FAITH ESTABA SENTADA EN LA CAFETERÍA DEL HOSPITAL, pensando que se sentía exactamente igual que la noche del baile de graduación: rechazada, gorda y embarazada. Miró al fibroso detective del condado de Rockdale que estaba sentado al otro lado de la mesa. Con su prominente nariz y el cabello grasiento colgando por encima de las orejas, Max Galloway tenía el aspecto hosco y perplejo de un perro cazador alemán. Y lo peor es que era un mal perdedor: no dejaba pasar una sola ocasión de recalcar que el DIG le había robado el caso. Lo había dejado bien claro desde el momento en que Faith pidió estar presente cuando interrogara a dos de los testigos.
—Seguro que la zorra de tu jefa ya está emperifollándose para hablar ante las cámaras.
Faith se mordió la lengua, aunque le resultaba imposible imaginarse a Amanda Wagner emperifollándose. Afilándose las garras, si acaso.
—Bien —comenzó Galloway, dirigiéndose a los testigos—. Así que iban ustedes tranquilamente por la carretera, no vieron nada extraño, y de repente, ¿se encontraron con el Buick y la chica en la carretera?
Faith tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Había trabajado en el departamento de homicidios de la policía de Atlanta durante ocho años antes de empezar a trabajar con Will Trent. Sabía muy bien lo que era ser un detective de homicidios y que viniera un fantasmón del DIG a decirte que podía llevar tu caso mejor que tú. Entendía la rabia y la frustración que generaba el hecho de que te trataran como a un paleto ignorante incapaz de encontrarte la mano derecha, pero ahora que ella era una agente del DIG sólo pensaba en lo mucho que iba a disfrutar robándole el caso a ese paleto insufrible en particular.
En cuanto a su mano derecha, puede que Max Galloway sí fuera capaz de encontrársela, pero no daba para mucho más. Llevaba por lo menos media hora interrogando a Rick Sigler y a Jake Berman —los dos hombres que pasaban por la 316 cuando el Buick atropelló a la mujer—, y todavía no se había dado cuenta de que eran gays.
Galloway se dirigió a Rick, el técnico de emergencias sanitarias que había socorrido a la víctima en el lugar del accidente.
—Me decía usted que su mujer es enfermera, ¿no?
Rick se miró las manos. Llevaba una alianza de oro rosa y sus manos eran las más bonitas y delicadas que Faith había visto en un hombre.
—Hace el turno de noche en el Crawford Long.
Faith se preguntó cómo se sentiría la mujer sabiendo que su marido andaba echando una canita al aire mientras ella hacía el turno de noche.
—¿Qué película fueron a ver? —les preguntó Galloway.
Les había hecho la misma pregunta por lo menos tres veces, y en todas había obtenido la misma respuesta. Faith también era capaz de cualquier cosa con tal de pillar en falta a un sospechoso, pero había que tener un par de dedos de frente y saber hacerlo; lamentablemente, Max Galloway no poseía esa habilidad. Desde el punto de vista de Faith parecía que aquellos dos testigos simplemente habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el lugar y momento equivocados. El único aspecto positivo de su participación en aquel asunto era que habían podido atender a la víctima mientras llegaba la ambulancia.
—¿Cree que se pondrá bien? —preguntó Rick a Faith.
Ésta imaginó que la víctima seguiría en el quirófano.
—No lo sé —admitió—. Pero usted hizo todo cuanto pudo, no le quepa la menor duda.
—He estado en un millón de accidentes de tráfico —dijo el hombre, mirándose las manos de nuevo—, pero jamás había visto una cosa igual. Era… Era algo espantoso.
En circunstancias normales Faith no era demasiado empática pero, como policía, sabía cuándo era necesario un enfoque más sensible. Sintió el impulso de inclinarse sobre la mesa y poner sus manos sobre las de Rick, para consolarle y también para sonsacarle, pero no estaba muy segura de cómo iba a reaccionar Galloway, de modo que prefirió no arriesgarse a empeorar aún más la cosa.
—¿Se encontraron en el cine o fueron en un solo coche? —preguntó Max.
