Capítulo nueve

SARA SE HABÍA PASADO LOS ÚLTIMOS TRES AÑOS Y MEDIO perfeccionando su habilidad para la negación, así que no era sorprendente que hubiera tardado una hora de reloj en darse cuenta de que había cometido un terrible error al ofrecer sus servicios a Amanda Wagner. En esa hora le había dado tiempo a pasar por casa para ducharse y cambiarse de ropa y a conducir hasta el sótano del edificio este del ayuntamiento, donde cayó en la cuenta de su error. Su mano estaba ya sobre el pomo de una puerta con un letrero que rezaba MÉDICO FORENSE DIG pero se detuvo, incapaz de abrirla. Otra ciudad. Otra morgue. Otro modo de echar de menos a Jeffrey.

Pero ¿acaso estaba mal decir que le gustaba trabajar con su marido? ¿Que al mirarle por encima del cadáver de la víctima de un tiroteo o de un conductor borracho sentía que su vida estaba completa? Eran pensamientos macabros y tontos que Sara creía haber superado cuando se mudó a Atlanta, pero ahí estaba de nuevo, con la mano en el pomo de una puerta que separaba la vida y la muerte, incapaz de abrirla.

Apoyó la espalda contra la pared y fijó la vista en las letras pintadas sobre el cristal opaco. ¿No era aquí adonde habían traído a Jeffrey? ¿No era Pete Hanson el hombre que había diseccionado el hermoso cadáver de su marido? Sara tenía su informe en alguna parte. En aquel momento le había parecido de vital importancia conservar toda la información relativa a su muerte: los exámenes de toxicología, el peso y las medidas de cada uno de sus órganos, los análisis de las muestras de tejido y de huesos. Había visto morir a Jeffrey en Grant County, pero en ese lugar, en ese sótano situado bajo el ayuntamiento, todo lo que había hecho de él un ser humano había quedado reducido a un montón de análisis y de informes.

¿Qué era exactamente lo que había convencido a Sara para que volviera a aquel lugar? Pensó en la gente con la que había tenido contacto en las últimas horas: Felix McGhee, con esa mirada perdida en su pálido rostro, buscando a su madre por los pasillos del hospital con el labio inferior temblando, insistiendo una y otra vez en que ella nunca le dejaría solo; Will Trent ofreciendo su pañuelo al niño. Sara creía que su padre y Jeffrey eran los únicos hombres sobre la faz de la tierra que aún usaban pañuelo. Y luego Amanda Wagner, hablándole del funeral.

Estuvo tan sedada el día que enterraron a Jeffrey que apenas pudo tenerse en pie. Su primo le pasó el brazo por la cintura y, literalmente, la sostuvo para que pudiera andar hasta la tumba. Ella se quedó con el brazo extendido por encima de su ataúd, negándose a abrir la mano para soltar la tierra. Al final se rindió y apretó el puño contra su pecho, queriendo embadurnarse la cara con la tierra, inhalarla, meterse en la fosa con Jeffrey y abrazarle hasta que sus pulmones dejaran de respirar.

Sara se llevó la mano al bolsillo trasero de sus vaqueros para asegurarse de que la carta seguía allí. La había doblado tantas veces que el sobre empezaba a romperse, dejando entrever el papel de color amarillo que había en su interior. ¿Qué haría si, de repente, se abría? ¿Qué haría si una mañana echaba un vistazo y veía los limpios trazos, las pesarosas explicaciones o las descaradas excusas de la mujer cuyas acciones habían conducido a la muerte de Jeffrey?

—¡Sara Linton! —vociferó Pete Hanson al llegar al último escalón. Llevaba una camiseta hawaiana de colores chillones, un estilo por el que se decantaba a menudo, si la memoria de Sara no le fallaba. En la expresión de su cara había una mezcla de alegría y de curiosidad—. ¿A qué se debe este inconmensurable placer?

Sara le contó la verdad.

—Me las he arreglado para colarme en uno de tus casos.

