Capítulo diez

EL DESPACHO DE WILL EN LA TERCERA PLANTA del edificio este de la alcaldía era poco más que un cuarto de servicio, con una ventana que daba a un par de vías de tren en desuso y al aparcamiento de un almacén de ultramarinos, punto de encuentro este último de cierta gente de aspecto sospechoso y con coches muy caros. El respaldo de su silla estaba tan pegado a la pared que cada vez que se movía arañaba el yeso. Aunque tampoco tenía que moverse mucho: podía ver todo el despacho sin ni siquiera mover la cabeza. Incluso resultaba difícil sentarse en la silla, porque tenía que pasar de perfil entre la ventana y el escritorio para poder llegar a ella; esta maniobra le hacía alegrarse de no ser una mujer embarazada.

Apoyó la barbilla en la mano mientras esperaba a que arrancara el ordenador, viendo parpadear la pantalla y los iconos que surgían en el escritorio. Lo primero que hizo fue abrir el correo y colocarse los auriculares para escucharlos con el SpeakText que había instalado unos años antes. Tras borrar un par de mensajes publicitarios con ofertas para mejorar su vida sexual y una petición de un depuesto presidente nigeriano encontró un mensaje de Amanda y un aviso de cambio en las condiciones del seguro médico del estado; lo reenvió a su cuenta personal para poder desentrañar tranquilamente los nuevos recortes de cobertura.

Pero el mensaje de Amanda no requería mucho estudio. Ella siempre escribía en mayúsculas y no se complicaba mucho con la gramática. «PONME AL DÍA», rezaba escuetamente también en negrita.

¿Qué podía contarle? ¿Que a su víctima le habían introducido en la vagina quince bolsas de basura? ¿Que a Anna, la que había logrado sobrevivir, le habían hecho lo mismo? ¿Que habían transcurrido doce horas y seguían sin tener ninguna pista sobre quién había podido secuestrarlas, y mucho menos aún sobre la relación que había entre ambas mujeres?

Ciegas, probablemente sordas y mudas. Will había estado en la cueva donde las habían tenido retenidas. No podía siquiera imaginar el infierno por el que habían tenido que pasar. Ver los instrumentos que había utilizado su torturador ya había sido bastante horrible, pero imaginaba que no poder verlos debía de ser mucho peor. Al menos ya no se culpaba por la muerte de Jackie Zabel, aunque saber que la mujer había elegido el fin estando tan cerca de ser rescatada no le reconfortaba precisamente.

Todavía podía oír el tono compasivo que había empleado Sara Linton al explicarle cómo se había quitado la vida Zabel. No era capaz de recordar cuándo fue la última vez que una mujer le habló así, tratando de lanzarle un salvavidas en lugar de gritarle para que nadara más deprisa, como hacía Faith o, aún peor, agarrándose de sus piernas, como solía hacer Angie.

Will se recostó en su silla, sabiendo que debía sacarse a Sara de la cabeza. Tenía entre manos un caso que requería toda su atención, de modo que se obligó a concentrarse en las mujeres por las que realmente podía hacer algo.

Anna y Jackie debían de haber huido de la cueva al mismo tiempo; Jackie sorda y ciega, y Anna probablemente ciega. Las dos mujeres no habrían podido comunicarse más que a través del tacto. ¿Habrían andado cogidas de la mano, tropezando, tratando de encontrar a tientas el camino para salir del bosque? En cualquier caso, en algún momento se separaron y terminaron perdiéndose. Anna debió de saber que estaba en la carretera al notar el frío del asfalto bajo sus pies desnudos, y quizá oyó el motor del coche que se acercaba. Jackie fue en dirección contraria y encontró un árbol por el que trepó para sentirse más segura. Y se quedó allí esperando. Notar el crujido de la madera, el movimiento de las ramas le debió de helar la sangre en las venas, pues esperaba que su secuestrador la encontrara en cualquier momento y la llevara de vuelta a aquel lugar oscuro y frío.

Debió de coger su carné de conducir, su identidad, con una mano, y el arma que usó para suicidarse en la otra. Su elección resultaba completamente incomprensible. ¿Bajarse del árbol para caminar sin rumbo en busca de ayuda, arriesgándose a ser capturada de nuevo, o hundir el cuchillo en su pecho? ¿Luchar por su vida o tomar el control y darle fin por su propia mano?

La autopsia daba testimonio de cuál había sido su decisión. La hoja había perforado su corazón, seccionando la arteria principal y haciendo que la sangre inundara su pecho. Según Sara, lo más probable era que Jackie hubiera muerto de forma instantánea, pues su corazón se paró antes incluso de caerse del árbol. Soltó el cuchillo y el carné de conducir. Habían encontrado aspirina en su estómago que había fluidificado su sangre, por ello había goteado durante un buen rato después de su muerte, y de ahí las gotas calientes en la nuca de Will. Al mirar hacia arriba y ver su mano extendida éste creyó que le pedía ayuda para liberarse, pero en realidad ya lo había logrado ella por sus propios medios.

El policía abrió una carpeta grande que tenía sobre el escritorio y sacó las fotos de la cueva. Vio los instrumentos de tortura, la batería de barco, las latas de sopa sin abrir; Charlie lo había documentado todo perfectamente y había hecho una lista describiendo cada objeto. Fue pasando las fotos y encontró la imagen con el mejor encuadre de la cueva; su compañero se había agachado junto a la escalera, tal como había hecho Will la noche anterior. Las lámparas de xenón iluminaban hasta el último resquicio. Will encontró otra foto que mostraba los instrumentos de tortura alineados como si fueran hallazgos de un yacimiento arqueológico. A simple vista podía imaginar para qué servían la mayoría de ellos, pero algunos eran tan complicados, tan espantosos, que ni siquiera era capaz de concebir para qué servían exactamente.

