era un policía. Los informes eran largos y detallados; del tipo que escribes cuando quieres que todas y cada una de las palabras allí escritas se sostengan cuando subas al estrado a testificar. Ojeó el historial de Tolliver, sus años de servicio como representante de la ley. Había hipervínculos que permitían acceder a los casos en los que había trabajado. Faith conocía algunos de haberlos visto en las noticias, y otros porque había oído hablar de ellos a algún compañero en la cantina.

Continuó leyendo sobre la vida de Tolliver y, por el respeto con que la gente lo describía, se hizo una idea de la clase de hombre que debió de ser. No paró hasta que llegó a las fotos pertenecientes a la escena del crimen: Tolliver había muerto a consecuencia de la explosión de una bomba de fabricación casera. Sara estaba con él, lo había presenciado todo, le había visto morir. Las fotografías eran sobrecogedoras, el cuerpo había quedado destrozado. De algún modo las fotos de la escena del crimen habían terminado mezclándose: Sara con las manos extendidas para que la cámara pudiera captar las salpicaduras de sangre. El rostro de la doctora, en un primer plano muy corto, con los ojos tan inertes como los de su marido en las fotos tomadas en la morgue.

Según todos los archivos, el caso seguía abierto. No había ninguna resolución. Ningún arresto. Ninguna condena. Resultaba extraño, teniendo en cuenta que se trataba del asesinato de un policía. ¿Qué era lo que había dicho Amanda sobre Coastal?

Faith abrió otra ventana. Entre las competencias del DIG estaba la de investigar todas las muertes ocurridas en instituciones públicas. Faith buscó las muertes sucedidas en la cárcel de Coastal en los últimos cuatro años. Eran dieciséis en total. Tres de ellas habían sido homicidios: un racista de extrema derecha había muerto por apaleamiento en la sala común y dos afroamericanos se habían apuñalado mutuamente con el mango de un cepillo de plástico afilado. Faith ojeó rápidamente los otros trece: ocho suicidios y cinco muertes debidas a causas naturales. Pensó en lo que Amanda le había dicho a Sara Linton: «Nosotros cuidamos de los nuestros».

Los guardias de las instituciones penitenciarias lo llamaban «liberar a un preso bajo la custodia del Altísimo». La muerte tenía que ser discreta, poco llamativa y, sobre todo, verosímil. Un policía sabía perfectamente cómo cubrir sus huellas. Faith imaginó que alguno de los que habían muerto por sobredosis o suicidio debía de ser el asesino de Tolliver; era una muerte triste y lamentable, pero un acto de justicia, al fin y al cabo. Sintió una especie de alivio al saber que el asesino había sido castigado y que le habían ahorrado a la viuda un largo y penoso juicio.

Faith cerró los archivos uno por uno y volvió a abrir el Firefox. Escribió el nombre de Jeffrey Tolliver al lado del de Sara Linton en la barra de búsquedas e inmediatamente aparecieron en la pantalla varios artículos en el periódico local. El Grant Observer no era exactamente un periódico de primera línea: publicaba en su portada el menú diario de la escuela de primaria y las noticias más destacadas glosaban las proezas del equipo de fútbol del instituto.

Dado que ahora ya conocía las fechas exactas no tardó mucho en localizar los artículos relacionados con el asesinato de Tolliver. Coparon las páginas del periódico durante varias semanas. A Faith le sorprendió descubrir que era un hombre muy guapo. Había una foto del matrimonio en un evento formal: él iba de esmoquin y Sara lucía un vestido negro y ceñido. Junto a su marido se la veía radiante, parecía otra mujer. Curiosamente fue esa foto la que le hizo sentirse culpable por andar fisgoneando en la vida privada de Sara. Parecía insultantemente feliz en ella, como si absolutamente toda su vida fuera perfecta. Faith miró la fecha: la fotografía había sido tomada dos semanas antes de la muerte de Tolliver.

Con este último descubrimiento, cerró el portátil. Se sentía abatida y levemente asqueada de su comportamiento. Al menos en esto Will tenía toda la razón: no debería haber curioseado.

En penitencia sacó el glucómetro. Le había subido el azúcar, y tuvo que pararse un momento a pensar para recordar lo que debía hacer. Tenía que pincharse otra vez. Miró en su bolso. Sólo le quedaban tres dosis de insulina y aún no había pedido cita con Delia Wallace.