—Ah, la estudiante viene a relevar al profesor.

—No creo yo que estés pensando en retirarte.

Pete le guiñó un ojo con picardía.

—Ya sabes que tengo el corazón de un chaval de diecinueve años.

Sara reconoció la broma.

—¿Sigues teniéndolo en un tarro sobre tu mesa de despacho?

Pete soltó una carcajada, como si fuera la primera vez que oía esa respuesta. Ella pensó que debía explicarle mejor el motivo de su presencia.

—Vi a una de las víctimas anoche, en el hospital.

—Sí, he oído hablar de ella. ¿Hay signos de tortura, agresión sexual?

—Sí.

—¿Pronóstico?

—Están intentando controlar la infección.

No dio más detalles, pero no hacía ninguna falta. Pete había visto a lo largo de su carrera a muchos pacientes que no respondían al tratamiento con antibióticos.

—¿Le aplicaste el procedimiento para víctimas de violación?

—No hubo tiempo suficiente antes de meterla en el quirófano, y después…

—Ya se había roto la cadena de pruebas. —Acabó Pete.

Conocía bien las bases jurídicas de su trabajo. El cuerpo de Anna había sido desinfectado con Betadine y expuesto a diferentes entornos. Cualquier abogado defensor podía encontrar a un perito que alegaría que las muestras tomadas después de varias intervenciones quirúrgicas estaban demasiado contaminadas para ser admitidas como prueba.

—Le saqué algunas astillas de debajo de las uñas, pero supongo que lo mejor que puedo ofrecer es un examen forense comparado de ambas víctimas.

—Un razonamiento más que dudoso, pero estoy tan contento de verte que ignoraré tu absurda lógica.

Sara sonrió; Pete siempre había sido muy directo, aunque sin renunciar a esa cortesía tan típicamente sureña: una de las cosas que hacían de él un gran profesor.

—Gracias.

—El placer de tu compañía es recompensa más que suficiente —replicó él abriéndole la puerta. Sara vaciló y Pete señaló hacia el exterior—. Los ojos tardan un poco en acostumbrarse.

Se armó de valor mientras lo seguía hasta la morgue. Lo primero que le impactó fue el olor. Siempre había creído que «empalagoso» era el adjetivo que mejor lo describía, y que éste carecía de todo sentido hasta que uno olía algo verdaderamente empalagoso. El olor que predominaba sobre todos los demás no era el de los muertos, sino el de los productos que utilizaban para desinfectar. Antes de que el escalpelo entrara en acción, los cadáveres se catalogaban, pasaban por rayos X, les tomaban fotografías, les quitaban la ropa y los lavaban con desinfectante. Además estaba el producto con el que se fregaban los suelos, y el que usaban para limpiar las mesas de acero inoxidable, y el que se utilizaba para esterilizar el instrumental médico. Todos ellos componían un aroma penetrante y dulzón que resultaba difícil olvidar e impregnaba la piel y las fosas nasales de tal manera que no reparabas en él hasta que dejabas de olerlo durante una temporada.

Siguió a Pete hasta el fondo de la sala, sintiéndose atrapada por su estela. La morgue estaba tan lejos del ajetreo del Grady como el condado de Grant de la estación Grand Central. A diferencia del infinito rosario de casos que pasaban por un servicio de urgencias, una autopsia era como una pregunta contenida que casi siempre tenía respuesta. Sangre, fluidos, órganos, piel; cada uno por separado constituía una pieza del puzle. Un cadáver no puede mentir. Los muertos no siempre se llevan sus secretos a la tumba.

En Estados Unidos mueren dos millones y medio de personas al año. Las de Georgia ascienden a unas setenta mil, de las cuales menos de un millar son homicidios. Según las leyes del estado, cualquier muerte sucedida fuera de un hospital o de cualquier otro centro médico debe ser investigada. En las ciudades pequeñas, donde las muertes violentas no son frecuentes, o en las comunidades más desfavorecidas donde el director de la funeraria local suele actuar como forense, normalmente se deja que el estado se ocupe de ese tipo de casos, que en su mayor parte terminan en la morgue de Atlanta. Ello explicaba por qué la mitad de las mesas estaban ocupadas por cadáveres en distintas fases de disección.

