Capítulo siete

EL MINI ROJO DE FAITH ESTABA APARCADO a la puerta de su casa cuando se despertó esa mañana. Amanda debía de haber seguido a Will con su coche y después lo había llevado a su casa. Probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor a Faith, pero esta seguía teniendo ganas de estrangularle. Cuando Will la llamó para decirle que pasaría a recogerla a las ocho y media, como siempre, ella le respondió con un cortante «vale» que se quedó flotando sobre su cabeza.

Su furia se aplacó un poco cuando Will le contó lo que había pasado esa noche: su estúpida incursión en la cueva, el hallazgo de la segunda víctima, las dificultades con Amanda. La última parte parecía especialmente dura: Amanda nunca le ponía a uno las cosas fáciles. Will parecía agotado y Faith se compadeció de él cuando le describió a la mujer colgada del árbol, pero tan pronto como hubo colgado el teléfono volvió a enfurecerse.

¿Cómo se le ocurría meterse en esa cueva sin nadie más que Fierro para guardarle las espaldas? ¿Por qué demonios no la había llamado para que le ayudara a buscar a la segunda víctima? ¿Por qué, por el amor de Dios, pensaba que estaba haciéndole un favor impidiendo que hiciera su trabajo? ¿Acaso pensaba que no era capaz de hacerlo, que no era lo suficientemente buena? Faith no era una simple mascota. Su madre era policía. Había empezado como agente y ascendido a detective más rápido que cualquier otro miembro de su brigada. No venía de recoger margaritas cuando Will entró en su vida; no era el maldito Watson de Sherlock Holmes.

Se obligó a respirar hondo. Estaba lo suficientemente cuerda como para darse cuenta de que su ira podía ser algo desproporcionada. Pero únicamente cuando se sentó a la mesa de la cocina y se midió el azúcar supo el por qué. De nuevo rondaba el ciento cincuenta que, según Vivir con diabetes, podía aumentar el nerviosismo y la irritabilidad. Y tener que inyectarse la insulina no le ayudaba precisamente a calmar el nerviosismo y la irritabilidad.

Tenía el pulso firme cuando giró el dial para seleccionar la dosis —esperando haber elegido la correcta—, pero su pierna empezó a temblar cuando intentó pincharse, de modo que parecía un perro rascándose con ganas. Debía de haber algo en su inconsciente que hacía que su mano se paralizara sobre su tembloroso muslo, algo que le impedía infligirse daño alguno de forma deliberada. Probablemente eso mismo era lo que le impedía embarcarse en una relación estable con un hombre.

—A tomar por saco —dijo con determinación, se clavó el bolígrafo y empujó el émbolo. La aguja quemaba como el fuego del infierno, por más que el folleto que le habían dado asegurara que era prácticamente indoloro. A lo mejor después de pincharte seis mil millones de veces a la semana, clavarte una aguja en el muslo o en el abdomen resultara relativamente indoloro, pero Faith no había llegado aún a ese punto, ni siquiera era capaz de imaginárselo. Cuando extrajo la aguja sudaba de tal manera que tenía las axilas pegajosas.

La hora siguiente la pasó entre el teléfono e Internet, hablando con diversas organizaciones gubernamentales para avanzar un poco en la investigación mientras se ponía de los nervios buscando información en Google sobre la diabetes de tipo 2. Los diez primeros minutos estuvo esperando a que la atendieran los del departamento de policía de Atlanta, y se entretuvo buscando un posible diagnóstico alternativo por si Sara Linton se había equivocado. Al final todo quedó en un sueño imposible, y para cuando la pusieron en espera en el laboratorio del DIG en Atlanta ya había encontrado su primer blog para diabéticos. Luego descubrió otro, y otro: miles de personas explayándose sobre las dificultades que entraña vivir con una enfermedad crónica.

Faith estuvo leyendo acerca de bombas y glucómetros, de la retinopatía diabética, los problemas de circulación, el descenso de la libido y un montón de cosas maravillosas que venían de regalo con la diabetes. Había curas milagrosas, reseñas sobre artilugios y un pirado que decía que la enfermedad era una excusa que se había inventado el gobierno de Estados Unidos para recaudar subrepticiamente miles de millones de dólares que le permitían financiar la guerra por el petróleo.

Después de familiarizarse con las teorías conspiranoicas en torno a la diabetes, Faith estaba dispuesta a creer cualquier cosa que pudiera librarla de tener que pasarse el resto de su vida midiéndolo todo. Se había pasado la vida probando absolutamente todas las dietas adelgazantes del Cosmo, y eso le había enseñado a controlar los carbohidratos y las calorías, pero no soportaba la idea de convertirse en un acerico. Profundamente deprimida —y esperando a que alguien de Equifax se pusiera al teléfono—, pasó rápidamente a las páginas de los laboratorios farmacéuticos con sus fotos de risueños diabéticos de aspecto saludable montando en bicicleta, haciendo yoga o jugando con cachorritos, gatitos, niños pequeños y cometas; a veces combinaciones de los cuatro. Seguramente la mujer que correteaba tras ese bebé tan adorable no sufría de sequedad vaginal.

Teniendo en cuenta que llevaba toda la mañana al teléfono, Faith podría haber llamado a la consulta de la doctora Wallace y pedido una cita para esa misma tarde. Tenía el número que Sara le había anotado, y naturalmente ya había comprobado los antecedentes de Delia Wallace para saber si le habían puesto alguna demanda por mala praxis o tenía alguna multa por conducir bajo los efectos del alcohol. Faith conocía al detalle el currículum de la médico y su expediente de tráfico, pero seguía sin ser capaz de hacer la llamada.

Sabía que se iba a pasar una buena temporada trabajando en la oficina por culpa del embarazo. Amanda fue novia de Ted, el tío de Faith, pero la relación empezó a deteriorarse cuando ésta empezó el instituto, y Amanda la Jefa era muy diferente de la Tía Amanda. Le iba a hacer la vida imposible como sólo una mujer puede hacérsela a otra por la clase de cosas a la que se dedican la mayoría de las mujeres. Faith estaba preparada para afrontar esa clase de infierno, pero ¿le permitirían volver a su puesto cuando se enteraran de que padecía diabetes?

¿Sería capaz de volver a salir a la calle con un arma a perseguir a los malos sabiendo que sus niveles de glucosa podían desplomarse en cualquier momento? El ejercicio intenso podía provocar una caída de la glucosa. ¿Qué pasaría si le daba un bajón y se desmayaba mientras perseguía a un sospechoso? Las emociones intensas también podían comprometer sus niveles de glucosa. ¿Y si un día estaba entrevistando a un testigo y no se daba cuenta de que estaba fuera de control hasta que intervinieran los de asuntos internos? ¿Y Will? ¿Podía confiar en ella para cubrirle las espaldas? Por más que se quejara de su compañero, Faith sentía una profunda devoción por él. Era a un tiempo su copiloto, su parachoques contra el mundo y su hermana mayor. ¿Cómo iba a protegerle si ni siquiera podía protegerse a sí misma?

Tal vez ni siquiera dependía de ella.

Se quedó mirando fijamente la pantalla del ordenador, pensando en buscar en Internet cuál era la política oficial en cuanto a los diabéticos en las fuerzas de seguridad. ¿Los arrinconaban tras una mesa de despacho hasta que se atrofiaban o dimitían? ¿Los despedían? Colocó las manos sobre el teclado. Pulsó la H sin pensar y sintió que rompía a sudar de nuevo. Cuando sonó el teléfono se llevó un susto de muerte.

—Buenos días —dijo Will—. Estoy afuera, sal cuando estés lista.