Se subió la falda para pincharse en el muslo. Todavía tenía la marca de la inyección que se había puesto en el baño a la hora de comer. Un pequeño hematoma rodeaba la marca de la aguja, y pensó que lo mejor era pincharse en la otra pierna. La mano no le tembló tanto como la vez anterior, y sólo tuvo que contar hasta veintiséis antes de clavar la aguja en su muslo. Se recostó en la silla, esperando a que la inyección le hiciera efecto. Pasó un minuto entero y se sintió aún peor.

«Mañana», pensó. Lo primero que haría al levantarse sería pedir cita con Delia Wallace.

Se levantó y se estiró la falda. La cocina estaba hecha un desastre: los platos se acumulaban en el fregadero y el cubo de la basura estaba desbordado. No era demasiado ordenada, pero normalmente su cocina estaba impecable; había tenido que visitar demasiadas escenas del crimen en las que la víctima yacía en el suelo de una mugrienta cocina y la escena siempre despertaba en ella un sentimiento de hostilidad hacia la mujer, como si se mereciera que su novio la matara a palos o que un desconocido le pegara un tiro por tener el fregadero lleno de platos sucios.

Se preguntó qué pensaría Will cuando contemplaba la escena de un crimen. Habían investigado juntos muchos homicidios, pero cuando estaban frente a un cadáver su rostro era siempre inescrutable. Había empezado su carrera en el DIG. Nunca había llevado uniforme, nunca le habían llamado para investigar un olor extraño y se había encontrado con una anciana muerta en su sofá, no sabía lo que era salir a patrullar, ni había tenido que parar a un conductor por exceso de velocidad sin saber de antemano si sería un adolescente inofensivo o un pandillero armado el que iba al volante.

Era asquerosamente «pasivo». Faith no podía entenderlo. Pese a su actitud, Will era un hombre fuerte y grande. Salía a correr todos los días, así cayeran chuzos de punta o hiciera un sol de justicia, levantaba pesas, incluso había excavado un estanque en su jardín. Había tanto músculo bajo esos trajes que tanto le gustaban que su cuerpo parecía estar labrado en piedra. Y sin embargo, esa misma tarde se había quedado sentado, con el bolso de Faith en el regazo, suplicándole a Galloway un poco más de información. Si ella hubiera estado en su lugar habría arrinconado al cretino de Galloway contra la pared para estrujarle los testículos hasta que cantara La Traviata.

Pero ella no era Will, y éste nunca haría una cosa así. Él se limitaba a estrecharle la mano a Galloway y a agradecerle la cortesía profesional como un gorila corto de luces.

Se agachó para sacar el detergente en polvo de debajo del fregadero, pero la caja estaba vacía. Volvió a dejarla en su sitio y fue hacia la nevera para apuntarlo en la lista de la compra. Llevaba tres letras escritas cuando vio que ya lo había apuntado. Dos veces.

—Mierda —murmuró, y se llevó la mano al vientre. ¿Cómo iba a hacerse cargo de un niño si ni siquiera era capaz de cuidar de sí misma? Quería a Jeremy, lo adoraba, pero había tenido que esperar dieciocho años para empezar a hacer su vida, y ahora que por fin lo había conseguido tendría que volver a esperar otros dieciocho. Para entonces tendría ya más de cincuenta, sería casi una abuela con derecho a descuentos para la tercera edad.

¿Era eso lo que quería? ¿Estaba realmente en condiciones de hacer frente a algo así? No podía pedirle otra vez a su madre que le echara una mano. Evelyn quería mucho a Jeremy, y jamás se había quejado por tener que cuidar de su nieto —ni durante el tiempo que Faith estuvo en la academia de policía ni cuando tenía que doblar el turno para poder llegar a fin de mes—, pero a estas alturas no podía esperar que su madre la ayudara como la ayudó entonces.

¿Con quién más podía contar?