—Snoopy —dijo Pete dirigiéndose a un hombre negro algo mayor que llevaba puestos unos guantes quirúrgicos—. Ésta es la doctora Sara Linton. Va a ayudarme con el caso Zabel. ¿Dónde estábamos?

Sin detenerse a saludar a Sara, el hombre replicó:

—Tenemos los rayos X en la pantalla. Puedo sacarla ya, si quiere.

—Bien. —Pete fue hasta el ordenador y tecleó algo. Inmediatamente las imágenes de rayos aparecieron en la pantalla—. ¡Alta tecnología! —exclamó, y Sara no pudo por menos de sentirse impresionada.

En el condado de Grant la morgue estaba en los sótanos del hospital, casi como si se hubieran acordado de ella en el último momento. La máquina de rayos X estaba diseñada para los vivos, al contrario que la de Atlanta, mucho más potente, pues a los muertos no les preocupan los niveles de radiación. Las placas eran de una claridad prístina y podían verse en un monitor plano de veinticuatro pulgadas, en lugar de en un panel luminoso cuyo parpadeo constante podía provocar un ataque epiléptico. La única mesa de porcelana que Sara utilizaba en Grant no admitía comparación con las hileras de mesas de acero que tenía detrás ahora. En el vestíbulo situado al lado de la morgue la doctora vio a varios ayudantes e investigadores que iban de un lado a otro ocupados en diversas tareas. Reparó en que Pete y ella estaban solos; eran los dos únicos seres vivos en la sala de autopsias.

—Dejamos a un lado todos los demás casos cuando nos lo trajeron —explicó. Sara no entendió a qué se refería y Pete señaló una mesa vacía, la última de la fila—. Ahí fue donde lo examiné.

Sara se quedó mirando la mesa vacía, preguntándose por qué no podía rememorar aquella imagen, la horrible visión de la última vez que había visto a su marido. Todo cuanto veía era la mesa limpia, y la luz de la lámpara reflejada en la superficie mate de acero inoxidable. Allí fue donde Pete recopiló las pruebas que habían conducido hasta el asesino de Jeffrey, donde se resolvió el caso, donde quedó probado más allá de toda duda quién había sido el responsable del crimen.

Sara pensaba que al entrar en esa morgue se sentiría abrumada por los recuerdos, pero allí no había más que calma y una especie de determinación profesional. Lo que allí se hacía era bueno. Ayudaban a la gente, incluso después de muerta. Sobre todo después de muerta.

Lentamente se volvió hacia Pete. Seguía sin poder ver a Jeffrey, pero sentía su presencia, como si estuviera con ella en esa misma sala. ¿Por qué sería? ¿Cómo era posible que, después de tres años suplicándole sin éxito a su cerebro que le proporcionara alguna sensación que le permitiera recrear lo que era tener a Jeffrey a su lado, el simple hecho de estar en aquella morgue hubiera obrado el milagro?

Por lo general los policías detestaban tener que asistir a una autopsia, y Jeffrey no era ninguna excepción, pero para él era una forma de mostrar su respeto por la víctima. Era como prometerle que haría todo cuanto estuviese en su mano para llevar a su asesino ante la justicia. Ésa era la razón por la que se había hecho policía; no sólo para ayudar a los inocentes, sino también para castigar a los criminales que los amenazaban.

Con toda sinceridad, ése era el motivo por el que ella había aceptado el puesto de forense. Jeffrey ni siquiera había oído hablar del condado de Grant la primera vez que Sara entró en la morgue del sótano, examinó a la víctima y ayudó a resolver el caso. Muchos años antes ella había conocido la violencia de primera mano, pues había sido víctima de un terrible asalto. Cada incisión en forma de «Y» que hacía, cada muestra que recogía, cada vez que subía al estrado a dar testimonio de las cosas terribles que había podido documentar, sentía la intensa satisfacción que proporciona una justa venganza.

