PAULINE MCGHEE GIRÓ SU LEXUS LX a la derecha y aparcó en una de las plazas para minusválidos del parking situado enfrente del supermercado City Foods. Eran las cinco de la mañana; probablemente todos los minusválidos seguían dormidos a esa hora. Y sobre todo era demasiado pronto para tener que caminar más de lo estrictamente necesario.
—Vamos, gatito dormilón —le dijo a su hijo, apretándole el hombro con suavidad.
Felix se revolvió, no quería despertarse. Pauline le acarició la mejilla, pensando —no por primera vez— que era un milagro que algo tan perfecto hubiera podido salir de su imperfecto cuerpo.
—Vamos, mi amor —le dijo, haciéndole cosquillas hasta que el niño se retorció como un gusanito.
Pauline se bajó del coche, y luego ayudó a su hijo a salir del Lexus. Los pies del niño no habían tocado aún el suelo cuando su madre comenzó con la rutina de siempre.
—¿Ves dónde hemos aparcado? —Felix asintió con la cabeza—. ¿Qué hacemos si nos perdemos?
—Nos encontramos en el coche —respondió Felix, intentando contener un bostezo.
—Muy bien.
Pauline iba tirando de él mientras se dirigían a la tienda. Cuando era pequeña le decían que si alguna vez se perdía debía buscar a un adulto, pero con los tiempos que corren uno no podía confiar en nadie. Un guardia de seguridad podía ser un pedófilo; una ancianita podía ser una bruja pirada que dedicaba su tiempo libre a esconder cuchillas de afeitar dentro de las manzanas. Muy mal andaban las cosas cuando el recurso más seguro para un niño de seis años era un objeto inanimado.
Las luces artificiales del súper eran demasiado brillantes para esa hora de la mañana, pero la culpa la tenía Pauline por no haber comprado antes las magdalenas para los compañeros de Felix. Se lo habían dicho hacía una semana, pero no había previsto el infierno que se desataría en el trabajo. Uno de los clientes más importantes del estudio de interiorismo les había encargado un sofá italiano de cuero marrón de sesenta mil dólares que no cabía en el maldito ascensor, y la única manera de subirlo hasta el ático del cliente era con una grúa cuyo alquiler era de diez mil dólares por hora.
El cliente le echaba la culpa al estudio de Pauline por no haberlo previsto, el estudio culpaba a Pauline por haber diseñado un sofá demasiado grande, y Pauline culpaba al cantamañanas del tapicero, pues le había pedido explícitamente que se pasara por el edificio de la calle Peachtree para medir el ascensor antes de hacer el maldito sofá. Ante la disyuntiva de tener que afrontar la factura de una grúa de diez mil dólares la hora o rehacer un sofá de sesenta mil dólares, el tapicero, lógicamente, decidió que le convenía más olvidar aquella conversación, pero Pauline no pensaba permitir que se saliera con la suya. Faltaría más.
Había una reunión a las siete en punto con todas las partes implicadas, y Pauline iba a ser la primera en llegar para contar su versión de la historia. Como le decía su padre, la mierda resbala siempre hacia abajo, y al final del día no sería Pauline McGhee la que oliera a alcantarilla. Tenía pruebas que avalaban su versión, por ejemplo la copia de un intercambio de correos electrónicos con su jefe en los que le pedía que le recordara al tapicero que tenía que pasarse a tomar medidas. Y lo más importante era la respuesta de Morgan: «Yo me ocupo». El jefe fingía que esa correspondencia no había tenido lugar, pero Pauline no estaba dispuesta a comerse el marrón. Alguien iba a perder su empleo ese día, y desde luego no iba a ser ella.
—No, cariño —dijo, tirando de Felix para apartarlo de un paquete de gominolas con forma de osito que colgaba de forma tentadora de uno de los estantes. Pauline sabía que ponían esa clase de cosas a la altura de los niños con la única intención de obligar a los padres a comprarlas. Más de una vez había visto a alguna madre ceder ante un berrinche sólo para que el niño se callase. Pero Pauline nunca entraba en ese juego, y Felix lo sabía. Si intentaba cualquier cosa le cogía en volandas y se iban de la tienda, incluso aunque ello significara dejar en medio del súper un carrito con la mitad de la compra hecha.