Con el padre de la criatura no, desde luego. Víctor Martínez era alto, moreno, guapo… y completamente incapaz de cuidar de sí mismo. Era jefe de estudios en la politécnica de Georgia y tenía casi veinte mil alumnos a su cargo, pero ni siquiera era capaz de encontrar un par de calcetines limpios por las mañanas. Habían salido juntos seis meses antes de que él se mudara a su casa, cosa que a ella le había parecido increíblemente impulsiva y romántica hasta que empezaron a convivir realmente. Al cabo de una semana, Faith ya le hacía la colada a Víctor, le recogía la ropa del tinte, le preparaba la comida y limpiaba lo que él ensuciaba. Era como tener que criar a Jeremy otra vez, aunque a su hijo al menos lo podía castigar si no cumplía con sus obligaciones. Un día, Faith acababa de fregar la pila cuando llegó Víctor y le dejó un cuchillo pringado de manteca de cacahuete en el escurridor; fue la gota que colmó el vaso. Si hubiera tenido a mano la pistola en ese momento le habría pegado un tiro.

A la mañana siguiente se fue de su casa.

A pesar de todo, Faith no pudo evitar enternecerse pensando en Víctor mientras cerraba la bolsa de la basura. Ésa era otra diferencia entre su hijo y su ex amante: a éste no había que pedirle seis veces que sacara la basura. Era una de las tareas que más odiaba Faith, y —por ridículo que pueda parecer— sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras pensaba que tenía que sacar la basura, bajar con la bolsa por las escaleras y tirarla en el contenedor.

Alguien llamó a la puerta: tres golpes cortos y luego el timbre.

Se enjugó las lágrimas de camino a la puerta; tenía las mejillas tan húmedas que tuvo que usar la manga. Todavía llevaba encima la pistola, así que no se molestó en mirar por la mirilla.

—Esto sí que es nuevo —dijo Sam Lawson—. Normalmente las mujeres lloran cuando me voy, no cuando llamo a su puerta.

—¿Qué quieres, Sam? Es tarde.

—¿No vas a invitarme a entrar? —preguntó moviendo las cejas—. Lo estás deseando.

Faith estaba demasiado cansada para discutir, así que se dio media vuelta y le invitó a seguirla hasta la cocina. Había estado saliendo unos años con Sam Lawson, pero ya ni siquiera sabía qué había visto en él. Bebía demasiado, estaba casado, no le gustaban los críos. Le resultaba cómodo y sabía cuándo marcharse, lo cual significaba que se iba en cuanto había cumplido su función.

Vale, ahora ya recordaba qué era lo que había visto en él.

Sam se sacó el chicle de la boca y lo tiró a la basura.

—Me alegro de haber tropezado hoy contigo. Tengo que contarte algo.

Faith se preparó para escuchar las malas noticias.

—Tú dirás.

—Ya no bebo. Llevo un año completamente sobrio.

—¿Has venido a hacer las paces?

Sam se echó a reír.

—Por Dios, Faith. Debes de ser la única persona en mi vida a la que no he dejado tirada.

—Sólo porque yo te di la patada antes de que tuvieras ocasión —replicó Faith cerrando la bolsa de la basura de un tirón.

—Esa bolsa se va a romper.

No había terminado la frase cuando el plástico se rajó.

—Mierda —masculló Faith.

—¿Quieres que…?

—Puedo sola.

Sam se inclinó sobre el mostrador.

—Me encanta observar a una mujer haciendo las tareas del hogar.

Faith lo fulminó con la mirada.

Sam sonrió de nuevo.

—Creo que hoy en Rockdale te has despachado a gusto.

Faith blasfemó mentalmente al recordar que Max Galloway todavía no les había enviado los informes relativos a la escena del crimen. Estaba tan furiosa que no había estado pendiente, y no estaba dispuesta a permitir que volviera a salirle con que todo era mera rutina.

—Faith, te estoy hablando.

—La policía de Rockdale colabora sin reservas en la investigación —respondió sin salirse de lo acordado.

—Es la hermana la que debería preocuparte. ¿Has visto las noticias? Joelyn Zabel va por ahí culpando a tu compañero de la muerte de su hermana.

Aquello era algo que no pensaba permitir.

—Lee el informe de la autopsia.

—Ya lo he leído —replicó Sam. Faith imaginó que Amanda había filtrado el informe a ciertas personas para que divulgaran su contenido lo antes posible—. Jacquelyn Zabel se suicidó.

—¿Le has dicho eso a la hermana? —le preguntó Faith.

—A ella no le importa la verdad.