—¿Sara?

De pronto se dio cuenta de que llevaba un rato muda. Tuvo que aclararse la voz antes de decirle a Pete:

—He ordenado que nos envíen las placas de la víctima que ingresó anoche en el Grady. Pudo decir algunas palabras antes de caer inconsciente. Creemos que se llama Anna.

Pete hizo clic sobre el fichero y las placas de Anna aparecieron en el monitor.

—¿Está consciente?

—Llamé al hospital antes de venir. Sigue inconsciente.

—¿Hay daño neurológico?

—Ha superado la intervención, que ya es más de lo que esperábamos. Sus reflejos son buenos, pero las pupilas siguen sin reaccionar. El cerebro está algo tumefacto. Hoy le van a hacer un escáner. Pero lo verdaderamente preocupante es la infección; le están haciendo unos cultivos, a ver si encuentran el tratamiento adecuado. Sanderson ha llamado al Centro de Control de Enfermedades.

—Oh, Dios. —Pete estudiaba las placas en el monitor—. ¿Cuánta fuerza crees que hace falta para arrancar una costilla?

—Estaba desnutrida y deshidratada. Supongo que eso le facilitó las cosas.

—Si la tenía atada no podría hacer gran cosa por defenderse. Me recuerda a la tercera señora Hanson. Vivian era culturista, ¿sabes? Tenía los bíceps tan grandes como mi pierna. Una mujer tremenda.

—Gracias, Pete. Gracias por ocuparte de él.

Él le guiñó el ojo de nuevo.

—El respeto hay que ganárselo respetando a los demás.

Sara reconoció la frase, pues Pete solía utilizarla en sus clases.

—Snoopy —dijo el doctor al ver entrar a su ayudante por la puerta de doble hoja empujando una mesa de autopsias.

La cabeza de Jacquelyn Zabel asomaba por encima de una sábana blanca, con el rostro amoratado después de haber estado colgada del árbol boca abajo. El tono era aún más oscuro alrededor de sus labios, como si alguien le hubiera restregado un puñado de arándanos por la boca. Sara reparó en que era una mujer atractiva, tan sólo unas leves patas de gallo delataban su edad. Una vez más pensó en Anna, que también era muy guapa.

Pete parecía estar pensando lo mismo.

—¿Por qué será que cuanto más guapa es la mujer, más horrendo es el crimen?

Sara se encogió de hombros. Era un fenómeno que ya había tenido ocasión de observar cuando trabajaba como forense en el condado de Grant: las mujeres bellas solían pagar un precio mucho más alto en lo que a homicidios se refiere.

—Llévala a mi sitio —le dijo Pete a su asistente.

Sara observó la ausencia total de expresividad con la que Snoopy llevaba a cabo su trabajo y el cuidado metódico con que giraba la mesa para colocarla en el hueco que había en mitad de la fila. En aquel lugar, Pete estaba en minoría; la mayor parte de los que trabajaban en la morgue eran afroamericanos o mujeres. Ocurría lo mismo en el Grady, lo que no dejaba de tener sentido, pues, según la experiencia de Sara, cuanto más horrible era el trabajo más probable era que acabaran encargándoselo a una mujer o a un miembro de una minoría. Sara captó la ironía que encerraba el hecho de que ella misma estuviera incluida en dicho grupo.

Snoopy bajó los frenos de la mesa con el pie y se puso a ordenar los diversos escalpelos, bisturíes y sierras que iba a necesitar Pete para la autopsia. Acababa de sacar unas tijeras de podar como las que se ven en la sección de jardinería de las grandes superficies cuando Will y Faith entraron en la sala.

El agente avanzó por la sala mirando desconcertado los cadáveres abiertos. Faith, por su parte, tenía peor aspecto que la primera vez que Sara la vio en el hospital. Sus labios estaban pálidos, y mantuvo la vista al frente al pasar junto a un hombre al que le habían quitado la cara para que el forense pudiera examinar mejor las contusiones.