Will estaba tan absorto en sus pensamientos que tardó en darse cuenta de que su móvil estaba sonando. Lo abrió con mucho cuidado y contestó:

—Trent.

—Soy Lola, cielo.

—¿Quién?

—Lola. Una de las chicas de Angie.

La prostituta de la otra noche. Will intentó imprimirle a su voz un tono indiferente, porque con quien estaba furioso era con su ex, no con la puta, que se limitaba a hacer lo que hacen los oportunistas: intentar aprovecharse de las circunstancias. Pero no iba a dejar que se aprovecharan de él, estaba harto de tener a esas chicas revoloteando a su alrededor.

—Mira, no voy a sacarte de la cárcel. Si eres una de las chicas de Angie, habla con ella.

—No puedo localizarla.

—Ya, pues yo tampoco, así que deja de llamarme. Ni siquiera tengo su número. ¿Lo pillas?

No le dio ocasión de responder, simplemente colgó y dejó el móvil sobre la mesa con mucho cuidado. La cinta aislante empezaba a despegarse y el cordel se había aflojado. Le había pedido a Angie que le ayudara con lo del móvil antes de irse, pero, como era habitual en ella, no se había preocupado en ningún momento del asunto.

Se miró la mano, la alianza que llevaba en el dedo. ¿Era un idiota o solamente patético? Ya no veía la diferencia entre una cosa y otra. Seguro que Sara Linton no era el tipo de mujer que aguanta toda esa mierda en una relación; y sin duda el marido de Sara tampoco era un flojo capaz de aguantar cosas así.

—Dios, cómo odio las autopsias —dijo Faith entrando en el despacho. El color aún no había vuelto a sus mejillas. Will sabía de sobra que era así, ella no lo disimulaba, pero era la primera vez que le oía admitirlo abiertamente—. Caroline, la secretaria de Amanda, me ha dejado un mensaje en el buzón de voz. No podemos hablar con Joelyn Zabel sin que su abogado esté presente.

—¿De verdad piensa demandar al departamento?

—En cuanto encuentre un abogado en las Páginas Amarillas. ¿Estás listo para salir?

Will miró el reloj en la pantalla del ordenador. Habían quedado con los Coldfield en media hora y el refugio estaba a diez minutos de allí.

—Antes hablemos un poco de esto —sugirió.

Había una silla plegable apoyada contra la pared; Faith tuvo que cerrar la puerta para poder sentarse. Su despacho no era mucho más grande que el de Will, pero al menos podía estirar las piernas. El policía no sabía muy bien por qué, pero siempre acababan reuniéndose en su despacho; quizá porque el de Faith sí había sido antes un cuarto de servicio. No tenía ventana y aún flotaba en el ambiente un fuerte tufo a orina y a desinfectante. La primera vez que cerró la puerta, casi se desmaya por culpa de los efluvios.

Ella señaló el ordenador con un gesto de la cabeza.

—¿Qué es lo que tienes?

Giró el monitor para que pudiera leer el mensaje de Amanda. Faith entornó los ojos y frunció el ceño: su compañero seguía teniendo el fondo del mensaje en rosa y la letra en azul marino porque, por alguna extraña razón, así le resultaba más fácil descifrar las palabras. Rezongando, cambió los colores y se acercó el teclado para responder. La primera vez que lo hizo, Will se quejó amargamente, pero con el tiempo se había dado cuenta de que Faith era así con todo el mundo. Puede que tuviera que ver con el hecho de ser madre desde los quince años, o a lo mejor era simplemente un rasgo de su carácter, pero no se quedaba tranquila si no lo hacía todo ella.

Ahora que Jeremy estaba en la universidad y Víctor Martínez había salido de su vida, Will era el único al que podía mangonear. Él imaginaba que era como tener una hermana mayor, si bien Angie se comportaba igual y se acostaba con ella. Cuando coincidían, claro.

—A estas horas Amanda ya debe de tener los resultados de la autopsia de Jacquelyn Zabel —dijo Faith sin dejar de teclear—. ¿Qué tenemos? No hay huellas ni rastro que seguir. Mucho ADN en el esperma y en la sangre, pero todavía no hay ninguna coincidencia con las bases de datos. Tampoco hemos podido averiguar la identidad de Anna, ni tan siquiera su apellido. Un atacante que ciega a sus víctimas, les perfora el tímpano, las obliga a beber desatascador de tuberías… Las bolsas de basura… ¡Mierda! No sé ni por dónde empezar. Las tortura con Dios sabe qué, a una de ellas le extirpa una costilla. —Utilizó la flecha de desplazamiento para insertar algo al principio del renglón—. Probablemente con Zabel iba a hacer lo mismo.

—La aspirina —dijo Will—. La dosis encontrada en el estómago de Jacquelyn Zabel era diez veces superior a la normal.

—Un detalle por su parte darles algo para mitigar el dolor. ¿Te lo imaginas? Atrapadas en esa cueva, sin poder oírle, sin ver lo que hacía, sin poder pedir auxilio. —Faith hizo clic en el botón de enviar y se recostó en la silla—. Doce bolsas de basura. ¿Cómo pudo pasarlo por alto Sara con la primera víctima?

—Seguro que tú no habrías dudado en hacerle un examen pélvico a una paciente con casi todos los huesos de su cuerpo rotos y un pie en la tumba.

—No seas quisquilloso. No sé qué pinta en este caso.

—¿Quién?

Faith puso los ojos en blanco y cogió el ratón para abrir el navegador.

—¿Qué haces?

—Voy a investigarla. Su marido murió en acto de servicio, seguro que salió en los periódicos.

—Eso no es justo.

—¿Qué quieres decir con que no es justo?

—Faith, son asuntos personales. No te metas…

Pulsó la tecla de «Intro». Will no sabía qué hacer, así que se agachó y desenchufó el ordenador. Ella movió el ratón y le dio a la tecla de espacio. El edificio era antiguo, la luz se iba cada dos por tres, así que levantó la vista y se percató de que las luces seguían encendidas.