Jake, el otro testigo, se revolvió en su asiento. Había estado muy callado desde el principio, sólo hablaba cuando le preguntaban directamente. No dejaba de mirar el reloj.
—Tengo que marcharme —dijo—. Tengo que levantarme dentro de cinco horas para ir a trabajar.
Faith miró el reloj de la pared. No se había dado cuenta de que era casi la una de la madrugada, probablemente porque la inyección de insulina le había producido un efecto extrañamente estimulante. Will se había ido dos horas antes. Le había hecho un breve resumen de lo que había pasado y había salido pitando hacia la escena del crimen, sin darle siquiera la oportunidad de ofrecerse a ir con él. Era muy tenaz, y Faith sabía que encontraría el modo de que le asignaran aquel caso. Ella lo único que quería saber era por qué tardaba tanto.
Galloway les pasó una libreta y un bolígrafo a los testigos.
—Anótenme sus números de teléfono.
Rick se puso pálido.
—Comuníquese conmigo sólo a través del móvil, por favor. No me llame al trabajo. —Miró a Faith con inquietud, y luego volvió a dirigirse a Galloway—: A mi jefe no le gusta que atendamos llamadas personales en horas laborales. Estoy todo el día en la ambulancia. ¿De acuerdo?
—Claro. —Max se recostó en su silla, se cruzó de brazos y se quedó mirando fijamente a Faith—. ¿Ha oído eso, buitre?
Ella le respondió con una tensa sonrisa. Podía aguantar que manifestara abiertamente su hostilidad, pero ese rollo pasivo-agresivo la estaba poniendo de los nervios.
Sacó dos tarjetas de visita y se las dio a los testigos.
—No duden en llamarme si recuerdan algo más, por favor. Aunque no les parezca nada importante.
Rick asintió y se guardó la tarjeta en el bolsillo trasero. Jake se la quedó en la mano, y Faith imaginó que pensaba tirarla en la primera papelera que encontrara. Tenía la impresión de que aquellos dos hombres no se conocían demasiado. No habían dado muchos detalles sobre su relación, aunque los dos mostraron sus entradas cuando se lo pidieron. Probablemente se habían conocido en el cine y luego habían decidido buscar un sitio más discreto.
Un móvil empezó a sonar con lo que a Faith le pareció The Battle Hymn of the Republic (que comienza con el famoso «Glory, Glory Hallelujah»), pero enseguida corrigió su impresión inicial: probablemente era el himno de la Universidad de Georgia. Galloway contestó.
—¿Sí?
Jake hizo ademán de levantarse y Galloway asintió con la cabeza, como si le diera permiso para marcharse.
—Gracias —dijo Faith dirigiéndose a los dos hombres—. Por favor, si recuerdan cualquier otra cosa llámenme.
Jake estaba ya casi en la puerta, pero Rick seguía allí.
—Siento no haber sido de más ayuda. Han sido muchas cosas de repente y… —no terminó la frase. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Era evidente que seguía traumatizado por lo que había ocurrido.
Faith le puso la mano en el brazo y le habló con voz suave.
—No me importa en absoluto lo que estuvieran haciendo ustedes allí. —Se puso colorado—. No es asunto mío. Lo único que quiero es encontrar al tipo que le hizo daño a esa mujer.
Rick desvió la mirada y en ese preciso instante Faith se dio cuenta de que había metido la pata. Él hizo un gesto con la cabeza sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Siento no poder serle más útil.
Faith se quedó mirándole mientras se marchaba, deseando poder patearse el culo. Oyó a Galloway detrás de ella, maldiciendo entre dientes. De repente éste se levantó de forma tan brusca que su silla cayó al suelo armando gran estrépito. Faith se volvió.
—Su compañero está como una puta cabra. Se le ha ido la pinza del todo.
Faith estaba de acuerdo —Will nunca hacía las cosas a medias—, pero nunca criticaba a su compañero a menos que lo tuviera delante.
—¿Es un simple comentario o intenta decirme algo?