Giró en el pasillo del pan y casi se dio de bruces con un carro lleno de productos. El hombre rio de buena gana y Pauline logró esbozar una sonrisa.
—Que tenga un buen día —le dijo el hombre.
—Igualmente —respondió Pauline.
Ésa, pensó, era la última vez que iba a ser amable con alguien esa mañana. Se había pasado la noche dando vueltas en la cama, a las tres se había levantado para correr un rato en la cinta, arreglarse, prepararle el desayuno a Felix y vestirle para ir al colegio. Atrás quedaban sus días de soltera, cuando podía pasarse toda la noche de fiesta, volver a casa con el que más le gustara y saltar de la cama a la mañana siguiente veinte minutos antes de entrar a trabajar.
Pauline le atusó el cabello al niño y pensó que no echaba en absoluto de menos todo aquello. Aunque echar un polvo de vez en cuando sería una bendición del cielo.
—Magdalenas —dijo, aliviada al verlas apiladas en el mostrador de la panadería. El alivio desapareció en cuanto vio que todas ellas iban decoradas con conejitos y huevos de Pascua multicolores. La circular del colegio especificaba que las magdalenas no podían ir decoradas con motivo religioso alguno, pero Pauline no estaba muy segura de lo que eso significaba exactamente, excepto que en el carísimo colegio privado donde estudiaba su hijo eran unos fanáticos de la corrección política y todas esas chorradas. Ni siquiera habían querido llamarlo fiesta de Pascua: era una fiesta de Primavera que, curiosamente, se celebraba unos días antes del Domingo de Resurrección. ¿Qué religión no celebraba la Pascua? Pauline sabía que los judíos no festejaban la Navidad, pero por el amor de Dios, la Pascua la conmemoraban todos. Incluso los paganos tenían sus conejitos y sus huevos.
—Muy bien —dijo Pauline, pasándole el bolso a Felix. El niño se lo colgó del hombro como solía hacer su madre, y Pauline sintió una punzada de angustia: trabajaba en un estudio de interiorismo y todos los hombres de su vida tenían «pluma». Tendría que hacer un esfuerzo y empezar a relacionarse ya mismo con hombres heterosexuales, por el bien de ella y de su hijo.
Había seis magdalenas en cada caja, así que Pauline cogió cinco, pensando que los profesores también querrían probarlas. No podía soportar a la mayoría de los maestros del claustro, pero adoraban a Felix y Pauline adoraba a su hijo, ¿qué más le daba gastarse cuatro dólares con setenta y cinco más en alimentar a las harpías que cuidaban de su retoño?
Se fue con las magdalenas hacia la caja, y el aroma de los bollos recién horneados le dio hambre y náuseas al mismo tiempo, como si quisiera hartarse a comer magdalenas hasta que se pusiera tan enferma que tuviera que pasar el resto de la mañana en el cuarto de baño. Era demasiado pronto para oler cualquier cosa cubierta de azúcar, eso desde luego. Se dio la vuelta buscando a Felix, que iba detrás de ella arrastrando los pies. Estaba agotado y la culpa era de Pauline. Consideró la posibilidad de comprarle las gominolas que quería, pero su móvil sonó en el mismo momento en que ponía las cajas de magdalenas sobre la cinta, y se olvidó por completo de todo al ver quién la llamaba.
—¿Sí? —preguntó, observando cómo avanzaban sus cosas hacia la cajera. La mujer estaba tan gorda que apenas podía juntar las manos por delante, como un T-Rex o un bebé foca.
—Paulie, ¿puedes creer lo de la reunión de hoy?
Morgan, el jefe, parecía de los nervios. Se comportaba como si estuviera de su parte, pero Pauline sabía que la apuñalaría por la espalda en cuanto bajara la guardia. Iba a disfrutar como una enana viéndole recoger sus cosas después de que sacara a relucir aquellos correos electrónicos en la reunión.