Faith cerró el portátil. Cogió las notas que había ido tomando al teléfono, metió toda su parafernalia para diabéticos en el bolso y salió por la puerta principal sin mirar atrás.

Will conducía un Dodge Charger negro sin distintivo policial, lo que en su jerga se denominaba un vehículo G, perteneciente al parque móvil del Gobierno. Esta belleza de coche en particular tenía una raya hecha con una llave sobre una de las ruedas traseras y una gran antena montada sobre un muelle para que el escáner pudiera captar cualquier señal en un radio de ciento sesenta kilómetros. Hasta un niño ciego de tres años lo habría identificado como un vehículo policial.

Según abría la puerta del coche, Will le informó:

—Tengo la dirección de Jacquelyn Zabel en Atlanta.

Se refería a la segunda víctima, la mujer que habían encontrado colgada de un árbol.

Faith subió al coche y se abrochó el cinturón de seguridad.

—¿Cómo?

—El sheriff de Walton Beach me llamó esta mañana. Estuvieron hablando con sus vecinos. Al parecer, acababa de ingresar a su madre en una residencia y Jacquelyn estaba viviendo allí mientras recogía sus cosas para poner la casa en venta.

—¿Dónde está la casa?

—En Inman Park. Charlie se reunirá con nosotros allí, y he llamado a la policía de Atlanta para que nos envíen a alguien. Dicen que pueden prestarnos dos agentes un par de horas. —Dio la vuelta para salir y miró a Faith de reojo—. Tienes mejor aspecto. ¿Has podido dormir?

Faith no respondió. Sacó su cuaderno y repasó la lista de todas las llamadas que había hecho esa mañana.

—Pedí que enviaran a nuestros laboratorios las astillas que Sara encontró bajo las uñas de Anna. Y, antes de nada, he mandado a un técnico al hospital para tomarle las huellas. He pasado un aviso a todas las comisarías del estado para que miren a ver si tienen alguna mujer desaparecida que encaje con la descripción de Anna; van a intentar mandar a un dibujante para que le haga un retrato. Su cara está bastante amoratada, no creo que nadie pudiera reconocerla en una foto tal como está.

Pasó la página y echó un vistazo a las notas.

—He hablado con el CNIC (Centro Nacional de Información Criminal) y con el PDCV (Programa para la Detención de Criminales Violentos) a ver si tienen constancia de algún caso similar, y aunque el FBI no tiene abierto ningún caso como éste, he introducido los detalles en la base de datos por si saltaba la liebre. —Pasó a la página siguiente—. Tenemos controladas las tarjetas de crédito de Jacquelyn Zabel por si alguien intenta utilizarlas. He llamado al anatómico; la autopsia está programada para las once. También he hablado con los Coldfield, el matrimonio que iba en el Buick que atropelló a Anna, y me han dicho que podemos localizarles en el refugio donde trabaja ella como voluntaria, aunque ya le habían contado a ese detective tan simpático, Galloway, todo lo que sabían. Y hablando de ese gilipollas: he llamado a Jeremy esta mañana y le he pedido que dejara un mensaje en el buzón de voz de Galloway identificándose como inspector de Hacienda y diciéndole que había encontrado algunas irregularidades. —Will se echó a reír—. Estamos esperando a que la policía de Rockdale nos envíe por fax los informes de la escena del crimen y las declaraciones de los testigos. Aparte de eso, no tenemos nada más. —Faith cerró su libreta—. Y tú, ¿qué has hecho esta mañana?

Will señaló el posavasos con la barbilla.

—Te he traído chocolate caliente.

Faith miró el vaso de plástico con expresión golosa; se moría de ganas de lamer la espuma de nata que rebosaba por debajo de la tapa. Le había mentido descaradamente a Sara cuando le describió su dieta. La última vez que Faith se dio una carrera fue desde su coche a la puerta delantera del restaurante de comida rápida Zesto para poder comprarse un batido antes de que cerraran. Su desayuno habitual consistía en un pastelito relleno y una Coca-Cola Light, pero esa mañana se había comido un huevo duro y una tostada seca, que debía de ser lo que desayunaban los presos en la cárcel. El azúcar del chocolate podía matarla, así que se apresuró a decir: «No gracias», antes de que cambiara de opinión.

—Oye, si estás intentando perder peso, podría…

—Will —le interrumpió—, llevo a dieta los últimos dieciocho años. Si quiero dejarme, estoy en mi derecho.

—Yo no he dicho…

—Además, sólo he subido dos kilos y medio —mintió—. Tampoco estoy como para que me pongan el logo de Michelin en el culo.

Sin abrir la boca, Will miró de reojo el bolso que tenía en el regazo. Cuando por fin se decidió a hablar, dijo:

—Lo siento.

—Gracias.

—Si no vas a… —dejó la frase sin terminar y cogió el chocolate del posavasos.

Faith puso la radio para no tener que oírle tragar. El volumen estaba bajo, y por los altavoces se oía el murmullo de un locutor dando las noticias. Fue cambiando de emisora hasta que encontró algo suave e inocuo que no la exasperara.

Notó cómo se tensaba el cinturón de seguridad cuando Will frenó para no atropellar a un peatón que se cruzó de improviso en su camino. Faith no tenía excusa para ponerse así con él, y Will no era ningún idiota; evidentemente sabía que algo no iba bien, pero, como de costumbre, no quería presionarla. Faith sintió una punzada de culpabilidad por guardar secretos, si bien su compañero tampoco era lo que se dice extrovertido. Había descubierto que era disléxico por casualidad; al menos lo que ella creía que era dislexia. Desde luego tenía serias dificultades con la lectura, pero a saber a qué se debían. Observándole, Faith se había dado cuenta de que podía leer algunas palabras, pero tardaba una eternidad, y la mayor parte de las veces no interpretaba bien lo que leía. Cuando le preguntó si le habían dado algún diagnóstico, Will se hizo el sueco con tal naturalidad que Faith se puso como un tomate, avergonzada por haberse atrevido a preguntar siquiera.

Odiaba tener que admitir que hacía bien en ocultar su problema. Faith llevaba en el cuerpo el tiempo suficiente como para saber que la mayoría de los oficiales de policía tenían la inteligencia de una ameba. Eran un grupo bastante conservador, de mente no muy abierta. Seguramente el pasarse la vida entre lo peorcito que puede ofrecer la sociedad les hacía rechazar instintivamente cualquier cosa que se saliera mínimamente de lo normal en sus compañeros. Sea como fuere, Faith sabía que si se corría el rumor de que Will era disléxico, ningún policía se lo perdonaría. Si ya tenía problemas para ser aceptado, eso lo convertiría en un apestado.

Will giró a la derecha en la avenida Moreland y Faith se preguntó cómo sabía hacia dónde debía girar si distinguir la derecha y la izquierda le resultaba prácticamente imposible. Era muy hábil ocultando su problema: por si no le bastaba con su prodigiosa memoria, llevaba siempre una grabadora digital en el bolsillo que le hacía las veces de libreta. Alguna vez se equivocaba pero, por lo general, se las arreglaba tan bien que dejaba a Faith con la boca abierta. Will había logrado terminar sus estudios sin que nadie se diera cuenta de que tenía un problema. Además, crecer en un orfanato no era lo que se dice entrar con buen pie en la vida. Tenía muchos motivos para sentirse orgulloso, y eso hacía aún más triste que tuviera que ocultar su dificultad.

Estaban en mitad de Little Five Points, una parte bastante ecléctica de la ciudad donde los garitos más cutres convivían con tiendas de moda demasiado caras para la ropa que vendían.

—¿Estás bien? —se decidió a preguntarle Will.