Galloway arrancó la página en la que los testigos habían escrito sus números de teléfono y la soltó en la mesa.
—El caso es suyo.
—Vaya, sí que ha dado un giro inesperado la situación —replicó ella mientras le ofrecía su tarjeta de visita con una gran sonrisa—. Le agradecería que me enviara por fax las declaraciones de todos los testigos y los informes preliminares. El número está ahí abajo.
Galloway cogió bruscamente la tarjeta y se dio media vuelta. Al marcharse, tropezó con la mesa y se alejó gruñendo:
—Sigue sonriendo, zorra.
Faith se agachó para recoger la silla y al levantarse se mareó un poco. La enfermera-educadora había sido más útil como lo primero que como lo segundo, así que no estaba muy segura de qué hacer con toda aquella parafernalia para diabéticos que le había dado. Eran algunas notas, formularios, una revista y un montón de papeles que tendría que llevarle a su médico por la mañana, pero nada de eso tenía el menor sentido para ella. O a lo mejor todo había sido muy repentino y no había terminado de procesarlo. Siempre se le habían dado bien las matemáticas, pero la sola idea de tener que pesar la comida y calcular las dosis de insulina se le hacía un mundo.
La puntilla se la había dado el resultado del test de embarazo que tan amablemente le habían pedido junto con los demás análisis. Hasta ese momento Faith se había agarrado a la esperanza de que los test de farmacia no eran fiables y podían haber dado un falso positivo los tres. ¿Qué fiabilidad podía tener un artilugio sobre el que había que mear? Se había estado debatiendo entre la posibilidad de un embarazo y de un tumor en el estómago, sin saber muy bien cuál de las dos noticias le aliviaría más. Cuando la enfermera, llena de alegría, le anunció: «¡Va a tener un bebé!», Faith creyó que se iba a desmayar otra vez.
Pero la cosa ya no tenía remedio. Volvió a sentarse a la mesa, mirando los números de teléfono de Rick Sigler y Jake Berman. Estaba casi segura de que el de Jake era falso, pero el juego no era nuevo para ella. Max Galloway se había molestado cuando ella les había pedido los carnés de conducir y había anotado la información en su libreta. Pero quizá Galloway no fuera del todo idiota: le había visto anotar en otra hoja los dos números mientras hablaba por el móvil. Faith se imaginó a Galloway teniendo que pedirle a ella los datos de Jake Berman y sonrió maliciosamente.
Volvió a mirar el reloj, preguntándose por qué tardarían tanto los Coldfield. Galloway le había dicho a Faith que les habían requerido que bajaran a la cafetería en cuanto terminaran de atenderles, pero al parecer el matrimonio se lo estaba tomando con calma. También sentía curiosidad por saber qué había hecho Will Trent para que Galloway dijera que se le había ido la pinza. Ella era la primera en reconocer que su compañero era poco convencional; hacía las cosas a su manera, pero era el mejor policía con el que había trabajado, si bien sus habilidades sociales eran más dignas de un párvulo que de un hombre hecho y derecho. Por ejemplo, a Faith le hubiera gustado enterarse por su compañero de que les habían asignado el caso, y no por el perro cazador del condado de Rockdale.
A lo mejor le venía bien tener algo de tiempo antes de hablar con Will. Aún no tenía la menor idea de cómo le iba a explicar por qué se había desmayado en el aparcamiento de los juzgados sin contarle toda la verdad.
Faith se puso a revolver en la bolsa de plástico con el instrumental para diabéticos y sacó el folleto que le había dado la enfermera, esperando ser capaz esta vez de concentrarse en la lectura. No había pasado del «Diagnóstico: diabetes» y ya estaba pensando otra vez que tenía que haber algún error. La inyección de insulina le había sentado bien, pero a lo mejor había sido el ratito que había estado echada y no el medicamento lo que le había ayudado a recuperarse. ¿Habría antecedentes de diabetes en su familia? Tendría que llamar a su madre, pero ni siquiera le había comunicado que estaba embarazada. Además, Evelyn estaba de vacaciones en México, y eran las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo. Faith quería asegurarse de que tenía asistencia médica a mano cuando le contara la noticia.