—¿Has apagado el ordenador?

—Si Sara Linton quisiera que conocieras los detalles de su vida personal te los contaría ella misma.

—¿El palo que llevas metido por el culo te ayuda a mejorar la postura? —Faith se cruzó de brazos y le lanzó una mirada asesina—. ¿No te parece raro el modo en que se ha colado en nuestro caso? Ya no es forense, es una médico civil. Si no fuera tan guapa tú también lo encontrarías raro…

—¿Y qué tiene que ver su belleza con todo esto?

Faith tuvo la cortesía de dejar sus palabras flotando sobre ellos como un neón con la palabra «idiota». Y las luces siguieron brillando durante un minuto antes de continuar.

—Por si lo has olvidado, te recuerdo que tengo un ordenador en mi despacho. Si quiero investigarla me resultará muy fácil.

—Pues encuentres lo que encuentres, no quiero saberlo.

Faith se frotó la cara con las manos. Se quedó mirando el cielo gris que se veía desde la ventana durante otro largo minuto.

—Esto no tiene ningún sentido. Es un callejón sin salida. Necesitamos un hilo del que podamos tirar —conjeturó Faith.

—Pauline McGhee…

—Leo no ha podido localizar al hermano. Dice que la casa de Pauline está limpia: no hay documentos ni nada que tenga que ver con sus padres ni otros parientes. Tampoco parece tener ningún alias, aunque sería fácil ocultarlo; bastaría con pagar lo suficiente a la gente adecuada. Los vecinos de Pauline mantienen su versión: o no la conocen o no es santo de su devoción; en cualquier caso no saben nada de su vida. Leo ha hablado también con los profesores del colegio del niño: lo mismo. Por el amor de Dios, su hijo está con los de servicios sociales porque la madre no tiene ningún amigo que quiera hacerse cargo de él.

—¿En qué está ahora Leo?

Faith miró su reloj de pulsera.

—Probablemente intenta encontrar un modo de liquidar todo esto cuanto antes —dijo frotándose los ojos de nuevo—. Está comprobando las huellas de McGhee, pero no creo que saque nada en limpio. A menos que haya sido detenida alguna vez.

—¿Sigue molesto porque nos hayamos metido en su caso?

—Más que antes. —Faith apretó los labios—. Yo creo que es porque ha estado enfermo hace poco. Ya sabes cómo funciona: calculan lo que les cuesta tu seguro y buscan la manera de deshacerse de ti si generas demasiados gastos. Y más te vale no tener una enfermedad crónica que requiera un tratamiento más o menos caro.

Por suerte, ni Will ni Faith tenían motivos para preocuparse por eso todavía.

—Podemos dejar de lado el secuestro de Pauline; a lo mejor fue una simple discusión y su hermano acabó perdiendo los papeles, o la secuestró un extraño. Es una mujer muy atractiva.

—Si no tiene relación con nuestro caso, lo más probable es que fuera alguien de su entorno.

—El hermano.

—No habría prevenido al niño en ese sentido a menos que realmente estuviera preocupada. —Razonó Faith—. Y también está el tal Morgan… Un cabrón arrogante; cuando hablé con él por teléfono sentí ganas de abofetearle. A lo mejor había algo entre Pauline y él.

—Trabajaban juntos. Puede que ella lo presionara demasiado y se le fuera la mano. Les pasa mucho a los hombres que trabajan con marimandonas.

—Ja, ja —replicó Faith—. Pero ¿no crees que Felix lo habría reconocido?

Will se encogió de hombros. Los niños podían bloquear cualquier cosa. Y a los adultos tampoco se les daba mal.

—Ninguna de las otras dos víctimas que conocemos tiene hijos. Y nadie ha dado parte a la policía de su desaparición, que sepamos. El coche de Jacquelyn Zabel ha desaparecido. No sabemos si Anna tiene coche, ni siquiera sabemos aún su apellido. —El tono se iba haciendo más agudo según avanzaba en la enumeración—. ¿Qué digo su apellido? Igual ni siquiera se llama Anna. ¿Quién sabe lo que oyó Sara en realidad?

—Yo también lo oí —dijo Will, defendiéndola—. Oí que dijo «Anna».

Faith lo ignoró.

—¿Todavía crees que podría haber dos secuestradores?

—Ahora mismo no estoy seguro de nada, excepto de que quienquiera que sea no es un aficionado. Su ADN está por todas partes, lo que probablemente indica que no está fichado y no le preocupan nuestras bases de datos. No tenemos ninguna pista porque no las ha dejado. Es bueno. Sabe cómo cubrir su rastro.

—¿Un poli? —Dejaron la pregunta en el aire y Faith continuó razonando—: De algún modo se las arregla para que las mujeres no desconfíen de él… Le dejan acercarse lo suficiente como para que pueda secuestrarlas sin que nadie lo vea.

—Un traje —dijo Will—. En principio las mujeres, y los hombres también, suelen fiarse más de un extraño si va bien vestido. Suena clasista, pero es la verdad.

—Genial. Ahora ya sólo tenemos que interrogar a todos los hombres de Atlanta que llevaban traje esta mañana. No había huellas en las bolsas de basura que encontramos dentro de las dos víctimas. Nada en la cueva que podamos rastrear. La huella ensangrentada en el carné de Jacquelyn Zabel es de Anna. No sabemos su apellido. No sabemos dónde vive, ni dónde trabaja, ni si tiene familia. —Fue contando con los dedos.

—Es evidente que el secuestrador tiene un método. Y es paciente: excavó la cueva y la preparó para acomodar a sus víctimas. Como has dicho antes, seguramente vigila a las mujeres antes de secuestrarlas. No es la primera vez que lo hace; a saber cuántas víctimas habrá habido ya.