—Sólo estaba pensando —respondió Faith, pero no quiso contarle lo que de verdad pasaba por su cabeza—. ¿Qué sabemos de las víctimas?

—Las dos morenas, en forma, muy atractivas. Creemos que la mujer del hospital se llama Anna. Según el carné de conducir, la que encontramos colgando del árbol se llama Jacquelyn Zabel.

—¿Y qué hay de las huellas?

—Hallamos una huella latente en la navaja, de Zabel. Sin embargo, no hemos podido identificar la que había en el carné: no es de Zabel y no encontramos ninguna coincidencia en el ordenador.

—Deberíamos compararla con las huellas de Anna para ver si coincide. Si ésta tocó el carné podríamos demostrar que estuvieron juntas en la cueva.

—Buena idea.

A Faith le fastidiaba tener que sacarle la información con cuchara pero, teniendo en cuenta que últimamente andaba de un humor de perros, no podía culparle.

—¿Has podido averiguar algo más sobre Zabel?

Will se encogió de hombros como si no supiera mucho más, pero se puso a recitar:

—Jacquelyn Zabel tenía treinta y ocho años, era soltera y sin hijos. El departamento de policía de Florida nos echará una mano: registrarán la casa, revisarán los registros telefónicos y tratarán de encontrar a algún familiar aparte de la madre que viva en Atlanta. El sheriff dice que no hay nadie que conociera bien a Zabel en la ciudad. Tenía cierta relación con una vecina que le regaba las plantas, pero ésta no sabe nada de ella. El vecindario anda algo soliviantado con algunos vecinos que sacan sus contenedores de basura a la calle. El sheriff dice que Zabel les dio la lata en los últimos seis meses, se quejaba de que las fiestas en las piscinas eran demasiado ruidosas y la gente aparcaba el coche delante de su casa.

Faith reprimió el impulso de preguntarle por qué no le había contado todo eso desde el principio.

—¿El sheriff llegó a conocer a Zabel en persona?

—Me ha dicho que atendió sus llamadas un par de veces y que no le pareció una persona muy agradable.

—O sea, te dijo que era una bruja —precisó Faith. Para ser policía, Will hablaba con mucha educación—. ¿Cómo se ganaba la vida?

—Trabajaba en el negocio inmobiliario. El mercado está en crisis, pero parece que a ella le iba bastante bien: casa en la playa, un BMW, un yate en el puerto.

—¿No me habías dicho que la batería que encontraste en la cueva era de barco?

—Le dije al sheriff que mirara en su yate y la batería estaba en su sitio.

—Había que intentarlo —murmuró Faith, pensando que todos aquellos detalles no les servían de mucho.

—Charlie dice que la batería que encontramos en la cueva tiene por lo menos diez años; los números de serie se habían borrado. Va a intentar conseguir más información, pero todo apunta a que no servirá de nada. Es la clase de objeto que se puede adquirir de segunda mano en cualquier rastrillo. —Se encogió de hombros—. Lo único que nos indica es que el tipo sabía qué uso le iba a dar.

—¿Y eso por qué?

—La batería de un coche está diseñada para soltar una descarga eléctrica breve e intensa, justo lo que se necesita para arrancar. Una vez lo hace empieza a funcionar el alternador y ya no se necesita hasta que se ha de arrancar otra vez. La de la cueva es lo que se denomina una batería náutica de ciclo profundo, es decir, libera una descarga constante y prolongada. Si usaras una de coche para lo que la utilizaba este tipo, se quemaría. La batería náutica puede estar funcionando durante horas.

Faith se quedó callada, intentando encontrarle algún sentido a todo aquello. Pero lo cierto era que no tenía ninguno: lo que les habían hecho a esas dos mujeres no había sido obra de una mente sana.

—¿Dónde está el BMW de Zabel? —preguntó.

—No está en su casa de Florida, ni tampoco en la de su madre.

—¿Has pasado un aviso a todas las unidades con la descripción del coche?

—En Florida y en Georgia.

Will alargó el brazo hacia el asiento de atrás y sacó un montón de carpetas. Estaban clasificadas por colores, y fue pasándolas una por una hasta que encontró una de color naranja y se la dio a Faith. Ésta la abrió y encontró una copia impresa del carné de conducir de Jacquelyn Alexandra Zabel. En la foto se podía apreciar que era una mujer muy atractiva, morena con el pelo largo y ojos castaños.

—Es muy guapa —comentó.

—Igual que Anna. Cabello castaño, ojos castaños.

—Nuestro hombre tiene un tipo definido. —Faith pasó a la siguiente página y leyó en alto el historial de tráfico de la víctima—. El coche de Zabel es un BMW 540i rojo del 2008. Le pusieron una multa por exceso de velocidad hace seis meses, iba a 129 en un tramo con velocidad límite de 88. Se saltó un stop en las cercanías de un colegio el mes pasado y en un control hace dos semanas, se negó a soplar por el alcoholímetro; el juicio está pendiente de fecha. —Hojeó el resto del historial—. Su expediente estaba bastante limpio hasta hace poco.

Will se rascó el antebrazo con aire distraído mientras esperaba a que cambiara el semáforo.

—A lo mejor le sucedió algo.

—¿Y qué hay de las notas que Charlie encontró en la cueva?

—«No voy a sacrificarme». —Recordó, y sacó la carpeta azul—. Están buscando huellas en el papel. Las hojas son de un cuaderno de espiral corriente y están escritas a mano, probablemente por una mujer.

Faith echó un vistazo a la fotocopia; la misma frase una y otra vez, como si fuera un castigo que le hubieran impuesto muchas veces en el colegio.

—¿Y la costilla?

Will seguía rascándose el brazo.

—No encontramos ni rastro de ella en la cueva ni por los alrededores.

—¿Un trofeo?

—Podría ser. No había cortes en el cadáver de Jacquelyn. —Will se corrigió—. Me refiero cortes profundos como el que le hicieron a Anna para quitarle la costilla. Pero yo diría que las dos pasaron por el mismo infierno.

—Tortura. —Faith intentó ponerse en el lugar del secuestrador—. Ata a una mujer a la cama y a la otra debajo. A lo mejor las alterna: le hace algo horrible a Anna y luego le da la vuelta y le hace lo mismo a Jacquelyn.

—Y luego vuelve a colocarlas en la posición original —continuó Will—. Puede que Jacquelyn oyera gritar a Anna mientras le arrancaba la costilla; supo lo que le esperaba y se puso a roer la cuerda que tenía alrededor de las muñecas.

—Seguramente buscó la navaja, o quizá ya la tenía escondida debajo de la cama.

—Charlie ha examinado las lamas de madera que había bajo el colchón y las ha vuelto a colocar en el mismo orden. Todas tenían un arañazo en el centro hecho con la punta de un cuchillo muy afilado, como si alguien hubiera cortado la cuerda desde debajo de la cama, de la cabeza a los pies.

Faith reprimió un escalofrío mientras constataba lo evidente.

—Jacquelyn estaba bajo la cama mientras mutilaban a Anna.

—Y probablemente aún estaba viva mientras peinábamos el bosque.

Abrió la boca para decir algo del tipo «No es culpa tuya», pero sabía que sería inútil; hasta ella misma se sentía culpable por no haber estado allí, participando en la búsqueda. No podía imaginar cómo se debía sentir Will, que había dado tumbos por el bosque mientras la mujer se moría.

—¿Qué te pasa en el brazo? —le preguntó, cambiando de tema.

—¿A qué te refieres?

—No dejas de rascarte.

Will detuvo el coche y entornó los ojos intentando descifrar el nombre de la calle.

—Hamilton —leyó Faith en voz alta.

Will miró su reloj: el truco que usaba para distinguir la derecha y la izquierda.