—Lo sé —respondió, fingiendo consternación—. Es terrible.
—¿Estás en el súper?
Debía de haber oído los pitidos del escáner. La T-Rex estaba pasando las cajas una por una, aunque todas eran exactamente iguales. De no haber estado hablando por teléfono, Pauline habría saltado por encima del mostrador para escanearlas ella misma. Pasó por el arco de seguridad a la parte de atrás de la caja y cogió unas bolsas de plástico para aligerar la operación. Sujetando el teléfono con el hombro, preguntó:
—¿Qué crees que va a pasar?
—Bueno, está claro que no es culpa tuya —dijo Morgan, pero Pauline se apostaba el cuello a que eso era exactamente lo que le había dicho a su jefe.
—Ni tuya tampoco —replicó ella, aunque había sido Morgan quien había recomendado a ese tapicero, probablemente porque parecía un chaval de trece años y se depilaba con cera sus musculosas piernas para que lucieran en todo su esplendor. Sabía que el muy marica se aprovechaba de las preferencias sexuales de Morgan, pero estaba muy equivocado si creía que era ella la que iba a acabar pagando el pato. Había tardado dieciséis años en ascender de secretaria a ayudante de diseñador. Había asistido durante no sabía cuánto tiempo a clases nocturnas en la Escuela de Arte y Diseño de Atlanta para conseguir su título, arrastrándose cada mañana hasta el trabajo para poder pagar el alquiler y finalmente conseguir un puesto que le permitiera vivir con más desahogo y poder permitirse traer un niño al mundo como Dios manda. Felix vestía ropa de marca, tenía los mejores juguetes y estudiaba en uno de los colegios más caros de la ciudad. Pero Pauline no se había conformado con darle lo mejor a su hijo. Se había arreglado la dentadura y se había operado los ojos con láser; todas las semanas le daban un masaje, cada quince días se hacía una limpieza de cutis y en sus malditas raíces no se apreciaba otra cosa que un impecable y sensual tono castaño gracias a la peluquera de Peachtree Hills a la que visitaba puntualmente cada mes y medio. Ni harta de vino iba a renunciar a ninguno de esos lujos. Ni de broma.
Morgan haría bien en recordar de dónde había partido Pauline. Ya trabajaba de secretaria cuando no existían ni las transferencias ni la banca electrónica, cuando todos los cheques se guardaban en la caja fuerte hasta que llegaba la hora de cerrar y se acercaban al banco a ingresarlos. Tras la última reforma de la oficina, Pauline se había trasladado a un despacho más pequeño con el fin de que pudieran instalar la caja fuerte en su sitio. Y por si acaso, había tenido la precaución de llamar a un cerrajero para que viniera fuera del horario de oficina y cambiara la combinación; ahora, sólo ella la conocía. A Morgan le sacaba de quicio no saber la combinación de la caja, pero a Pauline eso le venía de maravilla, porque la copia del correo electrónico que le iba a salvar el culo estaba guardada precisamente ahí. Llevaba días imaginando de mil maneras diferentes aquel momento. Se veía a sí misma abriendo la caja con mucha ceremonia y agitando el mensaje de correo en las narices de Morgan, dejándole con un palmo de narices delante de su jefe y del cliente.
—Menudo jaleo —suspiró Morgan, adoptando un tono más dramático—. Te juro que no me puedo creer…
Pauline le cogió el bolso a Felix y buscó dentro de la cartera. Se quedó embobada mirando las barras de caramelo mientras deslizaba la tarjeta de débito por el lector de bandas magnéticas y continuó de forma automática con el resto de trámites.
—Ajá —dijo, mientras Morgan despotricaba contra el cliente y le aseguraba que no se quedaría sentado mientras arrastraban por el lodo la reputación profesional de Pauline. Si hubiera tenido a alguien cerca para apreciarlo, habría simulado arcadas—. Venga, cielo —dijo, empujando a Felix hacia la puerta con suavidad.