—Sí, pero ninguna ha vivido para contarlo, o habríamos encontrado algo en la base de datos del FBI.

En ese momento sonó el teléfono y Faith lo cogió.

—Mitchell.

Escuchó unos segundos y sacó su libreta del bolso. Anotó en grandes mayúsculas lo que le decían, pero Will no era capaz de leer las palabras.

—¿Podrías seguir buscando a ver si averiguas algo más? —Esperó—. Genial. Cualquier cosa, llámame al móvil. Era Leo: ya tiene los resultados de las huellas que encontramos en el todoterreno de Pauline McGhee. Su verdadero nombre es Pauline Agnes Seward. Alguien denunció su desaparición en Ann Arbor, Michigan, en 1989, cuando tenía diecisiete años. Según la denuncia, sus padres dijeron que habían tenido una fuerte discusión. Por lo visto iba por mal camino: consumía drogas y no volvía a casa a dormir. Tenían sus huellas porque fue acusada de robar en una tienda, aunque ella se declaró inocente. La policía local siguió el protocolo habitual y archivaron sus huellas; hacía veinte años que nadie preguntaba por ella. Eso concuerda con lo que dijo Morgan. Pauline le contó que se escapó de casa con diecisiete años. Sobre el hermano no ha encontrado nada, pero va a investigar sus antecedentes más a fondo. —Faith volvió a guardar la libreta en su bolso—. Está intentando localizar a sus padres. Esperemos que sigan viviendo en Michigan.

—Seward no es un apellido muy común.

—No. Pero habríamos encontrado algo en las bases de datos si el hermano hubiera estado implicado en algún delito grave.

—¿Tenemos un rango de edad? ¿Algún nombre?

—Leo ha dicho que volverá a llamar en cuanto averigüe algo nuevo.

Will se recostó en su silla y apoyó la cabeza en la pared.

—Pauline sigue sin formar parte del caso, de momento. No tenemos ninguna pauta que nos permita conectarla con las otras víctimas.

—Pero se parece mucho a ellas: no cae muy bien a los que la conocen; no tiene amigos, ninguno íntimo, al menos.

—Quizá ella y su hermano fueran íntimos —sugirió Will—. Leo dice que Pauline recurrió a un donante de esperma para tener a Felix. ¿Y si el hermano hubiera sido el donante?

Faith soltó un gruñido de repugnancia.

—Por Dios, Will.

El tono de ella le hizo sentirse culpable por haberse atrevido a sugerir algo así, pero el hecho era que su trabajo consistía precisamente en ponerse en lo peor.

—Y entonces, ¿qué otro motivo podía tener para advertirle a su hijo de que su tío era un hombre malo del que ella debía protegerle?

Faith tardó unos segundos en decidirse a responder.

—Abusos sexuales.

—A lo mejor me equivoco —admitió Will—. A lo mejor resulta que el hermano es un ladrón, un estafador o un yonqui. Incluso puede que esté en el talego.

—Si hubiera algún Seward fichado en Michigan, Leo ya habría encontrado su expediente en las bases de datos.

—Quizá haya habido suerte.

Faith meneó la cabeza.

—Pauline le tenía miedo, no quería que su hijo se acercara a él. Eso indica que había un problema de violencia, un temor relacionado con algún hecho violento.

—Pero tú misma lo acabas de decir: si la hubiera amenazado o acosado habríamos encontrado una denuncia o algo parecido.

—No necesariamente. La gente no recurre a la policía para resolver un problema familiar, y no deja de ser su hermano. Lo sabes perfectamente.

Will no estaba tan seguro, pero ella tenía razón en cuanto a la denuncia.

—¿Qué tendría que suceder para que no permitieras que Jeremy tuviera ninguna relación con tu propio hermano?

Faith se quedó pensando un momento.

—No se me ocurre qué podría hacer Zeke para que yo prohibiera a Jeremy hablar con él.

—¿Y si te pegara?

Faith abrió la boca para contestar, pero cambio de opinión sobre lo que iba a decir.

—Aquí no se trata de lo que haría yo, sino Pauline. —Se quedó callada, pensando—. La familia es un mundo muy complejo. La gente traga con cualquier cosa cuando se trata de un miembro de la suya.

—¿Chantaje? —Will sabía que se estaba agarrando a un clavo ardiendo, pero continuó—: ¿Y si el hermano sabía de algo comprometedor relacionado con el pasado de Pauline? Tuvo que haber una razón para que se cambiase el nombre a los diecisiete años. Veinte después tiene un buen trabajo, paga la hipoteca con comodidad, conduce un buen coche… Probablemente estaría dispuesta a pagar con tal de conservar ese estatus. —Pero él mismo echó abajo su teoría—. Por otro lado, si el hermano le estuviera haciendo chantaje no le convendría en absoluto apartarla de su trabajo. No hay motivo para un secuestro.

—No la han secuestrado para pedir un rescate. A nadie le importa que haya desaparecido.

Will meneó la cabeza. Otro callejón sin salida.

—Vale. A lo mejor Pauline no tiene nada que ver con nuestro caso. Quizá tenga con su hermano un rollo al estilo de la película Flores en el ático. Y entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos sentamos a esperar a que desaparezca una tercera o una cuarta mujer?

Will no sabía qué responder a eso. Por suerte no era él quien debía responder. Su compañera miró el reloj.

—Ya es hora de ir a hablar con los Coldfield.

Había varios niños en el refugio para mujeres de la calle Fred, algo con lo que Will no había contado, aunque era lógico que las mujeres sin hogar tuvieran hijos en semejante situación. Habían acordonado una zona delante del refugio para que pudieran jugar. Los había de diversas edades, pero imaginó que todos tenían menos de seis años porque a esas horas los mayores estarían en el colegio. Todos llevaban ropas desparejadas y descoloridas, y sus juguetes habían conocido tiempos mejores: Barbies con el pelo cortado, coches a los que les faltaba ya alguna rueda. Will pensaba que debería sentir pena por ellos, porque verles allí jugando era como contemplar una escena de su propio pasado, si bien aquellos niños, a diferencia de él, tenían al menos a uno de sus progenitores para cuidarlos: una mínima conexión con el mundo normal.