—Las dos víctimas estaban muy bien situadas —dijo, girando a la derecha por Hamilton—. Anna estaba desnutrida, pero su cabello tenía buen aspecto (me refiero al color) y se había hecho la manicura recientemente. El esmalte de las uñas estaba descascarillado, pero parecía un trabajo profesional.

Faith no quiso preguntarle cómo podía distinguir una manicura profesional de una que no lo era.

—Esas mujeres no eran prostitutas. Tenían una casa y un trabajo. Es raro que un asesino escoja como víctimas a dos mujeres cuya ausencia puede llamar la atención.

—Móvil, medios, ocasión —recitó Will, recordando los fundamentos de toda investigación—. El móvil es el sexo y la tortura y, quizá, la costilla.

—Medios —continuó Faith, tratando de imaginar el modo en que el asesino había secuestrado a las víctimas—. Puede que manipule sus coches para que se estropeen. Podría ser un mecánico.

—Los BMW incluyen un sistema de asistencia en carretera. Sólo tienes que apretar un botón y te mandan una grúa.

—Qué práctico —comentó Faith. El Mini era como el BMW de los pobres: tenías que coger tu móvil y llamar a un taller si necesitabas una grúa—. Jacquelyn estaba mudándose a casa de su madre, y eso quiere decir que seguramente contrató a una empresa de mudanzas o se puso en contacto con alguien para vender los muebles.

—Necesitaba un certificado de que la casa no tenía termitas para poder venderla —añadió Will. En el Sur es difícil conseguir una hipoteca sin demostrar antes que las termitas no se han comido los cimientos—. Nuestro hombre podría ser un exterminador, un contratista, un transportista de mudanzas…

Faith sacó un boli y comenzó a escribir una lista en la parte posterior de la carpeta naranja.

—Su licencia de agente inmobiliaria no sería válida aquí, así que debía de tener un agente en Atlanta para poder vender la casa.

—A menos que la vendiera directamente como propietaria, en cuyo caso puede que hubiera enseñado la casa a varios posibles compradores. Eso significa que pudo haber extraños entrando y saliendo de la casa todo el tiempo.

—¿Y cómo es que nadie reparó en su desaparición? —preguntó Faith—. Sara dijo que Anna había estado secuestrada como mínimo cuatro días.

—¿Quién es Sara?

—Sara Linton.

Will se encogió de hombros y Faith estudió detenidamente su expresión. Will nunca olvidaba un nombre. Nunca olvidaba nada.

—La médico que me atendió ayer.

—¿Ése es su nombre? —Faith se mordió la lengua para no soltar: «Venga ya»—. ¿Y cómo sabe el tiempo que estuvo retenida Anna?

—Fue forense de un condado que queda un poco más al sur.

Will alzó las cejas. Aminoró la velocidad para leer otro letrero.

—¿Forense? Qué raro.

Como si él no fuera raro.

—Era forense y pediatra.

Will murmuró, intentando descifrar el letrero.

—Y yo que pensé que era bailarina.

—Woodland —leyó en voz alta Faith—. ¿Bailarina? Pero si mide como seis metros.

—También hay bailarinas altas.

Faith apretó los dientes para no soltar la carcajada.

—Bah. —Will no añadió nada más, y usó esa palabra para indicar que daba por finalizada esa parte de la conversación.

Mientras giraba el volante, Faith se quedó mirando el perfil de su compañero con la misma intensidad que él miraba fijamente al frente. Will era un hombre atractivo, incluso guapo, pero se comportaba como si no lo fuera. Su mujer, Angie Polaski, debió de ver algo más allá de sus rarezas, entre las cuales estaba su incapacidad para mantener una charla insustancial y los anacrónicos ternos que insistía en vestir. Will, por su parte, decidió pasar por alto el hecho de que Angie se hubiera acostado con la mitad del cuerpo de policía de Atlanta, incluyendo además —de ser ciertas las pintadas en el lavabo de señoras de la tercera planta— a un par de mujeres. Se habían conocido en el Hogar para Niños de Atlanta, y Faith imaginaba que era eso lo que tenían en común. Ambos eran huérfanos, abandonados por sus padres. Como en todo lo que se refería a su vida personal, Will no le había contado los detalles. Faith ni siquiera se había enterado de que Will y Angie estaban casados hasta que lo vio aparecer un día con una alianza en el dedo.

Y hasta ahora jamás le había visto mirar a ninguna otra mujer, ni tan siquiera de reojo.

—Aquí es —dijo Will torciendo a la derecha por una calle estrecha y arbolada.

Faith vio la furgoneta blanca de la policía científica aparcada frente a una casa muy pequeña. Charlie Reed estaba en la acera, examinando el cubo de la basura junto con dos de sus ayudantes. Quien hubiera sacado la basura debía de ser la persona más ordenada del mundo. Había varias cajas apiladas cuidadosamente junto al bordillo, tres pilas de dos, todas ellas con una etiqueta que identificaba el contenido. Junto a éstas, varias bolsas de basura negras puestas en fila, como si montaran guardia. Al otro lado del buzón había un colchón y un canapé alineados con esmero, y un par de muebles que los traperos del vecindario no habían recogido aún. Detrás de la furgoneta de Charlie había dos coches patrulla vacíos de la policía de Atlanta, por lo que Faith supuso que los dos agentes que había pedido Will estarían preguntando ya por el vecindario.

—Su marido era policía —dijo—. Parece que murió en acto de servicio. Espero que frieran al cabrón en la silla.

—¿El marido de quién?

Will sabía perfectamente de quién estaba hablando.

—El de Sara Linton. La médico-bailarina.

Will aparcó y apagó el motor.

—Le pedí a Charlie que nos esperara para que podamos echar un vistazo a la casa. —Sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo de su chaqueta y le pasó uno a Faith—. Imagino que estará todo en cajas por la mudanza, pero nunca se sabe.

Faith se bajó del coche. Charlie tendría que precintar la casa en cuanto empezara a recoger pruebas. Si dejaba que echaran un vistazo antes, no tendrían que esperar a que procesaran todas las pruebas para empezar a seguir las posibles pistas.

—Hola, chicos —gritó Charlie, en tono casi jovial, saludándoles con la mano. Señaló las bolsas de basura—. Llegáis justo a tiempo. Cuando llegamos, los de Goodwill estaban a punto de llevárselas.

—¿Qué tenéis?

Les señaló las etiquetas que había en las bolsas.

—La mayor parte es ropa, menaje de cocina, unas licuadoras viejas…, ese tipo de cosas —dijo esbozando una sonrisa—. Un descanso después de haber estado en ese espeluznante agujero.

—¿Cuándo crees que tendremos los resultados de las pruebas que recogiste en la cueva? —preguntó Will.

—Amanda les ha dicho que tiene prioridad absoluta. Había un montón de mierda ahí abajo, en sentido literal y también metafórico. Hemos dado preferencia a las pruebas que consideramos más importantes. Ya sabéis que el ADN de los fluidos tardará cuarenta y ocho horas; las huellas las están metiendo en el ordenador directamente. Si hay alguna prueba decisiva ahí abajo, lo sabremos mañana por la mañana, a más tardar. —Simuló un teléfono con la mano y se la llevó a la oreja—. Seréis los primeros en enteraros.

Will señaló las bolsas de basura.

—¿Habéis encontrado algo que nos sea útil?

Charlie le pasó un paquete de cartas. Will le quitó la goma y miró los sobres uno por uno antes de pasárselos a Faith.

—El matasellos es reciente —comentó. Le resultaba casi imposible descifrar las palabras, pero leía los números sin problemas; era una de sus muchas argucias para disimular su problema. Además, se le daba bien reconocer los logos de las empresas—. La factura del gas, la de la luz, la de televisión por cable…

Faith leyó en voz alta el nombre del destinatario.