—Doctora Linton —comenzó Will—, gracias por venir. Ya sé que hoy es su día libre.

Sara se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza, sorprendida por la formalidad de Will. Cada minuto que pasaba sonaba más como un banquero. A Sara seguía costándole asociar al hombre con su profesión. Pete le ofreció un par de guantes, pero ella los rechazó.

—Sólo estoy aquí para observar.

—¿No quieres ensuciarte un poco las manos? —le preguntó Pete, inflando un guante para poder abrirlo—. ¿Comemos juntos después? Hay un italiano nuevo muy bueno en Highland. Puedo bajarme un vale de Internet.

Sara iba a poner una excusa cuando Faith hizo un ruido que hizo que todos se volvieran a mirarla. Agitaba la mano frente a su cara, y Sara imaginó que el tono ceniciento que había adquirido de repente Faith Mitchell se debía únicamente a su presencia en aquella morgue. Pete ignoró su reacción.

—Encontramos gran cantidad de esperma y fluidos en la piel antes de lavar el cadáver. Lo empaquetaré junto con las pruebas de violación y las mandaré a analizar.

Will se rascó el brazo por debajo de la manga de su chaqueta.

—Dudo mucho que nuestro hombre esté fichado, pero veremos qué dice el ordenador.

De acuerdo con el procedimiento establecido, Pete puso en marcha la grabadora y, tras decir la hora y la fecha, comenzó a dictar:

—Estamos ante el cadáver de Jacquelyn Alexandra Zabel, mujer, treinta y ocho años, presenta signos de desnutrición. Fue hallado en la madrugada del sábado 8 de abril, en una zona boscosa próxima a la Nacional 316, en Conyers, localidad perteneciente al condado de Rockdale, Georgia. La víctima se encontraba colgada de un árbol, boca abajo, con el pie derecho atrapado entre las ramas. Tiene el cuello roto y señales que indican que fue cruelmente torturada antes de morir. Realizará la autopsia el doctor Pete Hanson. También están presentes los agentes especiales Will Trent y Faith Mitchell, y la inimitable doctora Sara Linton.

Will retiró la sábana y Faith tragó saliva. Sara se dio cuenta de que era la primera vez que la agente veía el trabajo del secuestrador. La cruda luz de la morgue reveló todas y cada una de sus iniquidades: los oscuros moratones, los verdugones, los rasguños en la piel, las marcas negras de las quemaduras eléctricas, que parecían polvo pero no se podían limpiar. Habían lavado el cuerpo previamente y le habían limpiado la sangre, de modo que las heridas destacaban de forma brutal sobre la extrema palidez de la piel. Había unos cortes poco profundos en forma de cruz por todo el cuerpo; con la profundidad justa para sangrar pero no causar la muerte. Sara imaginó que debían de haberlos hecho con una navaja de afeitar o con un cuchillo muy fino y afilado.

—Tengo que… —Faith no terminó la frase. Simplemente se dio la vuelta y se marchó. Will la observó mientras se alejaba y se encogió de hombros mirando a Pete, como si intentara disculparse.

—No es su parte favorita de este trabajo —comentó éste—. Está demasiado delgada. La víctima, quiero decir.

Tenía razón. Los huesos de Jacquelyn Zabel sobresalían bajo la piel.

—¿Cuánto tiempo la tuvieron retenida? —preguntó el forense a Will. Éste encogió los hombros.

—Esperábamos que usted pudiera decírnoslo.

—Podría ser consecuencia de la deshidratación —masculló Pete, presionando el hombro de la mujer con los dedos. Preguntó a Sara—. ¿A ti qué te parece?

—La otra víctima, Anna, fue hallada en las mismas condiciones. Puede que les diese diuréticos y las tuviera sin comer y sin beber. Es un método de tortura relativamente corriente.

—Desde luego empleó todos los que se le ocurrieron —suspiró Pete, desconcertado—. La sangre debería darnos más datos.