Faith le miró con ironía.

—Como a la mayoría.

El periodista encogió los hombros.

—Ya consiguió lo que quería de mí. Ahora prefiere salir en televisión.

—El Atlanta Beacon no es lo suficientemente bueno para ella, ¿eh?

—¿Por qué te pones tan borde conmigo?

—No me gusta tu trabajo.

—A mí tampoco me enloquece el tuyo, ¿sabes? —Se fue hacia el armario del fregadero para sacar una bolsa de basura—. Métela dentro de otra bolsa.

Faith cogió una nueva bolsa y trató de no pensar en lo que Pete había hallado durante la autopsia.

—¿Qué dice él? Me refiero a tu compañero, Trent —preguntó Sam con aire distraído mientras volvía a guardar el paquete de bolsas en el armario.

—El departamento de relaciones públicas te dará la información que necesites.

No era de los que aceptaban un no por respuesta.

—Francis me dijo que Galloway le ha dejado hoy a la altura del betún. Me lo ha pintado como un gorila con pocas luces.

La agente se olvidó por un momento de la basura.

—¿Quién es Francis?

—Fierro.

Mentalmente Faith se regodeó en lo afeminado del nombre.

—Y tú vas y publicas lo que te dice ese capullo sin molestarte en contrastar la información con alguien que te contaría la verdad.

Se apoyó en el mostrador de la cocina.

—Afloja un poco, ¿quieres? Me limito a hacer mi trabajo.

—¿Te dejan poner excusas en Alcohólicos Anónimos?

—No publiqué lo del asesino del riñón.

—Porque se demostró que no era verdad antes de que lo hicieras.

Se echó a reír.

—No hay manera de colarte un farol —dijo observándola mientras forcejeaba con la basura para meterla en la segunda bolsa—. Dios, cómo te he echado de menos.

Faith le fulminó con la mirada, pero sus palabras no le dejaron indiferente. Sam había sido su salvavidas durante muchos años; podía recurrir a él cuando de verdad lo necesitaba, pero no la agobiaba con sus atenciones.

—No he publicado nada sobre tu compañero —le dijo.

—Gracias.

—Pero ¿qué es lo que pasa con Rockdale? Es evidente que van a por vosotros.

—Tienen más interés en dejarnos en evidencia que en encontrar al tipo que secuestró a esas mujeres. —Faith no se paró a pensar en que estaba verbalizando los sentimientos de Will—. Sam, es algo terrible. He visto a una de ellas con mis propios ojos. Ese asesino… quienquiera que sea…

Tardó demasiado en darse cuenta de con quién estaba hablando.

Off the record —dijo él.

—Nada es off the record.

—Por supuesto que sí.

Faith sabía que era sincero. En el pasado le había contado secretos que él había guardado celosamente. Cosas relacionadas con algunos de sus casos. Secretos sobre su madre, una buena policía que había perdido su trabajo porque habían pillado a algunos de sus detectives metiendo la mano en alijos de droga. Sam jamás había publicado nada de lo que Faith le había contado, y por eso debía confiar en él ahora. Pero no podía, porque no se trataba sólo de ella, también concernía a Will. Puede que en ese momento odiara a su compañero por ser tan pusilánime, pero por nada del mundo iba a dejar que nadie le cuestionara.

—¿Qué te pasa, nena?

Faith miró la bolsa de basura rasgada que tenía a sus pies, sabiendo que si levantaba la vista él podría leerlo todo en su cara. Recordó el día en que descubrió que a su madre la habían expulsado del cuerpo. Evelyn no quiso que nadie la consolara; prefirió que la dejaran sola, y su hija se sintió igual hasta que apareció Sam, que se había colado en su casa exactamente igual que ahora. Al sentir sus brazos alrededor de su cuerpo, Faith se desmoronó y rompió a llorar como un bebé.

—¿Nena?

Ella abrió la bolsa nueva de una sacudida.

—Estoy cansada, de mal humor y parece que no te enteras de que no voy a darte ningún titular.

—No quiero un titular. —El tono de Sam había cambiado. Faith alzó la vista para mirarle, sorprendida al ver una sonrisa bailando en sus labios—. Estás…

Se le vinieron a la cabeza muchas formas de terminar la frase: hinchada, sudorosa, como una ballena.