—Por Dios santo —dijo Faith mientras revolvía dentro del bolso. Había un bote para donativos en el mostrador de la entrada principal, e introdujo dos billetes de diez—. Pero ¿quién vigila a estos niños?

Will echó un vistazo al vestíbulo. Las paredes estaban decoradas con recortables y dibujos de Pascua de los niños. También vio una puerta cerrada con un cartel que indicaba que era el lavabo de señoras.

—Seguramente estará en el baño.

—Cualquiera podría llevárselos tranquilamente.

Will no creía que hubiera mucha gente interesada en llevarse a estos niños. Ése era parte del problema.

—«Pulse el timbre y le atenderemos» —dijo Faith. Will imaginó que estaba leyendo el cartel que había debajo del timbre, cosa que hasta un mono habría podido suponer. Se asomó por encima del mostrador y pulsó el timbre.

—Dan clases de informática.

—¿Qué?

Faith cogió uno de los folletos que había sobre el mostrador y le mostró los dibujos de mujeres y niños sonrientes en la primera página, y un par de logos de patrocinadores debajo.

—Clases de informática, orientación psicopedagógica, comidas —leyó Faith—. Consejo médico de orientación cristiana. —Volvió a dejar el folleto en su sitio—. Supongo que eso significa que te dirán que vas a ir al infierno si abortas. Buen consejo para una mujer que ya tiene una boca que no puede alimentar.

Pulsó el timbre con tal impaciencia que salió rodando por el mostrador. Will se agachó para recoger el timbre del suelo y, al levantarse se encontró con una mujerona hispana detrás del mostrador con un niño en brazos. Con un fuerte acento tejano habló directamente a Faith:

—Si han venido a arrestar a alguien sólo les pido que no lo hagan delante de los niños.

—Hemos venido a hablar con Judith Coldfield —replicó Faith en voz baja. Imaginaba que los niños habrían adivinado que era policía, igual que la mujer.

—Tienen que ir por el otro lado. Judith está a cargo de la tienda hoy.

Sin esperar a que le dieran ni las gracias, dio media vuelta y desapareció por el vestíbulo otra vez. Faith abrió la puerta y salieron a la calle.

—Estos sitios me ponen de los nervios.

Will pensó que era raro odiar un refugio para indigentes, incluso en Faith.

—¿Y eso?

—Deberían limitarse a ayudarlas, sin pedir a cambio que recen.

—Hay gente que encuentra cierto consuelo en la oración.

—¿Y los que no? ¿No merecen que se les ayude? No tienes casa y estás muerto de hambre, pero no te dan una comida gratuita ni un lugar seguro donde dormir a menos que asumas que el aborto es un crimen abominable y aceptes que otros te digan lo que debes hacer con tu cuerpo.

Will no estaba muy seguro de cómo responder, así que se limitó a seguirla por el lateral del edificio de ladrillo mientras ella se acomodaba bruscamente la correa del bolso en el hombro. Cuando llegaron a la puerta de la tienda, Faith seguía rezongando. Fuera había un letrero que probablemente tenía escrito el nombre del refugio. Nadie andaba sobrado de dinero en esos momentos, y menos las instituciones que dependían de la caridad y el altruismo de la gente. Muchos de los albergues de la zona aceptaban donativos en especie que revendían para recaudar fondos que les permitieran seguir manteniendo al menos los servicios básicos. Había carteles en el escaparate publicitando los artículos que se vendían en la tienda; Faith los leyó según se acercaban a la entrada.

—«Menaje, textil hogar, ropa, se admiten donaciones, portes gratuitos para artículos grandes».

Will abrió la puerta, deseando que Faith se callara durante un buen rato.

—«Abrimos de lunes a sábado». «No se admiten perros».

—Vale, ya está —le dijo Will echando un vistazo al interior de la tienda.

En un estante había varias licuadoras puestas en fila, y en el de debajo, tostadoras y un microondas compacto. También había ropa colgada en perchas, la mayoría prendas que estaban de moda en los ochenta. Las latas de sopa y demás comestibles no perecederos estaban almacenados en la parte de la tienda menos expuesta al sol que entraba por los escaparates. A Will le sonaron las tripas, y de pronto se acordó de las latas de comida que llegaban al orfanato durante las vacaciones. Nadie donaba nunca cosas buenas. La mayoría eran latas baratas de jamón y encurtidos, justo lo que todos los niños querían cenar en Nochebuena. Faith vio otro cartel:

—«Todos los donativos se pueden desgravar». «El dinero recaudado se destina íntegramente a ayudar a mujeres y niños sin hogar». «Dios bendice a quienes bendicen al prójimo».

Will se percató de que le dolía la mandíbula de tan abierta como tenía la boca. Afortunadamente no tuvo mucho tiempo para recrearse en el dolor: un hombre apareció detrás del mostrador vestido como un granjero de película.

—¿En qué puedo ayudarles?

Sobresaltada, Faith se llevó una mano al pecho.

—¿Quién coño es usted?

El hombre se puso tan colorado que Will casi pudo sentir su calor en la cara.

—Lo siento —dijo limpiándose la mano en la pechera de su camiseta. Unas sombras negras indicaban que repetía ese mismo gesto a menudo—. Soy Tom Coldfield. He venido a ayudar a mi madre con…

Señaló el suelo de detrás del mostrador. Will vio que estaba arreglando un cortador de césped y tenía el motor parcialmente desmontado. Parecía que intentaba cambiar la correa del ventilador, pero eso no justificaba que hubiera despiezado el carburador.