Continuaron con el examen. Snoopy utilizó una regla para medir los cortes y tomó algunas fotografías. Mientras, Pete iba marcando en un dibujo el lugar donde estaba cada herida para incluirla en el informe de la autopsia. Finalmente dejó el bolígrafo y abrió los párpados al cadáver para comprobar el color de los ojos.

—Interesante —murmuró, y le hizo una seña a Sara para que se acercase a mirar.

En un ambiente seco, los órganos de un cadáver en descomposición tienden a encoger, de modo que la carne se contrae alrededor de las heridas. Al examinar los ojos, Sara descubrió varios agujeros en la esclerótica; unos diminutos puntos rojos que formaban un círculo perfecto.

—Agujas o alfileres —aventuró Pete—. Pinchó cada globo al menos una docena de veces.

Sara examinó los párpados de la mujer y vio que los agujeros los habían perforado limpiamente.

—Anna tenía las pupilas fijas y dilatadas —dijo cogiendo unos guantes de la bandeja y mirando las ensangrentadas orejas de la mujer mientras se los ponía. Snoopy había limpiado la sangre, pero parte de ella se había quedado pegada en los conductos auditivos—. ¿Tienes un…?

Snoopy le pasó un otoscopio. Sara lo colocó en el oído de Zabel y las lesiones que descubrió le recordaron a las que había visto en niños que habían sido víctimas de abusos.

—Tiene el tímpano perforado. —Le giró la cabeza para examinar el otro oído y oyó el chasquido de una vértebra cervical que acababa de romperse—. Y éste también.

Le pasó el otoscopio a Pete para que examinara los oídos.

—¿Lo hizo con un destornillador? —preguntó.

—Tijeras —sugirió Sara—. Mira la entrada del conducto, la piel está levantada.

—La trayectoria se inclina hacia arriba y se hace más profunda en la parte superior.

—Claro, porque las tijeras son más estrechas en la punta.

Pete asintió y continuó tomando notas.

—Sorda y ciega.

El siguiente paso era obvio, y Sara le abrió la boca para examinarla. La lengua estaba intacta. Presionó con los dedos la zona externa de la tráquea y, a continuación, utilizó el laringoscopio que le había pasado Snoopy para inspeccionar la garganta.

—El esófago está en carne viva. ¿Hueles eso?

Pete se inclinó.

—¿Lejía? ¿Ácido?

—Desatascador.

—Había olvidado que tu padre es fontanero. —Señaló la mancha oscura que rodeaba los labios de la mujer—. ¿Ves esto?

En un cadáver la sangre tiende a acumularse en el punto más bajo, dejando una mancha que se denomina lividez. El rostro de Zabel, que había estado colgada boca abajo, estaba muy amoratado. Resultaba difícil distinguir la mancha alrededor de los labios, pero una vez que Pete la señaló, Sara pudo reconocer el punto por el que habían vertido el líquido en la boca. Después, como la víctima estaba amordazada, el líquido se había desbordado por las comisuras.

Pete palpó el cuello.

—Las lesiones son muy graves. Está claro que el asesino le obligó a beber algún astringente. Veremos si llegó al estómago cuando la abramos.

Sara se sorprendió al oír la voz de Will; había olvidado que estaba allí.

—Yo creo que se rompió el cuello al caer, que resbaló.

Sara recordó la conversación que habían tenido unos minutos antes, y lo seguro que estaba de que Jacquelyn Zabel había estado colgada del árbol todo el tiempo mientras él la buscaba. Había dicho que la sangre de la mujer aún estaba tibia.

—¿Fue usted quien la bajó? —le preguntó.

Will negó con la cabeza.

—Tenían que hacerle las fotos primero.

—¿Miró a ver si tenía pulso en las arterias carótidas? —le preguntó Sara.

Will asintió.

—La sangre goteaba por sus dedos. Y estaba caliente.