A quien sí debería llamar era a su hermano. El capitán Zeke Mitchell era un cirujano de las Fuerzas Aéreas destinado en Landstuhl, Alemania. Como médico, sabría todo lo que hay que saber sobre la diabetes, y precisamente por eso se resistía a llamarlo. Cuando tenía catorce años y le contó a su familia que estaba embarazada, Zeke estaba terminando el último curso en el instituto. Vivió mortificado y humillado durante veinticuatro horas al día siete días a la semana: en casa tenía que ver a la furcia de su hermana pequeña hinchándose como un globo y en la escuela debía aguantar las despiadadas bromas que sus amigos hacían a costa de ella. No fue de extrañar que se enrolara en el ejército nada más terminar el instituto.
Y luego estaba Jeremy. Faith no tenía ni idea de cómo le iba a decir a su hijo que estaba embarazada. Tenía dieciocho años, la misma edad que Zeke cuando le arruinó la vida. Y si un adolescente prefiere no saber que su hermana tiene vida sexual, con toda seguridad tampoco lo querrá saber de su madre.
Faith había crecido con Jeremy, y ahora que éste ya estaba en la universidad su relación se había instalado en un punto muy cómodo en el que podían hablar como adultos. Lógicamente, a veces le venían recuerdos de su hijo cuando era niño —su inseparable mantita, la época en la que le preguntaba constantemente cuándo pesaría demasiado para que ya no pudiera cogerlo en brazos—, pero finalmente había logrado aceptar el hecho de que su precioso niño era ahora un hombre adulto. ¿Cómo iba a soltarle semejante bomba ahora que habían conseguido llegar a un equilibrio? Y no sólo era el embarazo, también estaba enferma. Padecía una enfermedad que su hijo podía haber heredado. Ahora tenía novia, y Faith sabía que mantenían relaciones sexuales. Los hijos de Jeremy podían ser diabéticos por su culpa.
—Dios —masculló. No era la diabetes, sino la idea de que podría acabar siendo abuela antes de cumplir los treinta y cuatro.
—¿Cómo se encuentra?
Faith alzó la vista y vio a Sara Linton al otro lado de la mesa, con una bandeja de comida en las manos.
—Vieja.
—¿Por el folleto?
Faith había olvidado que lo tenía en la mano. Le hizo un gesto a Sara para que tomara asiento.
—En realidad estoy cuestionando sus aptitudes como médico.
—No sería usted la primera —dijo Sara en tono contrito. Faith sintió curiosidad por su historia, y no por primera vez—. Creo que no he sido muy hábil a la hora de comunicarle la noticia.
Faith no se lo discutió. En urgencias había deseado odiarla por el único hecho de ser el tipo de mujer a la que deseas odiar a simple vista: alta y delgada, elegante, con una larga melena de color caoba y esa inusual belleza que hace que todos los hombres se vuelvan a mirar cuando entra en una habitación. Tampoco ayudaba el que, además, fuera una mujer inteligente que había logrado el éxito profesional. Había sentido la misma repulsión instintiva que le inspiraban las animadoras en el instituto. Le gustaba pensar que el hecho de haber madurado y haber fortalecido su carácter le había ayudado a superar esa reacción instintiva, pero lo que le pasaba era que le resultaba muy difícil odiar a una viuda; en especial a la de un policía.
—¿Ha comido algo desde que hablamos? —preguntó Sara. Faith meneó la cabeza y miró la bandeja de la doctora: una raquítica porción de pollo asado sobre una hoja mustia de lechuga y algo que podía o no ser verdura. Sara se puso a cortar el pollo con el tenedor y el cuchillo de plástico, o eso intentó al menos. Finalmente acabó más bien desgajándolo. Quitó el panecillo de su bandeja, repartió el pollo y le pasó a Faith uno de los platos.
—Gracias —dijo Faith, pensando que los bollos de chocolate que había visto al entrar en la cafetería tenían un aspecto mucho más apetecible.
—¿Les han asignado el caso de manera oficial?