—Hay un… —comenzó Will.

—Soy la agente especial Faith Mitchell —le interrumpió ella—. Y éste es mi compañero Will Trent. Venimos a hablar con Judith y Henry Coldfield. ¿Es usted familiar suyo?

—Son mis viejos —explicó el hombre. Sonrió a Faith mostrando sus grandes dientes de conejo—. Están ahí detrás. Parece que a mi padre no le hace mucha gracia perderse su partida de golf.

El hombre pareció reparar en lo absurdo que debía de resultar para ellos este comentario.

—Disculpen, ya sé que lo que le ocurrió a esa mujer es espantoso. Es sólo que… En fin… Que ya le contaron a ese otro detective todo lo que vieron.

Faith continuó sin perder la amabilidad.

—Estoy segura de que no tendrán inconveniente en volver a contárnoslo a nosotros.

Tom Coldfield no parecía muy de acuerdo con ella, pero les hizo un gesto para que le acompañaran a la trastienda. Will le cedió el paso a Faith y fueron abriéndose camino entre las múltiples cajas que había por el suelo. Will dedujo que Tom debía de haber sido bastante atlético, pero su complexión había cambiado al superar la barrera de los treinta y ahora tenía una amplia cintura y los hombros caídos. La pequeña calva que lucía en la coronilla parecía la tonsura de un monje franciscano. Sin necesidad de preguntar imaginó que debía de tener un par de críos: su aspecto era el de un padre devoto. Probablemente conducía una furgoneta familiar y jugaba al fútbol online.

—Disculpen el desorden —dijo Tom—. Andamos cortos de voluntarios.

—¿Trabaja usted aquí? —le preguntó Faith.

—Oh, no, me volvería loco si tuviera que hacerlo —dijo riendo ante la expresión de sorpresa de Faith—. Soy controlador aéreo. Mi madre me chantajea para que venga a echarle una mano cuando andan cortos de gente.

—¿Estuvo usted en el ejército?

—En las fuerzas aéreas… Seis años. ¿Cómo lo ha adivinado?

Faith se encogió de hombros.

—Es la forma más fácil de conseguir la titulación —respondió—. Mi hermano está en las fuerzas aéreas, destinado en Alemania.

Tom apartó una caja que les estorbaba el paso.

—¿En Ramstein?

—En Landstuhl. Es cirujano.

—Las cosas andan feas por allí. Su hermano debe de ser un buen hombre.

Faith dejó a un lado sus opiniones personales y volvió a su faceta de policía.

—Sí lo es.

Tom se detuvo frente a una puerta cerrada y llamó con los nudillos. Will miró hacia el pasillo y vio el mostrador donde les había atendido la mujer. Faith se dio cuenta y, mirando a Will, puso los ojos en blanco. El hombre abrió la puerta.

—Mamá, éstos son el detective Trent y… Perdone, ¿Mitchell?

—Sí —respondió Faith.

Les presentó a sus padres, aunque no había necesidad alguna, pues en la habitación no había más que dos personas. Judith estaba sentada tras un escritorio, encima del cual tenía abierto un libro de contabilidad. Henry estaba sentado en una silla, junto a la ventana, leyendo un periódico, y se tomó su tiempo para cerrarlo y doblarlo cuidadosamente antes de atender a los agentes. Tom no había mentido al decir que a su padre no le había hecho ninguna gracia perderse su partido de golf. Henry Coldfield era como una parodia del típico viejo gruñón.

—¿Traigo más sillas? —preguntó Tom, y desapareció sin esperar respuesta.

La oficina era de tamaño normal, lo suficientemente grande como para albergar a cuatro personas sin que sus codos se rozaran. No obstante, Will se quedó en la puerta mientras Faith tomaba asiento en la única silla que quedaba libre. Normalmente se ponían de acuerdo de antemano sobre quién llevaría la voz cantante, pero esta vez no habían preparado nada. Cuando miró a Faith ésta se limitó a encogerse de hombros. Resultaba difícil saber por dónde respiraban los Coldfield, de modo que no tenían más remedio que improvisar. Al interrogar a un testigo, lo primero y más importante era hacer que se sintiera cómodo; la gente no suele abrirse de forma espontánea, y no proporciona información relevante hasta que no le dejas claro que no eres el enemigo. Puesto que era Faith la que se había sentado más cerca de ellos, fue ella la primera en hablar.

—Antes de nada, quisiera agradecerles que hayan accedido a hablar con nosotros. Sé que han hablado ya con el detective Galloway, pero lo que vieron la otra noche debió de resultar muy traumático, y a veces hacen falta unos días para recordar los detalles con claridad.

—La verdad es que nunca nos había pasado nada parecido —dijo Judith Coldfield.

Will se preguntó si aquella mujer creía que los demás mortales atropellaban todos los días a una mujer que previamente había sido violada y torturada en una cueva subterránea. Al parecer su marido pensaba lo mismo.

—Judith…

—Oh, qué tontería —dijo la mujer llevándose la mano a la boca para ocultar una sonrisa avergonzada.

Will supo entonces de quién había heredado Tom los dientes de conejo y la facilidad para ruborizarse.

—Quiero decir que es la primera vez que hablamos con la policía —se explicó la mujer acariciando la mano de su marido—. A Henry le multaron por exceso de velocidad una vez, pero nada más. ¿Cuándo fue, te acuerdas?

—En el verano del 83 —respondió Henry. A juzgar por el modo en que apretó la mandíbula no guardaba un buen recuerdo de aquella experiencia. Miró a Will como si únicamente un hombre pudiera entenderlo—. Siete millas por encima del límite.

Will buscó una fórmula que le permitiera solidarizarse con él, pero tenía la mente en blanco.

—¿Son ustedes del norte? —preguntó a Judith.