—Gwendolyn Zabel. Un nombre anticuado pero muy bonito.

—Como Faith —dijo Will, y a ella le sorprendió oír de sus labios un comentario tan personal. Él se apresuró a desviar su atención—. Y vivía en una casa anticuada pero muy bonita.

«Bonito» no era el adjetivo que hubiera utilizado Faith para describir aquel pequeño bungaló, pero sí tenía un aire muy pintoresco con sus tablillas grises y sus adornos rojos. La casa no había sido reformada, ni siquiera se habían hecho trabajos de mantenimiento. Los canalones estaban combados por el peso de las hojas acumuladas durante años y, desde lejos, el tejado parecía el lomo de un camello. El césped estaba cortado con pulcritud, pero no estaban los parterres ni los setos esculpidos tan típicos de los jardines de Atlanta. Menos una, todas las demás casas de la calle habían añadido una planta más o habían sido directamente derribadas a fin de dejar libre la parcela para una mansión. La de Gwendolyn Zabel debía de ser una de las últimas casas de la zona que aún conservaban intacto su aspecto original; la única con dos dormitorios y un solo baño. Faith se preguntó si los vecinos se habrían alegrado de que la anciana se mudara. Su hija debía de estar encantada de poder embolsarse el cheque de la venta. Una casa como ésa debía de haber costado unos treinta mil dólares cuando se construyó. Ahora, sólo la parcela debía de valer alrededor de medio millón.

—¿Habéis tenido que desmontar la cerradura? —le preguntó Will a Charlie.

—La puerta no estaba cerrada con llave. Los chicos y yo hemos echado un vistazo por los alrededores y no hemos visto nada raro, pero si surge algo seréis los primeros en saberlo. —Charlie señaló el montón de basura que tenía delante—. Esto es sólo la punta del iceberg. Tenemos trabajito para rato.

Will y Faith intercambiaron miradas de camino a la casa. Inman Park estaba lejos de Mayberry; nadie dejaba la puerta abierta a menos que esperara una indemnización de su seguro.

Faith abrió la puerta principal, y cruzar el umbral fue como viajar a los años setenta. La moqueta verde tenía el pelo tan largo que casi le cubría las deportivas, y el papel irisado de las paredes le recordó con mucha delicadeza que había engordado siete kilos en el último mes.

—¡Uau! —exclamó Will, echando un vistazo rápido a la habitación. Había una ingente cantidad de porquería por todas partes: pilas de periódicos viejos, libros encuadernados en rústica, revistas—. No puede ser bueno para la salud vivir aquí.

—Imagínate la pinta que debía de tener antes de que sacaran todo lo que hay afuera. —Faith cogió un exprimidor oxidado que había en lo alto de una pila de números atrasados de la revista Life—. A algunos ancianos les da por coleccionar toda clase de cosas. Y una vez que empiezan, ya no saben parar.

—Esto es una locura —dijo Will, acariciando una pila de singles de vinilo. Una nube de polvo se disolvió en el cargado aire de la habitación.

—La casa de mi abuela era peor que ésta —le contó Faith—. Tardamos una semana entera en poder pasar al otro lado de la cocina.

—¿Qué es lo que lleva a alguien a hacer algo así?

—No lo sé.

Su abuelo había muerto cuando ella era niña, y su abuela paterna había vivido sola la mayor parte de su vida. Había empezado a acumular cosas a los cincuenta años, y para cuando la ingresaron en la residencia su casa estaba llena de trastos hasta el techo. Viendo el hogar abarrotado de trastos de otra anciana solitaria, Faith se preguntó si algún día Jeremy diría lo mismo de cómo tenía su casa.

Al menos él tendría un hermano o una hermana pequeña para echarle una mano. Faith se llevó la mano a la tripa, haciéndose preguntas por primera vez sobre la criatura que llevaba dentro. ¿Sería niño o niña? ¿Sería rubio, como ella, o moreno y con rasgos latinos, como su padre? Jeremy no se parecía a su padre en absoluto, gracias a Dios. El primer amor de Faith había sido un macarra con una pinta que recordaba a la de Spike, el hermano de Snoopy. De bebé, Jeremy tenía un aspecto casi delicado, como de porcelana fina, con unos piececitos pequeños y adorables. Aquellos primeros días, Faith se había pasado horas contemplando aquellos deditos diminutos, besándole los talones. Le parecía que era la cosa más maravillosa sobre la faz de la tierra. Había sido su muñeco favorito.

—¿Faith?

Retiró la mano de su tripa, preguntándose qué demonios le había dado. Se había inyectado suficiente insulina esa mañana. A lo mejor no eran más que los cambios hormonales típicos del embarazo, que habían hecho de sus catorce años una época tan feliz para ella y para toda la gente que tenía a su alrededor. ¿Cómo demonios iba a pasar por todo eso otra vez? ¿Y cómo iba a hacerlo estando sola?

—¡Faith!

—Me vas a gastar el nombre, Will —le espetó. Señaló hacia el fondo de la casa—. Ve a mirar en la cocina. Yo me ocupo de los dormitorios.

Will la miró de arriba a abajo antes de dirigirse a la cocina.

Faith fue por el pasillo hasta las habitaciones del fondo, sorteando licuadoras, tostadoras y teléfonos rotos. Se preguntó si la anciana habría recogido todo aquello de la basura o si, simplemente, lo había ido acumulando a lo largo del tiempo. Las fotografías enmarcadas de la pared parecían antiguas, algunas tenían un tono sepia y otras estaban hechas en blanco y negro. Faith les echó un vistazo al pasar, preguntándose cuándo había empezado la gente a sonreír a la cámara y por qué. Tenía algunas fotos antiguas de los abuelos de su madre por las que sentía un cariño especial. En los tiempos de la Gran Depresión vivían en una granja, y un fotógrafo ambulante hizo una foto de la familia con una mula a la que llamaban Big Pete. La mula era la única que sonreía.

No había ninguna mula en la pared de Gwendolyn Zabel, pero en algunas de las fotografías en color se veía a dos niñas; las dos con sendas melenas castañas que llegaban más allá de sus cinturas de avispa. No tenían la misma edad, pero no cabía la menor duda de que eran hermanas. No aparecían juntas en ninguna de las fotos más recientes. La hermana de Jacquelyn prefería posar en paisajes desérticos para las fotos que le mandaba a su madre, mientras que Jacquelyn parecía preferir la playa y un bikini que se ceñía a aquellas caderas, tan estrechas que parecían las de un niño. Faith no pudo evitar pensar que si ella tuviera esa pinta con treinta y ocho años, también querría hacerse una foto en bikini. No había muchas imágenes recientes de su hermana, que había engordado un poco con los años. Faith esperaba que no hubiera perdido el contacto con su madre. Podían rastrear las llamadas telefónicas a la inversa para salir de dudas.

El primer dormitorio no tenía puerta, y la habitación estaba igualmente saturada de trastos, más periódicos y más revistas. Había algunas cajas, pero en general la habitación estaba tan llena de basura que no pudo dar más que un par de pasos. En el ambiente flotaba un desagradable olor a humedad, y Faith recordó un caso que había visto en las noticias muchos años antes. La protagonista de la historia era una mujer que había guardado un recorte de una revista vieja y había muerto a consecuencia de una enfermedad rara.

Salió del dormitorio y se asomó al cuarto de baño. Más porquería, pero alguien había despejado los trastos para poder pasar al cuarto de baño y limpiarlo. En el lavabo había un cepillo de dientes y otros artículos de higiene personal colocados en fila, y varias bolsas de basura amontonadas dentro de la bañera. La cortina de ducha estaba prácticamente negra del moho acumulado.