La pregunta cogió a Faith por sorpresa, pero luego cayó en que Sara había atendido a la víctima; era natural que sintiera curiosidad.
—Will ha logrado meternos con calzador —respondió. Volvió a comprobar la cobertura del móvil, preguntándose por qué no habría llamado todavía.
—Seguro que la policía local estará encantada de que se ocupen ustedes.
Faith se echó a reír y pensó que el marido de Sara debía de haber sido un buen policía. Ella también lo era, y era consciente de la hora, la una de la madrugada, y que Sara le había dicho seis horas antes que estaba a punto de acabar su turno. Observó a la doctora, que brillaba con el inequívoco resplandor de una adicta a la adrenalina. Había bajado a la cafetería buscando información.
—He visto a Henry Coldfield, el conductor del Buick —explicó Sara. Aún no había probado la comida; había bajado a la cafetería para ver a Faith, no para comerse un trozo de pollo seco que debió de venir al mundo el año que renunció Nixon—. El airbag le ha provocado una contusión en el pecho y a la mujer le han tenido que dar un par de puntos, pero están bien.
—En realidad, por eso estoy aquí. Les estoy esperando —Faith miró el reloj de nuevo—. Se suponía que tenían que reunirse conmigo.
Sara parecía desconcertada.
—Se marcharon hace cosa de media hora con su hijo.
—¿Cómo?
—Les vi hablar con el detective del pelo grasiento.
—Hijo de puta. —Por algo Max Galloway tenía ese aire de suficiencia cuando se fue de la cafetería—. Perdone. Ese tipo es más listo de lo que creía. Se ha reído de mí en mi propia cara.
—Coldfield es un apellido poco frecuente —le dijo Sara—. Seguro que figuran en el listín telefónico.
Eso esperaba Faith, porque no quería tener que recurrir a Max Galloway y darle esa satisfacción.
—También puedo copiar su dirección y su teléfono de los papeles del ingreso, si quiere —le ofreció Sara.
A Faith le sorprendió la oferta, que normalmente requería una orden judicial.
—Me haría un gran favor.
—No hay problema.
—Pero eso es, ejem… —Faith no terminó la frase y se mordió la lengua para no decirle a la médico que proporcionarle esos datos era ilegal. Decidió cambiar de tema— Will me dijo que fue usted quien atendió a la víctima cuando la ingresaron.
—A Anna, o eso me pareció entender.
Faith iba tanteando el terreno. Will había omitido detalles.
—¿Y cuál es su impresión?
Sara se recostó en la silla, con los brazos cruzados.
—Mostraba síntomas graves de desnutrición y deshidratación. Tenía las encías blancas y la tensión muy baja. Dada la naturaleza de la cicatrización y el modo en que se coagulaba la sangre, yo diría que las heridas le fueron infligidas a lo largo de varios días. Tenía marcas en las muñecas y los tobillos que indicaban que había estado maniatada. La penetraron por vía anal y vaginal, según los indicios, con un objeto romo. No pude hacerle las pruebas de violación antes de que la subieran a quirófano, pero la examiné lo mejor que pude. Retiré varias astillas de debajo de sus uñas para que pudieran analizarlas en el laboratorio; creo que no era madera tratada, pero habrá que ver lo que dicen los de la científica.
Hablaba como si estuviera testificando ante el tribunal. Cada observación se sustentaba en una prueba, y cuando hacía una conjetura dejaba claro que se trataba de una hipótesis.
—¿Cuánto tiempo cree que la han tenido secuestrada? —le preguntó Faith.
—Por lo menos cuatro días. Aunque si tenemos en cuenta la gravedad de la desnutrición podríamos estar hablando de una semana o diez días.
Faith no quería ni pensar que aquella pobre mujer hubiera podido ser torturada durante diez días.
—¿Por qué cuatro días?