—¿Tanto se nota? —Rio la señora, tapándose la boca de nuevo para ocultar su sonrisa. Sus dientes debían de acomplejarla mucho—. Somos de Pennsylvania.

—¿Vivían allí antes de jubilarse?

—Oh, no. Nos mudábamos con frecuencia por el trabajo de Henry. Vivimos en Oregón, en el estado de Washington, en California… Aquello no nos gustó demasiado, ¿verdad? —Henry emitió un gruñido—. También vivimos en Oklahoma, pero por poco tiempo. ¿Ha estado allí alguna vez? Es todo muy llano.

Faith decidió ir al grano.

—¿Y en Michigan?

Judith meneó la cabeza, pero Henry dijo:

—Estuve en un partido de fútbol americano en Michigan en el 71. Michigan contra Ohio. Quedaron diez a siete. Hacía un frío de mil demonios.

Faith aprovechó la oportunidad para tirarle de la lengua.

—¿Le gusta el fútbol americano?

—Lo detesto —respondió Henry, y su ceño parecía indicar que no guardaba un buen recuerdo de aquello, aunque muchos matarían por asistir en directo a un partido tan reñido.

—Henry era viajante —les informó Judith—. Y antes de eso ya había viajado mucho. Su padre era militar, estuvo en el ejército treinta años.

Faith volvió a la carga, intentando encontrar el modo de conectar con Henry.

—Mi abuelo también era militar.

Judith terció de nuevo.

—Henry tenía una prórroga y no participó en la guerra. —Will imaginó que se refería a Vietnam—. Pero tenemos amigos que fueron movilizados, y nuestro hijo estuvo en las fuerzas aéreas, lo cual es un orgullo para nosotros. ¿Verdad, Tom?

Will no se había dado cuenta de que Tom ya estaba allí. El hijo de los Coldfield sonrió con aire de disculpa.

—Lo siento, no hay más sillas. Los niños las han cogido para construir un puente.

—¿Dónde estuvo destinado? —le preguntó Faith.

—En Keesler, dos veces —respondió Tom—. Primero hice la instrucción y luego fui ascendiendo hasta llegar a sargento mayor a cargo de la torre, en el escuadrón 334. Hablaban de trasladarme a la base de Altus cuando solicité la licencia del ejército.

—Iba a preguntarle por qué dejó usted el ejército, pero claro, acabo de caer en que Keesler está en Mississippi y nadie querría vivir en ese agujero.

Tom se puso colorado como un tomate y rio, avergonzado.

—Cierto, sí.

Faith se volvió hacia Henry, pues supuso que no le sacarían mucho a Judith sin obtener antes la bendición de su marido.

—¿Han viajado alguna vez al extranjero?

—No, nunca hemos salido de Estados Unidos.

—Tiene usted acento de militar —comentó la agente, y Will imaginó que se refería a su falta de acento.

Finalmente pareció que su esfuerzo empezaba a dar frutos.

—Uno va adonde le dicen que tiene que ir.

—Eso mismo dijo mi hermano cuando lo mandaron a Alemania —dijo Faith inclinándose hacia adelante—. Si le digo la verdad, yo creo que a él le gusta pasarse la vida de un lado a otro, sin echar raíces en ninguna parte.

Henry empezó a abrirse un poco más.

—¿Está casado?

—No.

—¿Una mujer en cada puerto?

—Dios, espero que no —replicó Faith riéndose—. En lo que a mi madre respecta, eran las fuerzas aéreas o el sacerdocio.

Henry se echó a reír.

—Sí, casi todas las madres quieren lo mismo para sus hijos —dijo apretando la mano de su esposa, quien miraba a Tom sonriendo con orgullo.

—¿Dijo usted que era controlador aéreo? —le preguntó al hijo.

—Eso es. Trabajo en Charlie Brown —dijo refiriéndose al aeropuerto civil situado al oeste de Atlanta—. Llevo allí unos diez años, y me gusta. Algunas noches dirigimos también el tráfico de Dobbins. —Una base militar situada en las afueras de la ciudad—. Seguro que su hermano ha pasado por allí más de una vez.

—No me extrañaría nada —replicó Faith, mirándole a los ojos el tiempo suficiente como para que el hombre se sintiera halagado—. ¿Vive usted en Conyers?

—Sí, señora. —Sonrió Tom, mostrando sus grandes dientes de conejo. Parecía más cómodo ahora, con ganas de hablar—. Me mudé a Atlanta cuando dejé Keesler. —Señaló a su madre con un gesto de la cabeza—. Mis padres me dieron una alegría cuando se vinieron a vivir aquí.

—Ellos viven en la calle Clairmont, ¿verdad?

Tom, sin dejar de sonreír, asintió con la cabeza.

—Lo suficientemente cerca como para no tener que traer maleta cuando vienen a verme.

Parecía que a Judith no le agradaba la repentina complicidad que se había establecido entre ellos y se apresuró a intervenir.

—A la mujer de Tom le encanta la jardinería —dijo mientras buscaba algo en el bolso—. Mark, su hijo, es un fanático de los aviones. Cada día se parece más a su padre.

—Mamá, no hace falta que les enseñes…

Pero ya era demasiado tarde. Judith sacó una fotografía y se la pasó a Faith, que no olvidó proferir las exclamaciones de rigor antes de pasársela a Will.

Éste contempló la foto de la familia con gesto impasible. Sin duda, los genes de los Coldfield eran dominantes: tanto el niño como la niña eran clavaditos a su padre. Para más inri, Tom no se había buscado una mujer atractiva que compensara un poco la herencia genética: su mujer tenía el pelo rubio y grasiento y una mueca de resignación que parecía indicar que eso era lo más a lo que podía aspirar.

—Darla —les informó Judith—. Llevan casados casi diez años, ¿verdad, Tom?

El hombre se encogió de hombros con expresión avergonzada, como si fuera un niño.