Faith tuvo que ponerse de lado para poder cruzar la puerta del dormitorio principal. La razón la descubrió nada más entrar: había una vieja mecedora detrás de la puerta con tal cantidad de ropa encima que no se había caído al suelo precisamente porque estaba apoyada contra ella. También había ropa tirada por toda la habitación del tipo que se etiqueta como vintage y se vende por cientos de dólares en las vanguardistas tiendas de Little Five Points.

Hacía calor en la casa y, con las manos sudadas, le costó más trabajo enfundarse los guantes de látex. Hizo caso omiso del pegote de sangre seca que tenía en la punta de uno de los dedos, no quería pensar en nada que pudiera provocarle un estúpido ataque de llanto.

Empezó por los cajones de la cómoda. Estaban todos abiertos, así que no tenía más que apartar un poco la ropa para buscar cartas o alguna agenda que pudiera contener los datos de otros familiares. Habían hecho la cama con esmero y las sábanas estaban limpias; debía de ser lo único en toda la casa que podía calificarse de «limpio». No había nada que le indicara si Jacquelyn Zabel había dormido en el dormitorio de su madre o si había preferido alojarse en algún hotel del centro.

O sí. Faith vio un bolso de viaje abierto junto a la funda de un portátil en el suelo. Debería haberlos visto nada más entrar, porque ambos estaban fuera de lugar en aquel contexto: la funda era de cuero y el bolso de una conocida firma de moda. Faith encontró dentro de la funda un MacBook Air por el que su hijo habría sido capaz de matar. Pulsó el botón de encendido, pero la pantalla de inicio le pedía un usuario y una contraseña. Charlie tendría que enviárselo a quien correspondiera para poder acceder a la información, pero según su experiencia, los Macs que estaban protegidos con contraseña eran inviolables, ni siquiera el fabricante podía decodificarla.

A continuación examinó el bolso. La ropa que había dentro era de firma: Donna Karan y Jones New York. Los zapatos de Jimmy Choo eran especialmente impresionantes, sobre todo para Faith, que llevaba una falda que parecía una tienda de campaña porque ya no se podía abrochar ninguno de los pantalones que tenía en el armario. Jacquelyn Zabel, por lo visto, no tenía ese problema, y Faith se preguntó por qué había decidido quedarse en aquella pocilga cuando era evidente que podía permitirse un alojamiento mucho más cómodo. Sí había estado durmiendo en aquella habitación: la cama hecha con primor, un vaso de agua y un par de gafas de cerca sobre la mesa indicaban, sin lugar a dudas, que alguien había ocupado el dormitorio recientemente. También había un enorme bote de aspirinas, como los que tienen en los hospitales. Faith lo abrió y vio que estaba medio vacío. Seguramente ella también necesitaría aspirinas si tuviera que empaquetar los enseres de su madre. Había visto lo duro que le resultó a su padre tomar la decisión de ingresar a su madre en una residencia para ancianos. El hombre hacía años que había fallecido, pero Faith sabía que nunca había podido superar el haber ingresado a la abuela en una residencia.

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas sin poder hacer nada por evitarlo. Dejó escapar un gemido y se limpió con el dorso de la mano. Desde que vio el signo positivo en el test de embarazo no había pasado un solo día sin que su cerebro encontrara alguna excusa para hacer que rompiera a llorar.

Volvió a concentrarse en el bolso. Iba buscando a tientas algún papel —un cuaderno, un diario, un billete de avión— cuando oyó unos gritos que venían del otro extremo de la casa. Faith se encontró a Will en la cocina y a una mujer corpulenta muy enfadada gritándole a escasos centímetros de su cara.

—¡No tenéis ningún derecho a estar aquí, cerdos!

Faith pensó que la mujer parecía una de esas viejas hippies que se dirigían a los policías con ese apelativo cariñoso: «cerdos». Llevaba el pelo recogido en una trenza y llevaba un chal hecho con una manta de montar que le hacía las veces de camiseta. Imaginó que la mujer debía de ser la última de su especie en el vecindario, cuya casa pronto sería la más cutre de la calle. No tenía pinta de ser una de esas mamás adictas al yoga que seguramente vivían en mansiones recién estrenadas.

Will permanecía llamativamente sereno, apoyado contra la nevera con una mano en el bolsillo.

—Señora, haga el favor de tranquilizarse.

—Que te den. Y a ti también —dijo al ver aparecer a Faith.

Ahora que la veía más de cerca, calculó que tendría unos cuarenta y tantos años. No obstante, tampoco resultaba fácil calcular su edad, porque su cara estaba roja y bastante desfigurada por el enfado. Sus facciones parecían estar especialmente diseñadas para expresar ira.

—¿Conocía usted a Gwendolyn Zabel? —le preguntó Will.

—No tienes derecho a interrogarme sin que haya un abogado presente.

Faith puso los ojos en blanco, regodeándose en lo infantil del gesto. Will se comportó de forma algo más madura.

—¿Podría decirme su nombre?

La mujer se puso a la defensiva de nuevo.

—¿Por qué?

—Me gustaría saber cómo debo dirigirme a usted.

La mujer se quedó meditando sus opciones.

—Candy.

—Muy bien, Candy. Soy el agente especial Trent, del DIG, y ella es la agente especial Faith Mitchell. Siento tener que comunicarle que la hija de la señora Zabel ha sufrido un accidente.

Candy se arrebujó en el chal.

—¿Iba borracha?

—¿Conocía usted a Jacquelyn? —le preguntó Will.

—Jackie. —Candy se encogió de hombros—. Estuvo viviendo aquí un par de semanas o tres para recoger las cosas de su madre y vender la casa. Hablamos de vez en cuando.

—¿Contrató a algún agente inmobiliario, o pensaba venderla ella directamente?

—Llamó a un agente local. —La mujer cambió de postura para no ver a Faith—. ¿Está bien Jackie?

—Me temo que no. Murió a consecuencia del accidente.

Candy se llevó la mano a la boca.

—¿Ha visto a alguien merodeando por los alrededores de la casa? ¿Alguien sospechoso?

—Por supuesto que no. Habría llamado a la policía.

Faith contuvo un bufido. Los que despotricaban contra los «cerdos» eran los primeros en llamar a la policía en cuanto intuían el menor problema.

—¿Tenía Jackie algún familiar con el que podamos ponernos en contacto? —le preguntó Will.

—¿Estás ciego o qué te pasa? —replicó Candy, señalando hacia la nevera con un gesto de la cabeza.

Faith vio una lista de nombres y números de teléfono pegada en la puerta de la nevera donde estaba apoyado Will. Las palabras NÚMEROS DE EMERGENCIA encabezaban la lista impresa en negrita, a menos de quince centímetros de su cara.

—Dios, ¿es que no os enseñan a leer en la academia?

Will parecía estar pasándolo fatal, y Faith habría abofeteado a Candy si la hubiera tenido más cerca. Sin embargo, se limitó a decir:

—Señora, voy a necesitar que vaya al centro para hacer una declaración formal.

Will la miró y meneó la cabeza, pero Faith estaba tan furiosa que le costaba hablar sin que le temblara la voz.

—Un coche patrulla la llevará hasta el edificio Este del Ayuntamiento. Será cuestión de un par de horas.

—¿Por qué? —preguntó Candy—. ¿Para qué necesitáis que…?

Faith sacó su móvil y marcó el número de su antiguo compañero del departamento de policía de Atlanta. Leo Donnelly le debía un favor —más bien muchos favores— y pensaba cobrárselos para hacerle la vida imposible a aquella mujer.