—Por el corte del pecho —explicó Sara señalando su propio pecho—. Es un corte profundo en estado de putrefacción; incluso he visto indicios de actividad de los insectos. Tendrá que hablar con un entomólogo para que examine las larvas y le diga en qué fase de desarrollo se encuentran, pero teniendo en cuenta que aún estaba viva, que su cuerpo estaba relativamente caliente y que disponían de sangre para alimentarse, cuatro días me parece un cálculo bastante ajustado. Dudo mucho que puedan salvarle el tejido.
Faith tenía los labios fuertemente apretados, tratando de resistirse al impulso de poner la mano sobre su propio pecho. ¿Cuántos pedazos de tu cuerpo podías perder antes de morir?
Sara continuó hablando, aunque Faith no la animara.
—La costilla número once, ésta. —Señaló su abdomen—. Le ha sido extirpada hace poco, probablemente hoy mismo o ayer a última hora, y es un trabajo de precisión.
—¿Precisión quirúrgica?
—No. De confianza. No hay marcas de vacilación, ni cortes preliminares. El que lo hizo confiaba en sus propias habilidades.
Faith pensó que la doctora también parecía muy segura.
—¿Cómo cree usted que lo hizo?
Sara sacó su libreta y empezó a dibujar una serie de curvas que no cobraron sentido hasta que lo explicó.
—Las costillas se numeran por pares y de arriba abajo; hay doce a cada lado. —Fue señalándolas con el boli—. La primera está justo debajo de la clavícula y la número doce es la última. —Levantó la cabeza para asegurarse de que Faith la seguía—. La número once y la doce se consideran «flotantes» porque no van unidas al esternón. Están unidas únicamente a las vértebras, por detrás. —Dibujó una línea vertical que representaba la columna—. Las siete costillas superiores van unidas a las vértebras por detrás y por delante al esternón. Los tres pares siguientes van ensambladas a las de arriba, y se denominan costillas falsas. Todo este armazón es muy elástico para que podamos respirar, y por eso es muy difícil romper las costillas con un golpe directo, son muy flexibles.
Faith se había inclinado hacia delante y no perdía ripio.
—O sea, que esto lo hizo alguien con conocimientos de medicina.
—No necesariamente. Las costillas se pueden localizar fácilmente con los dedos. Todo el mundo sabe dónde las tiene.
—Pero aun así…
—Mire. —Sara se puso de pie, levantó el brazo derecho y se presionó el costado izquierdo con los dedos—. Pase usted su mano por la línea axilar posterior hasta llegar al extremo de la costilla… Es la número once, y la doce está un poco más abajo. —Agarró el cuchillo de plástico—. Cogió el cuchillo y cortó siguiendo la longitud de la costilla; pudo incluso haber apoyado la punta en el hueso. Luego apartó la grasa y el músculo, desarticuló la costilla de las vértebras y finalmente la agarró y tiró.
Faith sentía escalofríos sólo de pensarlo. Sara dejó el cuchillo.
—Un cazador no tardaría ni un minuto, pero cualquiera podría hacerlo. No hablo de precisión quirúrgica. Seguro que si lo busca en Google encontrará esquemas mucho más completos del que le he dibujado yo.
—¿Y es posible que la víctima no tuviera esa costilla, que naciera sin ella?
—Un pequeño porcentaje de la población nace con un par menos, pero la mayoría tenemos veinticuatro costillas.
—¿Y lo de que los hombres tienen una costilla menos que las mujeres?
—¿Por lo de Adán y Eva? —Sara esbozó una sonrisa y a Faith le dio la impresión de que la mujer se estaba aguantando las ganas de reír—. No crea usted todo lo que le contaron en la escuela dominical, Faith. Todos tenemos el mismo número de costillas.
—Vaya, ahora me siento como una idiota. Pero ¿está usted segura de todo esto? ¿Está segura de que le extirparon la costilla?
—Se la arrancaron. El cartílago y el músculo estaban desgarrados. Fue un acto de violencia.
—Parece que le ha dado muchas vueltas a esto.
Sara se encogió de hombros, como si todo fuera fruto de su curiosidad natural. Cogió de nuevo el cuchillo y el tenedor y se puso a cortar el pollo. Faith la observó mientras forcejeaba con aquel trozo de carne seca cuando, de repente, volvió a soltar los cubiertos. Le sonrió, casi como si le avergonzara lo que le iba a decir.