—Preciosa —dijo Sam para sorpresa de ambos. Nunca había sido muy proclive al halago, y desde luego Faith no estaba acostumbrada a escucharlos.

Salió de detrás del mostrador y se acercó a ella.

—Te veo distinta —dijo tocándole el brazo. La rugosidad de su palma hizo que una oleada de calor y de deseo recorriera todo el cuerpo de ella—. No sé, pareces tan…

Estaba muy cerca y miraba fijamente sus labios, como si quisiera besarlos.

—Oh —exclamó Faith—. No, Sam.

Se apartó bruscamente. Ya le había pasado con su primer embarazo: a los hombres les daba por tirarle los tejos, por decirle que estaba preciosa, aunque tuviera la barriga tan grande que no podía ni atarse los cordones de los zapatos. Debían de ser las hormonas, las feromonas, o algo así. Con catorce le daba un poco de grima, pero ahora, con treinta y tres, simplemente le molestaba.

—Estoy embarazada.

Sus palabras quedaron flotando entre los dos como un globo de plomo. Faith cayó en la cuenta entonces de que era la primera vez que las pronunciaba en alto.

Sam intentó quitarle hierro al asunto haciendo una broma.

—Vaya, y ni siquiera he tenido que quitarme los pantalones.

—Lo digo en serio. Estoy embarazada.

—¿Y eso…? —A Sam parecía costarle encontrar las palabras—. ¿El padre?

Faith pensó en Víctor; aún tenía calcetines suyos en el cubo de la ropa sucia.

—No lo sabe.

—Deberías decírselo. Tiene derecho a saberlo.

—¿Desde cuándo eres el más indicado para decidir lo que es moral o inmoral en una relación?

—Desde que mi mujer se sometió a un aborto sin decirme nada. —Sam se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros. Levantó los suyos—. Gretchen pensaba que no estaba preparado. Probablemente tenía razón, pero aun así…

Faith se mordió la lengua. Pues claro que Gretchen tenía razón: hasta un dingo le habría sido de más ayuda para criar a un hijo.

—¿Fue mientras salías conmigo?

—Después —respondió Sam bajando la vista. Apretó el brazo de Faith y recorrió con los dedos el cuello de su blusa—. Todavía no había tocado fondo.

—No estabas en situación de tomar una decisión responsable.

—Todavía estamos intentando entender lo que pasó.

—¿Por eso estás aquí?

Sam la besó apasionadamente. Faith sintió la aspereza de su barba y el sabor de la canela del chicle que había estado mascando. La subió encima del mostrador y sus lenguas se entrelazaron. A Faith no le desagradó, y cuando las manos de Sam se deslizaron por sus muslos y le subieron la falda no se resistió. De hecho le ayudó, aunque probablemente no debería haberlo hecho, porque eso precipitó el final de manera innecesaria.

—Perdona —se disculpó Sam meneando la cabeza y casi sin aliento—. No pretendía… Yo sólo…

A Faith le daba igual. Pese a que con los años había logrado quitárselo de la cabeza, por lo visto su cuerpo recordaba cada centímetro del de Sam. Era tan condenadamente agradable volver a estar en sus brazos, volver a sentir la cercanía de alguien que lo sabía todo de su familia, de su trabajo y de su pasado… incluso aunque ese cuerpo no le sirviera de mucho ahora mismo.

Faith besó sus labios con mucha ternura.

—No pasa nada.

Sam se apartó. Estaba demasiado avergonzado para darse cuenta de que no importaba.

—Sammy…

—Todavía no le he cogido el tranquillo a esto de estar sobrio.

—No pasa nada —repitió Faith, e intentó besarle de nuevo.

Él se apartó bruscamente, mirando por encima de su hombro para no mirarla a los ojos.

—¿Quieres que…? —dijo, señalando su entrepierna sin demasiada convicción.

Faith exhaló un profundo suspiro. ¿Por qué todos los hombres de su vida la decepcionaban siempre? Dios sabía que sus expectativas no eran muy altas.

Sam miró su reloj.

—Gretchen debe de estar esperándome. Últimamente estoy trabajando hasta tarde.

Faith se rindió y apoyó la cabeza en el armario que tenía detrás. Pero aún podía sacar partido de aquella situación.

—¿Te importa llevarte la basura al salir?