—Hablaré con vosotros aquí. No hace ninguna falta que me llevéis al centro.

—Su amiga Jackie está muerta —dijo Faith en tono cortante—. Usted elige: o nos ayuda con la investigación o la acuso de obstrucción.

—Vale, vale —dijo la mujer alzando las manos en señal de rendición—. ¿Qué queréis saber?

Faith miró de reojo a Will, que se miraba fijamente los pies. Pulsó el botón de colgar y se ahorró la llamada a Leo.

—¿Cuándo vio usted a Jackie por última vez? —le preguntó.

—El fin de semana pasado. Vino buscando un poco de compañía.

—¿Qué clase de compañía?

Candy respondió con evasivas y Faith empezó a marcar el número de Leo otra vez.

—Está bien —gruñó Candy—. Por Dios, estuvimos fumando un poco de marihuana. Estaba hasta las narices de toda esta mierda. Llevaba bastante tiempo sin visitar a su madre; ninguno nos habíamos dado cuenta de lo mal que estaba.

—¿A quién se refiere cuando dice «ninguno de nosotros»?

—A mí y a un par de vecinos más que le echábamos un ojo a Gwen de vez en cuando. Es una mujer muy mayor. Sus dos hijas viven fuera del estado.

Muy atentos no debían de estar si no se habían dado cuenta de que estaba viviendo en un vertedero.

—¿Conoce usted a la otra hija?

—Joelyn —respondió Candy, señalando con un gesto de la cabeza hacia la lista que había en la nevera—. Ella nunca venía por aquí. Al menos yo no la he visto en los diez años que llevo viviendo en este barrio.

Faith miró de reojo a Will una vez más. Éste tenía la mirada perdida en un punto indefinido por encima del hombro de Candy.

—Así que vio a Jackie por última vez la semana pasada, ¿no?

—Eso es.

—¿Y qué hay de su coche?

—Lo tenía aparcado delante de la casa hasta hace un par de días.

—¿Un par de días quiere decir dos días?

—En realidad hace más bien cuatro o cinco días. Tengo una vida. No me dedico a observar las idas y venidas de mis vecinos.

Faith pasó por alto el sarcasmo.

—¿Ha visto usted a alguien de aspecto sospechoso merodeando por aquí?

—Ya te he dicho que no.

—¿Quién era su agente inmobiliario?

Mencionó el nombre de uno de los mejores agentes inmobiliarios de la ciudad, un hombre que se anunciaba en todas las paradas de autobús.

—Jackie ni siquiera le conocía en persona; lo negociaron todo por teléfono. El tipo tenía la casa vendida antes de poner el cartel en el jardín. Hay un promotor que está comprando todas las parcelas del vecindario, y cierra el trato en diez días con dinero en efectivo.

Faith sabía que era una práctica bastante extendida. Incluso a ella le habían llegado varias ofertas por su humilde casa en los últimos años, si bien no había aceptado ninguna porque con el dinero de la venta no hubiera podido permitirse comprar una casa nueva en la misma zona.

—¿Y qué me dice de la empresa de mudanzas?

—Mire todas estas porquerías. —Golpeó con la palma de la mano un montón de periódicos viejos—. Lo último que me dijo Jackie fue que iba a pedir un contenedor de ésos que se utilizan en la construcción.

Will se aclaró la voz. Ya no miraba a la pared, pero tampoco miraba directamente a la testigo.

—¿Y por qué no dejar las cosas como están, sin más? —preguntó—. Prácticamente no hay más que basura, y el constructor va a derribar la casa de todas formas.

A Candy le horrorizó la idea.

—Ésta era la casa de su madre. Jackie se crio aquí; su infancia está enterrada bajo todas estas porquerías. Uno no puede deshacerse de su pasado así, sin más ni más.

Will cogió el móvil como si hubiera sonado. Faith sabía que tenía estropeado el modo vibración (Amanda había estado a punto de matarle la semana anterior porque le sonó en mitad de una reunión). Sin embargo miró la pantalla y dijo:

—Disculpadme.

Salió por la puerta de atrás, apartando con el pie un montón de revistas que le obstaculizaban el paso.

—¿Cuál es su problema? —preguntó Candy refiriéndose a Will.

—Es alérgico a las zorras —bromeó Faith, aunque de haber sido cierto esa mañana Will tendría el cuerpo invadido por un sarpullido de la cabeza a los pies—. ¿Con qué frecuencia visitaba Jackie a su madre?

—¿Me has tomado por su secretaria personal?

—Quizá recupere la memoria si la llevo a la central.

—Joder —murmuró Candy—. Vale. Puede que viniera a verla unas dos veces al año, más o menos.

—¿Y nunca ha visto a la hermana, a Joelyn, por aquí?

—No.

—¿Pasaba usted mucho tiempo con Jackie?

—No mucho. No se puede decir que fuéramos amigas ni nada parecido.

—¿Y eso de que estuvieron fumando marihuana la semana pasada? ¿Le contó algo sobre su vida?

—Me dijo que la residencia donde había ingresado a su madre costaba cincuenta de los grandes al año.

Faith tuvo que contenerse para no silbar.

—Pues se llevará todo lo que saque por la venta de la casa.

Candy no parecía compartir su opinión.

—Hace tiempo que Gwen no está bien. No creo que supere este año. Jackie me dijo que a lo mejor le llevaba algo bonito cuando fuera a visitarla.

—¿Dónde está la residencia?

—En Sarasota.

Jackie Zabel vivía en la parte noroccidental de Florida, a unas cinco horas en coche de Sarasota. Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos.

—Las puertas no estaban cerradas con llave cuando llegamos.

Candy meneó la cabeza.

—Jackie vivía en una urbanización cerrada. Nunca cerraba las puertas con llave. Una noche se dejó las llaves en el coche; cuando vi sus llaves en el contacto no me lo podía creer. Fue un milagro que no se lo robaran. —Con cierta tristeza, añadió—: Siempre tuvo mucha suerte.

—¿Estaba saliendo con alguien?

Candy volvió a mostrarse reticente pero Faith esperó a que la mujer respondiera.

—No era tan simpática, ¿sabes? —respondió por fin—. Estaba bien para compartir un porro, pero en general se podría decir que era una arpía; y los hombres querían follársela, pero no se quedaban a charlar con ella después. No sé si me explico.

Faith no era la más indicada para juzgarla.

—¿Podría ser más específica? ¿A qué se refiere con eso de que era una arpía?

—Sólo ella sabía cuál era el camino más adecuado para ir a Florida, la clase de gasolina que hay que ponerle al coche, cómo hay que tirar la maldita basura. —Candy hizo un gesto señalando la abarrotada cocina—. Por eso quería encargarse de todo esto personalmente. Está forrada; podía haberse permitido contratar a una cuadrilla y le habrían dejado la casa limpia en dos días. Pero pensaba que sólo ella podía hacerlo como es debido. Ésa es la única razón por la que se quedó aquí: tiene obsesión por controlarlo absolutamente todo.

Faith pensó en las bolsas alineadas con pulcritud en la acera.

—Dice que no salía con nadie. ¿Había algún hombre en su vida? ¿Algún ex marido, un antiguo novio?

—Quién sabe. A mí no me hacía demasiadas confidencias, y Gwen lleva años sin saber ni en qué día vive. Honestamente creo que Jackie sólo necesitaba dar un par de caladas para relajarse y sabía que yo tenía marihuana.

—¿Y por qué la compartió con ella?

—No estaba mal cuando se relajaba.

—Ha preguntado usted si iba borracha cuando tuvo el accidente.