—He sido médico forense.
Faith se quedó boquiabierta. Sara le había dicho aquello como quien confiesa un talento oculto para las acrobacias o un pecado de juventud.
—¿Dónde?
—En el condado de Grant. A unas cuatro horas de aquí.
—No me suena.
—Está en la costa —explicó Sara. Apoyó los brazos en la mesa y su voz adquirió un tono nostálgico—. Acepté el puesto para poder comprarle a mi socio su parte de la consulta de pediatría. Al menos eso era lo que yo creía. La verdad es que me aburría. Cuando trabajas con niños te pasas el día poniendo vacunas y curando rodillas despellejadas. Pasado un tiempo, acabas subiéndote por las paredes.
—Me imagino —murmuró Faith, pero estaba pensando en qué le parecía más alarmante: que la médico que le había diagnosticado diabetes fuera una pediatra o que fuera una forense.
—Me alegro de que les hayan asignado este caso —dijo Sara—. Su compañero es…
—¿Raro?
Sara la miró con extrañeza.
—Iba a decir «intenso».
—Es bastante tozudo, sí —admitió Faith, pensando que era la primera vez que alguien que acababa de conocer a Will le hablaba tan bien de él. Normalmente uno tardaba un tiempo en llegar a apreciarlo.
—Parece un hombre muy sensible —dijo la doctora, alzando la mano para rechazar cualquier posible protesta—. No es que los policías no sean sensibles, sino que normalmente tienden a ocultarlo.
Faith no pudo sino asentir. Will rara vez mostraba sus emociones, pero Faith sabía que las víctimas de tortura le conmovían de forma especial.
—Es un buen policía.
Sara miró su bandeja.
—Puede comerse esto, si quiere. La verdad es que no tengo hambre.
—Yo diría que no ha venido usted aquí a comer. —Sara se puso colorada, como si la hubieran pillado en falta—. Está bien, no pasa nada. Pero si sigue dispuesta a facilitarme los datos de los Coldfield…
—Desde luego.
Faith sacó del bolso otra tarjeta de visita.
—El número de mi móvil está al dorso.
—Muy bien.
Con expresión resuelta, Sara leyó el número y Faith se dio cuenta de que no sólo sabía que estaba infringiendo la ley, sino que además no le importaba.
—Otra cosa… —añadió Sara. Parecía dudar de si debía hablar o no—. Los ojos. Tenía petequias en la esclerótica, pero no he visto indicios de estrangulamiento. Las pupilas estaban desenfocadas. Podría ser una consecuencia del golpe o algo de tipo neurológico, pero no estoy segura de que pueda ver.
—Eso explicaría por qué se cruzó en medio de la carretera.
—Teniendo en cuenta lo que ha tenido que pasar…
Sara no terminó la frase, pero Faith la entendió perfectamente. No hacía falta ser médico para entender que, después de pasar por semejante infierno, una mujer pudiera exponerse deliberadamente a que un coche se la llevara por delante.
Sara se guardó la tarjeta de Faith en el bolsillo del abrigo.
—La llamaré dentro de un rato.
La detective se quedó mirándola mientras se alejaba, preguntándose cómo demonios había acabado Sara Linton trabajando en el hospital Grady. No debía de tener más de cuarenta años, pero las urgencias son para los más jóvenes; es la clase de trabajo del que uno sale huyendo despavorido antes de cumplir los treinta.
Volvió a mirar su móvil. Las seis barras estaban iluminadas, lo que indicaba que la intensidad de la señal era óptima. Intentó concederle a Will el beneficio de la duda. A lo mejor se le había vuelto a romper el móvil. De todos modos podría haberle pedido un aparato a cualquiera de los que estaban allí, así que a lo mejor era cierto que era un imbécil.
Mientras se levantaba y se dirigía hacia el aparcamiento, Faith pensó que también podía llamarle ella, pero por algo estaba embarazada y soltera por segunda vez en veinte años: no se le daba bien comunicarse con los hombres de su vida.