Sara examinó las manos de la mujer y vio que tenía las uñas rotas, y que algunas habían sido arrancadas de raíz. Por rutina habían sacado fotos del cadáver antes de que Snoopy lo lavara. Pete sabía lo que Sara estaba pensando.

—Snoopy, ¿podrías ponernos las fotos que sacamos antes de lavarla? —preguntó señalando el monitor.

El hombre hizo lo que se le pedía con Pete y Sara mirando por encima de su hombro. Todo estaba en la base de datos, desde las primeras fotos tomadas en la escena del crimen hasta las últimas que le habían hecho en la morgue. Snoopy tuvo que abrirlas una por una, y Sara pudo ver la escena original en una rápida sucesión de imágenes; en todas ellas se veía a Jacquelyn Zabel colgada del árbol, con el cuello torcido de forma poco natural. Tenía el pie atrapado de tal manera entre las ramas que probablemente tuvieron que cortárselo para bajarla.

Snoopy llegó por fin a las fotos de la autopsia. El rostro, las piernas, todo el cuerpo estaba completamente cubierto por una costra de sangre.

—Ahí —dijo Sara señalando el pecho. Los dos se volvieron hacia el cadáver y Sara se frenó en seco—. Lo siento. Este caso es de Pete.

El ego de Pete continuaba intacto. Levantó el pecho de la mujer y descubrió otro corte en forma de cruz. Pero éste era más profundo en el centro de la X. Pete acercó un poco más la lámpara y examinó la herida con mayor detenimiento, levantando la piel con los dedos. Snoopy le pasó una lupa y el forense se acercó aún más.

—¿Encontró alguna navaja en la escena del crimen? —preguntó a Will.

—Las únicas huellas que había eran de la víctima; la del cuchillo no era más que una huella latente.

Pete le pasó a Sara la lupa para que pudiera examinar el corte.

—¿De la mano izquierda o de la derecha? —preguntó Pete a Will.

—Pues… —Will vaciló y miró hacia la puerta buscando a Faith—. No lo recuerdo.

—¿La huella era de un pulgar? ¿De un índice?

Snoopy había ido al ordenador a buscar la información, pero finalmente Will dijo:

—Huella parcial de un pulgar en el extremo del mango.

—¿Hoja de siete centímetros?

—Más o menos.

Pete asintió mientras lo apuntaba en el diagrama, pero Sara no iba a dejar al agente esperando mientras terminaba.

—Se apuñaló ella misma —le dijo mientras sujetaba la lupa sobre la herida y le indicaba que se acercara a echar un vistazo—. ¿Ve que la herida tiene forma de V en la parte inferior y plana en la superior? —Will asintió—. La hoja entró de arriba a abajo y siguió una trayectoria ascendente. —Se lo demostró haciendo como que se apuñalaba en el pecho—. Tenía el pulgar apoyado en el extremo del cuchillo para poder empujarlo hacia adentro. Seguramente se le cayó de la mano. Mire su tobillo. —Señaló unas leves marcas situadas en la base del peroné—. El corazón había dejado de latir cuando el pie se le quedó enganchado. Tenía los huesos rotos, pero no había tumefacción ni indicio alguno de traumatismo. Si la sangre hubiera estado en circulación, esta zona estaría muy amoratada.

Will meneó la cabeza.

—Ella no…

—Los hechos lo corroboran —le interrumpió Sara—. La herida fue autoinfligida. Seguramente fue todo muy rápido, no sufrió mucho tiempo. Al menos no mucho más de lo que ya había sufrido.

Will se quedó mirándola fijamente a los ojos, y Sara tuvo que obligarse a no desviar la mirada. Puede que aquel hombre no tuviera pinta de policía, pero no le cabía la menor duda de que pensaba como tal. Cuando un caso abierto llegaba a un callejón sin salida, cualquier policía que fuera digno de su placa pensaba automáticamente que la culpa era suya, por haber tomado una decisión inoportuna o haber pasado por alto alguna prueba evidente. Sin duda, eso era lo que Will Trent estaba haciendo en ese momento: buscar el modo de culparse a sí mismo por la muerte de Jacquelyn Zabel.