—Sé que tuvo un problema con eso en Florida. Le cabreaba mucho ese asunto. —Con mucha seguridad, añadió—: Esos controles son absurdos. Una triste copa de vino y te plantan las esposas como si fueras un delincuente. Lo único que quieren es cubrir su cuota.

Faith había tenido que hacer muchos controles de alcoholemia y sabía que había salvado muchas vidas. No le cabía la menor duda de que Candy, por su parte, debía de haber tenido más de un rifirrafe con la policía.

—Así que Jackie no le caía bien, pero tenía bastante trato con ella. No la conocía muy bien, pero sabe que estaba recurriendo una denuncia por conducir bajo los efectos del alcohol. ¿En qué quedamos?

—Es más fácil seguirle la corriente a la gente, ¿sabes? No soy de las que van buscando problemas.

Por lo visto, prefería buscárselos a los demás. La agente sacó su libreta.

—¿Podría decirme cuál es su apellido?

—Smith. —Faith la miró fijamente a los ojos—. En serio: me llamo Candace Courtney Smith. Vivo en esa ruina que hay al otro lado de la calle.

Miró fugazmente por la ventana y vio a Will hablando con uno de los agentes de uniforme. Por el modo en que el hombre meneaba la cabeza imaginó que no habían averiguado nada nuevo.

—Siento haberme puesto así —dijo Candy—. Es que no me gusta ver a la policía husmeando por aquí.

—¿Y eso por qué?

La mujer se encogió de hombros.

—Hace tiempo tuve algún que otro problema con la poli.

Faith ya lo había adivinado. Candy tenía la típica actitud hostil de quien ha ocupado el asiento trasero de un coche de policía en más de una ocasión.

—¿Qué clase de problemas?

Se encogió de hombros otra vez.

—Sólo lo digo porque de todas maneras lo van a averiguar y no quiero que vuelvan aquí como si fuera una psicópata homicida.

—Muy bien. ¿Qué hay?

—Me detuvieron por prostitución cuando tenía veinte años.

A Faith no le sorprendió en absoluto.

—Conoció a un tipo que la inició en las drogas y la convirtió en una yonqui —aventuró.

—Romeo y Julieta —confirmó Candy—. El muy cabrón me endilgó toda su mierda. Dijo que a mí no me encerrarían por eso.

Tenía que haber una fórmula matemática que permitiera calcular con exactitud cuánto tiempo tardaba una mujer en ponerse a hacer la calle para costearse sus vicios después de que su novio la enganchara a las drogas. Faith imaginó que el resultado sería cero coma poco.

—¿Cuánto tiempo le cayó?

—Una mierda. —Rio Candy—. Delaté al cabrón y a su camello. No pasé entre rejas ni un solo día.

Esto tampoco sorprendió a Faith.

—Hace mucho que dejé las drogas duras —explicó la mujer—. Pero la hierba me relaja mucho.

De nuevo miró a Will de reojo. Evidentemente, había algo en él que la ponía nerviosa. Faith decidió preguntarle directamente.

—¿Qué es lo que tanto la preocupa?

—No parece un policía.

—¿Y qué parece?

Candy meneó la cabeza.

—Me recuerda a mi primer novio: muy calladito y muy educado pero con un carácter… —Estampó el puño contra la palma de su otra mano—. Me zurraba que daba gusto. Me rompió la nariz. Y un día me rompió una pierna porque no gané el suficiente dinero. Todavía me duele cuando hace frío.

Faith vio adónde quería ir a parar. Si se había puesto a hacer la calle para comprar drogas y la habían pillado más de una vez por conducir en estado de embriaguez no era por su culpa, sino por la de su malvado novio o el estúpido policía que no pensaba en otra cosa que en cumplir con su cuota. Y ahora era a Will a quien le tocaba hacer el papel de malo. Candy era una experta manipuladora que sabía perfectamente cuándo estaba perdiendo el favor de su público.

—No te estoy mintiendo.

—La verdad es que no me interesan los sórdidos detalles de su trágico pasado —dijo Faith—. Dígame qué es lo que le preocupa de verdad.

Candy vaciló unos segundos.

—Ahora sólo me dedico a criar a mi hija. Estoy limpia.

—Ya.

Temía que le quitaran a su hija.

Candy señaló a Will con un gesto de la cabeza.

—Me recuerda a esos cabrones de los servicios sociales.

Que Will le pareciera un trabajador social resultaba más verosímil que lo de que le recordaba a su violento novio.

—¿Qué edad tiene su hija?

—Va a cumplir cuatro años. No creo que pudiera soportar… después del infierno que he tenido que pasar. —Candy sonrió, ya no parecía un basilisco, sino una gordita relativamente atractiva—. Hannah es un cielo. Le tenía mucho cariño a Jackie; quería ser como ella de mayor: tener un buen coche y un armario lleno de ropa elegante.

A Faith le daba la impresión de que Jackie no era el tipo de mujer que disfrutaría teniendo a una mocosa de tres años zascandileando a su alrededor y jugando con sus zapatos de Jimmy Choo, entre otras cosas porque los niños de esa edad siempre tienen las manos sucias y pegajosas.

—¿Y Jackie se llevaba bien con ella?

Candy se encogió de hombros.

—¿A quién no le gustan los niños? —Y formuló por fin la pregunta que cualquiera que no fuera tan egocéntrico habría formulado diez minutos antes—: ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Estaba bebida?

—Ha sido asesinada.

Candy abrió la boca, y la cerró.

—¿Asesinada? —Faith asintió con la cabeza—. ¿Y quién podría hacer una cosa así? ¿Quién querría hacerle daño?

Faith había presenciado esa escena muchas veces y sabía cómo acababa. Ésa era la razón por la que en un principio había ocultado la verdadera causa de la muerte de Jacquelyn Zabel: nadie se atrevía a hablar mal de los muertos, ni siquiera una «fumeta» con aires de hippie y con serios problemas para controlar su ira.

—No era mala chica —insistió Candy—. Quiero decir que, en el fondo, era buena gente.

—Seguro que sí —dijo Faith, aunque en realidad le parecía que debía de ser todo lo contrario.

—¿Cómo le voy a explicar a Hannah que Jackie está muerta? —dijo con los labios temblorosos.

En ese momento sonó el móvil de Faith; la llamada no pudo ser más oportuna, porque no sabía qué responder a la pregunta de Candy. Peor aún, no le importaba lo más mínimo, ahora que le había sacado toda la información que necesitaba. Seguro que Candy Smith no ocupaba el primer puesto en la clasificación de malos padres, pero tampoco era lo que se dice una bellísima persona, y ahí estaba su hija de tres años para pagar el pato.

—Mitchell —dijo Faith activando el teléfono.

—¿Has sido tú la que me ha llamado hace un rato? —preguntó el detective Leo Donnelly.

—Me equivoqué de tecla —mintió Faith.

—De todos modos iba a llamarte yo. Has sido tú la que ha lanzado la alerta, ¿no?

Se refería a la que Faith había pasado a todas las unidades esa misma mañana. Levantó un dedo para pedirle a Candy que le diera un minuto y se fue hacia la sala de estar.

—¿Qué es lo que tienes?

—No es exactamente una persona desaparecida —le explicó—. Un agente encontró a un niño solo en el interior de un coche esta mañana y no hemos podido localizar a la madre.

—¿Y? —preguntó Faith, sabiendo que tenía que haber más. Leo era un detective de homicidios, no le llamaban para coordinarse con los servicios sociales.

—Tu alerta parece que encaja con la descripción de la madre: cabello castaño, ojos marrones.

—¿Qué dice el niño?

—Ni mu —admitió—. Ahora mismo estoy con él en el hospital. Tú tienes un hijo. ¿Te importaría venir a ver si logras hacerle hablar?