—Bonita familia —dijo Will devolviéndole la foto a Judith.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó Judith a Faith.

—Uno, sí —replicó sin entrar en más detalles—. ¿Tom es su único hijo?

—Sí —respondió Judith con una sonrisa que volvió a ocultar con su mano—. Henry y yo pensamos que nunca podríamos… —Sin terminar la frase, miró a Tom con orgullo y añadió—: Fue un auténtico milagro.

El hombre se encogió de hombros una vez más, visiblemente avergonzado. Faith cambió sutilmente de tercio para abordar el asunto que los había llevado hasta allí.

—¿Iban ustedes a visitar a Tom el día del accidente?

Judith asintió.

—Quería hacer algo especial para celebrar nuestros cuarenta años de casados, ¿verdad, Tom? —Su voz adquirió entonces un tono distante—. Qué cosa más horrible. No creo que pueda evitar recordarlo en los aniversarios que nos queden por delante…

—No entiendo cómo pudo suceder algo así. Cómo pudo esa mujer… —dijo Tom meneando la cabeza—. No tiene sentido. ¿Quién coño podría hacer algo tan espantoso?

—Tom —exclamó Judith—, esa lengua.

Faith miró a Will dándole a entender que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por no poner los ojos en blanco. Pero reaccionó de inmediato y habló directamente a los padres.

—Sé que ya se lo contaron todo al detective Galloway, pero vamos a repasarlo desde el principio. Ustedes iban por la carretera cuando vieron a la mujer, ¿y entonces?

—Al principio pensamos que era un ciervo —comenzó Judith—. Hemos visto algunos al lado de la carretera otras veces. De noche, Henry conduce más despacio por si se nos cruza alguno.

—Al ver los faros se quedan petrificados —explicó Henry, como si un ciervo en la carretera fuera algo insólito.

—Pero sólo empezaba a atardecer. Y entonces vi que había algo en la carretera. Abrí la boca para avisar a Henry, pero ya era demasiado tarde. Ya lo habíamos atropellado. La habíamos atropellado, quiero decir. —La mujer sacó un pañuelo de su bolso y se secó los ojos—. Esos hombres tan amables intentaron socorrerla, pero creo que no… Lógicamente, después de…

Henry apretó de nuevo la mano de su esposa.

—Sigue en el hospital —les explicó Faith—. Aunque no saben si saldrá del coma.

—Dios bendito —susurró Judith casi como si rezara—. Espero que no.

—Mamá… —protestó Tom, sorprendido.

—Ya sé que suena fatal, pero espero que no tenga que recordarlo nunca.

La familia se quedó unos instantes en silencio. Tom miró a su padre. Henry tragó saliva, y Will se dio cuenta de que el hombre estaba recordándolo todo de golpe.

—Creí que me estaba dando un ataque al corazón —dijo.

Judith bajó el tono, como si quisiera confiarles un secreto sin que Henry, que estaba justo a su lado, se enterara.

—Henry padece del corazón.

—Nada grave —aclaró él—. El dichoso airbag me saltó al pecho. Dispositivo de seguridad, dicen; ese invento del demonio casi me mata.

—Señor Coldfield, ¿vio usted a la mujer en la carretera? —le preguntó Faith.

Henry asintió.

—Pero es lo que dice Judith, ya era demasiado tarde para frenar. No iba deprisa. Iba dentro del límite de velocidad. Vi algo… pensé que era un ciervo, como ha dicho. Pisé el freno a fondo. Apareció de repente, no sé de dónde salió, de dónde demonios salió. No me di cuenta de que era una mujer hasta que me bajé del coche y la vi allí tirada. Un horror. Un auténtico horror.

—¿Siempre ha llevado usted gafas? —preguntó Will con suma cautela.

—Soy piloto aficionado. Me gradúo la vista dos veces al año. —Se quitó las gafas con actitud defensiva, pero continuó hablando sin subir el tono—. Puede que sea viejo, pero llevo la graduación perfectamente al día. No tengo cataratas y las gafas corrigen mi vista al cien por cien.

Will decidió que valía la pena tirarse a la piscina directamente.

—¿Y su corazón?

—No es nada, en realidad —terció Judith—. Sólo hay que tenerlo controlado y vigilar que no se canse mucho.

Henry seguía indignado.

—No necesito para nada a los médicos. Tomo un montón de pastillas y no levanto pesos. Estoy estupendo.

Para calmarle, Faith cambió de tema.

—¿Hijo de un militar y además piloto?

Henry vaciló unos instantes, dudando si dejar de lado la cuestión de su salud o no. Finalmente respondió:

—Mi padre me dio algunas clases de niño. Lo destinaron a una base en mitad de la nada, en Alaska, y pensó que era un buen modo de mantenerme ocupado.

Faith sonrió y continuó suavizando las cosas.

—¿Y el tiempo acompañaba?

—Sólo de vez en cuando —replicó él. Se echó a reír—. Había que aterrizar con mucho cuidado… Aquel viento helado podía dar la vuelta al avión como si fuera una tortilla. A veces me limitaba a cerrar los ojos y a rezar para que el tren tocara tierra y no hielo.

—Campo frío —dijo Faith, haciendo un juego de palabras con su apellido, Coldfield.

—Sí —replicó Henry, como si le hubieran gastado la misma broma muchas veces. Volvió a ponerse las gafas y se puso serio—. Miren, no soy quién para decirle a nadie cómo tiene que hacer su trabajo, pero ¿por qué no nos preguntan por el otro coche?

—¿Qué otro coche? —inquirió Faith—. ¿El que se paró para socorrerla?

—No, el otro, el que pasó como un rayo en dirección contraria. Debió de ser unos dos minutos antes de que atropelláramos a la chica.

Judith se apresuró a romper el silencio que siguió a esta declaración.

—Pero ustedes ya lo sabían, se lo contamos todo al otro policía.