—Es ahora cuando puede usted ayudarla. Pero ayer, en el bosque, no podía hacer nada por ella —le dijo Sara.

Pete soltó el bolígrafo.

—La doctora tiene razón —dijo, presionando el pecho del cadáver con las manos—. Parece que hay mucha sangre aquí dentro, y la verdad es que calculó muy bien el mejor sitio para clavarse el cuchillo. Probablemente dio de lleno en el corazón. Yo coincido en que tanto la rotura del pie como la del cuello fueron posteriores a la muerte. —Se quitó un guante mientras se dirigía hacia el ordenador para ver las fotos de la escena del crimen—. Fíjese: la cabeza parece descansar sobre las ramas, un poco ladeada. No es eso lo que sucede cuando te rompes el cuello en una caída; en ese caso se habría quedado como encajada en las ramas. Cuando estás vivo, tus músculos están preparados para evitar ese tipo de lesiones. Estamos hablando de un traumatismo muy severo, no de una simple torcedura. Bien visto, jovencita.

Pete sonrió a Sara, que sintió que se sonrojaba como si aún fuera su mejor alumna.

—Pero ¿por qué iba a matarse? —preguntó Will, como si después de semejante tortura la mujer no tuviera motivo más que suficiente.

—Probablemente estaba ciega y casi con toda seguridad sorda. Lo que me sorprende es que fuera capaz de subirse al árbol. No podía oír las voces de la batida, no tenía ni idea de que la estaban buscando.

—Pero ella…

—Los infrarrojos de los helicópteros no la detectaron —le interrumpió Pete—. Si usted no hubiera estado allí, si no se le hubiera ocurrido mirar hacia arriba, jamás la habrían encontrado. Todo lo más, al llegar la temporada de caza algún trampero la habría hallado y habría llamado a la policía para denunciar un M. A. M.

«Muerto Ahí Mismo», quería decir Pete. Cada cuerpo de policía tiene su jerga, que a veces resulta bastante pintoresca. Los cazadores eran conocidos por dar numerosos partes de M. A. M.

Pete se volvió hacia Sara.

—¿Te importa? —le preguntó, señalando con un gesto de la cabeza la bolsa con el material para las muestras de violación. Snoopy era un magnífico ayudante, pero Sara captó el mensaje: volvía a ser una mera observadora. Se quitó los guantes, abrió la bolsa y sacó las espátulas para frotis y las ampollas. Pete cogió el espéculo y separó las piernas de Zabel para poder introducirlo en la vagina.

Al igual que en algunas violaciones que terminaban en homicidio, las paredes vaginales permanecían contraídas después de la muerte, y el espéculo de plástico se rompió cuando Pete intentó abrirlo. Snoopy le pasó uno metálico y Pete lo intentó de nuevo. Tuvo que hacer tanta fuerza para abrirlo que las manos le temblaron. No era algo agradable de ver, y Sara se alegró de que Faith no estuviera presente para oír el escalofriante ruido del metal al separar la carne. Sara le pasó una espátula de frotis a Pete, que trató de insertarla en la vagina, pero no pudo.

Pete se inclinó para ver cuál era el obstáculo.

—Por Dios bendito —murmuró, mientras revolvía la bandeja del instrumental buscando unos pequeños fórceps—. Ponte los guantes, Sara. Tienes que ayudarme con esto.

Sara se puso los guantes y colocó sus manos alrededor del espéculo mientras Pete introducía los fórceps, que en realidad no eran más que unas pinzas largas. Por fin atrapó algo y tiró hacia afuera. Era un trozo de plástico alargado y blanco, que salía como un pañuelo de seda de la manga de un mago. Pete continuó y fue dejando los trozos de plástico ensangrentado en una palangana. Estaban unidos por una línea troquelada.

—Bolsas de basura —dijo Will.

Sara se quedó sin respiración.

—Anna —dijo—. Tenemos que examinar a Anna.