Sujetó el teléfono con el hombro mientras cogía las bolsas por las asas, y entonces se preguntó por qué se había molestado en meter las cajas en bolsas, si no hacía ninguna falta. Cajas y bolsas de plástico: las profesoras del colegio de Felix se escandalizarían ante semejante atentado contra el medio ambiente. Pauline apiló las cajas y apoyó la barbilla en la tapa de la última para sujetarlas. Tiró las bolsas vacías a la papelera y, con la mano que le quedaba libre, buscó las llaves del coche en el bolso mientras se dirigía a las puertas automáticas.
—Te juro que es lo peor que me ha pasado en toda mi carrera profesional —se lamentaba Morgan. Pese a la tortícolis, Pauline se había olvidado de que estaba hablando por teléfono.
Presionó el botón del control remoto para abrir el maletero del coche. La puerta se abrió con un suspiro y Pauline pensó en lo mucho que le gustaba el sonido que hacía, en que era un lujo tener dinero suficiente como para no tener que abrir siquiera la puerta del maletero. No estaba dispuesta a perderlo todo por un niñato de culito prieto que no era capaz de tomarse la molestia de medir un puto ascensor.
—Tienes razón —dijo, aunque lo cierto era que no había prestado ninguna atención a lo que Morgan decía en ese momento.
Guardó las cajas en el maletero y apretó el botón de abajo para volver a cerrarlo. Ya estaba metida en el coche cuando se dio cuenta de que Felix no estaba con ella.
—Joder —murmuró, cerrando el móvil.
Salió del coche como una exhalación y paseó la mirada por el aparcamiento, que se había llenado bastante mientras estaban en el súper.
—¿Felix?
Dio la vuelta al coche, pensando que a lo mejor se había escondido al otro lado. No estaba allí.
—¡Felix! —gritó, y echó a correr hacia el supermercado. A punto estuvo de estamparse contra las puertas de cristal porque no se abrieron lo suficientemente rápido.
Se fue hacia la cajera y le preguntó:
—¿Ha visto por aquí a mi hijo? —La mujer parecía algo confusa, y Pauline lo repitió en tono cortante—: Mi hijo. Estaba conmigo hace un momento. Es moreno, más o menos así de alto, tiene seis años. —La dejó por imposible—. Hay que joderse.
»¡Felix! —gritó, pero el corazón le latía con tal fuerza que casi no oía su propia voz.
Empezó a recorrer los pasillos andando a toda prisa, y luego fue corriendo como una loca por toda la tienda. Acabó en la sección de panadería, a punto de echar el bofe. ¿Qué ropa le había puesto hoy? Las playeras rojas. Siempre quería ponérselas porque tenían a Elmo dibujado en la suela. ¿Y le había puesto la camisa blanca o la azul? ¿Y los pantalones? ¿Le había planchado el pantalón largo esa mañana, o al final le había puesto los vaqueros? ¿Por qué no podía recordar algo tan sencillo?
—Afuera he visto a un niño —dijo alguien, y Pauline salió disparada hacia las puertas.
Vio a Felix detrás del coche; iba hacia el lado del copiloto. Llevaba puesta la camisa blanca, el pantalón largo y sus playeras rojas de Elmo. Aún tenía el pelo húmedo; todas las mañanas se levantaba con un remolino en la coronilla y tenía que domarlo con un poco de agua.
Pauline dejó de correr, y fue dándose palmaditas en el pecho como si quisiera calmar su corazón. No iba a gritarle porque él no lo entendería, y sólo conseguiría asustarle. Iba a abrazarlo y a cubrirlo de besos de la cabeza a los pies hasta que empezara a revolverse, y luego le iba a decir que si volvía a apartarse de ella le retorcería su precioso cuello.
Se limpió las lágrimas mientras pasaba por detrás del coche. Felix estaba dentro, con la puerta abierta y las piernas colgando. No estaba solo.
—Oh, muchas gracias —le dijo al extraño, en tono efusivo. Y, acariciando a Felix, continuó—: Se despistó en el súper y…
Pauline sintió que la cabeza le explotaba y cayó desplomada al suelo como una muñeca de trapo. Lo último que vio al alzar la vista fue la sonriente cara de Elmo mirándola desde la suela de la zapatilla de Felix.